En el café Azul tocaba el piano para
damas que dormitaban una siesta de chocolate. Mujeres de inmensa suavidad
tardía, ancianas con la misma vida de dientes de plata, viejas anudadas a un
collar de perros y zafiros. “¡Complázcalas siempre!”, había dicho el dueño, y
Agustín sacaba notas del piano sin nombre para que la música fuese otra mosca
común. La ciudad, aparte, lamía un sol de lenguaradas y se resguardaba el pecho
a nervio de edificios.
Con la
tarde, Agustín abandonaba las reliquias y empezaba su viaje de neón. Dos tragos
en El Ánfora, un par de abrazos a los amigos en Le Coq Noir, una botella en El
Tanaxú, cigarrillos de luz entre la noche, alcohol fondo blanco, gritos para
despertar la madrugada, traspiés como gusano de patas públicas. Dormía sin
enlace de ojos, porque se figuraba ante un gran piano de caoba, en La Habana o
en Caracas, en Nueva York o San Juan, interpretando sus canciones al lado de un
cuchillo de aplausos. Y también imaginaba aquel oleaje de burbujas que lo
conducía hacia otros tiempos, y él —en mitad del éxito— con sonrisas de
pura fama, “Muchas gracias”.
Un
agosto igual a cualquier costumbre, Gabriel Mejías, más conocido como "el
Ganzúas" (no por ladrón sino por largas manos para rasgar los
instrumentos), se presentó en el café Azul. Su entrada causó un aleteo de
inconformidad y las damas lo miraron, de cabeza a zapatos de tacón, porque el
intruso resquebrajaba todas las parsimonias. El Ganzúas prendió un tabaco de
últimas categorías, distribuyó el aire con soplos malignos y saludó a Agustín:
“Por fin te encuentro, buey, ¿acaso huyes de la poli?”. Agustín alzó los tonos
para que el mujerío no escuchara el diálogo. “Renuncié al Hola-Hola y necesito
un pianista que me sustituya. Tú eres el mejor. Pagan de vacilón pero agregan
la bebida. Decídelo ya, hermano lobo”. Agustín se fijó durante tres acordes en
una anciana que sorbía su copa de nieve dulce: “¡Acepto,
Ganzúas!”
El Hola-Hola era un sitio de kilovatios anémicos y cortinas en cascada,
adonde iban los parroquianos a sorprenderse con las exactas historias del día
anterior. El Hammond se diplomaba sobreviviente de naufragios tuberculosos, los
vasos desconchaban una pátina de imprudencias, el calor reducía el hielo hasta
condensarlo en virutas de arena. Sin embargo, los tragos equilibraban las
desgracias: rones de barrica, tequilas con limón, whiskies de grano legítimo,
mezcales, “vuelvevidas”, “tirabuzones” y “levantamuertos”.
Al
principio, Agustín se sintió parte de un decorado a punto de cadalso, y
revisaba una y otra vez la terca dignidad de los clientes, sus narices en
hematomas, sus piernas guindando de los banquillos giratorios, sus toses sin
alivio. Pero a reflexión de misericordia descubrió que esos beodos poseían una
transparencia oculta y que hablaban en lenguas parecidas a la verdad. Entonces
les dedicó su piano y su voz de gangrena amorosa. Y fue más allá: compuso
boleros para lastimarlos de melancolía y rociarles los despechos. “Siga,
Agustín, no cese nunca, acompáñenos hasta las derrotas finales, mátenos de
nostalgia, beba y brinde, purifique estos corazones”, solicitaban los
noctívagos; y Agustín se mecía en el piano como si un viento de otros mundos,
con fiebres y calofríos, lo obligase a subsistir.
Doña
Martina, asidua de penas líricas, se convirtió en su admiradora providencial, y
noche tras noche amurallaba la misma mesa para oír las canciones y alumbrarse
de recuerdos. Siempre alentaba una copa única, “Odio marearme, querido
Agustín”, mientras sus lágrimas repetían aguas de antiguos cataclismos. El
músico, “¿Doña, qué le ocurre?”, buscaba fórmulas de apaciguamiento, gratas
melodías, auxilios de charangas, pero Martina continuaba los dolores derretidos
que no paraban de brotar. Y Agustín regresaba a su habitación, con sorpresas en
la ingle, por la ajena cercanía de aquella hembra tan helénica.
Doña
Martina se le desnudaba en simulacros de buhardilla. Los senos de leche maciza,
la cintura de pequeñez absurda, su lunar hondo e insaciable. Y él, a fuetes de
amor erecto, la hacía estremecerse en devoción y desbordes. Falsa astucia de
ilusiones, porque cuando estaban dentro del Hola-Hola, a un beso de distancia,
se volvía piedra tímida y las palabras sólo extenuaban torpezas.
—Soy la
más desdichada de las viudas universales, amigo Agustín —le confesó Martina,
luego de múltiples brumas de evasión—, porque mi esposo, el general Clemencio
Arévalo, de las honestas familias de Tepoztlan, se largó a pelear por los
rumbos de Veracruz y dicen que ahí murió. No puedo apartarlo de los quebrantos
del alma, no puedo. Sobrevivo en nuestro domicilio de añoranzas, acosada por
acreedores y penurias, y pronto tendré que subastar la propiedad junto con los
gatos. Aunque usted no me crea, Agustín, lloro todas las noches sobre la
fotografía de mi general Clemencio.
Agustín
miró la efigie al trasluz de una envidia en movimiento: el sombrero ancho, los
bigotes como pájaros de violencia, el máuser terciado, las pupilas en eclosión
oscura. Y el general se quitaba el uniforme, las botas, las insignias, las
estrellas, “Ven, Martina”, y ella abriéndose, desgajándose, “Sí, mi Clemencio”.
Doña
Martina acudió la semana siguiente al Hola-Hola bajo la entereza de una
felicidad que no quiso revelar; y después nunca más regresó ni nadie supo de
ella. Agustín la presentía en cada turno de bohemia, en cada aplauso lejano, en
cada heroicidad rítmica: sombra de acecho que no lograba apartar de las
congojas. Mil veces revolcó a Martina en las tierras de un verano fantástico,
descalza, amplia, sumisa, “Sí, mi Agustín”; y mil veces contrarias se halló
entre los monólogos de su propio cielorraso, “Martina, Martina, Mart...”.
Ya
solamente tocó para frecuentar el olvido. Bebía a trancos de suicidios
líquidos. Fumaba hasta la raíz de la ceniza. Su esqueleto se devoraba en curvas
de arrugas y un vértigo le revolvía las angustias. Y abandonó el Hola-Hola sin
siquiera despedirse de los borrachos transparentes.
Se
recluyó en su buhardilla para morir a fuerza de hambre humana. De ahí lo
sacaron los vecinos con pálpitos de reloj de catedral, y estuvo seis meses en
una clínica de beneficencia colectiva. Cuando salió le informaron que al
Hola-Hola se lo había comido el terremoto (un musgo tenue crecía en el lugar, y
los aires de octubre agitaban pequeños escarnios verdes). Dibujó sobre la
superficie el sitio preciso donde se sentaba doña Martina, el recodo del
barman, el anaquel de botellas, las mesas de inestable paradura. De repente,
escuchó la tragedia de un piano que desmigajaba notas viles. Sin meditarlo,
cruzó la calle y destituyó al intérprete, “Hijo, te enseñaré cómo se usa”. El
administrador del Zig-Zag, extasiado por el vivo melodrama, le suscribió un
contrato a fecha ciega.
Los
alcohólicos del Zig-Zag eran de distinto escalafón, aunque los unía el resabio
por el juego. Apostaban las entrañas, dirimían sueldos anuales en un mazo de
cartas, pugnaban en el black-jack o la seguidilla, adquirían tómbolas de azar,
y tiraban los dados con vociferaciones de fanatismo. Jamás percibieron las
destrezas de Agustín, ni sus manos como galgos armoniosos, ni su música a
temple de llamas tropicales. Si ganaban, un arrebato los envolvía; y si la
suerte les resultaba calavera adversa, también se hundían en libaciones y
barahúndas, “¡Chupemos, que Dios proveerá!”.
Agustín
enmoheció en un destino de transeúnte. Por las mañanas iba a radio BTQ América
para agrupar salarios y victimarse de rancheras. Al mediodía liquidaba cuatro
sets en El Duque, con una banda de jazz parroquial que agriaba de sepelios la
cabina de presentación. De inmediato, El Zig-Zag y su tapiz de rufianes sordos.
Luego, el deambule lo conducía hasta La Lechuga Mágica, siempre llena de poetas
sin obra encuadernada y artistas de lienzos virginales. Las divas del
espectáculo le negaban huidas: “¡Truena y síguenos, Agustín!”. Boleros,
guarachas, danzones, ginebras, jarras, bebedizos. Salvo yerba, porque entumecía
el lado ágil de las arterias sentimentales.
El
Ganzúas lo consiguió nuevamente al borde de una catástrofe histórica, “¿Buey,
qué haces en el Zig-Zag, si aquí ninguno tiene orejas para la música?”. Agustín
cerró el piano y escupió obscenidades de rencor. Deseaba ser globo etéreo para
trasladarse, con un simple ventarrón, hacia Buenos Aires, San Francisco o
París, en smoking de gentleman y reflectores a muchas lunas veloces. Quería
romperle la cresta al Ganzúas sin previo aviso de amarguras. Tentaba la idea de
destruirlo mediante una zambumbia de golpes. Pero no, prefirió el silencio y
tres tristezas de añejo Bacardi.
Su amigo
mostraba una espeluznante flor en el ojal. Clavellina viciosa, pétalos de araña
oronda, aquelarre de desenfados. Agustín creyó que el Ganzúas hablaba a través
de los labios vegetales: “La Marquesa busca un musiquito para su harem de putas
serias. Exige buen porte y discreción de cadáver. Está en la colonia Polanco,
número... ”. Lanzó un papel arrugado y se fue. Desde lejos, la flor insistió:
“Le dices que yo te recomendé”.
Agustín se bañó
a lo largo de una ducha bautismal. En la escogencia de la camisa tardó iguales
coqueterías que Tyrone Power. Refrenó las ganas de una corbata sonrosada y se
puso la de órbitas blancas. Betún para el salpique moderno de los zapatos
tragaleguas. Perfume detrás de la hilera de mechones. Un paraguas contra las
ofensas de la naturaleza. El espejo le devolvió los síntomas de la seguridad, y
brincó en procura del bus directo. La mansión se extendía sobre una capa de
césped indomable y sus árboles fulguraban bosques verticales. Rejas de flechas
impedían el acceso. Tensas columnas aguantaban la arquitectura de épocas
porfirianas; y los ventanales, como espacios milagrosos, lucían balconetes de
cedro con alabes. Adentro, rumores de escándalo y un berrinche en do menor.
Agustín temió equivocarse, pero el papel del Ganzúas no se prestaba a dudas
necias. Después de timbrar, apareció la interrogante en idioma de un portero
mímico: “¿A quién anuncio, silvuplé?”.
—Tengo
cita con la Marquesa... soy el nuevo pianista —flaqueó Agustín bajo una
cobardía de tobillos.
El polichinela,
oloroso a ajos frescos, lo condujo hasta la amplitud del primer salón. Agustín
escogió la butaca menos visible para detallar, sin temores, su campo de guerra.
Un cortinaje, en marrón profundo, se le vino encima junto con una lámpara de
cristales lacrimosos. Los muebles de patas tigrescas lograban el perfecto complemento
de estilo; y cada uno en su esplendor irradiaba omnipotencias individuales. De
la pared izquierda sobresalían retablos churriguerescos, plenos de vírgenes
doradas y ángeles de vuelos fijos; y, en el lado opuesto,
contrastaba una sucesión de estatuillas y bibelots: hidalgos
exquisitos, fisonomías palaciegas, niños de vidrio absoluto. El tiempo de una
armadura medieval presidía los círculos de óleos modernos; y varios gatos
—respirantes y escurridizos— se posaban sobre las losas aguamarinas. Agustín
cerró la boca para no traicionarse, “¡Qué alto he caído, Ganzúas!”.
Una puerta de láminas de cristal se empinaba hacia otra sala. La música
en volumen de euforia no amenguaba el bullicio de la concurrencia: Agustín se
otorgó la libertad de espiar durante breves sustos. Jamás había mirado, salvo
en las películas del cine Apolo, un despliegue de mujeres tan hermosas y
excesivas. Rubias con empeños imperiales, morenas de tizne limpísimo. Evas
locuaces, jovencitas en edad de duraznos, muchachas para la fiesta de las
glándulas perversas. La champaña corría a cien espumas por metro descuadrado, y
los gritos amables se atizaban sin prohibición de la casa. Los hombres no
escondían rangos ni condiciones: seguramente eran ministros burócratas de clase
aparte, negociantes en ejercicio o políticos que disfrutaban a mano suelta.
Agustín retornó a su butaca anónima para no sentirse culpable de
desventajas, y aferró la vista en la escalera con balaustres torneados que
ascendía hacia el piso superior. El relieve de una dama aún jugosa y de
elegancias expansivas le causó laberintos en el cerebro. Ella bajaba del
empíreo prostibulario como si la aguardara la santificación de las hembras a su
cargo. El escote sutil, una diadema de perlas orientales, dos bucles con
espigas, el tailleur a molde clásico. Agustín, inundado de temores
subterráneos, no lograba encontrar el acuerdo de las palabras, “¿Qué le diré?,
¿será necesario saludarla en francés?, ¿atenderá la recomendación del
Ganzúas?”. La mujer culminó su descenso para acercarse con lentitud de reina
formidable. Le pareció más prodigiosa, más monumental, más abundante. Agustín
no pudo sofrenar un alarido ni ella tampoco:
—
¡Doña Martina!
—
¡Mi genial pianista!
Se abrazaron en
un dueto de recuerdos, y Martina concibió todas las lágrimas factibles. Por
último pidió que fueran a su despacho, “Me aterroriza que me encuentren con
esta cara de monja inservible”. Bajo el retrato del general Clemencio Arévalo,
doña Martina halló una fibra de serenidad. “No me juzgue sin escucharme,
Agustín. Inicié el negocio porque era la única vía, ¡la única!, para preservar
mis bienes y mis nostalgias. Nunca me he entregado a nadie, pues sigo fiel
a la memoria de Arévalo. Confío en que volverá alguna noche de buenos astros”.
Se
arregló un desliz de cabellos e insistió: “Pura por siempre, Agustín.
Administro a mis adorables muchachas como una beata, y las retribuyo con
ganancias estupendas. La clientela es selectísima, lo mejor de la crème,
la élite, el savoir faire, la mera nata. ¿Busca empleo? No se
preocupe, tocará aquí y vivirá en el cuarto de trasfondo; establezca usted
mismo los honorarios. Jamás me llame Martina, soy la Marquesa. Venga para que
se haga cargo del piano”.
—
Sí, Marquesa.
Desde su debut
en aquel serrallo de finos putaísmos, Agustín enloqueció a la audiencia. Las
chicas se congelaban de caluroso amor ante las letras de sus boleros, y los
hombres utilizaban la evasión melódica para sobar, fuera de tarifa, los benditos
cuerpos de las demonias. Sin quererlo, el recién llegado se convirtió en el
centro del harem, “¡Salud, Agustín!”, “¡Dedícanos otra!”, “¡Contigo, la
madrugada no envejece!”. Y el piano retumbaba a trueno limpio en la estricta
zona roja de la colonia Polanco.
La
Marquesa lo abrumó de amapolas diarias y cheques abiertos para el sastre
italiano que revolucionaba los garbos de la capital. Pero ninguna proximidad de
pasión, ningún encendimiento, ninguna rozadura, porque vivía con el nombre del
general en la lengua y sólo buscaba a Agustín para que le prestase su silencio.
El pianista no resistía las hinchazones de la desesperación, “Marquesa, mi
Marquesa”, y se imaginaba explotando de un sueño, transformado también en
guerrero, a fin de invadirle la cama y los goces. Equívocos delirios, pues doña
Martina también soñaba que el general Arévalo volvería junto con su máuser
tenso y lujurioso. “Lo sé, Agustín, lo veo, está a salvo, aún me necesita,
viene hacia acá”.
Todo burdel
tiene sus leyes inquebrantables, y el de la Marquesa no escapaba al decálogo:
“Somos una cofradía de servicios, el público nos reclama, las penas y zozobras
hay que guardarlas en el desván, exijo la verdad, no admito discusiones, quien
más trabaje más ganará, la puerta es franca para quien desee irse... ” Y
Agustín, aún sin alma de buscona, tuvo que acatar el reglamento. Dormía hasta
que los gatos amaestrados le indicaban la hora del almuerzo. La Marquesa lo
esperaba, atildadamente cariñosa, en el presídium del comedor, donde un mayordomo
enano se engrandecía para satisfacerlos. Por las tardes, el pianista repasaba
las canciones de su archivo personal o escribía las notas, ritmos y zumbidos
que le susurraban unas musas inverosímiles. Después de cenar, se calzaba su
perifolle de ave nocturna y salía a brindarles gusto a juerguistas y disolutas.
Ovación
insuperable. Trofeos on the rocks. Agasajos de botellas completas. La
solidaridad lo hacía vivir en las albricias del éxito y, como añadidura, la
potentísima Isaura, mirífica atracción del local, babeaba vehemencias frente a
su estilacho de crooner pulmonar, “¡Ay, Agustín!”. No perdía ocasiones para
admirarlo y mimarlo en entreactos, no aceptaba que las otras mujeres lo
retuviesen demasiado, ni consentía besos putaicos que no fueran los suyos.
Por Isaura, los
clientes se disparataban en ofertas y proposiciones. Y les cabía razón, porque
sus muslos encerraban un azogue frondoso y su erizo íntimo sanaba cualquier
bochorno. “¡Isaura devora, lame, relame, acaba docenas de veces!”. Pero Agustín
se mantenía invicto, pues no contemplaba la traición de engañar a Martina.
Isaura lo acorraló en una longitud de pequeñas caricias y
afables obsequios. Le regaló la pianola que funcionaba a bisagras de
pasado, usó los colores de su preferencia taciturna, adquirió libros musicales
para leerlos en cercanía. La persecución adoptó forma de alboroto y la hembra
resolvió, una mañana, cobijarse dentro de las sábanas de Agustín. Estaba
desnuda y en el sexo blandía un trébol alegórico: “¡Quítamelo ya, mi tormento!”.
Agustín agotó su palidez. Le sonaba
el esqueleto. Una frialdad ambigua lo hacía callar. De inmediato, la mujer se
pintó de iras, temblaba furibundias, crujía, “¡Maricón, me rechazas porque
prefieres los ascos de esa Marquesa de barrio. Acuérdate de que la venganza de
las putas no tiene límites, adiós!”.
Desde el
incidente, Agustín sólo acató el compromiso del piano, bebía a trasiegos
escondidos y procuraba hablar a susurro de canciones. Isaura, sin embargo,
acrecía en desplantes de busto y sabrosuras para exaltarse, “Estoy linda,
¿no?”. El harem participó, entonces, de un fandango de miradas revueltas, de un
presagio, de un tabernario teatro sensual. Isaura cumplía años y se destapó en
fierezas: “¡Atención amiguitas, silencio vejucones!, ahora me desnudaré
para Agustín, mi macho”. Sostén al viento, ligas abajo, el triángulo
espléndido. El pianista brincó y quiso cubrirla, pero Isaura tuvo más agilidad:
rompió un vaso y se lo incrustó en los caminos de la mejilla. Los
gritos no calmaban la sangre a torrentera, ningún médico presente, qué
lástima. Agustín despertó en un hospital de pobres auxilios, la herida le
agraviaba el rostro. Perenne surco, sí, venganza de puta enamorada.
Doña
Martina lo adoptó como un enfermo familiar, y dispuso del cuarto de huéspedes
para que la atención tuviese carácter de apremio. Lavaba sus purulencias con
sales rocosas, le untaba cremas de melocotón y avellanas, rezaba versículos
paliativos y consentía sus lamentos en un celibato de tierna generosidad.
Agustín juzgó que esa dicha era el divino envés de la tortura, porque ahí
estaba la Marquesa para acariciarle sus desolaciones. Pero el general también
lo hería a cada segundo, pues doña Martina no paraba en la evocación,
“Clemencio me llevó al altar de la Guadalupe un sábado de diciembre, yo
engalanada de hilos blanquísimos, él con la chaqueta de honor, y cuando afirmé
la pregunta del sacerdote caí en un desmayo”. Y Agustín se transfiguraba, a
solas, en el propio general, te quiero Martina, bésame, ábrete, dame tu hostia
magnífica.
El
tajo cedió paso a una cicatriz de bordes ásperos y su costra encerrabael
malogro de varias ampollas. Agustín quebró todos los espejos para ahuyentar la desarmonía,
y se negaba al escenario y al piano, temeroso de que las muchachas salieran en
estampida frente a su extravagancia de monstruo musical. Por fin, Martina lo
convenció, “Te ves horriblemente apuesto, mi genio”, y Agustín recuperó la
voluntad para satisfacer a la Marquesa. Estrenaría boleros y un smoking de
tornasoles. Ella le prometió ataviarse con galas de serafín auspicioso.
El pianista
observó a una multitud que lo aplaudía sin paralelo en la ofuscación del
burdel, “Viva, vivaaa, Agustín”; y tras agradecer la bienvenida con una mueca
nueva, acometió su faena nostálgica. Descorches, copas, propinas. El barullo
alcanzó máximos niveles, y Agustín sintió la voz recurrente del general, “No,
no he muerto, ninguna tropa pudo conmigo, los dioses me sanaron, tengo todavía
suficiente amor para Martina, voy hacia ella... ”.
El
general Arévalo, a duros esfuerzos, lograba mantenerse en pie. Una fragilidad
quebradiza le agotaba las extremidades, y los daños emergían de su cuerpo con
triste apogeo: el pecho en menoscabo, vacilaciones de decaimiento, inanición de
hormiga trágica. Aun así, había realizado el viaje desde Veracruz hasta la
capital en un solo turbión de suspiros. La colonia Polanco olía a Martina; y
mientras más se acercaba a la casa, su fragancia lo iba quemando. La ruidosa
luminosidad de la mansión le hizo pensar que ya Martina no habitaba allí, pero
entró con furia de empujones y el polichinela se apartó para conservarse en
vida, “Soy yo, tu Clemencio Arévalo, no he muerto, Martina, vengo para toda la
eternidad”. Sobrepasó la primera sala y la algarabía lo condujo al sitio de las
putairas y sus acompañantes, “¿Qué carajo hacen en mi hogar?, ¿dónde está
Martina?”. El revólver precipitó la desbandada, las chicas se agazaparon bajo
un pavor de coloretes, y los hombres eligieron la decisión de escape. Sólo
Agustín entendía el sueño real.
Clemencio corrió en busca de Martina y el pianista lo siguió. La Marquesa
bajaba por la escalera con el vestido de alas celebrativas y cuando vio al
general, tan completo y perfecto, tan extraño y verdadero, lanzó un grito y se
apresuró a abrazarlo, “Clemencio, Clemencio, mi Clemencio”.
El
general la midió con el revólver. “¡Puta, ya no serás la más grande de las
putas!”. Cinco balas sonaron en fuego de horror amarillo. La Marquesa gimió una
última alegría y tiñó de sangre el suelo de los gatos. Agustín se acercó
lentamente para abrirle el vestido mortal, y por única vez la besó en el
corazón.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario