Los suicidas siempre otorgan atención a las señales del destino,
como si de su fuerza tumultuaria dependiesen los únicos actos del porvenir. Y
Erasmo Durán, en su calidad de mortal que buscaba las pistas ocultas de la
existencia, soltó un grito de eufórico estupor cuando leyó el anuncio en
Internet: “Foulton, hotel para suicidas, isla de Saint Austin. Escriba sin
compromiso”.
La dubitación no le permitió establecer inmediato contacto; temía que el
hallazgo formara parte de los juegos insidiosos y desleales que abundan en la
red. Se consagró, entonces, al disimulo de los propósitos, revisando el correo
electrónico y bebiendo elusivos sorbos de café, pero cada cierto tiempo volvía
al insólito anuncio. Sus pocas letras en la pantalla del ordenador, el mensaje casi
secreto y casi absurdo, se apoderaron de su voluntad; quizás aguardaba desde
siempre tales osadías. Sin embargo, prosiguió el recurso de la evasión y fue al
trabajo como quien cumple una disciplina transitoria, habló con amigos acerca
del verano banal, telefoneó a su madre sorda, preparó la comida de los perros
y, por desacatos de la memoria, se bañó varias veces aquella misma tarde. El
ordenador mantenía, indemne, el aviso para clientes desesperados.
Al acostarse, no logró dormir. Pensaba en los suicidas de su familia,
hombres y mujeres que habían decidido hacerse justicia por esfuerzo propio; y
meditaba también sobre aquel ánimo imperfecto que se transmitía de generación
en generación, mediante las luces oscuras de una tristeza sin razones
científicas. Solo fastidio profundo, solo spleen vitalicio…
mientras durasen. Dio vueltas y más vueltas en la cama, se tomó una píldora
contra el insomnio que tuvo consecuencias paradójicas: enumeró infinitas ovejas
saltando por encima de los espectros familiares, ¡hilos tenues entre las
sensaciones del presente y los subterfugios de otros mundos!
Los ruidos de la mañana no lo reconfortaron, porque el duermevelas
continuaba y debía presentarse en la oficina, aún ojeroso, descompuesto e
inútil para que le premiasen con el cheque quincenal. Antes de partir, verificó
la imagen del inequívoco Hotel Foulton dentro de la pantalla del computador;
ahí estaban sus grafías y sus señuelos como un ardid inexorable, Escriba
sin compromiso. Se habla inglés, francés y español. Por
supuesto no resistió y en un impulso definitivo solicitó información, a través
del correo electrónico, acerca de planes, precios y ofertas (cuestiones
insensatas, para no decir infamantes, en el caso de una persona que solo desea
marcharse). Todo era cuestión de aguardar un poco.
Aquel día se arrepintió de haber salido, pues su automóvil caduco se
negó a trasladarlo -¡así actúan los modelos démodé!-, el Metro
estaba repleto de olores ofensivos y de colas hoscas, un chubasco extemporáneo
le mojó la camisa y milagrosamente logró eludir las deyecciones de un pájaro
que surcaba las alturas del smog. Luego, ya en el despacho de arquitectos donde
prestaba servicios, el jefe, un anciano siempre agrio y de arrugas
superpuestas, le reclamó con su usual tosquedad de golpecitos en la mesa,
algunos metros sin justificación que contenía el proyecto del Club Miramar:
“¿Usted no sabe el valor del dinero, joven colega?, corrija ya ese esperpento
que nos puede costar millones”. Pero Erasmo Durán no le prestó atención; nada
más reflexionaba sobre las tragedias suicidas de la familia a la cual
pertenecía por doble conducto sanguíneo. Pensó en el tío Fernando, un pianista
que, con máximo sigilo, buscó una urna y su atril y las ubicó dentro de
la sala de la casa. Después, completó la mise en scène adicionando
candelabros, flores de réquiem, el cortinaje de fondo y una hilera de sillas
para los deudos cercanos; por último, se vistió de negro total antes de colocar
la cinta grabada con la Marcha Fúnebre de Chopin, y meterse en el
féretro para morir por acción de pastillas letales (Ahí lo encontraron su mujer
y sus cinco hijos, como si se tratase de una sorpresa largamente prevista).
Rememoró a la prima Carmela –bella y virgen– que el día de su cumpleaños número
23 decidió ayunar hasta la extinción; evocó a su hermano Eliseo y aquella
gesta de Ícaro desplumado por entre las nubes del cerro El Ávila; y recordó a
Diógenes, pariente materno, que penetró por absoluta voluntad de deceso en una
franja roja de Caracas; y vio también la asfixia de su sobrino Dagoberto
con la cabeza dentro de una bolsa plástica (Sí, vidas de nimia biografía,
existencias prescritas, grises inmolaciones sin causa). Enseguida,
obviando las reprimendas del jefe, enrolló los planos y partió a su
pequeño apartamento de soltero.
Deseoso de noticias, encendió el computador y ubicó el correo; la suerte
estaba de su lado porque tenía una larga respuesta bilingüe de mister Jad
Foulton, propietario del Hotel Foulton, donde le explicaba con detalles el
programa que ofrecía el establecimiento, “bed, full pension, drinks, wifi,
cable TV, and varied daily tours”, la exigencia de un único pago en dólares
a la llegada, la garantía del “final” o the end (de esa forma
eufemística constaba en las letras digitales), la confidencialidad del trato y
la anuencia de las autoridades del país. Se sirvió un vodka doble como
celebración del suceso, y prestamente tecleo en Hotmail su
explícito acuerdo, “Gracias, míster Foulton, le avisaré fecha de mi arribo,
línea aérea y número de vuelo, gracias otra vez”.
Erasmo arregló con premura su viaje trascendental (cuentas de bancos,
colocación de los perros en un hospicio, renuncia al trabajo, visita de
despedida a la madre taciturna y demás diligencias inexcusables), y tomó el
avión directo de la Caribbean Airlines, previa notificación electrónica a Jad
Foulton. Después de una travesía con idéntico espectáculo de ventanilla turbia,
en el aeropuerto de Saint Austin lo esperaba el chofer de Jad, un negro de
lunares sobre la nariz que dando tumbos por el camino de asfaltos desiguales en
un carro a punto de explotar, llegó al ansiado albergue (¿perpetuo?).
La casona del Hotel Fulton, hecha de madera conforme al estilo caribeño,
se hallaba en medio de una empinada colina de la ciudad, constaba de tres
pisos, el techo a dos aguas y un paisaje inaudito cuyo linde bordeaba el
horizonte. Erasmo sonreía de placer íntimo cuando Jad Foulton salió a recibirlo
con saludos marciales, “¿Cómo está, señor Durán?”; “Mucho gusto de conocerlo,
mister Fulton”. Jad tomó las maletas de Erasmo con cortesías que semejaban
enérgica fraternidad, y lo condujo a su habitación del piso superior. Todo
estaba dispuesto a la altura de la modestia: la cama de barrotes, el escaparate
con vidrio circular, la Biblia encima de la mesa de noche, el baño ínfimo, las
cortinas salpicadas por el tiempo, pero la vista resultaba sugestiva e
intachable. “Luego de presenciar este panorama, lo que queda es morirnos”,
comentó Erasmo para sus adentros, pues no quiso compartir el chiste con el
posadero por temor a que no le causara gracia; después sacó del bolsillo un
fajo de dólares y le pagó el precio acordado. Foulton contó el efectivo con
meticulosa paciencia, sonrió cuando su cifra y la de los billetes coincidieron,
y lo citó a una reunión de huéspedes en el living del hotel,
“Será dentro de media hora, le agradezco no falte”. Erasmo notó que Jad
entrecerraba siempre el ojo derecho, como si afinase la puntería para disparar
a un blanco de guerra; “exageraciones tuyas, Erasmo”, le dijo su otro yo.
En la sala con dibujos de pavorosos monstruos marinos, estaban
dispuestas algunas pocas sillas en forma circular que ocuparon Erasmo y los seis restantes huéspedes. El inmenso Jad,
junto a su diminuta esposa Eve, les dio la bienvenida (que sonó más bien al
pacto de un adiós) y añadió algunas palabras en clave de ambigüedades y en los
distintos idiomas de la clientela: “Todos sabemos por qué estamos aquí, ustedes
para cumplir con sus propios deseos, y Eve y yo para favorecerlos.
Considérennos sus amigos de los trances difíciles y no dejen de solicitarnos
ayuda y apoyo. Me permito una sugerencia y una
información; la casi paternal sugerencia es que nunca pierdan la alegría ni el
compañerismo, se los dice un hombre de muchas batallas, pues los caminos
terminan y empiezan otros quizás más cristalinos y permanentes; y la
información, para tranquilidad de ustedes, se refiere a las autoridades de la
isla, ellas conocen nuestro negocio y en cualquier circunstancia nos
otorgan oportuna cooperación, sí, en cualquier circunstancia.
Recuerden siempre la frase del profético Leonardo Da Vinci: “Mientras pensaba
que estaba aprendiendo a vivir, he aprendido cómo morir”.Y sin más demora los
presentó: el saxofonista
Walfredo Mejías y su esposa Élide, maestra de escuela primaria, puertorriqueños
radicados en la célebre calle Calma de San Juan; el señor Mark Thompson y Catty
su mujer, norteamericanos ambos y dueños de una pequeña granja de esplendorosos
tomates en el Valle Central de California; monsieur Antoine Busteau, profesor
de Literatura Francesa en la Universidad de París IV-La Sorbonne, y su esposa
Agnès, instructora de la misma cátedra; y el joven arquitecto venezolano Erasmo
Duque Duque, todavía soltero. Ya ustedes saben que soy Jad Foulton, ex piloto
de la Fuerza Aérea Británica y cabeza de este hotel; y ella es Eve, mi pareja
de siempre, oriundos de Glasgow, Escocia, pero arraigados aquí en Saint Austin
desde años inmemoriales. Ahora, para celebrar el encuentro, el hotel les invita
a unos tragos de ron de melaza, autóctono y único, ¡salud!” (El vocablo salud se
oyó como cúspide de la ironía).
Los huéspedes, acordes con el jovial decreto de
Jad, comenzaron a entenderse en el pastiche idiomático de sus diferentes
lenguas, y al cabo de un rato departían como antiguos camaradas. Hubo
anécdotas y ocurrencias, reseñas de vida, álbumes de fotos, canciones patrias,
brindis efusivos y sucesivos; y ese ánimo de bullente cordialidad se extendió
en los días que correspondieron a cada quien, como si no tuviesen en sus
agendas personales el afán del ocaso.
Lo fraterno se volvió costumbre: alrededor de
una larga mesa, compartían el desayuno y la cena agenciados por Eve, chef de
muchos mundos culinarios y de hazañas saboriles; el almuerzo lo hacían fuera
del hotel, con viandas para las excursiones que también preparaba la anfitriona;
en la tarde, degustaban aperitivos dulces de 40º alcohólicos, mientras veían
las enigmáticas aristas del crepúsculo; y después de cenar jugaban cartas, oían
música, conversaban acerca de banalidades profundas o narraban las experiencias
del día. A las diez se retiraban a sus habitaciones, para que una TV universal
y uniforme les conciliase el sueño o les abriese otros ensueños.
Los pensionistas escogieron los paseos
cotidianos según sus gustos y aficiones: el par de puertorriqueños Walfredo y
Élide, con su síntesis de viento y océano en los ojos, resolvió transitar por
todos los confines de la geografía en un auto primitivo que Jad les facilitó;
Mark y Catty se decidieron por afanosas caminatas a través de las colinas más
escarpadas, recogiendo frutos silvestres y aspirando el aroma del “reino de las
especias”; el dúo de Antoine y Agnès se dedicó al buceo y a la pesca en
un solitario farallón marítimo; y Erasmo no contuvo la inclinación de examinar
minuciosamente el origen híbrido e histórico de la arquitectura caribeña.
Cuando se conocieron mejor, en las veladas
nocturnas Walfredo sacaba el saxofón para modular en notas de jazz las
canciones de su negritud; a los profesores Busteau les dio por un recuento
personal y anímico de la poesía francesa (“Baudelaire et Rimbaud sont nos
transcendants idoles humaines”); los Thompson describían con particulares
explicaciones cómo sembraban tomates en su finca californiana; y el arquitecto,
mientras tanto, los dibujaba en un voluminoso cartapacio de páginas de color.
Por su parte, Jad mostraba sin reserva la panoplia de armas que presidían una
Colt 45 y una Beretta 92, mientras Eve –al amparo de cautas sonrisas– lo veía
con admiración.
A Erasmo le parecíó que aquello semejaba una
peña de pasiones artístico-literarias, o un club de vocación deportiva, o una
asamblea de amigos constantes, pero nunca un hotel destinado a suicidas
furtivos. Y por mayor olfato que puso en práctica, no encontró pistas que
demostrasen actitudes fuera de la normalidad, salvo en las horas de la
madrugada cuando salía a fumar al pasillo de las habitaciones. Entonces se
percataba de que los Thompson y los Busteau intercambiaban parejas: Antoine
corría a dormir con Catty, y Mark se acostaba con Agnès; que del cuarto de los
puertorriqueños emanaba un ardiente olor a marihuana fresca y de calidad; y que
Jad, alojado con Eve en la pieza del fondo, emitía ronquidos truncos. Pero nada
sospechoso, nada susceptible de conjeturas más allá de lo evidente. Nada.
Al aproximarse la finalización del hospedaje, un
aire extraño y clandestino empezó a colmar los rincones y producir
descalabros. El reloj suizo se adelantó doce horas exactas, un árbol se
plantó en medio del techo por fuerza de inusuales borrascas, los gatos
apareaban sus lujurias encima de las personas, y una música de bongós -casi
lejana y casi secreta- se apoderó del entorno. Y no en vano aquel viernes
lluvioso resintió la tardanza de Antoine y Agnès: los demás contertulios los
aguardaron para la cena sin verlos aparecer. Jad, en función de aciago maestro
de ceremonias, dijo que algo debió ocurrirles a los Busteau y que al día
siguiente se ocuparía del asunto (pues ya daba por descontada su ausencia
nocturna). Como siempre, Walfredo tocó el hondo saxofón y luego jugaron cartas
españolas hasta el momento de dormir.
La mañana los despertó con el arribo de una
furgoneta oficial. De ella bajaron tres policías inexpresivos y parcos; el de
mayor rango habló, mirando a distancia: “Traemos los cadáveres de dos turistas,
un hombre y una mujer, que suponemos estaban alojados aquí. Fallecieron por
inmersión mientras realizaban pesca submarina, los tiburones los despedazaron
cerca del acantilado. Deberán identificar a los occisos y firmar el acta”. Jad
asintió como si se tratara de una rutina automática y caminó detrás de los
agentes hasta la furgoneta. “Sí, son los Busteau, un matrimonio francés que
ocupaba la habitación azul, pronto partirían”, dijo Jad y repitió en eco
“pronto partirían, pronto partirían”. Los demás huéspedes observaban sin
palabras, el silencio resultaba imprescindible y tácito, Eve se persignó varias
veces. Jad suscribió el acta y entregó a los polizontes la autorización de
Antoine y Agnès Busteau para ser repatriados en caso luctuoso, “Hoy mismo la
funeraria recogerá los cuerpos y efectuará los trámites de envío, gracias”. Los
policías y Jad se despidieron con la complicidad de una reverencia.
En la noche, como si nada hubiera acontecido,
Jad retiró las sillas que correspondían a los Busteau y sugirió que apostasen
al juego de póker, “una artimaña mediante la cual nos evadimos de nosotros
mismos”. Todos asintieron, quizás para no acordarse de los sucesos cercanos, y
pusieron todo su interés en aquel mazo de cartas impredecibles. La suerte
recompensó en estrella lúdica a Mark y Catty Thompson, y por ello pidieron a
Jad la mejor champaña que tuviese. Luego del brindis, y semi beodos como
estaban, especificaron veinticinco formas para la preparación de los tomates
que cosechaban. En almíbar, al horno medio, en largas tiras o bajo las
reducciones de la deshidratación. Los demás callaban: el recuerdo de otras
sombras no les permitía seguir el hilo de la intrascendencia. Y cuando Eve
anunció que iba a dormir, enseguida el resto del grupo la secundó.
Las lluvias continuaron su repique
incisivo, los gatos no dejaban las maromas rijosas, las hojas ascendían en
empeño de torbellino. Sin embargo, el nuevo día los levantó con la sorpresa de
un calor firme y esencial que entraba por las rendijas. Tomaron el desayuno de
tostadas, jugo de mango y café, y cada uno emprendió su plan de paseos. El
matrimonio Thompson se aventuró por la senda de las más altas elevaciones, para
archivar el ambiente en fotos testimoniales y recoger plantas exóticas;
Walfredo y Élide alquilaron un auto moderno, porque el cacharro de Jad no
resistiría las curvas del oeste de la isla; y Erasmo, ávido de minúsculos
descubrimientos, acampó en los escombros de un inmueble tradicional para
establecer vínculos con la época francesa (Argucias de distracción, pausas
calculadas, tardanza de lo ineludible).
Mark y Catty Thompson no volvieron del
último trayecto. Jad retiró sus asientos del comedor e hizo algunas llamadas
telefónicas para las averiguaciones concernientes. Aunque todos sabían la
respuesta, faltaban los detalles. Por fin, el director de la morgue ratificó
que dos difuntos, norteamericanos según los pasaportes, se encontraban ahí; y
añadió que las víctimas, quizás en arrojo por alcanzar una cumbre, habían caído
al vacío del desfiladero. Jad pronunció rezos de extrema brevedad y dijo que
posteriormente formalizaría las gestiones oficiales, mientras Eve -con cara de
ausencia- se ocupaba de servir el pollo a la naranja. En la sobremesa, Walfredo
moduló, como para sí mismo, viejas canciones del Caribe, Élide se dormitó sobre
el mantel y Erasmo narró sus pesquisas de investigador fortuito.
El día posterior, cuando despertaron los tres
huéspedes que aún convivían en el Hotel Foulton, los gatos maullaban y se
revolcaban al compás de alocados acordes ocultos, el reloj decidió no señalar
más anticipos horarios e inmovilizó las manecillas, el viento frío y el sol
alternaban sus desquicios en un arduo juego de naturalezas opuestas. Walfredo y
Élide se excusaron de no acudir al desayuno, “aún padecemos la fatiga de ayer,
discúlpennos, nos quedaremos en la habitación”; y por ello Erasmo tuvo que
enfrentarse solo a los panecillos con chocolate de Eve, antes de irse tras
caserones abatidos por los años.
Esta vez, Erasmo escogió los vestigios de un
ingenio azucarero del siglo XIX que había sido médula de la zona, pero al nomás
acomodarse bajo sus tejas de boquetes hacia el cielo, algo inasible, algo como
hecho de imprecisiones, algo como palabras sin voces, lo obligó al retorno.
Corría y descansaba, quería y no quería llegar al hotel: la certidumbre siempre
es un lastre para el espíritu. A su arribo, Jad y Eve limpiaban y ordenaban el
establecimiento con afanosa insistencia, apartando a los animales lascivos que
hacían cabriolas por doquier. “¿Dónde están los puertorriqueños?”, preguntó
Erasmo casi a gritos y, sin esperar respuesta, fue hasta la alcoba de los
Mejías. El escenario despejaba cualquier incógnita: Walfredo y Élide estaban
encima de la cama ya muertos, los frascos de barbitúricos explicaban el deceso
por sobredosis. Erasmo, como en un film dramático, buscó el saxofón y lo colocó
al lado de Walfredo.
Jad, inmune a la tragedia ajena, notificó las
defunciones mediante los datos que exigía la autoridad, y separó del comedor
las respectivas sillas de los fallecidos. La misma furgoneta y los mismos
gendarmes, ¿o serían otros idénticos?, llegaron al hotel para acarrear los
cadáveres. Jad suscribió la planilla de escudo gubernamental y se despidió de
los policías con un apretón de manos. Por la noche, Eve sirvió carne y
legumbres, sin cerveza.
Jad, Eve y Erasmo prosiguieron la convivencia de
quienes creen en el desenlace de un acuerdo insoslayable. Dialogaban sobre
oquedades y temas insustanciales, miraban a contraluz, eludían honduras. Erasmo
cambió de habitación para estar más cerca de los dueños, pero no justificó la
necesidad de la cercanía (tampoco era imprescindible); y retomó sus andanzas de
vano arquitecto a plazo fijo, escarbando iglesias carcomidas y vigas con
polillas, santuarios y balcones, escalinatas y herrumbres, pero dejó de anotar
minucias en el cuaderno (tampoco hacía falta). De nuevo el insomnio lo invadió
de evocaciones e infortunios de familia, y no bastaron las ovejas oníricas para
la recuperación del sueño: allí estaban, como fantasmas solícitos, todos sus
parientes en ávida espera de que los acompañase.
Dentro de la vigilia de la madrugada, Erasmo
sintió unos quejidos extraños y continuos y se levantó de la cama. Salió al
pasillo, los gatos dormían espejismos libertinos, siguió hasta el cuarto de los
Foulton y no había nadie, entonces afinó el oído y las premoniciones y bajó a
la cocina, ciertamente los quejidos surgían de allí. Abrió la puerta a golpe de
impaciencia y vio los hechos: Eve se había cortado las venas con su cuchillo
culinario y se encontraba sobre las baldosas en medio de una extensa
laguna de sangre; mientras Jad, de rodillas, gemía y se preguntaba “¿Por qué,
Eve, por qué lo hiciste? Y al distinguir a Erasmo, se secó las lágrimas y con
un rugido militar le ordenó: “¡Váyase de aquí inmediatamente, cerdo suicida,
váyase y no vuelva nunca más!”.
Erasmo nada respondió. Se dirigió a la
estantería donde estaba la colección de armas, tomó la Beretta 92 y fue a
cumplir su fatalidad en otra parte.
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