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lunes, 12 de febrero de 2018

MINUSVÁLIDO MUERE EN LÍNEA DE FUEGO ENTRE BANDAS

       
       El cojo Gómez ve con mirada estática hacia un punto muerto como él. Las muletas quedaron a ambos lados del cuerpo, para reafirmar en la iconografía criminal su identidad de minusválido.
         Si alguien escarbase en la semblanza de Gómez, pudiera discernir que sufría de parálisis desde su niñez, que luchó (digamos, a pie juntillas) contra la falta de equilibrio, y que laboraba como rústico vigilante (siempre sentado) en la empresa de autobuses troncales. ¡Cuarenta y dos años hechos añicos! ¡Una esencia de anormal normalidad, aunque sin traumas en las neuronas!
        La vida del cojo Gómez era de opacos y renqueantes metros: dormía en un cuartucho cerca del trabajo, devoraba (allí mismo) la ración de viandas insípidas que le preparaban las vecinas altruistas, fumaba en hilera los cigarros de sus marcas favoritas (todas), bebía poco alcohol no por prescripción facultativa sino por orden de los patronos, sonreía sólo a veces porque le faltaban causas para la irrisión, leía las letras de los buses pero le costaba mucho astigmatismo el abecedario de los periódicos, iba al cine únicamente el 31 de diciembre (para celebrar), se comía las uñas con extrema pasión, coreaba sin límites ni husos horarios la única canción que se sabía (Allá en el rancho grande), y amainaba las dolencias de las piernas mediante yerbas que le surtía un pasajero naturista.
        El cojo Gómez se afirmaba en las negaciones: no tenía familia ascendente ni descendente, carecía de retratos de colegio y de remembranzas en grupo, no le sobraban amistades pero tuteaba a todo el mundo, odiaba a los perros de la calle y a los gatos de cualquier hogar (quizás por una turbia inquina personal), nunca deseó ganarse trofeos de olimpíadas lisiales ni distinciones de handicap, jamás pensó en enamorarse de mujeres de hueso y carne, reducía la política a infinidad de insultos contra quienes la ejercen, detestaba que le hablasen en tono penetrante o acorralándole el oído medio, no le ajustaba ningún gobierno, y huía -con la máxima velocidad posible- de los gendarmes policiales y de los guardianes del (des)orden público.
El cojo Gómez, aunque parezca ficción fantástica o crucifixión real, poseía la recurrente quimera de comprarse un auto amarillo y supersónico, modelo A-XXI, recién disparado de los hornos de la fábrica, con mandos para minusválidos y butacas para las curvas vertebrales, un automóvil mayestático, digno de dignatarios, lujo de una élite minúscula, prototipo de la supina elegancia y centro específico de encomios mayores. Un auto cuyo chofer no sería el cojo Gómez ni el renco Gómez, sino el gran señor Gómez,  un desenvuelto caballero, un patricio, un patriarca de la sociedad de consumo.
Y mientras el chueco Gómez soñaba, desdoblado en el otro, las bandas tomaron los flancos opuestos de la calle: la banda de Cerro Arriba y la banda de Cerro Abajo. Dirimían una cuota de drogas, o una afrenta diaria, o un insulto de pequeñas infamias colosales. Principió la guerra y Gómez se ajustó, con dormida paciencia, el cinturón de seguridad del auto amarillo y transparente; ningún suceso podía apartarlo del ensueño, ninguna ráfaga, ningún atisbo.
         Las balas tomaron por asalto el aire y las circunstancias: todas las piernas huyeron salvo las flácidas, y la llama  correspondiente a Gómez se le incrustó en el corazón. Rubén Blades hubiese procreado como cantautor testimonial, una famosa  salsa de muletas al viento, pero sobre el callejón nada más se encontraban el cojo Gómez y un etéreo automóvil amarillo para conducirlo a su destino.