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sábado, 1 de julio de 2023

UN SIGLO DE AUSENCIA








  

 

El general Salustio Monsanto siente que la muerte lo recorre con tozuda suavidad, como una fiebre antigua, como una culpa sin prestigio, como un ardor seco. Y mira, ya irresponsable frente a la vida, aquella habitación que hoy (–por fin hoy, Salustio–) ha sido toda suya. Está en las alturas del bar Un Siglo de Ausencia, moribundo dentro de la música, solo, acompasadamente solo. Abajo, un bolero impone las congojas: sabio despiste de una coartada milimétrica; y las prostibularias recorren las mesas repartiendo besos y faramallas, “¡que no pare el ritmo!”, “¡que la rocola reviente, que la conga sea de abuso!”. Salustio ve el uniforme sobre la silla, y se avergüenza de su mortuoria desnudez. Jamás pensó partir así, sin estruendos militares ni trompetas tonantes que anuncien la despedida de un General-Ministro de la Defensa, “firrrmes”. En cambio, escucha a la putería en desborde, vivificadora de las madrugadas, absoluta ingle del alcohol.

Cuando llegaba al bar, las puertas se escindían para recibir sus malalientos de nocturnidad. “Rumba y whisky hasta el amanecer, el toque de queda lo dicto yo”. Y los mesoneros, sí, señor, mande usted, mi general; y las mujeres petulando escotes para que su agria mano con sortijas les tocara pezones profundos, “qué  rico, comandante, ¿subimos?, ¿me voy contigo esta noche?”. Sus ojos maldicen el inventario del cuarto: la cama meretriz, el balcón clausurado, la cortina plegable para disimular los detrimentos del baño... Muchas veces estuvo allí, pero no con Márgara, “la Luna”, porque ella le fue distanciando la inquietud  –“hasta hoy, Salustio, hasta hoy”–.

El bar Un Siglo de Ausencia fue siempre una apretura de paredes donde el humo encendía cualquier movimiento, pero Márgara lo convirtió en el sitio preferido de las mejores hembras y los peores machos. Sonsacó cascorvas de otros harenes y otros arenales, impuso tarifas según el busto y el vaivén de la experiencia, y decretó la champaña a granel y la alegría indeleble. No aceptaba que los clientes portasen armas o guardaespaldas, “¡jamás en mi reino!”, y por eso el general Monsanto –con sonrisas de fornido amor– dejaba afuera su metralleta y sus esbirros antes de penetrar en las aguas termales de aquel océano impacífico, “tú eres la única que puedes mandarme, terrible Márgara”. Y obedecía, como novicio de la escuela militar, porque nunca una potra morena le había endurecido tanto los cojones.

Sin proponérselo, casi todos odiaban a Salustio Monsanto: jefe de la Guardia Nacional, ministro bélico, cazador de guerrilleros (con curso práctico en bases de Panamá), héroe del cercenamiento (varias cabezas lo confirmaban desde su terroso baluarte de gusanos). Y Salustio hacía lo imposible para que las atrocidades fuesen parte de su voz, “córtenle los testículos a ese gran carajo y desaparézcanlo”, “fuego contra la insurgencia”, “paz... pero en los sepulcros”. Y además era saludablemente fofo y orbicular, como si se nutriera a impulso de escarnios: en su cuerpo residían distintas grasuras y los botones de la chaqueta pugnaban por mantenerse en exacta posición marcial –“sin conseguirlo, Salustio, sin conseguirlo”–.

El general derruido no logra el tiento de las ideas. Todavía llama a Márgara, “te daré lo que desees, mi Luna”, “nos iremos de esta miserable nación bailable”, “adquiriré una boîte para nuestras noches especiales”. El general funesto ya no sabe lo que dice.

Antes de que Márgara lo comprara, en el bar Un Siglo de Ausencia conocían muy bien a Salustio Monsanto. Un jueves irrefutable (nadie olvida el mes ni los minutos), se presentó con su desate y su borrachera, “yo pago, yo brindo, yo gobierno”, y quiso que el cantante no parase de entonar Flor de Azalea. “Lo siento, general, no actúo para asesinos”, respondió Siboney, un mulato de azúcares en la palabra. “Arrodíllate, negrito de mierda”, bramó Salustio mientras sacaba su pistola resuelta. Siboney se detuvo en el silencio, con un desdén de piel y huesos. La bohemia también enmudeció: ninguna puta oía el mesalino vuelo de las otras. “Arrodíllate y canta ya”. El mulato, recio, quietísimo, tal vez se despidió de su isla y sus entrañas, y cayó al escuchar la primera incandescencia. Luego, cuatro balas más para el remate (la asombrada putesía ahogó rezos fraternales; las luces del night club se enardecieron de buganvilias eléctricas). “¡Sargento!, tírelo a la calle. Y ahora todos: Floooor de Azaleeeaaaa”. “Sí, general, enseguida, Floooor de Azaleeeaaaa, lo que usted ordene, Azaleeeeaaa...”.

Pero desde que la Luna se hizo cargo del establecimiento, Salustio se llenó de cálidas arduras y derrames lustrales, y él mismo (“¿coño, Salustio, qué te pasa?”) no comprendía esa efusividad diferente, esa delicada vehemencia que le desorganizaba el tono de la respiración. Y Márgara, con su plenilunio y sus giros de libélula, lo fue convirtiendo en un manso beodo de costumbre. “¡Minino ministro, debes portarte bien!”.

De cara hacia infinitas muertes, Monsanto la recobra: Luna y ojos, muslos que apenas aceptaron rozamientos, hondonada secreta, una omisión gustativa en la punta del sudor y de la lengua: “Todavía no, Salustio, espera”.

Ninguna de las noctámbulas le supo decir de cuáles vidas había llegado Márgara. “Se lo juramos, general”. Aunque las historias corrían debajo de las copas: “Regentó un prostíbulo en Puerto España, “le acuchilló la vista a su último mantenido”, “es puta y es virgen”; “huye del otro lado del mundo”; “tiene un sapo asqueroso entre las piernas”, y Salustio reía, no lo creo, nada creo, mientras confrontaba el alzamiento de bruscos cariños y tensiones furtivas, como si su marca de hombría se hubiese nutrido de polvamenta lunar.

El general-vidrioso todavía reseña extravagancias de soldado mayor: el enamoramiento que una vez lo condujo a presentarse en ropaje de charreteras y de milicias, encaramado sobre un tanque anti-rebeldes, para tronar cañonazos de despecho frente al escondrijo de su Luna. O la ocasión perpleja en que utilizó la banda seca del Ejército (segundo batallón de infantería), para enviarle los mensajes de un “te amo” con tambores. O la fecha de locuras inflexibles cuando ordenó levantar a los vecinos para que desperezasen sumisiones delante del dancing de la amada, “nuestros respetos, señora Márgara, no se imagina usted cómo la queremos…”

El general cadavérico cree que aún puede promulgar su erupción de guerra y vendavales, “¡escriban la ley con tinta de metralla, cierren las fronteras, apresen a diez mil culpables”, El general disperso adultera los conceptos y se embabieca con ínfimas grandezas: para él no hay rocola ni canción, sino un himno grave que atestigua su partida: “Gloria perenne a nuestro general, general, general…”

“No acepto más demoras, Luna”, había sentenciado Monsanto con una amenaza fugaz. Y Márgara, casi en susurro titilar, casi en acuerdo de dulzuras, tuvo que responderle: “Será el sábado, Salustio, será”. Y entonces el oficial de cinco estrellas brindó en honor de todas las viudas Clicquot, ¡coño, por fin!, ¡arriba el gobierno!, y se abrió frontalmente al baile y la cumbancha. Los edecanes aguardaron a su jefe hasta el tiempo de los eructos.

Durante una semana vertebral, Salustio sufrió la penitencia del desasosiego. El sueño se le escapaba en párpados abiertos; cualquier rencor tenía destinatario, “¡ni nada, ni pan para los presos!”, “¡bombas y aviones contra la guerrilla!”, “¡lanzallamas, fuego continuo, napalm!”. Sus fantasmas vigiliares, en eclipse de Luna, lo hacían exudar sin sentido común, la violencia demacraba los rostros del país, “¡basta, general, basta!”.

Salustio Monsanto contó y recontó hasta la saciedad del sábado, los números romanos en su Omega Constellation (regalo de un coronel de la US Army). Ese día se levantó con un terco brío en mitad de la frente, “¡eres un vergatario, Salustio!”, y quiso mitigar las horas a fuerza de paréntesis: sobrevoló entre la cabina blindada del helicóptero, las franjas boscosas donde habitaban sus enemigos; arengó a los soldados del cuartel central, “son ustedes la República en armas”; llamó imbéciles a los miembros de su Estado Mayor; y por último se enfrentó, cerrilmente, a una botella de whisky con soda y desespero: “¡te enseñaré mis volúmenes de macho, Márgara”.  

Sobre el piso, rodeado por su propia soledad, el general en consunción  inventa ambigüedades, “Luna lunática, Luna llena y perversa, Luna única, Luna oculta, Luna para adorarte siempre”. Otra melodía, de vocingle y jaleos, se apodera del dancing.

A las seis en punto de su atardecer, Salustio empezó acicalamientos. Ejercicio versus la resaca. Ducha demorada. Masaje después de afeitarse. El uniforme de honor. La colonia ostensible y francesa. Luego, aprobó su figura en el espejo, “eres lo máximo, Salustio”, y se lanzó en caravana de conquista.

Márgara lo recibió irradiando calóricas bellezas, “bienvenu, mon general”. Jamás la había visto en traje de mariposa lapislázuli, nunca antes sus pechos le parecieron tan concretos y explosivos. Quiso responderle en un idioma distinto, pero como no conocía ninguno, apenas exclamó: “¡Estás maravillosa, Luna!”. Y ella, con su atención de satélite propicio, declaró inaugurada la fiesta del desbarajuste, “hoy la casa invita, hoy nuestro solo sol se llama Salustio Monsanto”. La música encendió cada goce y cada delirio, el puterío se alocó definitivamente y los vinos aderezaron la espuma de los extravíos, “un, dos, tres, el paso más chévere”. A las doce, Salustio Monsanto, temblando alcoholes como un primerizo concubinario, largó su aplazado atrevimiento: “¿Subimos Luna, subimos?”. Y Márgara, entre tímida y carnal, le deslizó una condición muy cerca del oído, “si se marchan para siempre tus escoltas”.

Abrazados, ascendieron hasta el cuarto de nupcias rápidas. Salustio sintió cómo su vigor se henchía, inaplazable. Márgara, con lenta sinuosidad, con serena pudicia, deshilvanó la cúpula de su cabellera, “¿te gusto, Monsanto?”, y Salustio forcejeó un beso inconcluso. “Poco a poco, general”. Sin duda poseía los lujos del encantamiento: se despojaba a contraluz, bailaba en alarde de fruiciones, precisaba sus zonas de erotismo. “Confiesa que te humedezco, generalísimo”. Cayó el último indicio de seda y un olor desnudo abolió los límites del cuarto.

El miembro de Salustio traspasaba el horizonte. La Luna, brillosa de halcones, lo miró para rogarle un necesario preámbulo de aguas purificantes detrás de la cortina, “¡vete preparando, general!”. Salustio se quitó el sudor y el uniforme, la camisa y los botines persecutorios, mientras escuchaba los rumores del lavabo. Su sexo instigado casi tocaba las imaginaciones del cielo raso. “¿Estás lista, Márgara?”.

De pronto, el cortinaje se abrió a golpe de metales. Salustio vio las ametralladoras y quiso sacar su pistola intuitiva. La rocola se alzó en complicidades, “Flooor de Azaaleaa”, para que una Luna combatiente y dos guerrilleros verdeolivos accionaran cien ruidos de venganza. El general percibió una remoción de vísceras, un martirio furioso corriéndole por dentro, y se hundió de rodillas contra el porvenir.

Salustio quizás lloró iracundias, mientras el comandante Márgara, varonil y converso, escribía su epitafio en los ansiosos muros de la ciudad: “¡Viva la patria libre, mueran todos los Salustio Monsanto!”.

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