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martes, 20 de junio de 2023

ANCIANO FALLECE EN ACCIDENTE SEXUAL


Tenía la misma edad que el actor David Carradine (72); y tanto le admiraba e imitaba que cuando se enteró de su muerte por los periódicos de Caracas, también divisó el linde del caos (desde un último piso sin vista panorámica y con el legítimo hastío de quienes han alcanzado la pensión del Seguro Social).
Julián Alcázar, mediante fieles secuencias memoriosas y largas lágrimas, evocó la serie de televisión Kung Fu, donde el “Pequeño Saltamontes” encarnaba a un monje budista experto en artes marciales: Carradine haciendo piruetas y contorsiones frente a los enemigos, Carradine estrechando más los ojos asiáticos, David meditando, David propinando golpes sobrenaturales e increíbles, David Carradine el único, el solidario de veras, el mejor amigo dentro de la pantalla chica.


Julián se dedicó, con la tenacidad de una pesadumbre inagotable, a reconstruir la desaparición de su ídolo, como si estuviese en la primera línea de las ocurrencias. Y así llegó al aeropuerto de Bangkok, junto a la imagen de Carradine, una tarde de calor lluvioso y nubarrones tupidos, para la filmación de la película Stretch. Algunos fans se acercaron, please, en solicitud de autógrafos, please Mister Carradine, pero David los eludió -sin elegancias de celuloide- porque sólo deseaba acogerse al Lert Park Hotel. Durante el trayecto por la metrópolis, el “Pequeño Saltamontes” comentó la variedad de la naturaleza, la juncal marcha de las jóvenes y la reunión de melenudos bajo estelas de humo, y emitió frases inconexas como acordándose de pretéritos íntimos (el ardor hippie, la droga, los tatuajes, la inconmensurable rebeldía, el teatro de vanguardia). Julián Alcázar le escuchó en distancia de cómplice eterno y antes de acompañarlo hasta la habitación, los dos se metieron en el bar del hotel para colmarse de martinis secos y aceitunas frías.
Un sol rotundo apareció en el ventanal del próximo día, a fin de indicarles el momento de la rueda de prensa. El Green Room se hallaba atestado de periodistas, reporteros de espectáculos, camarógrafos, fotógrafos, adeptos antiguos y curiosos fortuitos: todos deseaban oír y palpar al monje budista de los golpes más certeros de la TV. David Carradine se presentó con una batola de lino negro y un arsenal de respuestas histriónicas, pero luego de contestar preguntas banales se excusó: debía irse porque las calles de Bangkok lo aguardaban desde épocas remotas. El auditorio quizás sonrió por los exclusivos aplausos de Julián y por el abrazo de agradecimiento que le dispensó Carradine. Ambos partieron en busca de alcoholes, atisbos y deslumbres.
(Julián Alcázar, aunque ermitaño y tímido, comprendía que David tuviese sobre el alma cinco matrimonios y cuatro divorcios, y que hablara de las uniones fallidas con la misma normalidad que lo hacía de su libro “Spirit of the Shaolin” acerca de las bases filosofales del Kung Fu. Tampoco expresaba asombro o tedio cuando el héroe aludía al clan de actores de su familia y a las marquesinas de Hollywood, pues los artistas poseen el derecho de discurrir perpetuamente. Y por los mundos y mundanales que los separaban, Alcázar no tuvo la valentía de contarle a Carradine su imperceptible existencia, ni su desorden de platos sucios, ni su solitaria cama revuelta. No, no se atrevió.
Bangkok, ajena y entrañable a la vez, los contempló en la exploración de jardines y arrabales, centros bursátiles y museos mitológicos, estatuas y palacetes que se reflejaban en las aguas del río. Y constató, asimismo, su urgente torneo de cervezas, canastas de vegetales y pescados agridulces, como si las delicias Thai fuesen a desaparecer de inmediato. Julián Alcázar no logró secundar los apetitos de Carradine y se despidió con educados traspiés. Dicen que más tarde David, todavía sobrio, llegó al bar del hotel y siguió tomando -whisky, brandy- en compañía de un piano Hammond.
La mañana posterior, los integrantes del equipo fílmico lo esperaron en vano para la sesión de trabajo. Pensaban que Carradine se sentía mal por las andanzas y los excesos, hasta que la noticia les transfirió el espanto: una camarera lo había encontrado muerto en su propia habitación. El desconcierto alteró el sosiego y las hipótesis de cinematógrafo empezaron a rodar.
Una muchedumbre de agentes ocupó el hotel e inicio las investigaciones; la novedad daba vueltas por el orbe. A las pocas horas, el Jefe de la Policía Nacional declaró entre flashes: “David Carradine se hallaba desnudo, con una cuerda atada al cuello, otra alrededor del pene, y ambas sujetas a sus manos y al escaparate. No hay signos de lucha en la habitación, que estaba cerrada por dentro, ni tampoco hay señales de magulladuras en el cuerpo de la víctima. Las circunstancias permiten descartar el suicidio, y se orientan a que la muerte de Carradine fue producto de un accidente mientras se masturbaba. Stretch, en inglés, significa estirar, y parece que Carradine estiró demasiado las cuerdas para procurarse placer”. El portavoz no señaló que el occiso tenía puestos un liguero y una peluca femeninos, y que en la suite localizaron revistas porno y piezas de lencería roja.
Al conocer la versión policial, Julián Alcázar sufrió de angustias irrefrenables y decidió, por la memoria de su arquetipo, adentrarse en los detalles: observó las fotos del cadáver acurrucado en el escaparate; le costó entender los tortuosos deleites de la asfixia-sexual o autoerótica (una práctica de esquimales y asiáticos para que el orgasmo se magnifique y posea efectos alucinógenos); se documentó sobre la muerte de los ahorcados, con erecciones y eyaculaciones después del estrangulamiento; supo que las huestes de la Legión Extranjera, después del aprendizaje de esos “goces” en los prostíbulos de Indochina, los difundieron por toda Europa; vio y revivió El imperio de los sentidos, film de Nagisa Ōshima cuyas escenas destacan la privación de oxígeno como disfrute lujurioso; y, a la luz del asombro, analizó casos de celebridades que fallecieron por violentar los límites de la sexualidad.
Alcázar revisó los pésames unánimes y virtuales. El fax del director Quentin Tarantino: “Añoraré a David. Ostentaba la locura de los genios. Quería atravesar descalzo, igual que un ´Pequeño Saltamontes´, las avenidas de Manhattan”. El correo electrónico de Uma Thurman, coprotagonista del largometraje Kill Bill: “Lo amaré de por muerte”. Las telegráficas dudas de su última esposa: —Lo de David no fue accidente ni suicidio, alguien ordenó matarlo—. “Gracias, gracias a todos”, escribió Alcázar en unas esquelas de deudo anónimo.
Pero Julián Alcázar no podía aceptar la vida sin adentrarse en las honduras de Carradine; no, ya no podía. Entonces, aquella tarde íngrima, como duplicación del héroe, adquirió una soga y una melena de crespos colgantes, una sábana rojiza y un calendario de hembras desnudas; y dentro del clóset empezó la tarea de masturbarse. Quizás sólo emitió tenues quejidos, luego de buscar inútilmente ensueños orientales y espasmos de Legión Extranjera.
El grupo de vecinos descubrió su triste sonrisa de cadáver, por el indicio de un olor que salía del apartamento. De Hollywood, nunca mandaron condolencias.

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