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viernes, 3 de febrero de 2017

SUBMARINOS NARCOS

NARCOS CONSTRUYEN SUBMARINOS PARA TRANSPORTAR DROGAS (Semanario Punto y Seguido)

       
   
         Israel Trenzas (nombre y apellido que resultan inverosímiles para quienes no trataron al colombiano) dictaba la cátedra de arquitectura naval en el Instituto Tecnológico de Montpellier; y hasta ahí, sin previo aviso ni mensajes electrónicos, fueron a buscarlo los “socios” de una compañía de variados fines lucrativos, o sea, tres moles con ternos a rayas y sombrillas contra el clima de estación, que deseaban hablarle en otra parte sobre negocios de interés común. “Me jodí”, pronunció para sus adentros el colombiano Israel, mientras reconocía el acento de los interlocutores a rayas.
La página del calendario, fijado en la pared, mostraba la blanda imagen de un corazón lleno de rosas rojas, alusivo al Día de San Valentín, e Israel, por pálpitos en el pecho y dolores en la desesperanza, concluyó que aquella noche no cenaría con Marilú en Le Bistrot de Jean: único sitio donde su esposa costeña saboreaba sin melindres las ancas de rana, “¡Saben a pollo tierno cartagenero!”. Y se auguró también, entre brumas del subconsciente, muchas jornadas lejos de la familia, del trabajo y del televisor de la casa.
Los sujetos anónimos que conocían bien a Israel (según se verificó después), pero hablaban poco y por la hendija derecha de la boca, tenían todo coordinado: la etapa en tren hasta Niza, los boletos del avión trasatlántico, los pasaportes falsos y los autos con vidrios negros aguardándolos en Bogotá. A Israel Trenzas, que en la caligrafía de su nueva identidad se llamaba Virgilio Godoy Tenorio, le pareció inútil la tentativa de preguntar a los tipos las mil y una hecatombes enraizadas en su pecho, y se conformó con la sencilla explicación: “El Jefe necesita hablarle”. Durante el viaje, Israel-Virgilio compuso y descompuso una historia que lo había llevado de Bucaramanga  a París y de París a Montpellier, con el fin de estudiar arquitectura naval. “¿Por qué se empeña en esa vaina absurda, usted que nunca ha visto las olas del Caribe?”, inquiría la madre siempre llorosa y siempre precaria de argumentos irrefutables. Y entonces el muchacho, una tarde que parecía de noche (o viceversa), le dijo adiós a la Plaza San Mateo, se persignó con más susto que fervor  y se largó sin que nadie lo oyese.
No insertó en las cartas, por vergüenza esencial, las particularidades de su buhardilla de la rue Binet (un cataclismo parisino ahíto de moscas y de visitantes indeseables), ni el oficio como “lava-retretes” en el Barrio Chino, ni la dificultad manifiesta para decir ¡mon Dieu! atiplando la voz. Tampoco agregó, por los mismos motivos de su censurado exilio estudiantil, que el hambre lo había hecho rebajar diez kilos y que en ocasiones oía entre sueños las charangas de Valledupar. Sin embargo, poco a poco Francia se le volvió una costumbre benéfica, y adquirió la amistad de jóvenes tercos como él, y también consiguió una visa de larga data para cursar sus estudios. Ya hablaba el idioma, aunque lleno de baches e indecisiones, y salía de promenade con una colombianita de pelo al tinte que se llamaba Marilú. De esto último se enteró la familia Trenzas por las calculadas misivas de Israel, las cuales leían -en asamblea de calle- para evitar maledicencias e interpretaciones erráticas. “El Espíritu Santo te bendiga, hijo”, proclamaba doña Clotilde, en medio de un afecto digno de La Madre de Gorki. Y el público aplaudía.
El Instituto de Montpellier fue la copia palpable  de lo que Israel imaginó en sus ilusiones: edificios alrededor de un parque con césped cortado al rape, profesores de pedagogía docta pero cordial, clases sin timbres de salida, una residencia de espaldas a las ventiscas y compañeros  asiduos e irreverentes. ¿Qué más pedir? Sí, pidió algo más: que la “rubita” Marilú lo visitase cada quincena. Y pidió otras cosas: obtener la medalla cum laude y quedarse en los predios universitarios.
Todo lo logró a satisfacciones de alma, porque un domingo Marilú llegó, escoltada por su baúl de plástico y su sonrisa de labios abiertos, para requerirle asilo perenne; al concluir los estudios, el Rector le confirió un latón honorífico que decía “máximos honores”; y la semana siguiente, aún incrédulo, empezó a dictar clases en la universidad. Luego, los niños gemelos, un piso repleto de sol y el coche de última mano (pero en perfecta marcha). Después, la estable investidura académica, el bono de vacaciones y la casita con paisaje de pelícanos al atardecer.
Entre brumas, volvió de los recuerdos y se halló en el aeropuerto de Bogotá. Lo supo por el olor a tierra húmeda que emanaba del suelo de la patria, y enseguida por la barahúnda de voces y por la extraña forma de movimientos que poseen los cachacos (como levitando en un sólido aire protocolar). Los tres individuos de ternos con rayas se encontraban todavía acompañándole, y efectuaban tareas para el ingreso al país y a los automóviles de vidrios negros. Tras permitirle beberse un nostálgico “tinto fuerte” lo vendaron, pues no debía reconocer las instancias y las comarcas del nuevo periplo. Aunque fue un viaje ciego hacia la lejanía, Israel-Virgilio entrevió (o intuyó) pueblos, asfalto, campos, montañas, autopistas, túneles, desiertos, selvas.
Cuando le dejaron libre la mirada, observó una alta breña de árboles y un riachuelo fétido que seguramente daba al mar. El camino, transitable  a penosos brincos, conducía hasta las barracas verdes: síntesis del color de las iguanas para el despiste. Una firme indicación mostró a Israel su espacio dentro del refugio, su cama diminuta y sus platos de peltre; un guiño ácido le precisó el lugar de las defecaciones; un mensaje sin palabras proscribió cualquier arrojo. E Israel, empapado de tristezas, se dormitó al acorde del miedo, y ya más onírico soñó que verdaderamente estaba muy cerca de las olas del Caribe, y arrulló a los chicos y vislumbró el blando cuerpo de Marilú (haciéndole señas detrás del infinito).
El trópico se unió a la mañana para despertarlo. Sintió pájaros en vuelo, ruidos de fronda y un calor que le mojaba las pupilas. Mientras organizaba su ánimo, la puerta se abrió -como en un acto de prestidigitación salvaje- y apareció el mandato de los hombres a rayas, ahora con camisas de hilo: “¡Levántese porque viene el Jefe!”.
Apenas se levantó, sus ojos encuadraron la estampa de una especie de gigante obeso que destilaba bigotes y mímicas automáticas. Era el capo mayor, la cúspide del Cartel de la Guajira, la ley con sortijas de 18 kilates, la fúnebre autoridad, la metralla y los suplicios. –Soy John Jairo, considéreme su servidor– dijo a través de unos dientes disparejos  y una mentira de ocasión; lo invitó a sentarse y siguió hablando: pedía (u ordenaba) que Israel construyese dos modelos de submarinos escuetos, aunque suficientes en tamaño, para el transporte de droga hasta los mercados del norte. Tosió por lo bajo, como disimulando la propiedad de la idea, y sin esperar respuesta determinó: “Anóteme los materiales y equipos que hagan falta, hoy mismo comenzaremos a traerlos; le doy cinco meses, ¡suerte!, será uno de los millonarios de este planeta”. Antes de irse, le susurró: “Marilú y los gemelos están bien, no se preocupe”.
Israel quiso llorar sobre los copos de los almendrones, mesarse el espeluzne del cabello, huir en sombras hacia Marilú y los hijos, gritar a lecos que nada se acordaba de sumergibles ni de submarinos, pero pudo más el silencio de la razón, “Tiempo al tiempo, tiempo al tiempo”.
Por cuanto los rehenes en pesadumbre enaltecen las minucias y acrecientan la memoria, Israel Trenzas hilvanó dentro del vaivén de un chinchorro, lo que sus maestros le habían enseñado acerca de las naves sub-acuáticas: la flotación neutral y la positiva, el principio del viejo Arquímedes, los tanques de lastre, el periscopio para otear el mundo externo, las tensiones hidrodinámicas, el control del equilibrio inestable, las fuentes de oxígeno y los demás imperativos técnico-prácticos para un hundimiento eficaz y sin asfixias. A la luz de algunos crepúsculos y de la Enciclopedia Vértice que estaba mutilada dentro del armario de la cocina (porque la usaban para envolver aguacates inmaduros), dibujó el proyecto en páginas de estraza y con detalle apuntó los materiales imprescindibles.
La banda del capo preparó una explanada, levantó el galpón de obras y acarreó hasta ahí el instrumental. Mucha fibra de vidrio y mucho polietileno. Anticipadamente a los trabajos, Israel tuvo que modificar los bocetos de sus dos “Cetáceos Colombo” (así los bautizó) porque se parecían al Hipopótamo, sumergible edificado y destruido en 1838 por el ecuatoriano Rodríguez Labandera; y también se asemejaban al Garcibuzo, un submarino de cedro que el año 1860 probó el tenaz Cosme García en las playas ibéricas, y el cual desbarató  ante la carencia de preclaros financistas.
Israel Trenzas ocupó todos los minutos exactos e inexactos, y todos los segundos sudorosos, y todos los días con sus noches de turbia vigilia, en la construcción de las naves que el jefe narcótico le había ordenado. Las semanas se unieron a los meses de lluvia, y la lluvia causó fiebres promiscuas, y el hervor de las fiebres produjo un letargo que se confundía con el retumbo de los zancudos, pero Israel nunca desmayó. Limaba piezas, enroscaba tornillos y cables, dirimía posiciones de tableros y comandos, quitaba o enmendaba mecanismos, rugía en furtiva soledad y sacaba cuentas de perpetuos logaritmos, siempre en provecho de sus armatostes fantásticos: sub- género de las profundidades  del mar.
La víspera del plazo establecido por el capo, Israel terminó las dos embarcaciones, y con devoción de magister renacentista las miró en su dignidad gris y en su apariencia de ballenas primerizas. Entonces solicitó a los ayudantes que las trasladasen hasta el río, para probarlas cuando don John Jairo estuviera allí como juez único e inapelable, como cacique de la mafafa y virrey de los alcaloides. Las naves flotaron, satisfechas, esperando el turno de cruzar los meridianos, mientras Israel fue a acostarse en el chinchorro. Una obstinada pesadilla lo atormentó: oía su sentencia de muerte, “No debe hablar, nunca debe hablar”, escapaba, lo perseguían, detrás los nítidos disparos, “¡Mátenlo, remátenlo!”, sangre en la cabeza, sangre en las piernas, se derrumbaba sobre lápidas de vegetación…
   Un temblor grueso le agitó las pulsaciones. Se incorporó y escuchó, afuera, murmullos que parecían veredictos. Salió, escondido en su propia sombra, y las luciérnagas nocturnas lo condujeron al río. Ambos submarinos estaban, morosamente tranquilos, sobre las aguas quietas. Israel abrió la escotilla de la primera nave, se acomodó en su puesto de capitán Nemo, encendió el motor y partió hacia los mapas del destino. Todo funcionó según las reglas del recuerdo y la imaginación, porque el sumergible, junto a peces y algas, probó el fondo de los océanos y de la tierra líquida en viajes por las bajuras del mundo.
Dicen que John Jairo lo maldice todavía.
Dicen que todos los Carteles han jurado su muerte por ahogo.
Dicen que Israel Trenzas, con falsas huellas, visita los andurriales del Caribe en busca de un puerto seguro para encontrarse con Marilú.
Dicen que el jefe narcótico secuestró a un experto timonel para que en el otro submarino, trasladase la droga por los abismos acuosos.
Y agregan que en las peripecias del hondo mar, los dos “Cetáceos Colombo” se han visto sin siquiera saludarse.
           
(Este relato se halla incluido en el volumen Cronicuentos de última página  (La noticia ficcionada), del mismo autor, que los lectores interesados pueden encontrar en los libros de la Editorial Lector Cómplice, Caracas, y también en Amazon.com)               


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