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martes, 18 de julio de 2017

AGUASANTA



La casa colonial es un manchón amarillento rodeado de apamates y bucares. Aguasanta se llama desde siempre la hacienda, tal vez como mítico homenaje a las gotas de aguacero y a los ríos cargados de prolífica buenaventura. Pero Aguasanta fue también nombre de terror y tormento, sinónimo de castigos sumarios, de terratenientes que decidían vidas o muertes con la sola sentencia de una voz. Hubo dentro de sus linderos látigo y violencia, vanagloria de férreas botas, fuego y daga sobre la carne viva.
Don Esteban Ancízar detentaba por documento y despojos la última propiedad del fundo. La explotación del café le servía con creces para importar rojas casacas europeas, tabacos de La Habana, muebles tallados por laboriosos ebanistas itálicos, y le servía asimismo para desperdigarse en hijos promiscuos e imponer el orden de sus leyes personales. En las noches de grillos y calores, cuando la tremolina del sexo le ofuscaba discernimientos, se le veía salir en busca de forzosas lascivias, “Soy Don Esteban, abran puertas y cerrojos, el más grande de los Ancízar, dueño de todos los confines, no hay vista para cubrir mis tierras y mis cielos”.