El Viñedo tiene un
ficticio aire de tasca ibérica con aspavientos de mundanidad tercermundista.
Cuelgan jamones y botellas del techo, como sorpresas vivas de Dalí; la
clientela grita incongruencias etílicas a volumen de vibraciones agudas y se
esmera en oírse sin sosiego (¿para qué dilapidar el tiempo escuchando obvias
sandeces ajenas?); el whisky y la cerveza lidian contra los filos de
inexistentes corbatas: las normas mueren en soplos fugaces, un perro de
porcelana se atenaza la cola del absurdo, todo da vueltas alrededor de ejes
inconformes. El espíritu espirituoso de El Viñedo desciende de la
intransparencia y estimula a la barra para que los ebrios narren sus penas y se
atraganten de angustias líquidas. El poeta Caupolicán Ovalles, sentado en una
mesa de flores de artificio, habla sobre lirismos y utopías con otros
compañeros existenciales; los temas cabalgan en pos de nostalgias ubicuas,
“¡Otra ronda, por favor!”, alguien modula una canción de estigmas y despechos.
La lluvia, afuera, destaca su trópico en bramidos de repetición: salva salvaje,
selva sibilante, solfeo cáustico.
Caupolicán
Ovalles, poeta por los cuatro nortes de la vida, mira hacia el cielo de El
Viñedo, firmamento de estrellas de caoba a oscilación de 40 grados alcohólicos,
mientras se atusa las puntas del bigote y recibe mensajes en lenguaradas que lo
confunden. ¡Algo desean transmitirle desde un borroso más allá, algo concreto y
disperso a la vez, algo de palabras resonantes e ideas inasibles! Apura el vaso
y él mismo, sin saber por qué, se conmina al grito: “¡Soy Caupolicán
Ovalles, el Padre de la Patria, y mi Patria es la República del Este! He
dicho”. Y los demás lo abrazan y celebran, como si aguardasen la breve proclama
fundacional de 1968, “¡Vivaaa el Padre de la nueva República del Este, brindemos,
cantemos, caigamos en las mundanas tentaciones, la noche es propicia y larga,
que nadie incumpla el deber de beber, que los dioses y mecenas nos acompañen, y
que Omar Khayyam se instale para siempre a nuestro lado!”.
Pronto la
República del Este fue el refugio de quienes soslayaban la verdadera República,
la institucional, la del Oeste, la de las leyes y prebendas, la que
discriminaba e imponía los signos del estatus. Los bares insurrectos se
ramificaron por las calles de Sabana Grande como una fiebre del desvencijo, y a
sus huestes se incorporaron artistas añorantes de París y Roma, actores
descarriados, poetas de la aflicción y la rabia, estudiantes de cien vocaciones
y ninguna, ex guerrilleros de la lucha contra gobiernos sumisos de otros
gobiernos, damas insaciables, féminas racionales o irracionales, escritores,
novelistas, artistas, borrachos todos. Sabana Grande multiplicó la visión
de los mesones y el tumulto, añadió el Chicken Bar, El Gato Pescador, la
Cervecería Lara, El Encuentro. Los profetas de la Nada tomaron por asalto las
derrotas y se enjugaron las lágrimas frente a las barricas de vino, jamás
calculaban el tiempo de la inmensa nocturnidad, vivían para el testimonio de
los próximos minutos y escribían versos etéreos y deletéreos sobre las blancas
lunas de servilletas de papel. Caupolicán no planificó, pero así ocurrió, que
la barahúnda se alojase en el Triángulo de las Bermudas, formado por Al Vecchio
Mulino, el Franco´s y el Camilo, tres sitios cuyas honduras impedían saber si
los parroquianos-poetas saldrían ilesos de sus aguas ardientes; mar furtivo que luego incorporó a La Bajada, un barranco de fritangas, tragos pródigos y
escándalos veloces.
Mientras la
República del Este[1] florecía en su disonante
infortunio líquido, la Patria de veras navegaba entre la burocracia de dos
partidos políticos que se repartían el poder. Con represión, maña y mafia de
votos, corruptos a la medida del botín, eruditos falsos y militares obesos. Los
principios podían licitarse en el mercado bursátil, el porvenir se
escurría tras las esquinas, el desaliento formaba parte de la agenda del revés;
más valía entonces para algunos desvalidos, asfixiarse de raudos licores y
congojas de taberna. Tampoco era forzoso pregonarlo: la eternidad sólo
alcanzaba para atenazar el festejo, la bohemia, el axioma fondo blanco.
La República del
Este no suscribe manifiestos éticos ni estéticos, como lo hicieron otras
agrupaciones; “¿para qué, carajo, si la vida se convierte también en un pedazo
de muerte que llevamos encima”, susurra el poeta Luis Camilo Guevara
defendiendo sus dos victorias importantes: nacer y morir. Caupolicán da un
traspié, estrecha a Luis Camilo y se empina sobre una de las sillas tabernarias
para respaldarlo. Las masas briagas aplauden con frenético entusiasmo el
discurso del presidente Ovalles; el laureado Adriano González León se resguarda
en la validez de la literatura oral (porque ya carece de insigne tiempo para la
escrita); Elías Vallés, dueño de una funeraria o Gran Enterrador de la Comarca,
se auto designa como mecenas de los beodos y garante de sus deudas de cantina;
el historiador Manuel Alfredo Rodríguez truena arengas que hacen vibrar
de sismos verbales los nuevos vientos alternos, Manuel Matute y varios cofrades
psiquiatras auscultan la locura y la locuacidad colectivas, músicos y pianistas
tocan piezas de improvisación inmediata, los pintores no cesan –cual rayo
nocturnal– de colorear manteles y cartas de menú, los periodistas corren falsas
noticias nimias o grandiosas, actores y actrices escenifican dramas que parecen
cómicos y sainetes que resultan funestos; y toda la concurrencia exhala
inspiraciones y transpiraciones de botiquín, a la sombra asombrosa del otro
país: el ajeno, el devastado, el foráneo.
Los
republicanos se juntan para compartir la soledad y la
aflicción, el dolor y los fracasos genéricos, las derrotas políticas de los
años 60 y las decepciones de la izquierda, en una peña sin pautas donde
únicamente se exige la fe bautismal de las barras y la hermandad del
compañerismo. La tertulia ironiza ideas, socava con desmesura lo estatuido y se
ríe de los pedestales del mundo, como si nada más el momento fuese
trascendental. “Tomemos, insomnes, el este único de nuestra Patria única y
sorbamos copas absolutas y disolutas”, predica Caupolicán a voz de vocablos
licorosos. “Bebamos mientras vivamos, pues vamos a estar mucho
tiempo muertos”, exhorta rulfianamente el múltiple Orlando
Araujo, autor inagotable de Crónicas de caña y muerte.
Al igual que la
nación de veras, la República del Este organiza elecciones, pero sin fraudes ni
escamoteos, para designar Presidente Constitucional (aunque siempre el Padre de
la Patria será Caupo), y las mismas se celebran con urnas paródicas y actas de
estraza, en uno de los bares habituales; el votante apenas necesita que lo
reconozcan dos miembros del grupo. Después del escrutinio público, transmitido
por radio en las entonaciones hertzianas de Alfonso Montilla, se fija el
egregio día de la toma de posesión del mandatario electo: Adriano, disfrazado
de ujier o de arlequín comicial, toma el juramento de estilo a Manuel Alfredo
Rodríguez y declara el arranque del convite sin término. Francachela
burlesca, calco mordaz, facsímil falso, copia en papiros desechables. Y luego,
con mediación de los elíxires, el nuevo Presidente designa su gabinete:
Primer Ministro, Ministro del Interior, Ministro de Asuntos Trascendentes y del
Más Allá (de manera invariable en cabeza del enterrador Vallés), Ministro de
Recursos Hidráulicos y Agro, Ministro de Servicios Médicos Especializados,
Ministro de Protocolo y Secretos de Estado. David Alizo, Mary Ferrero y Luis
García Morales deciden constituir la revista que los identificará; la Canción
de los Bebedores, himno de la República con letra de Adriano y
música de Edgar Alexander, sirve como coral estridente: “Tomaremos la mar, los
bebedores/ tomaremos del cielo su emoción/ los bohemios inventan sus amores/
vamos a celebrar nuestra canción”. Y hasta integran, socarronamente, un
equipo de béisbol: primer vaso, Paco Benmamán; segundo
vaso, Hugo Batista; tercer vaso, Rubén Osorio Canales;
pitcher estrella, Elías Vallés; cátchers grandes ligas, Alfonso
Montilla y Rafael Franceschi; cuarto “vate”, Caupolicán
Ovalles; novio de la madrina, Héctor Máyerston. La
madrugada los halla en su euforia triste, anegándose de cataratas acuosas e
ilusiones inmóviles; el futuro se apaga tras las colillas de los cigarros.
Soledad del
solo alcohol, años en los propios laberintos, artilugio ineficaz de fijar
fronteras y límites. Por eso el tiempo, animal de cien pelambres superpuestas,
lentamente marca de inconsecuencias a la República del Este; por eso sus
críticos la crucifican con diatribas infinitas y cólera entre hermanos. Evidencian
los antagonistas que en el Triángulo de las Bermudas tuvo sitio honorífico (y
chequera de brindis) un policía represivo que antes persiguió a muchos
camaradas; alegan que distintos republicanos se unieron a las
filas adversas como burócratas, diplomáticos y becarios exquisitos, denuncian
que un fablistán enemigo llegó a ocupar la presidencia levantina; sentencian
que el grupo acogió en su seno de tertulias y deferencias a personajes
del establishment político y escritural. Sí, así dicen, alegan y enjuician los
contrarios, a veces con el apoyo de alaridos y puñetazos mutuos.
La
República, quizás por agobio de la mismidad, va
pareciéndose a la otra Nación que desea borrar. Surgen los golpes de estado
(“El chuletazo”, que fragua Caupo en la tasca La Chuleta, depone a Manuel
Alfredo Rodríguez y convoca a nuevas elecciones), se incorpora a las huestes un
tropel de advenedizos de diversos mundos mundanos, el peculio escasea y también
los mecenas generosos; y cuando se inaugura el Metro, un profético Caupolicán
vaticina: “Por ese hueco llegará la gente que nos echará de Sabana Grande”.
Entonces, la franja se cubre de derrumbes modernos y del hormigueo de la
multitud, y sus sitios bohemios agonizan ante una circunstancia que no les
pertenece. Los escritores, artistas y poetas determinan el traslado –por
la fuerza del destino– a las luminosas orillas de la urbanización Las Mercedes,
pero ya nada podrá recobrarse: la década de los 80 sella la dispersión del
grupo.
Los años,
infalibles, pasan sobre las ventiscas y bajo los puentes, Caracas en su
calendario señala el 2008. La antigua República del Este es un
hígado redondo y aciago que se extiende hacia otros órganos del cuerpo humano;
y ya el balance arroja más de 120 compañeros muertos en batalla de
destilación (entre ellos, todos sus héroes inaugurales, sus máximos poetas, sus
galardonados con el Premio Nacional de Literatura). Adriano González León,
ya abstemio por irrevocable orden médica, un día antes de irse él también,
observa el nostálgico territorio del bar levitando hacia las nubes, repitiendo
ecos, merodeando infinitos, y se acuerda de Omar Khayyam, "Voy por
el camino con mi sombra y mi botella, menos mal que mi sombra no bebe", y
habla sin cesar de los ajenjos de Rimbaud y Baudelaire, y escucha a Miyó
Vestrini cuando pregonaba el derecho “al sueño, a la locura, al amor pleno y
estallante”, y la descubre más tarde en la pálida bañera de su casa, luego de
una sobredosis de sedativos; y exalta de júbilos fraternos a Salvador Garmendia
y Ludovico Silva, advierte las estampas inquietas de Baica Dávalos y
Marcelino Madriz (“¡Peligro!, borrachos en la vía”), mira los ojos-luz del
Chino Valera Mora que amaneció de bala como su poema y no aguantó el ataque al
corazón, y vuelve a cantar un himno perpetuo por las copas fondo blanco y la
dolida salud de los ebrios eternos.
[1]Para mayores
abundamientos libres de licor, sugerimos consultar por Internet la tesis
de grado La Patria bohemia que
nació derrotada (semblanza de grupo de la República del Este), de las
Licenciadas en Comunicación Social Lissy De Abreu Gallego y Aline Dos
Reis Araujo, Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Caracas, 2008.
1 comentario:
Leer este relato es revivir una época insustituible,llena de personajes inolvidables, algunos por sus ejecutorias, otros porque resulta difícil olvidar sus desafueros, pero todos protagonistas de recuerdos imborrables.
¡Por eso la República sigue viva!
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