París
no era una fiesta como opinaba Hemingway. Sobre todo en invierno, porque el
viento subía hasta mi buhardilla con una palidez redonda y giraba sobre sus
propias ansiedades. O las mías.
Catherine
me había telefoneado aquella tarde desde la oficina de la Unesco , pero aún no
llegaba. Así son las francesas: impuntuales cuando uno tiene algo importante
que decirles.
Conocí a Catherine en un
curso sobre las pinturas rupestres de la Cueva de Altamira que dictaba monsieur Malveraux,
profesor emérito de la
Universidad de Burdeos y aficionadísimo a los vinos de la
región (según lo delataban el aliento y la conducta). Por ahí empezó nuestro
diálogo, pues ella observó que el maestro hacía breves paréntesis en las clases
para trasegar sus elíxires escondidos.
Me sonreí y, al contestarle
cualquier banalidad, Catherine se percató de que yo no era de esos mundos. –Vous
êtes latinoaméricain, n´est-ce pas? –sentenció como si hubiese atinado el
premio mayor de la lotería antropológica, y sus labios me conmovieron porque
formaban una cortina de erotismo móvil para pronunciar las palabras. “Oui, bien
sûr, je suis vénézuélien”, afirmé con amable timidez y me encerré en un
silencio de indígena sin flechas. Catherine, muy distante de quienes se amilanan
por el mutismo de los "primitivos” recién aventados a Francia, planteó que
siguiésemos la conversación en un localcito
de la rue Blomet.
Yo aún me sentía torpe y
extranjero en París. No alcanzaba a discernir el cambio, porque todo había
sucedido con una rapidez que sobrepasaba mis esquemas: de pintor novato en un
pueblo del Orinoco salté a las riberas del Sena, sin detenerme en Caracas ni en
las previsiones de la variación. Todavía los colores del Orinoco, sus aguas de
universo, sus rayos de sol magnético, me herían los sentidos y no lograba
sustituirlos por el pacifismo del Sena. Muchas veces, desde el Quai d´Orsay, al
mirar la plenitud del tiempo, imaginé que el torrente del Orinoco inundaba esa
quieta dimensión para engullirse barcos, iglesias, mercados, museos, pero el
Orinoco estaba lejos y yo también. En suma, vivía en París, aunque París no
viviera en mí.
Por eso, al sentarme junto a
Catherine, creí que formaba parte de un equívoco borgeano (dos personajes de
ámbitos inversos en charla ininteligible), mas la astuta mujer dispuso una
guerra contra mis inhibiciones y me tendió un cerco de lenguajes corporales,
arqueándose, impulsándose, moviéndose, desde su polo gálico hasta mi aspecto de
pintor silvestre. Cuando verifiqué que un calor de supuraciones rojizas le
asaltaba la cara, no pude contenerme: “Deseo amarte, Cathy”. Y ella añadió:
“Moi aussi, mon cheri”.
Catherine pidió la cuenta,
pues yo sólo tenía algunas monedas; y el mesonero, en defensa del femenino
patriotismo de La France ,
aguzó su crítica de ojitos irónicos.
No le di importancia y aproveché la oportunidad para señalarle a Catherine: “No
puedes ir conmigo a tu casa sin saber mi nombre. Me llamo Ricardo López-López y
soy pintor de santos de alcoba”.
Caminamos entre la marea de
las avenidas (aglomeración, cines con soberbia de ficha técnica, lujo y
tiendas, olor a sucesos históricos). La abracé durante el lapso de un Metro que
contenía alcachofas y ancianos, y por fin llegamos a las escaleras del
apartamento. Enseguida, me olvidé de mi cauce acuático, desde donde emergían
amigos, secretas aves nocturnas y animales frescos, porque otro Orinoco
explotaba en los pezones de Catherine. La conserje se abismó de nuestra
celeridad, pero no podíamos detenernos en aclaratorias: “¡Madame, es que el sexo
nos urge!”
El minúsculo apartamento fue
testigo del maratón que ambos emprendimos. Yo lancé mis pantalones sobre la
única silla visible, Catherine tiró su vestido encima de una alfombra turca, y
la cama -con himno de resortes- se hizo solidaria de la libidinosa lid: besos
furibundos, estrujes violentos, lujuria de entrepiernas, saliva mutua, veneno
sensual, chillidos espasmódicos, lenguas desbordadas, frote de pieles, hocicos
para las axilas, liquen profundo, vellos en punta, ombligos adheridos, clítoris
altivo, falo activo, vulva abierta, glande grandísimo, segregaciones de sólido
amor, fuegos de poros, escalofríos incesantes, el Orinoco en celo, el Sena en
los senos, dame-toma-dame-toma, succión, desesperación, embates, combates,
alaridos, la petite mort/la pequeña muerte, el relax, el “mi cielo, ¿tienes
cigarros?”
Catherine me levantó a la
hora del desayuno con una ofrenda de croissants, café, quesos y la colosal caja
de Gauloises. Del tocadiscos brotaban
las modulaciones de Ives Montand; y ya en calma, mis ocios se dedicaron al
balance de la situación: Estaba metido, por incógnitas existenciales, en la cueva de una hermosa mujer; el alboroto
nocturno o “ménage à deux” había
sido prolífico, denso y multi-indisciplinario; la hembra se hallaba
radiante en su cenit satisfecho; el reloj me señalaba la vuelta a mi infeliz
pretérito cercano; el humo del cigarrillo anunciaba que al acabarse, no tendría
más vicio gratis, ¡malheureusement! Como la conclusión era obvia (reintegrarme
a la soledad), fui hasta el baño en búsqueda de duchas bautismales; y mientras
aceptaba las purezas del agua, pensé que las alegrías duran el menor tiempo
posible y ya ésta arribaba a su final.
Sin embargo me equivoqué
porque Catherine, detrás de la puerta, expresó con tono de azúcar candy: “Debo
ir a mi trabajo en la
Unesco. Espérame para el almuerzo, mon latinoaméricain. Te
adoro”. Entonces, permanecí bajo la ducha, pues necesitaba vincular los
episodios de mi caos. Episodio uno: El partido ordenó que me radicara en París
para que sirviese como correo de sus finanzas. Episodio dos: ¿Por qué no
escogen a otro que hable bien el francés? Episodio tres: “Tú eres pintor,
López-López, y eso ayuda al disimulo”. Episodio cuatro: “¿Y cómo viviré?”.
Episodio cinco: “Te remitiremos dinero e instrucciones mensualmente y, además,
podrás vender algunos cuadros a orillas de las catedrales”. Episodio seis: En
el viaje me dio un mareo estratosférico por mi impericia en cuestiones de
altura. Episodio seis: “Oui, monsieur, tengo una buhardilla pero exijo pago
adelantado”. Episodio siete: Como baguettes y bebo vino de garrafa. Episodio
ocho: Bebo vino de garrafa y como baguettes. Episodio nueve: Paseo por la
ciudad, no hablo con nadie. Episodio diez: El piloto que debía traerme las
remesas y las instrucciones, se desapareció. Episodio once: No he podido vender
ni un solo cuadro. Episodio doce: París se torna insufrible para quienes no
pertenecen a la clientela de los bancos. Episodio trece: “¿Y la renta,
monsieur?” Episodio catorce: El próximo vendredi le cancelaré, madame. Episodio
quince: Me inscribí en el curso sobre las pinturas rupestres de la Cueva de Altamira, a fin de
matar el hastío. Episodio dieciséis: Conocí a Catherine y nos sumimos en un
jolgorio antológico. Episodio diecisiete: Estoy en el baño de mi amiga.
Episodio dieciocho: ¿Qué haré mañana? Episodio diecinueve: Me resisto a salir
de aquí. Episodio veinte: ¡López-López, debes hallar una solución!
La propia Catherine aportó
la solución cuando retornó del trabajo: “Pintor, quédate en mi casa”. La
sorpresa me agarró por la nuca a manera de un dolor de mieles, pero me serví
whisky con la finalidad de ensanchar el suspenso. Tragos sin respuesta, los
dedos moviendo el hielo, los ojos en blanco intacto. Catherine, habituada a la
lógica de la Unesco ,
estimaba que yo saltaría de júbilo
ante su oferta y que le daría mil gracias mil por ese arranque de generosidad,
“¿Entonces, pintor?” Permanecí mudo. Mis cálculos se basaban en una escueta
argucia: si demostraba excesos, la tipa dudaría; si me frenaba, obtendría el
alojamiento eterno. Otro whisky.
Aunque nunca me gustó el
papel de gigoló, no por ética machista sino por miedo a los terribles
desenlaces, resolví aceptar la proposición de Catherine; y, en aras del
dramatismo de ley, campaneé el escocés, enarqué las cejas, sorbí una lágrima y
dije: “Cathy, te lo agradeceré hasta la tumba, sólo me quedaré algunos días”.
Catherine, tan dramática como yo, empezó a bailar por su estudio y, desde las
cabriolas, me tiraba besos alocados. Pensé en mi madre (“¡Cuídate de las
mujeres porque son más pícaras que los hombres!”), pero no era el momento de
dirimir tonterías ni de envolver a la vieja en una relación que me garantizaba
kilos de quesos y carne diaria...carne francesa de veintinueve años, alta,
fuerte, apetecible, cuya eficacia volvió a probarse sobre una cama sin límite
de rounds. "¿Salimos a comernos algo en Montmartre?”, decidió luego Cathy
en forma de pregunta, y yo no me atreví a confesarle que estaba exhausto.
El sábado siguiente fui con
Catherine a buscar la maleta y los lienzos que reposaban en mi buhardilla. La
patrona, previo pago de un mes (cheque de Cathy), accedió a reservármela contra
su voluntad porque no le agradaban los “negros tropicales”. En un auto
alquilado que figuré como carroza nupcial, atravesamos París hasta mi nuevo
hogar. Catherine, dentro de su rol benéfico, no escondía la dicha de tenerme
cerca.
La vida en el estudio de Cathy se inauguró con
el signo de la rutina. Ella partía a sus labores y yo me quedaba pintando o
limpiando. A decir verdad, más limpiando que pintando, pues no poseía ánimo
para dedicarme al arte porque mis anhelos se centraban en la política e
inexplicablemente los contactos se habían suspendido. Cuando pintaba, del
pincel surgía una idéntica figura en colores tortuosos, la del tirano Augusto
Torres. Sí, un General opaco, corrupto, homicida y rodeado de mugre. Comprendí,
en función de mi destino pictórico (¿tendría alguno?) que no podía seguir el
camino de “las variaciones sobre un mismo tema”; y por eso, en los pocos ratos
inspirativos, me consagré a esbozar naturalezas muertas: mala vía paralela
porque en los cuadros el único muerto era yo.
La sombra de la depresión se posó junto a mí.
El aislamiento significaba verme de cofia y delantal en un hogar de ridículos bibelots,
cuya dueña salía a sus plácidas funciones, mientras en Venezuela los camaradas
de la izquierda luchaban con arrojo y se enfrentaban al fogonazo de las
ametralladoras. Emprendí, sin éxito, todas las tareas para reestablecer los
contactos: los números siempre sonaban ocupados, mi enlace ahora volaba a
Hawai, los domicilios de las agrupaciones de apoyo no aparecían en los mapas,
nada de cartas, nada de telegramas, ni siquiera un frágil mensaje de
esperanzas.
Al cabo de diversos
intentos, levantaron el auricular en Caracas. “¿No has fallecido, pintor?”,
preguntó alguien reconocible. -¡Coño, Marcelo! -grité-, por qué me tienen
viviendo aquí, por qué no me mandan dinero, por qué carajo no se cumplió el
plan. Estoy en las últimas, deseo irme ya, ya, ya-. Marcelo meditó antes de
responderme: “Perdónanos, Da Vinci, mañana te envío unos dólares para que
aguantes. Aún no puedes volver. Sé discreto”. Lo maldije muchas veces; ¡el muy
abusador, encima de dejarme en abandono extremo, me pedía discreción! Después,
con la ayuda de un Calvados, pensé mejor el asunto. Si Marcelo consideraba
necesario que me quedase en París, debía hacerlo, ni modo.
El giro llegó, y con él la
posibilidad de afrontar pequeños gastos en provecho de mi orgullo. Le pagué a
Catherine el adelanto para la casera, compré un abrigo de segundo uso, y
colaboré en superficialidades materiales a fin de que Cathy no me juzgase como
un huésped vil. Aunque gozaba del sexo, tenía todo el tiempo libre, escuchaba
música y leía con fruiciones de constelación enciclopédica, los espejismos del
Orinoco y de mi patria no dejaban que me adecuara a la molicie de una vida
resuelta. Contradictorio y apesadumbrado, burgués y paupérrimo, eficaz e
inútil, sentí la necesidad de escapar. ¿Cómo, a través de cuáles argumentos? Lo
fortuito aceleró el rumbo de los hechos.
–Mignon, quiero presentarte
a mi padre –dijo Catherine. El hombre, un Dorian Gray gigantesco, se quitó la
gorra que lo coronaba y me alargó su helada mano de tocino invernal, “Enchanté,
Frederick Desnois”. Seguidamente, escogió una silla metálica, pidió jugo de
naranja y, sin pausas, me enumeró las trazas de su existencia. Viudo a los
sesenta y cinco años, policía jubilado que aún realizaba algunos trabajos
especiales, alpinista de fin de semana, asiduo de las novelas de detectives,
abstemio feroz, enemigo del cigarro y otros cancerígenos, religioso por hábito
disciplinario, militante de la derecha y admirador de los gobiernos enérgicos.
Mientras el ex policía hablaba, padecí corrientazos de peligros cercanos y, con
espanto, me hundí hasta los hombros en la imbécil brevedad, oui, non, oui, bien
sûr, d´ accord, olvidando las apetencias de nicotina para que el tipo no se
forjara un criterio verídico acerca de mi pernicioso estilo.
Según aseveran, los
policías, los niños y los escritores aplican el sexto sentido de la detallista
observación, y Frederick Desnois practicaba mejor que nadie ese método. Me veía
con pupila de patólogo, clasificaba mis ademanes, listaba mis posibles
defectos, me integraba a sus datos de sabueso, luego se detenía y principiaba
de nuevo el examen. Aterrorizado y confundido, oí que Frederick dictaba su
sentencia inapelable: “Ah, puerco comunista, tu castigo es la pena capital,
pero antes sufrirás la sanción de las torturas.” Y en un trámite fantástico que
sólo yo advertí, el verdugo abrió el maletín de SS, escogió la pinza más aguda
y se dedicó a sacarme las uñas. “¡Arrepiéntete de tus pecados políticos,
merde!”.
Mis gritos de dolor
sorprendieron al par de Desnois. “No, no, estoy bien”, aclaré, levantándome
hacia el panorama del balcón. Catherine me consiguió un vaso de agua y atribuyó
el problema a revulsiones de estómago. Frederick insistió en su actitud
fascista, ojinegra, picante y, para atenuar la ópera tragicómica, nos invitó a
unos escargots au vin rouge en la
Place de la Bastille. Catherine comprendió que mis piernas no
bajarían los escalones y se desembarazó de su padre con un “excuse-nous” y
algunos besos de compromiso. El impasible verdugo me dedicó un doblete de
palmadas sobre las clavículas, se cuadró como hipotético comandante del
ejército y ofreció volver en ocasión más propicia.
Durante la noche no pude
entregarme a los deleites de Eros. La náusea, con su ataque de muerte
espasmódica, me mantuvo en crisis total. Sentía como una piedra fogosa dentro
de la boca, la saliva se me escurría hacia las vísceras, plomos ácidos
abarcaban mis intestinos. Y todo por culpa de Frederick Desnois, el Dorian Gray
de un imperio fanático y perverso.
Catherine tampoco mostró
espíritu para el amor; los brazos le caían como frutos independientes, y los
párpados -simples asomos de oscuridad- no parecían de ella. Durmió un rato y se
levantó con faz de carmelita descalza. “Ahora me toca el turno de aclarar los
malentendidos”, proclamé con ingenuidad. Montañoso error porque mi amiga,
emergiendo de sus niveles pasivos, enhebró un rosario de palabrotas e insultos
muy ajenos a la Asamblea
de la Unesco. No
perdonaba que hubiese desdeñado a su padre, y menos todavía que rechazara el
agasajo de escargots. Pretendí calmarla mediante la ataraxia del diálogo y las
pastillas del raciocinio, pero fue imposible: Cathy destrozó ceniceros, dividió
lámparas, mutiló alfombras, quebró discos, platos, tazas.
En silencio, busqué la
valija y metí mis pertenencias. La ciudad me acogió a la luz de círculos
distintos, como si me esperase desde siempre para mostrarme que había caminos
más originales. Volteé hacia arriba con la intención de observar los destellos
de la Osa Mayor ,
pero únicamente percibí las lenguaradas de Catherine (“¡Pauvre homme, tropical
absurd, nain intolérant!”). Sus dardos eran inocuos, ya no me alteraban.
Como no sabía a dónde ir, me
senté a cielo abierto en Champs-Elysées. Mi soledad contrastaba con el despegue
diario del resto de la gente, humanos vivos que sí tenían una meta de claros o
turbios empeños. A punto del suicidio real, saqué pliegos y pinceles y dibujé
lo que me acontecía (manchas toscas, líneas tenebrosas, perspectivas
clausuradas). En poco tiempo, mi entorno semejaba un museo callejero, con
cuadros sobre el suelo y clientes que pugnaban por adjudicarse la muestra de
“arte contemporáneo”. –Es estupendo y picassiano –asentó
una señora; –No, lo creo afín a
la escuela de Monet –opinó el muchacho que la acompañaba; –Se nota el origen
árabe de su energía –añadió un crítico espontáneo–. Sin prestarles atención,
cobré los francos y huí al mejor establecimiento (barato) de crêpes à la
confiture, para que el hambre no se quejase.
Con el dinero de marchand
accidental, me devolví a la antigua buhardilla. La circunstancia de encontrarme
solo, autónomo y digno, se expresó en una tierna sensación de duermevelas.
Comía soñando y al revés, la paz conculcaba el desorden, los objetos imponían
su inercia.
Cuando casi se me agotaban
los fondos, monté el tinglado artístico en el mismo lugar. Sin embargo, la
suerte no quiso ayudarme, porque los peatones se detenían pero nunca compraban.
Reduje los precios y me esforcé en búsquedas opuestas: la belleza deforme, las
chifladuras de Goya, los hermetismos abstractos, la intensidad de los
románticos, el edén de los santurrones de alcoba, y tampoco así pude vender ni
un boceto. El análisis de mis precarias operaciones pictórico-mercantiles, me
llevó a la conclusión de que debía arreglármelas como pudiese, o sea,
habituarme a las migajas.
Catherine no aguantó la
ruptura. Quizás por tumulto del deseo, quizás por venganza de hembra herida,
digo, de francesa herida. El timbre repiqueteó y era ella. Una camiseta de
deportes le acentuaba los senos, su pelo caía en tiras como de momia egipcia (un
símbolo perturbador), la fragancia de jabones aromáticos se aliaba a la
maniobra de acercárseme con docilidad. Pero no exterioricé la agitación de mis
arterias, ni el forcejeo del bulto que crecía y crecía dentro de mis
pantalones. “¿Te sirvo algo, Catherine?”
Meneó el café durante un
rato de inquieta paciencia. Le secundé el juego porque me pareció indecoroso
conducirla a la cama sin permitirle el discurso, los arrepentimientos, el
pañuelo para secarse las lágrimas. Tonto yo, cándido yo, típico macho equivocado,
pues Cathy se redujo a proponerme que cada uno viviese en su casa y sólo nos
frecuentásemos para acostarnos, “¡Lo haces bien, mon artiste!”. La idea de
Catherine potenció la ambivalencia de mis prejuicios y ardores: los prejuicios
porque me apenaba que una mujer tomase la iniciativa; y los ardores porque no
resistía admirarla, de vulva presente, tan dispuesta a entregarse bajo contrato
sexual. Luego de minutos, le respondí: “Acepto, Cathy”. El lecho, esta vez el
mío, auspició un nuevo certamen de ahogos, jadeos y maravillas.
Como ambos nos
necesitábamos, el acuerdo funcionó. Catherine me visitaba, ligera y gentil, y
yo la complacía hasta los tuétanos lujuriosos. Ningún interés económico, cero
celos, prohibidos los préstamos y las herencias. Pienso hoy que tal tipo de
relación debe ser sustituta del matrimonio, porque impide el cansancio, las
funestas obligaciones... y la carga de hijos.
Entonces,
la llamada desde Caracas me ubicó en la patria, “¡Cayó el tirano, vente en el
primer avión que salga de París, aquí todos te esperamos!” Como no logré
formularle a Marcelo las miles de preguntas que tenía, sintonicé la radio y la TV , pero las noticias sobre
América Latina sólo comentaban el desarrollo del clima o el subdesarrollo de la
pobreza. Los periódicos tampoco decían nada y los compañeros venezolanos se
hallaban más en despiste que yo. Entonces, fui a la oficina de teléfonos e
insistí en la comunicación hasta que mi madre -del otro lado de la ansiedad-
respondió: “Sí, hijo, somos libres, el General Torres huyó, tenemos una Junta
Cívico-Militar, la familia...bien. Y a propósito, ¿en qué parte del mundo te
encuentras?”
–Estoy en Francia, mamá, y
me emborracharé por ti y por las esperanzas del país. Bendíceme.
La telefonista no entendió
(no podía entender) mis gritos de “¡Muera, muera Augusto Torres!”, ni mis
abrazos ni mis brincos a través de la sala. Le largué un bon soir, adquirí un
montón de botellas y luego, ebrio pero sereno, escuché la onda corta de Radio
Rumbos: “El General Torres partió hacia Alemania con escala en París.
Recobramos la libertad que el tirano nos arrebató a lo largo de quince años. En
estos momentos el pueblo sitia el edificio de la policía política, donde se
atrincheran los asesinos. Hay centenares de muertos y heridos, los hospitales
no se dan abasto y el nuevo gobierno ha solicitado la ayuda de la Cruz Roja Internacional.
Seguiremos informando”.
El vino se me atragantó.
¿Cuántos de mis camaradas habrían muerto por culpa de las últimas “hazañas” del
dictador? ¡Oprobioso General y oprobiosas las injurias del poder! Lo imaginé,
en el avión de turbinas, admirando la atmósfera de un París que pronto lo
saludaría. Con la plata de la comida futura y sin decirle nada a Catherine,
pagué el taxi hasta el aeropuerto.
En medio de la tempestad de
viajeros, no sabía a dónde dirigirme ni a quiénes interrogar sobre un tirano
tropical, gordiflón y sangriento, madame, de este tamaño, monsieur, que se
evade hacia el exilio después de tropelías, robos y matanzas. No desesperé
porque algo secreto me soplaba la certidumbre del encuentro: “Lo verás tête à
tête, López-López”. Consumí una cajetilla de cigarros mientras leía la pancarta
de neón que anunciaba los itinerarios,
Peking, New York, Roma, Santiago... El fastidio se ataba a la inquietud, no
poseía francos disponibles para beberme unas cervezas, el tufo de los alcoholes
anteriores me empapaba la camisa. De repente, alcé los ojos tras la pista de
unos hombres que, con sus corpulencias, amurallaban a otro. Mi cautela los
siguió. Caminaban y se detenían para garantizar las normas de seguridad, y
hablaban entre ellos en un argot de atribuciones policiales. Me acerqué,
ocultado por la sombra de los turistas, y el odio estableció sus bruscas
raíces: Ahí estaba, disminuido, anodino, empequeñecido, el General Torres, sin
uniforme ni condecoraciones, sin gloria ni corajes, sin pedestales ni
ejércitos. No parecía el mismo dictador que nos desbarató la nación, sino un
blando enfermo crónico, un reducto, un vestigio.
Adelanté algunos metros para
que mi puño poseyese la fibra del castigo. El grupo de escoltas no adivinó la
furia con la cual saqué un derechazo que cobraba, en el aire, impulsos de
exasperación. Cuando el golpe casi resultaba inminente contra la nariz del
General, una drástica violencia me aferró la mano y tensó mi cuerpo hacia el
suelo, "¡Halte, cochon!” La voz no plagiaba otra voz: era la de Frederick
Desnois, policía a destajo con encargo de velar por los tiranuelos que pisaban
Francia. Los guardaespaldas pretendieron darme una ronda de patadas, pero “mi
suegro” les ordenó que se mantuvieran quietos. Luego, en castellano perfecto,
agregó: “¡Necio subversivo izqierdista!, te soltaré con la condición de que nunca más veas
a Catherine, ¿en-ten-dis-te?” –Sí, sí, entendí.
A lo lejos, obturé una
última mirada; el General Augusto Torres se amenguaba en tembleques de nervios.
Después, efectué diligencias para que el cónsul de Venezuela me repatriara con
boleto gratuito, y el diplomático asintió con ceremonias por mi carácter de
batallador político.
París no era una fiesta. Y
menos en el momento de comunicarle a Catherine que nuestro pacto erótico había
terminado.
1 comentario:
Como todos tus relatos muy bien escrito, pero me ha resultado previsible y muy caricaturesco.
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