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sábado, 1 de julio de 2023

MENTIRAS TUYAS

 

                                   



Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo, o varias artritis en la voluntad por motivos que guardo con pasión. Suma y sigue, querida. Llegaste bamboleando las caderas dentro de aquel kimono fucsia que irradiaba minutos expectantes; y yo, a la luz de la oscuridad, agucé las dioptrías para verte mejor, ¡inquieta ballena erótica de las playas del Caribe!

Conocerte es un decir porque en esa fecha empecé a desconocerte, pues tu identidad significaba el enigma de los faraones y la popelina egipcia, el eslabón más antiguo de los siglos, la última gota de duda en el desierto de mis neuronas: un día afirmabas con todos los yerros que te llamabas Paula, y al siguiente te ponías loca extrema si no te mentábamos Ifigenia. Absoluto modelo cortazariano para desarmarnos, animal sietevidas, oráculo del pretérito imperfecto.

En esa época, yo hacía gala de mi triunfo como escritor fracasado, porque no aspiraba —¡siempre la torpe modestia!— a honras que me sacaran o me sonsacaran del coto de la pobreza histórica. Tapias contra el besuqueo de los burgueses, alambres contra la presentación de libros, escondites, asilos infalibles, cuevas, subterfugios, miles de etcéteras. Y las razones se hallaban por doquier y en la infinitud: jamás había existido un genio literario sin apremios económicos. De ahí la flor marchita en el ojal de mi carácter, la guayabera hostil, las sandalias de artesano (y de arte sano), los veredictos del alma sin que nadie lo pidiese, la aridez de los rones solitarios bajo una lluvia interna, ¿te acuerdas?

Nos encontramos, ahora me remito a los designios, en aquel carnaval de truenos y antifaces. Yo tomaba apuntes ebrios para añadirlos a mi próxima novela inédita, mientras oía sin atención el ataque de una salsa poderosa; y entonces tú, cetáceo ataviado de fucsia, gorda con guirnaldas, surgiste del torbellino y arrebatándome la libreta me invitaste a bailar, “¡No tienes por qué quitarte la máscara, cielolindo!”. Cuando pretendí la oposición al chiste y a la danza, tus inmensos tocinos colgantes me rodearon de supremacía: todo lo lograbas por astucia vitamínica. ¡Qué absurdo verme entre unos mofletes cuyo poder sólo me permitía los traspiés de la música brava! Facha de escriba sin negocio, ocio indigno. Pero suave y lentamente, como quien desea la corona del martirio, mi voluntad empezó su deshielo de iceberg, su muribundia en vida, su satiriasis bajo el pantalón; y tú, cual Titanic pegajoso, decidiste que había llegado el turno de ahogarnos, completos y por partes. “Ráptame, réptame, úsame, abúsame”, exclamó tu boca matriz y con velocidad nos fuimos en procura de nuestras glándulas.

Memorable resultó la inicial puesta en escena. Aún permanecen las huellas de los mordiscos sobre mi superficie erecta, y casi indemne la conciencia del volumen que te enaltecía y me arropaba, aunque hayan transcurrido muchos soles alrededor de estas lunas. No sé cuántos flujos tardó el desorden sin que ninguno obtuviese la victoria: éramos insaciablemente soberbios. Luego, alegando citas de pájaro nocturno, me dejaste con un revuelo de hormonas y tu grosor colmó las escaleras, “Aguarda mis noticias, los hilos del mundo nos juntarán”.

Esperé durante cien capítulos a medio hojear, desesperé en la redacción de cuartillas inconclusas. El sueño me traía los bustos de Rubens y los ombligos de Botero, o de un nuevo Rubens Botero —oriundo de la selva amazónica— que pintaba libres mantecas en estado natural. ¿Quién, dentro de su estupidez, habrá dicho que dormimos para olvidarnos? No, ni bajo catalepsia onírica vencía el anhelo de abrazarte. Por ello, salí en búsquedas famélicas, pues sólo conservaba las pistas de un tugurio, El Lau Lau, donde los martinis secos te hacían delirar al estilo escandaloso de Ava Gardner. Caminé sin reglas, noroeste, surnorte, calles arriba, avenidas, plazoletas gemelas, trochas, accesos; sudé en las esquinas, exigí la ayuda de adictos y convictos… pero El Lau Lau no se materializaba. La cavilación, que es mi debilidad, tuvo una idea irrefutable: seguir los hilos del mundo. Entonces, aspiré smog, ahondé en su nirvana y recomencé el periplo, ciego y vidente a la vez, siempre, siempre por ti, hasta que los bombillos de la suplicada covacha se me encajaron en las órbitas. El Lau Lau amanecía.

Disipando miedos, entré. La clientela jadeaba resacas, el humo componía y descomponía pirámides, el olor a orín azotaba la atmósfera. Al cabo de sucesivas angustias, te ubiqué en un círculo de putas y gigolós que oían tus palabras santas; todos escuchaban el sermón como si atendiesen la voz de los arcanos más profundos. Quizás hablabas de congojas, quizás de afectos y ternuras, nunca lo supe. Aunque me distinguiste en las sombras, tu mirada giró hacia otra parte, ¡rechoncha reina infiel!; y yo, luego de encubrir el desprecio y alisarme de copas el espíritu, huí sin lágrimas.

Los meses de abandono me incautaron el ánimo. Ansiaba tu vasta corpulencia, la apetecía, la suspiraba, la pretendía en los atisbos del alba. Creía verte encendida de luciérnagas; te pensaba yacente y adyacente, sólida, carnosa, saludable; imaginé una narración sobre tu enormidad y el propósito permaneció, por moho mental, en la blancura del papel. Cuando casi me habituaba a la nostalgia, algo sonó detrás de la puerta, “Soy Matilde”. Ya no te mentabas Paula o Ifigenia y, como la variación carecía de importancia, abrí las maderas de mi encierro (eufórico, frenético). Nada pregunté, nada explicaste acerca de tu ocultamiento, y a cuatro piernas y dos sexos nos tendimos en el suelo por ley de la golosa adrenalina. Luchas, embates, combates, avances, saltos, asaltos, tragos, estragos. En esa oportunidad me abismé porque gritabas felicidades ininteligibles, te retorcías con savia de triglicéridos, sobrepasabas las marcas del buen colesterol activo, pero después, en silencio, gemías hieráticamente y enseguida, cual actriz de cinematógrafo, retomabas el normal desequilibrio.

Así convivimos a lo largo y ancho de un calendario de agosto. Veíamos películas de cine mudo, preparábamos almuerzos exóticos que se ampliaban hasta el anochecer y leíamos la fértil brevedad de los poemas japoneses. Yo te relataba, en segundo plano para que no te cansaras, mis adversidades de novelista (quince títulos insistiendo por edición), mientras tú le ponías azafrán a las guindillas o bailoteabas músicas ocultas con ritmo de trompetas. Sin embargo, noté un desasosiego en tus ojos, un leve vuelco al momento de contemplarme, y para enmascararlo ibas a la ventana y observabas las estelas del universo, alturas donde no me admitías. Fue el anticipo de los presagios, porque una tarde te evaporaste nuevamente.

Por olvido, ¿sería por olvido?, quedó en la sala un álbum con fotografías tuyas. El pudor me congelaba la intención de meterme en sus estáticos soplos de existencia. Di curvas y circunvoluciones, me atrevo, no me atrevo, hasta que juzgué ineludible escudriñar las imágenes. Al azoro se unió la sorpresa: tú en un parque rodeada por cuatro infantes-morsas igualitos a su madre; tú en la playa de Tahití jugando con el agua (“Tahiti is the Paradise”, asentaba el letrero); tú en traje de novia recibiendo la bendición del cura; tú en una favela, de Caracas o de São Paulo, montada sobre escalinatas marginales; tú en uniforme de policía femenina; tú en un mitin del Partido Socialista; tú en abrigo para protegerte del frío del Big Ben; tú en compañía del Gabo; tú en una reunión de la Sony Corporation; tú en una discoteca de cualquier suburbio; tú con boina, presidiendo una asamblea de menesterosos; tú en un concierto de rock ácido, tú en París, tú en los Andes, tú en Sarajevo, tú en… Clausuré la impertinencia y sentí el pálpito de que nunca más nos veríamos.

El despecho se apoderó de mi vida trágica, según anotara un compositor enfermo de pesadumbre. Las madrugadas cabalgaban encima de los relojes, el tiempo tenía dislexia. No lograba ni el escombro de una línea, volví al cigarrillo por agravio del deseo, las botellas se apilaron como certidumbres extintas, las creaciones de Maupassant me incluían en su lista de soledad, ¡gorda-tonel, gorda-tonina, bola de sebo, carne que te quiero brusca y adiposísima! Con ganas de flagelarme, encendí el periódico de la televisión y repentinamente apareciste en plande narrar los últimos sobresaltos del país (crímenes, hurtos, atracos, alucinógenos enlatados). Esta vez te llamabas Carla, una locutora de pelo en moño y vocablos ágiles que emblematizaba la seriedad del canal televisivo. Ironicé sonrisas pero permanecí absorto hasta el final de la emisión, seguro de que por lo menos te admiraría cada noche a la hora de las noticias.

Otro equívoco, porque al siguiente día un alboroto de camarógrafos y técnicos, encabezados por tu audacia, invadió la pasividad de mi estudio. Me colocaste besos inertes sobre la mejilla para disimular apariencias de las cuales nadie se percataba, y de inmediato explicaste el objeto de tanta barahúnda: necesitaban las opiniones de un intelectual sobre no sé qué efemérides de nuestro idioma. Aunque me negué con cólera, aunque renegué de los mass media del despreciable capitalismo, no hubo salvación. A una orden tuya, los luminitos encendieron sus focos, el video comenzó a girar y un periodista asió el micrófono. Preguntas de libreto, respuestas mañosas, interrogantes formales, salidas ásperas, cuestionario típico, burlas afiladas; y como tú ni yo aguantábamos esa carpa de Ionesco, inventaste que el mareo cerebral me bloqueaba los nervios parasimpáticos y, sin  licencia del gentío, nos encerramos en mi cuarto.

Allí, al compás de la lubricidad, recitaste un haiku de tu propia vendimia (“Marchan terribles las hembras/ Hacia la penetración/ Están solas.”) y la poética bastó para que mis espermatozoides cobraran fuerzas perpetuas. Y rugimos y vociferamos e imploramos, como si el océano terminase en los lindes del cuerpo, mientras los demás, afuera, no entendían lo que pasaba y golpeaban la puerta para prestarnos rápidos auxilios. Cuando el espectáculo se erigía con fanatismo, los camarógrafos entraron, vertiginosamente dispuestos, y en el film quedó plasmada nuestra abierta desnudez. Ahora creo que el suceso fue un complot de las extravagancias que te adornaban, o un adorno que se añadía a las paradojas de costumbre.   

Tu desaparición de la TV marcó otros rumbos. Me consagré a anularte, gota a gota, de los sollozos y las añoranzas; regresé al patíbulo del ficcionador y al suplicio de la máquina Underwood, torpe, debilitado, inexperto. La desidia tendía sus garfios, las cucarachas se me agrupaban en el cerebro, hasta que vi el titular de prensa: “Gorda muere de cinco balazos”.

Con susto intuitivo, busqué los detalles y las gráficas. Los detalles: un asesinato común a plena luminosidad, la Fiscalía tomaba declaración al único testigo para orientar las pesquisas, el escape de los culpables en un automóvil anónimo, la víctima entre los limbos de la morgue pues ningún pariente la había reclamado. Las gráficas: masa de sangre viva, el cadáver sobre los adoquines, una bufanda con lentejuelas alrededor del cuello, mirones sádicos e intrusos masoquistas, el capitán policial informando acerca de los “pormayores” del homicidio porque se trataba de unos restos descomunales. Para efectos de la comparación, acudí a las fotos de tu álbum y me dediqué a minucias de lupa e impaciencia. Todo coincidía, el magno abdomen, el ostensible tetamen, los muslos cuantiosos, los brazos opulentos, pero no se llamaba Ifigenia ni Matilde ni Carla la mujer de los cinco orificios en el rostro. Por eso pensé, por eso pienso, ¡morsa de amor!, ¡ballena planetaria!, que todavía persigues los hilos del mundo para juntarnos, y en honores de antigüedad te he escrito un cuento que empieza: “Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo…”

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