Mi existencia, para decirlo
con la verdad en el puño derecho como los milicianos de otros siglos, ha
frecuentado un mustio rumbo, un vaivén indeseable, un poderío juvenil que se
convirtió en melancólicas argucias. Ya casi no tengo cabello y me cuesta la
firmeza de la respiración, estas piernas tiemblan de solo cumplir actos
reflejos, veo mediante marañas de obstáculos, hablo (por lo bajo) sin asiduidad
de interlocutores, concibo planetas de perpetua inercia, y ya dejé el
cigarrillo -vicio noctámbulo- porque la tos aceleraba mis arritmias. Oigo música
desde el amanecer, sus melodías lustran el espíritu y se convierten, digo yo,
en palabras recónditas o en claras naturalezas: recursos para que el tiempo no
me vuelva un fugitivo del porvenir. Afortunadamente, he desechado la
colaboración de los médicos y la ayuda de unos bisturíes al interés por ciento
cuyo objeto es quitarnos el dinero.
"Pienso, luego resisto" podría ser la máxima de mis pasos vitales.
Avances, huidas, enmiendas, nuevos derrumbes, círculos concéntricos, etcéteras
sin expiación. Al atravesar la puerta escogida, ya no habrá fuerza posible que
cambie el destino, ni voces de los adentros capaces de mitigarlo; siempre
reflexiono sobre “suerte” y “muerte”,
pues sus opciones difieren en una simple
letra.
Los recuerdos semejan un vendaval
discontinuo y turbio que se abrevia o enaltece. Es mediodía, el sol se
halla en su cénit mágico, voy de pantalón corto por la finca, observo a mi
padre cabalgando sobre Danubio (como un prócer de barba y sombrero) y me escondo para no
evidenciarme. Algunos hombres emergen de la nada, gritan, le rodean, Danubio se encabrita, mi padre intenta sacar el revólver pero ya la fatalidad ha
escrito su nombre: muchos puñales terminan la faena. Lloro sin lágrimas,
todavía escondido, y me abrazo a la tierra de los litigios. Aurora, mi madre, entabla con Dios un perenne
diálogo de oraciones ineficaces, mientras nuestro hogar se hunde en el
aturdimiento; por ventura las tías están
ahí para evitarnos mayores congojas. Tengo doce años, leo Las mil y una noches
y me sumerjo en el prodigio de sus espacios, revivo cada episodio, anhelo
comprender los secretos de la imaginación,
juro una madrugada voraz que seré
escritor, tiemblo, siento fiebre. Asisto a la escuela donde la maestra nos enseña la suave ternura
de ámbitos que no conoce, ella se ha ido en pos de indagarlo (o de negarlo);
más tarde, la pequeña escuela se transforma en un plantel de aulas repletas de
muchachos cuya única proeza es el desorden. Con orgullo, me afeito por primera
vez una exigua pelusa de adulto y recorro mi cuerpo hasta la humedad.
Invocaciones, espejismos,
vuelta al pretérito como si todo el universo girara a nuestro alrededor. Acudo
a clases en la Facultad de Derecho, no sé por cuáles motivos elegí esta lógica
ancestral que beneficia a los de más jerarquía, con profesores especialistas en la omnipotencia del egoísmo,
no lo sé. Me alisto como militante rebelde, los policías me apresan saliendo de
la Universidad, después de una jornada
de boínas y discursos. Los esbirros penetran
en la celda sin ventanas y me agreden con saña e insolencias, piden
nombres, lugares, planes de magnicidio; los golpes vibran sus odios frontales,
la lluvia de una sangre tan solo mía embadurna la pared, las armas compiten en
resquebrajarme el pecho, callo,
guardo tercos silencios, me elevo por encima de la jauría. La orden judicial
acuerda mi libertad, luego de un itinerario de ocho meses y tres cambios de
prisión.
Soy finalmente abogado. Llevo toga y birrete, recibo el diploma en el
paraninfo universitario, apenas me acompaña una prima insípida que a cada rato
esmera abrazos de familia. Los jueces
contemplan, imperturbables, el inicio de
mi tartamudo desempeño de la profesión; tengo miedo, no resisto la acidez,
sufro de jurídicos síntomas cobardes. Con lentitud llega el hábito, desaparecen
las dudas genéricas y aparecen las novias concretas. Alejandra, la última,
susurra boleros dentro del cuarto de hotel que hoy restablezco en la nostalgia,
mientras baila su frutal desnudez caribeña.
Siempre paradójico, la beso con atropellada calma.
La perseverancia del amor y su exclusivo fuego mutuo determinan que el
matrimonio con Alejandra resulte inevitable. El
alcalde se halla frente a nosotros y firma un acta de inútil
significación, lo profundo es la alianza que hemos acordado para las pacíficas
guerras de la vida en común. No hay regalos o
anillos de brillantes, tampoco madrinas o damas de compañía. Alejandra
escoge como amparo una casa al borde de la montaña y hasta allá vamos en
procesión secreta porque no queremos compartir la felicidad. Alejandra todo lo
dispone de acuerdo a su santo lugar (muebles, artesanías, velas, cuadros), y
como dioses terrenales viajamos por un camino de épocas superpuestas junto a Santiago y Eugenia, los hijos que nos
dona la existencia. Al cabo de la placidez, los trastornos de Alejandra
pretenden suplantar a la cordura, repite frases huecas, despliega lágrimas
inusitadas, cuenta leyendas de invención propia, tiene largos insomnios; los
doctores prescriben sosiego y unas pastillas azules. Es viernes y regreso del
bufete, el silencio colma los rincones, subo las escaleras, no hay nadie, por
un presagio entro al baño, mis gritos de horror
acompañan la tragedia: Alejandra está desnuda en la tina, dejó de
respirar, su cabeza permanece bajo el agua, el frasco de barbitúricos se halla
completamente vacío.
Inserto en la memoria
vestigios e imágenes que no me consuelan. Distingo a Santiago y Eugenia
arrojando últimas flores sobre la tumba de su madre, la lluvia cae en
turbiones infinitos. Me recluyo en la biblioteca para leer al lado de muchas
botellas, el alcohol posee la virtud de enajenarnos sin récipe, a veces me desplomo sobre la alfombra y
duermo. Una parienta, de bucles y gestos nobles, me ayuda en la educación de
los hijos; ellos jamás le obedecen. Escondo
las botellas a fin de que nadie logre encontrarlas; por la mañana, el espejo me devuelve una cara
de pájaro triste, desvarío. No voy regularmente al bufete, como socio puedo
otorgarme esa licencia, aunque necesito otra actividad para sentirme útil. Me
duelen las piernas, los internistas aconsejan que deje el licor y use un bastón; adquiero el bastón. Detallo la antigua
fotografía donde aparezco al lado de algunos compatriotas, no he vuelto a
verlos ni a ocuparme de la política, quizás por pánico al fracaso colectivo.
Aunque juré una y mil noches que sería escritor, lo he incumplido al pie de la
letra; aún las cuartillas permanecen vírgenes. Cuando me emborracho, grito
incoherencias que nadie oye, “¡malditos los tribunales veniales, la justicia
injusta, las cortes cortesanas, el Derecho al revés, las argucias sucias!” No
tengo amigos, pero conservo la esperanza de hallarlos en cualquier oscuridad.
Deseo aspirar aires intensos, vago por las
calles y descubro en la mesa de un café a la rubia platinada que toma en sorbos la eternidad de su bebida;
sin permiso, arrimo una silla y ordeno lo mismo. Entonces le hablo
atropelladamente para revelarle desgracias, vicios, júbilos casi tristes; ella sonríe con ganas de
oír más bien temas generales. Yo enmudezco y le cedo la palabra: es secretaria a destajo, escucha estruendos
modernos en la radio, ama los atardeceres
de café crema y odia la soltería. La convido a casa, los chicos no están,
corremos al cuarto, resucito el ejercicio
del sexo, jadeo lascivias, aúllo crestas terminales, le propongo que vivamos
juntos, “Lo pensaré y te contesto enseguida”. Me deprime
acudir al bufete; de solo imaginarme en la poltrona giratoria dictando
actas y libelos, surgen los vahídos. O las agujas de la inconformidad, o los escorpiones autocríticos. Mis colegas no
entienden, activan burlas y ataques, estaré atento a cualquier cataclismo entre
nosotros. Santiago y Eugenia crecen con la avidez de andar por el mundo, han trazado mapas y
señales en territorios lejanos.
Sé que pronto me abandonarán sin aviso, no hay manera de oponerse.
La rubia acepta compartir el
lecho y los olores diarios. A la semana ya no es platinada, deja de teñirse el
pelo, advierto que hebras blancas le
adornan el cráneo. Discurre y discute en
un insoportable estilo de afectación televisiva, nadie le gana a su ignorancia
para cocinar, delira por obsequios
y zapatos de marca, juega barajas en los
casinos, eructa antes de dormirse. Al cuarto año de incompatibilidades, le
exijo que desaparezca, ella se resiste, hipoteco la vivienda para pagarle sus
prestaciones carnales. Los socios alteran mi firma en la compra-venta del
bufete y me despojan, no gestiono ningún recurso, el infierno juzgará a los
malignos. Mis hijos partieron, ocasionalmente me escriben breves noticias a
través del correo electrónico, nunca piden la bendición, aprenden la forma de
ser ciudadanos de otros países. Santiago integra un grupo de rock ácido en
Saint Tropez, toca la batería, no distingue preferencias en la cama. Eugenia
marcha con sandalias por África, quiere enrolar a la negritud en un nuevo culto
sin dioses ni gratificaciones; bajo silencios de padre le auguro rotundos
naufragios.
La soledad abruma las
molestias de la próstata, la cabeza me da vueltas alrededor de un eje enfermo,
en las madrugadas solicito auxilios sin respuesta. No tengo a nadie para
ayudarme con por lo menos, unas palmaditas de apoyo. Mi teléfono dejó de
funcionar a base de mutismos continuos, las amistades se hundieron en una
distante desidia, rezaría si supiera hacerlo, carezco de cielos y paraísos.
Al fin, traspaso la puerta,
ya no habrá fuerza posible que cambie mi destino. El director del
establecimiento me otorga un saludo benéfico por ser el longevo más joven de
quienes allí habitan. Los ancianos emergen de las sombras y me ven con pequeñas
pupilas quietas, algunos subsisten en las sillas de ruedas como espectros del
desvencijo. La exhalación general huele a pieles secas, a eternidad inmóvil, a
vahos culminantes; quiero llorar pero me avergüenzo.
En poco tiempo comprendo sus vetustas manías y sus frases circulares; no
me abisman las repeticiones, el letargo senil, la confusión de épocas y síntomas,
la lista de medicamentos infructuosos. La costumbre de las arrugas también hará
de mí un viejo en extinción sin memoria perdurable, no me importa.
Mientras tanto, reúno cada noche a todos los ancianos para narrarles,
como una Scherezade siglo veintiuno, estas historias de olvido inmediato que
afectuosamente les lego de por vida y de por muerte, y que mañana contaré otra
vez.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario