NARCOS CONSTRUYEN SUBMARINOS PARA TRANSPORTAR DROGAS (Semanario Punto y Seguido)
Israel Trenzas (nombre y apellido que resultan
inverosímiles para quienes no trataron al colombiano) dictaba la cátedra de
arquitectura naval en el Instituto Tecnológico de Montpellier; y hasta ahí, sin
previo aviso ni mensajes electrónicos, fueron a buscarlo los “socios” de una
compañía de variados fines lucrativos, o sea, tres moles con ternos a rayas y
sombrillas contra el clima de estación, que deseaban hablarle en otra parte
sobre negocios de interés común. “Me jodí”, pronunció para sus adentros el
colombiano Israel, mientras reconocía el acento de los interlocutores a rayas.
La
página del calendario, fijado en la pared, mostraba la blanda imagen de un
corazón lleno de rosas rojas, alusivo al Día de San Valentín, e Israel, por
pálpitos en el pecho y dolores en la desesperanza, concluyó que aquella noche
no cenaría con Marilú en Le Bistrot de Jean: único sitio donde su esposa
costeña saboreaba sin melindres las ancas de rana, “¡Saben a pollo tierno
cartagenero!”. Y se auguró también, entre brumas del subconsciente, muchas
jornadas lejos de la familia, del trabajo y del televisor de la casa.
Los
sujetos anónimos que conocían bien a Israel (según se verificó después), pero
hablaban poco y por la hendija derecha de la boca, tenían todo coordinado: la
etapa en tren hasta Niza, los boletos del avión trasatlántico, los pasaportes
falsos y los autos con vidrios negros aguardándolos en Bogotá. A Israel
Trenzas, que en la caligrafía de su nueva identidad se llamaba Virgilio Godoy
Tenorio, le pareció inútil la tentativa de preguntar a los tipos las mil y una
hecatombes enraizadas en su pecho, y se conformó con la sencilla explicación:
“El Jefe necesita hablarle”. Durante el viaje, Israel-Virgilio compuso y
descompuso una historia que lo había llevado de Bucaramanga a París y de París a Montpellier, con el fin
de estudiar arquitectura naval. “¿Por qué se empeña en esa vaina absurda, usted
que nunca ha visto las olas del Caribe?”, inquiría la madre siempre llorosa y
siempre precaria de argumentos irrefutables. Y entonces el muchacho, una tarde
que parecía de noche (o viceversa), le dijo adiós a la Plaza San Mateo, se
persignó con más susto que fervor y se
largó sin que nadie lo oyese.
No
insertó en las cartas, por vergüenza esencial, las particularidades de su
buhardilla de la rue Binet (un cataclismo parisino ahíto de moscas y de
visitantes indeseables), ni el oficio como “lava-retretes” en el Barrio Chino,
ni la dificultad manifiesta para decir ¡mon
Dieu! atiplando la voz. Tampoco agregó, por los mismos motivos de su
censurado exilio estudiantil, que el hambre lo había hecho rebajar diez kilos y
que en ocasiones oía entre sueños las charangas de Valledupar. Sin embargo,
poco a poco Francia se le volvió una costumbre benéfica, y adquirió la amistad
de jóvenes tercos como él, y también consiguió una visa de larga data para
cursar sus estudios. Ya hablaba el idioma, aunque lleno de baches e
indecisiones, y salía de promenade
con una colombianita de pelo al tinte que se llamaba Marilú. De esto último se
enteró la familia Trenzas por las calculadas misivas de Israel, las cuales
leían -en asamblea de calle- para evitar maledicencias e interpretaciones
erráticas. “El Espíritu Santo te bendiga, hijo”, proclamaba doña Clotilde, en
medio de un afecto digno de La Madre de Gorki. Y el público aplaudía.
El
Instituto de Montpellier fue la copia palpable
de lo que Israel imaginó en sus ilusiones: edificios alrededor de un
parque con césped cortado al rape, profesores de pedagogía docta pero cordial,
clases sin timbres de salida, una residencia de espaldas a las ventiscas y
compañeros asiduos e irreverentes. ¿Qué
más pedir? Sí, pidió algo más: que la “rubita” Marilú lo visitase cada
quincena. Y pidió otras cosas: obtener la medalla cum laude y quedarse en los
predios universitarios.
Todo
lo logró a satisfacciones de alma, porque un domingo Marilú llegó, escoltada
por su baúl de plástico y su sonrisa de labios abiertos, para requerirle asilo
perenne; al concluir los estudios, el Rector le confirió un latón honorífico
que decía “máximos honores”; y la semana siguiente, aún incrédulo, empezó a
dictar clases en la universidad. Luego, los niños gemelos, un piso repleto de
sol y el coche de última mano (pero en perfecta marcha). Después, la estable
investidura académica, el bono de vacaciones y la casita con paisaje de
pelícanos al atardecer.
Entre
brumas, volvió de los recuerdos y se halló en el aeropuerto de Bogotá. Lo supo por
el olor a tierra húmeda que emanaba del suelo de la patria, y enseguida por la
barahúnda de voces y por la extraña forma de movimientos que poseen los
cachacos (como levitando en un sólido aire protocolar). Los tres individuos de
ternos con rayas se encontraban todavía acompañándole, y efectuaban tareas para
el ingreso al país y a los automóviles de vidrios negros. Tras permitirle
beberse un nostálgico “tinto fuerte” lo vendaron, pues no debía reconocer las
instancias y las comarcas del nuevo periplo. Aunque fue un viaje ciego hacia la
lejanía, Israel-Virgilio entrevió (o intuyó) pueblos, asfalto, campos,
montañas, autopistas, túneles, desiertos, selvas.
Cuando
le dejaron libre la mirada, observó una alta breña de árboles y un riachuelo
fétido que seguramente daba al mar. El camino, transitable a penosos brincos, conducía hasta las
barracas verdes: síntesis del color de las iguanas para el despiste. Una firme
indicación mostró a Israel su espacio dentro del refugio, su cama diminuta y
sus platos de peltre; un guiño ácido le precisó el lugar de las defecaciones;
un mensaje sin palabras proscribió cualquier arrojo. E Israel, empapado de
tristezas, se dormitó al acorde del miedo, y ya más onírico soñó que
verdaderamente estaba muy cerca de las olas del Caribe, y arrulló a los chicos
y vislumbró el blando cuerpo de Marilú (haciéndole señas detrás del infinito).
El
trópico se unió a la mañana para despertarlo. Sintió pájaros en vuelo, ruidos
de fronda y un calor que le mojaba las pupilas. Mientras organizaba su ánimo,
la puerta se abrió -como en un acto de prestidigitación salvaje- y apareció el
mandato de los hombres a rayas, ahora con camisas de hilo: “¡Levántese porque
viene el Jefe!”.
Apenas
se levantó, sus ojos encuadraron la estampa de una especie de gigante obeso que
destilaba bigotes y mímicas automáticas. Era el capo mayor, la cúspide del
Cartel de la Guajira, la ley con sortijas de 18 kilates, la fúnebre autoridad,
la metralla y los suplicios. –Soy John Jairo, considéreme su servidor– dijo a
través de unos dientes disparejos y una
mentira de ocasión; lo invitó a sentarse y siguió hablando: pedía (u ordenaba)
que Israel construyese dos modelos de submarinos escuetos, aunque suficientes
en tamaño, para el transporte de droga hasta los mercados del norte. Tosió por
lo bajo, como disimulando la propiedad de la idea, y sin esperar respuesta
determinó: “Anóteme los materiales y equipos que hagan falta, hoy mismo
comenzaremos a traerlos; le doy cinco meses, ¡suerte!, será uno de los
millonarios de este planeta”. Antes de irse, le susurró: “Marilú y los gemelos
están bien, no se preocupe”.
Israel
quiso llorar sobre los copos de los almendrones, mesarse el espeluzne del
cabello, huir en sombras hacia Marilú y los hijos, gritar a lecos que nada se
acordaba de sumergibles ni de submarinos, pero pudo más el silencio de la
razón, “Tiempo al tiempo, tiempo al tiempo”.
Por
cuanto los rehenes en pesadumbre enaltecen las minucias y acrecientan la
memoria, Israel Trenzas hilvanó dentro del vaivén de un chinchorro, lo que sus
maestros le habían enseñado acerca de las naves sub-acuáticas: la flotación
neutral y la positiva, el principio del viejo Arquímedes, los tanques de
lastre, el periscopio para otear el mundo externo, las tensiones
hidrodinámicas, el control del equilibrio inestable, las fuentes de oxígeno y
los demás imperativos técnico-prácticos para un hundimiento eficaz y sin
asfixias. A la luz de algunos crepúsculos y de la Enciclopedia Vértice que
estaba mutilada dentro del armario de la cocina (porque la usaban para envolver
aguacates inmaduros), dibujó el proyecto en páginas de estraza y con detalle
apuntó los materiales imprescindibles.
La
banda del capo preparó una explanada, levantó el galpón de obras y acarreó
hasta ahí el instrumental. Mucha fibra de vidrio y mucho polietileno.
Anticipadamente a los trabajos, Israel tuvo que modificar los bocetos de sus dos
“Cetáceos Colombo” (así los bautizó) porque se parecían al Hipopótamo, sumergible edificado y destruido en 1838 por el
ecuatoriano Rodríguez Labandera; y también se asemejaban al Garcibuzo, un submarino de cedro que el
año 1860 probó el tenaz Cosme García en las playas ibéricas, y el cual
desbarató ante la carencia de preclaros
financistas.
Israel
Trenzas ocupó todos los minutos exactos e inexactos, y todos los segundos
sudorosos, y todos los días con sus noches de turbia vigilia, en la
construcción de las naves que el jefe narcótico le había ordenado. Las semanas
se unieron a los meses de lluvia, y la lluvia causó fiebres promiscuas, y el
hervor de las fiebres produjo un letargo que se confundía con el retumbo de los
zancudos, pero Israel nunca desmayó. Limaba piezas, enroscaba tornillos y
cables, dirimía posiciones de tableros y comandos, quitaba o enmendaba
mecanismos, rugía en furtiva soledad y sacaba cuentas de perpetuos logaritmos,
siempre en provecho de sus armatostes fantásticos: sub- género de las
profundidades del mar.
La
víspera del plazo establecido por el capo, Israel terminó las dos embarcaciones,
y con devoción de magister renacentista las miró en su dignidad gris y en su
apariencia de ballenas primerizas. Entonces solicitó a los ayudantes que las
trasladasen hasta el río, para probarlas cuando don John Jairo estuviera allí
como juez único e inapelable, como cacique de la mafafa y virrey de los
alcaloides. Las naves flotaron, satisfechas, esperando el turno de cruzar los
meridianos, mientras Israel fue a acostarse en el chinchorro. Una obstinada
pesadilla lo atormentó: oía su sentencia de muerte, “No debe hablar, nunca debe
hablar”, escapaba, lo perseguían, detrás los nítidos disparos, “¡Mátenlo,
remátenlo!”, sangre en la cabeza, sangre en las piernas, se derrumbaba sobre
lápidas de vegetación…
Un temblor grueso le agitó las pulsaciones.
Se incorporó y escuchó, afuera, murmullos que parecían veredictos. Salió,
escondido en su propia sombra, y las luciérnagas nocturnas lo condujeron al
río. Ambos submarinos estaban, morosamente tranquilos, sobre las aguas quietas.
Israel abrió la escotilla de la primera nave, se acomodó en su puesto de
capitán Nemo, encendió el motor y partió hacia los mapas del destino. Todo
funcionó según las reglas del recuerdo y la imaginación, porque el sumergible, junto
a peces y algas, probó el fondo de los océanos y de la tierra líquida en viajes
por las bajuras del mundo.
Dicen
que John Jairo lo maldice todavía.
Dicen
que todos los Carteles han jurado su muerte por ahogo.
Dicen
que Israel Trenzas, con falsas huellas, visita los andurriales del Caribe en
busca de un puerto seguro para encontrarse con Marilú.
Dicen
que el jefe narcótico secuestró a un experto timonel para que en el otro
submarino, trasladase la droga por los abismos acuosos.
Y agregan
que en las peripecias del hondo mar, los dos “Cetáceos Colombo” se han visto
sin siquiera saludarse.
(Este relato se halla incluido en el volumen Cronicuentos de última página
(La noticia ficcionada), del
mismo autor, que los lectores interesados pueden encontrar en los libros de la Editorial Lector Cómplice, Caracas, y también en Amazon.com)
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