El cojo Gómez ve con mirada estática hacia un punto muerto como él. Las muletas quedaron a ambos lados del cuerpo, para reafirmar en la iconografía criminal su identidad de minusválido.
Si alguien escarbase en la semblanza de Gómez, pudiera
discernir que sufría de parálisis desde su niñez, que luchó (digamos, a pie
juntillas) contra la falta de equilibrio, y que laboraba como rústico vigilante
(siempre sentado) en la empresa de autobuses troncales. ¡Cuarenta y dos años
hechos añicos! ¡Una esencia de anormal normalidad, aunque sin traumas en las
neuronas!
La vida del cojo Gómez era de opacos y renqueantes
metros: dormía en un cuartucho cerca del trabajo, devoraba (allí mismo) la
ración de viandas insípidas que le preparaban las vecinas altruistas, fumaba en
hilera los cigarros de sus marcas favoritas (todas), bebía poco alcohol no por
prescripción facultativa sino por orden de los patronos, sonreía sólo a veces
porque le faltaban causas para la irrisión, leía las letras de los buses pero
le costaba mucho astigmatismo el abecedario de los periódicos, iba al cine
únicamente el 31 de diciembre (para celebrar), se comía las uñas con extrema
pasión, coreaba sin límites ni husos horarios la única canción que se sabía (Allá en el rancho grande), y amainaba
las dolencias de las piernas mediante yerbas que le surtía un pasajero
naturista.
El cojo Gómez se afirmaba en las negaciones: no tenía
familia ascendente ni descendente, carecía de retratos de colegio y de
remembranzas en grupo, no le sobraban amistades pero tuteaba a todo el mundo,
odiaba a los perros de la calle y a los gatos de cualquier hogar (quizás por
una turbia inquina personal), nunca deseó ganarse trofeos de olimpíadas
lisiales ni distinciones de handicap, jamás
pensó en enamorarse de mujeres de hueso y carne, reducía la política a infinidad
de insultos contra quienes la ejercen, detestaba que le hablasen en tono
penetrante o acorralándole el oído medio, no le ajustaba ningún gobierno, y
huía -con la máxima velocidad posible- de los gendarmes policiales y de los
guardianes del (des)orden público.
El cojo Gómez, aunque parezca ficción fantástica o
crucifixión real, poseía la recurrente quimera de comprarse un auto amarillo y
supersónico, modelo A-XXI, recién disparado de los hornos de la fábrica, con
mandos para minusválidos y butacas para las curvas vertebrales, un automóvil
mayestático, digno de dignatarios, lujo de una élite minúscula, prototipo de la
supina elegancia y centro específico de encomios mayores. Un auto cuyo chofer
no sería el cojo Gómez ni el renco Gómez, sino el gran señor Gómez, un desenvuelto caballero, un patricio, un
patriarca de la sociedad de consumo.
Y mientras el chueco Gómez soñaba, desdoblado en
el otro, las bandas tomaron los flancos opuestos de la calle: la banda de Cerro
Arriba y la banda de Cerro Abajo. Dirimían una cuota de drogas, o una afrenta
diaria, o un insulto de pequeñas infamias colosales. Principió la guerra y
Gómez se ajustó, con dormida paciencia, el cinturón de seguridad del auto
amarillo y transparente; ningún suceso podía apartarlo del ensueño, ninguna
ráfaga, ningún atisbo.
Las balas tomaron por asalto el aire y las
circunstancias: todas las piernas huyeron salvo las flácidas, y la llama correspondiente a Gómez se le incrustó en el
corazón. Rubén Blades hubiese procreado como cantautor testimonial, una
famosa salsa de muletas al viento, pero
sobre el callejón nada más se encontraban el cojo Gómez y un etéreo automóvil
amarillo para conducirlo a su destino.