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lunes, 26 de junio de 2023

TEXTAMENTO

Mi existencia, para decirlo con la verdad en el puño derecho como los milicianos de otros siglos, ha frecuentado un mustio rumbo, un vaivén indeseable, un poderío juvenil que se convirtió en melancólicas argucias. Ya casi no tengo cabello y me cuesta la firmeza de la respiración, estas piernas tiemblan de solo cumplir actos reflejos, veo mediante marañas de obstáculos, hablo (por lo bajo) sin asiduidad de interlocutores, concibo planetas de perpetua inercia, y ya dejé el cigarrillo -vicio noctámbulo- porque la tos aceleraba mis arritmias. Oigo música desde el amanecer, sus melodías lustran el espíritu y se convierten, digo yo, en palabras recónditas o en claras naturalezas: recursos para que el tiempo no me vuelva un fugitivo del porvenir. Afortunadamente, he desechado la colaboración de los médicos y la ayuda de unos bisturíes al interés por ciento cuyo objeto es quitarnos el dinero.
 "Pienso, luego resisto"  podría ser la máxima de mis pasos vitales. Avances, huidas, enmiendas, nuevos derrumbes, círculos concéntricos, etcéteras sin expiación. Al atravesar la puerta escogida, ya no habrá fuerza posible que cambie el destino, ni voces de los adentros capaces de mitigarlo; siempre reflexiono sobre  “suerte” y “muerte”, pues  sus opciones difieren en una simple letra. 

Los recuerdos semejan  un vendaval  discontinuo y turbio que se abrevia o enaltece. Es mediodía, el sol se halla en su cénit mágico, voy de pantalón corto por la finca, observo a mi padre cabalgando sobre  Danubio (como un prócer de barba y sombrero) y me escondo para no evidenciarme. Algunos hombres emergen de la nada, gritan, le rodean, Danubio se encabrita, mi padre intenta sacar el revólver pero ya la fatalidad ha escrito su nombre: muchos puñales terminan la faena. Lloro sin lágrimas, todavía escondido, y me abrazo a la tierra de los litigios.  Aurora, mi madre, entabla con Dios un perenne diálogo de oraciones ineficaces, mientras nuestro hogar se hunde en el aturdimiento; por ventura las tías están ahí para evitarnos mayores congojas. Tengo doce años, leo Las mil y una noches y me sumerjo en el prodigio de sus espacios, revivo cada episodio, anhelo comprender  los secretos de la imaginación, juro una madrugada voraz que  seré escritor, tiemblo, siento fiebre. Asisto a la escuela  donde la maestra nos enseña la suave ternura de ámbitos que no conoce, ella se ha ido en pos de indagarlo (o de negarlo); más tarde, la pequeña escuela se transforma en un plantel de aulas repletas de muchachos cuya única proeza es el desorden. Con orgullo, me afeito por primera vez una exigua pelusa de adulto y recorro mi cuerpo hasta la humedad.
Invocaciones, espejismos, vuelta al pretérito como si todo el universo girara a nuestro alrededor. Acudo a clases en la Facultad de Derecho, no sé por cuáles motivos elegí esta lógica ancestral que beneficia a los de más jerarquía, con profesores  especialistas en la omnipotencia del egoísmo, no lo sé. Me alisto como militante rebelde, los policías me apresan saliendo de la Universidad, después de una  jornada de boínas y discursos. Los esbirros penetran  en la celda sin ventanas y me agreden con saña e insolencias, piden nombres, lugares, planes de magnicidio; los golpes vibran sus odios frontales, la lluvia de una sangre tan solo mía embadurna la pared, las armas compiten en resquebrajarme el pecho,  callo, guardo tercos silencios, me elevo por encima de la jauría. La orden judicial acuerda mi libertad, luego de un itinerario de ocho meses y tres cambios de prisión.
           Soy finalmente abogado. Llevo toga y birrete, recibo el diploma en el paraninfo universitario, apenas me acompaña una prima insípida que a cada rato esmera abrazos de familia.  Los jueces contemplan, imperturbables,  el inicio de mi tartamudo desempeño de la profesión; tengo miedo, no resisto la acidez, sufro de jurídicos síntomas cobardes. Con lentitud llega el hábito, desaparecen las dudas genéricas y aparecen las novias concretas. Alejandra, la última, susurra boleros dentro del cuarto de hotel que hoy restablezco en la nostalgia, mientras baila su frutal desnudez caribeña.  Siempre paradójico, la beso con atropellada calma.
            La perseverancia del amor y su exclusivo fuego mutuo determinan que el matrimonio con Alejandra resulte inevitable. El  alcalde se halla frente a nosotros y firma un acta de inútil significación, lo profundo es la alianza que hemos acordado para las pacíficas guerras de la vida en común. No hay regalos o  anillos de brillantes, tampoco madrinas o damas de compañía. Alejandra escoge como amparo una casa al borde de la montaña y hasta allá vamos en procesión secreta porque no queremos compartir la felicidad. Alejandra todo lo dispone de acuerdo a su santo lugar (muebles, artesanías, velas, cuadros), y como dioses terrenales viajamos por un camino de épocas superpuestas  junto a Santiago y Eugenia, los hijos que nos dona la existencia. Al cabo de la placidez, los trastornos de Alejandra pretenden suplantar a la cordura, repite frases huecas, despliega lágrimas inusitadas, cuenta leyendas de invención propia, tiene largos insomnios; los doctores prescriben sosiego y unas pastillas azules. Es viernes y regreso del bufete, el silencio colma los rincones, subo las escaleras, no hay nadie, por un presagio entro al baño, mis gritos de horror  acompañan la tragedia: Alejandra está desnuda en la tina, dejó de respirar, su cabeza permanece bajo el agua, el frasco de barbitúricos se halla completamente vacío.
Inserto en la memoria vestigios e imágenes que no me consuelan. Distingo a Santiago  y Eugenia  arrojando últimas flores sobre la tumba de su madre, la lluvia cae en turbiones infinitos. Me recluyo en la biblioteca para leer al lado de muchas botellas, el alcohol posee la virtud de enajenarnos sin récipe,  a veces me desplomo sobre la alfombra y duermo. Una parienta, de bucles y gestos nobles, me ayuda en la educación de los hijos; ellos jamás le obedecen. Escondo  las botellas a fin de que nadie logre encontrarlas;  por la mañana, el espejo me devuelve una cara de pájaro triste, desvarío. No voy regularmente al bufete, como socio puedo otorgarme esa licencia, aunque necesito otra actividad para sentirme útil. Me duelen las piernas, los internistas aconsejan que deje el licor  y use un bastón;  adquiero el bastón. Detallo la antigua fotografía donde aparezco al lado de algunos compatriotas, no he vuelto a verlos ni a ocuparme de la política, quizás por pánico al fracaso colectivo. Aunque juré una y mil noches que sería escritor, lo he incumplido al pie de la letra; aún las cuartillas permanecen vírgenes. Cuando me emborracho, grito incoherencias que nadie oye, “¡malditos los tribunales veniales, la justicia injusta, las cortes cortesanas, el Derecho al revés, las argucias sucias!” No tengo amigos, pero conservo la esperanza de hallarlos  en cualquier oscuridad.
 Deseo aspirar aires intensos, vago por las calles y descubro en la mesa de un café a la rubia platinada  que toma en sorbos la eternidad de su bebida; sin permiso, arrimo una silla y ordeno lo mismo. Entonces le hablo atropelladamente para revelarle desgracias, vicios,  júbilos casi tristes; ella sonríe con ganas de oír más bien temas generales. Yo enmudezco y le cedo  la palabra: es secretaria a destajo, escucha estruendos modernos en la radio, ama los atardeceres  de café crema y odia la soltería. La convido a casa, los chicos no están, corremos  al cuarto, resucito el ejercicio del sexo, jadeo lascivias, aúllo crestas terminales, le propongo que vivamos juntos, “Lo pensaré y te contesto enseguida”.  Me deprime  acudir al bufete; de solo imaginarme en la poltrona giratoria dictando actas y libelos, surgen los vahídos. O las agujas de la inconformidad, o  los escorpiones autocríticos. Mis colegas no entienden, activan burlas y ataques, estaré atento a cualquier cataclismo entre nosotros. Santiago y Eugenia crecen con la avidez  de andar por el mundo, han trazado mapas  y  señales en  territorios lejanos. Sé que pronto me abandonarán sin aviso, no hay manera de oponerse.
La rubia acepta compartir el lecho y los olores diarios. A la semana ya no es platinada, deja de teñirse el pelo, advierto  que hebras blancas le adornan el cráneo.  Discurre y discute en un insoportable estilo de afectación televisiva, nadie le gana a su ignorancia para  cocinar, delira por obsequios y  zapatos de marca, juega barajas en los casinos, eructa antes de dormirse. Al cuarto año de incompatibilidades, le exijo que desaparezca, ella se resiste, hipoteco la vivienda para pagarle sus prestaciones carnales. Los socios alteran mi firma en la compra-venta del bufete y me despojan, no gestiono ningún recurso, el infierno juzgará a los malignos. Mis hijos partieron, ocasionalmente me escriben breves noticias a través del correo electrónico, nunca piden la bendición, aprenden la forma de ser ciudadanos de otros países. Santiago integra un grupo de rock ácido en Saint Tropez, toca la batería, no distingue preferencias en la cama. Eugenia marcha con sandalias por África, quiere enrolar a la negritud en un nuevo culto sin dioses ni gratificaciones; bajo silencios de padre le auguro rotundos naufragios.
La soledad abruma las molestias de la próstata, la cabeza me da vueltas alrededor de un eje enfermo, en las madrugadas solicito auxilios sin respuesta. No tengo a nadie para ayudarme con por lo menos, unas palmaditas de apoyo. Mi teléfono dejó de funcionar a base de mutismos continuos, las amistades se hundieron en una distante desidia, rezaría si supiera hacerlo, carezco de cielos y paraísos.
Al fin, traspaso la puerta, ya no habrá fuerza posible que cambie mi destino. El director del establecimiento me otorga un saludo benéfico por ser el longevo más joven de quienes allí habitan. Los ancianos emergen de las sombras y me ven con pequeñas pupilas quietas, algunos subsisten en las sillas de ruedas como espectros del desvencijo. La exhalación general huele a pieles secas, a eternidad inmóvil, a vahos culminantes; quiero llorar pero me avergüenzo.
En poco tiempo comprendo sus vetustas manías y sus frases circulares; no me abisman las repeticiones, el letargo senil, la confusión de épocas y síntomas, la lista de medicamentos infructuosos. La costumbre de las arrugas también hará de mí un viejo en extinción sin memoria perdurable, no me importa.
Mientras tanto, reúno cada noche a todos los ancianos para narrarles, como una Scherezade siglo veintiuno, estas historias de olvido inmediato que afectuosamente  les lego de por vida y de por muerte, y que mañana contaré otra vez.

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