Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo, o varias artritis en la voluntad por motivos que guardo con pasión. Suma y sigue, querida. Llegaste bamboleando las caderas dentro de aquel kimono fucsia que irradiaba minutos expectantes; y yo, a la luz de la oscuridad, agucé las dioptrías para verte mejor, ¡inquieta ballena erótica de las playas del Caribe!
Conocerte es un decir porque en esa fecha empecé a desconocerte, pues tu identidad significaba el enigma de los faraones y la popelina egipcia, el eslabón más antiguo de los siglos, la última gota de duda en el desierto de mis neuronas: un día afirmabas con todos los yerros que te llamabas Paula, y al siguiente te ponías loca extrema si no te mentábamos Ifigenia. Absoluto modelo cortazariano para desarmarnos, animal sietevidas, oráculo del pretérito imperfecto.
En esa época, yo hacía gala de mi triunfo
como escritor fracasado, porque no aspiraba —¡siempre la torpe modestia!— a
honras que me sacaran o me sonsacaran del coto de la pobreza histórica. Tapias
contra el besuqueo de los burgueses, alambres contra la presentación de libros,
escondites, asilos infalibles, cuevas, subterfugios, miles de etcéteras. Y las
razones se hallaban por doquier y en la infinitud: jamás había existido un
genio literario sin apremios económicos. De ahí la flor marchita en el ojal de
mi carácter, la guayabera hostil, las sandalias de artesano (y de arte sano),
los veredictos del alma sin que nadie lo pidiese, la aridez de los rones
solitarios bajo una lluvia interna, ¿te acuerdas?
Nos encontramos, ahora me remito a los
designios, en aquel carnaval de truenos y antifaces. Yo tomaba apuntes ebrios
para añadirlos a mi próxima novela inédita, mientras oía sin atención el ataque
de una salsa poderosa; y entonces tú, cetáceo ataviado de fucsia, gorda con
guirnaldas, surgiste del torbellino y arrebatándome la libreta me invitaste a
bailar, “¡No tienes por qué quitarte la máscara, cielolindo!”. Cuando pretendí
la oposición al chiste y a la danza, tus inmensos tocinos colgantes me rodearon
de supremacía: todo lo lograbas por astucia vitamínica. ¡Qué absurdo verme
entre unos mofletes cuyo poder sólo me permitía los traspiés de la música
brava! Facha de escriba sin negocio, ocio indigno. Pero suave y lentamente,
como quien desea la corona del martirio, mi voluntad empezó su deshielo de
iceberg, su muribundia en vida, su satiriasis bajo el pantalón; y tú, cual
Titanic pegajoso, decidiste que había llegado el turno de ahogarnos, completos
y por partes. “Ráptame, réptame, úsame, abúsame”, exclamó tu boca matriz y con
velocidad nos fuimos en procura de nuestras glándulas.
Memorable
resultó la inicial puesta en escena. Aún permanecen las huellas de los
mordiscos sobre mi superficie erecta, y casi indemne la conciencia del volumen
que te enaltecía y me arropaba, aunque hayan transcurrido muchos soles
alrededor de estas lunas. No sé cuántos flujos tardó el desorden sin que
ninguno obtuviese la victoria: éramos insaciablemente soberbios. Luego,
alegando citas de pájaro nocturno, me dejaste con un revuelo de hormonas y tu
grosor colmó las escaleras, “Aguarda mis noticias, los hilos del mundo nos
juntarán”.
Esperé durante cien capítulos a medio hojear,
desesperé en la redacción de cuartillas inconclusas. El sueño me traía los
bustos de Rubens y los ombligos de Botero, o de un nuevo Rubens Botero —oriundo
de la selva amazónica— que pintaba libres mantecas en estado natural. ¿Quién,
dentro de su estupidez, habrá dicho que dormimos para olvidarnos? No, ni bajo
catalepsia onírica vencía el anhelo de abrazarte. Por ello, salí en búsquedas
famélicas, pues sólo conservaba las pistas de un tugurio, El Lau Lau, donde los
martinis secos te hacían delirar al estilo escandaloso de Ava Gardner. Caminé
sin reglas, noroeste, surnorte, calles arriba, avenidas, plazoletas gemelas,
trochas, accesos; sudé en las esquinas, exigí la ayuda de adictos y convictos…
pero El Lau Lau no se materializaba. La cavilación, que es mi debilidad, tuvo
una idea irrefutable: seguir los hilos del mundo. Entonces, aspiré smog, ahondé
en su nirvana y recomencé el periplo, ciego y vidente a la vez, siempre,
siempre por ti, hasta que los bombillos de la suplicada covacha se me encajaron
en las órbitas. El Lau Lau amanecía.
Disipando
miedos, entré. La clientela jadeaba resacas, el humo componía y descomponía
pirámides, el olor a orín azotaba la atmósfera. Al cabo de sucesivas angustias,
te ubiqué en un círculo de putas y gigolós que oían tus palabras santas; todos
escuchaban el sermón como si atendiesen la voz de los arcanos más profundos.
Quizás hablabas de congojas, quizás de afectos y ternuras, nunca lo supe.
Aunque me distinguiste en las sombras, tu mirada giró hacia otra parte,
¡rechoncha reina infiel!; y yo, luego de encubrir el desprecio y alisarme de
copas el espíritu, huí sin lágrimas.
Los meses de abandono me incautaron el ánimo.
Ansiaba tu vasta corpulencia, la apetecía, la suspiraba, la pretendía en los
atisbos del alba. Creía verte encendida de luciérnagas; te pensaba yacente y
adyacente, sólida, carnosa, saludable; imaginé una narración sobre tu enormidad
y el propósito permaneció, por moho mental, en la blancura del papel. Cuando
casi me habituaba a la nostalgia, algo sonó detrás de la puerta, “Soy Matilde”.
Ya no te mentabas Paula o Ifigenia y, como la variación carecía de importancia,
abrí las maderas de mi encierro (eufórico, frenético). Nada pregunté, nada explicaste
acerca de tu ocultamiento, y a cuatro piernas y dos sexos nos tendimos en el
suelo por ley de la golosa adrenalina. Luchas, embates, combates, avances,
saltos, asaltos, tragos, estragos. En esa oportunidad me abismé porque gritabas
felicidades ininteligibles, te retorcías con savia de triglicéridos,
sobrepasabas las marcas del buen colesterol activo, pero después, en silencio,
gemías hieráticamente y enseguida, cual actriz de cinematógrafo, retomabas el
normal desequilibrio.
Así
convivimos a lo largo y ancho de un calendario de agosto. Veíamos películas de
cine mudo, preparábamos almuerzos exóticos que se ampliaban hasta el anochecer
y leíamos la fértil brevedad de los poemas japoneses. Yo te relataba, en
segundo plano para que no te cansaras, mis adversidades de novelista (quince
títulos insistiendo por edición), mientras tú le ponías azafrán a las
guindillas o bailoteabas músicas ocultas con ritmo de trompetas. Sin embargo,
noté un desasosiego en tus ojos, un leve vuelco al momento de contemplarme, y
para enmascararlo ibas a la ventana y observabas las estelas del universo,
alturas donde no me admitías. Fue el anticipo de los presagios, porque una
tarde te evaporaste nuevamente.
Por olvido, ¿sería por olvido?, quedó en la
sala un álbum con fotografías tuyas. El pudor me congelaba la intención de
meterme en sus estáticos soplos de existencia. Di curvas y circunvoluciones, me
atrevo, no me atrevo, hasta que juzgué ineludible escudriñar las imágenes. Al
azoro se unió la sorpresa: tú en un parque rodeada por cuatro infantes-morsas
igualitos a su madre; tú en la playa de Tahití jugando con el agua (“Tahiti is
the Paradise”, asentaba el letrero); tú en traje de novia recibiendo la
bendición del cura; tú en una favela, de Caracas o de São Paulo, montada sobre
escalinatas marginales; tú en uniforme de policía femenina; tú en un mitin del
Partido Socialista; tú en abrigo para protegerte del frío del Big Ben; tú en
compañía del Gabo; tú en una reunión de la Sony Corporation; tú en una
discoteca de cualquier suburbio; tú con boina, presidiendo una asamblea de
menesterosos; tú en un concierto de rock ácido, tú en París, tú en los Andes,
tú en Sarajevo, tú en… Clausuré la impertinencia y sentí el pálpito de que
nunca más nos veríamos.
El despecho se apoderó de mi vida trágica,
según anotara un compositor enfermo de pesadumbre. Las madrugadas cabalgaban
encima de los relojes, el tiempo tenía dislexia. No lograba ni el escombro de
una línea, volví al cigarrillo por agravio del deseo, las botellas se apilaron
como certidumbres extintas, las creaciones de Maupassant me incluían en su
lista de soledad, ¡gorda-tonel, gorda-tonina, bola de sebo, carne que te quiero
brusca y adiposísima! Con ganas de flagelarme, encendí el periódico de la
televisión y repentinamente apareciste en plande narrar los últimos sobresaltos
del país (crímenes, hurtos, atracos, alucinógenos enlatados). Esta vez te
llamabas Carla, una locutora de pelo en moño y vocablos ágiles que
emblematizaba la seriedad del canal televisivo. Ironicé sonrisas pero permanecí
absorto hasta el final de la emisión, seguro de que por lo menos te admiraría
cada noche a la hora de las noticias.
Otro equívoco, porque al siguiente día un
alboroto de camarógrafos y técnicos, encabezados por tu audacia, invadió la
pasividad de mi estudio. Me colocaste besos inertes sobre la mejilla para
disimular apariencias de las cuales nadie se percataba, y de inmediato
explicaste el objeto de tanta barahúnda: necesitaban las opiniones de un
intelectual sobre no sé qué efemérides de nuestro idioma. Aunque me negué con
cólera, aunque renegué de los mass media del despreciable capitalismo, no hubo
salvación. A una orden tuya, los luminitos encendieron sus focos, el video
comenzó a girar y un periodista asió el micrófono. Preguntas de libreto, respuestas
mañosas, interrogantes formales, salidas ásperas, cuestionario típico, burlas
afiladas; y como tú ni yo aguantábamos esa carpa de Ionesco, inventaste que el
mareo cerebral me bloqueaba los nervios parasimpáticos y, sin licencia del gentío, nos encerramos en mi
cuarto.
Allí, al compás de la lubricidad, recitaste
un haiku de tu propia vendimia (“Marchan terribles las hembras/ Hacia la
penetración/ Están solas.”) y la poética bastó para que mis espermatozoides
cobraran fuerzas perpetuas. Y rugimos y vociferamos e imploramos, como si el
océano terminase en los lindes del cuerpo, mientras los demás, afuera, no
entendían lo que pasaba y golpeaban la puerta para prestarnos rápidos auxilios.
Cuando el espectáculo se erigía con fanatismo, los camarógrafos entraron,
vertiginosamente dispuestos, y en el film quedó plasmada nuestra abierta
desnudez. Ahora creo que el suceso fue un complot de las extravagancias que te
adornaban, o un adorno que se añadía a las paradojas de costumbre.
Tu desaparición de la TV marcó otros rumbos.
Me consagré a anularte, gota a gota, de los sollozos y las añoranzas; regresé
al patíbulo del ficcionador y al suplicio de la máquina Underwood, torpe,
debilitado, inexperto. La desidia tendía sus garfios, las cucarachas se me
agrupaban en el cerebro, hasta que vi el titular de prensa: “Gorda muere de
cinco balazos”.
Con susto intuitivo, busqué los detalles y las gráficas. Los detalles: un asesinato común a plena luminosidad, la Fiscalía tomaba declaración al único testigo para orientar las pesquisas, el escape de los culpables en un automóvil anónimo, la víctima entre los limbos de la morgue pues ningún pariente la había reclamado. Las gráficas: masa de sangre viva, el cadáver sobre los adoquines, una bufanda con lentejuelas alrededor del cuello, mirones sádicos e intrusos masoquistas, el capitán policial informando acerca de los “pormayores” del homicidio porque se trataba de unos restos descomunales. Para efectos de la comparación, acudí a las fotos de tu álbum y me dediqué a minucias de lupa e impaciencia. Todo coincidía, el magno abdomen, el ostensible tetamen, los muslos cuantiosos, los brazos opulentos, pero no se llamaba Ifigenia ni Matilde ni Carla la mujer de los cinco orificios en el rostro. Por eso pensé, por eso pienso, ¡morsa de amor!, ¡ballena planetaria!, que todavía persigues los hilos del mundo para juntarnos, y en honores de antigüedad te he escrito un cuento que empieza: “Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo…”
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