John González, chicano con muchos años de supervivencia en Gatesville, se despertó por compulsión del microchip memorizador que tenía bajo la almohada. De inmediato, el cable maestro accionó el eje electrónico para que cuando González se levantara ya estuviese a punto su concentrado alimenticio: seis pastillas de proteínas, una redondez vitamínica y un brebaje de emulsionadores.
La TV en tres dimensiones también se encendió por iguales efectos, y de
la pantalla surgieron los propios
personajes de la noticia, de acuerdo con
el último invento de
la realidad virtual (el
Presidente anunciaba dotaciones para tecnología de alto rango, un líder
ugandés miraba la debacle de tormentosas lluvias, dos jóvenes españolas hablaban
de su inmunodeficiencia bien adquirida). González quiso otorgarse una ducha,
pero recordó que la neo-agua de electrones eliminaba las impurezas durante todo
un mes, y él se había bañado el día anterior, ¡lástima! Tampoco tuvo que
lavarse los dientes, porque el fluoristato del aire ambiental los conservaba
siempre indemnes. Patty, su mujer, aún dormía una molicie de brazos sobre el
pecho. Aunque se llamaba Piedad y era de Caracas, sólo aceptaba que la
nombrasen Patty, por obvios motivos
de acostumbramiento yanqui. González,
sin hacer ruido, se dirigió al cuarto de
ejercicios. Quince minutos dentro de la cabina ergonómica bastaron para tonificarle
los músculos y las neuronas. Luego, absorbió “el desayuno” con lentísima
nostalgia, como si se tratase de tortillas mexicanas, huevos revueltos y un
gran vaso de agüitas de mango.
Desde que se creó la “house-office”, no
debía acudir al trabajo. El ordenador lo conectaba a la computadora central, y
su módem se encargaba de la recepción y envío de cualquier hazaña alfanumérica.
Por
eso únicamente veía las irisaciones del sol durante los paseos de domingo:
larga caminata para llenarse de fervores y vida. Como en Tamaulipas, como en su
infancia de pequeño bisonte vagabundo. Patty o Piedad aprovechaba la mayor
parte del tiempo para dormir, pues la máquina auto-operativa efectuaba las
labores hogareñas y la comida se reducía a un breviario de grageas. Si hubiesen
tenido hijos, quizás Patty no descansaría, pero cada vez se alejaba más la
esperanza de concebirlos (el zoo íntimo de Patty rechazaba los espermatozoides
de John).
González, a caballo entre las realidades
reales y virtuales, se sentó frente a su IBM-996. Las instrucciones de míster
Mulligan, jefe de la empresa, aparecieron en cuadro de máxima urgencia.
González ensayó un ademán de molestia, repetitivo y obvio, y se dispuso a
contestar el mensaje. Imposible: la
línea estaba fríamente
muerta. Dio algunos pasos hasta
el videoteléfono y, después de varios intentos, expidió un quejido gutural en
prueba de incomunicación. Mulligan, con el carácter a flor de Vesubios
cascarrabias, se hallaría desgajándose su mínima pelambre de especialista de
sistemas, pero González nada podía hacer.
Retomó el hilo de las tareas iniciadas,
mas el archivo (Trans.exe) se diluyó en una secuencia de grafismos venenosos,
la copia de respaldo no aparecía y tampoco funcionaba el programa de salvamento
de datos.
Entonces decidió tomarse un brandy and
coffee, mientras buscaba la solución y el ánimo para no perder cinco meses de
labores exhaustas. “Levantaré a Piedad a fin de que me consiga otro ordenador”,
dijo en tono valiente, pero enseguida se arrepintió porque Patty daría lecos de
esposa feminista, “Oh, no, John, never, jamás, ve tú”.
La inquietud le trajo la imagen de
Ortega, un ecuatoriano de pocas palabras y
muchas sutilezas
computacionales que vivía en el 8-B; y antes de terminar de pensarlo, se
encontró tocándole la puerta. Ortega lo saludó con un gruñido. Sus ojos
enrojecían la ausencia de calma, fumaba por vicio automático y no disimulaba
los aturdimientos del insomnio. “En nada puedo ayudarte, John, porque me ocurre
lo mismo”, respondió el ecuatoriano. “Estoy aislado, no logro accesar a
Internet, la memoria RAM se esconde, los formatos huyen, el audio se volvió incomprensible,
la locura, amigo, la locura. ¿Será un virus nuevo?”.
John, sin contestar la pregunta, bajó a
su casa. Patty todavía roncaba placeres de evasión. Repentinamente, oyó un
golpe contra el ventanal de vidrio y sintió que agudas astillas se le encajaban
en el rostro. El dolor, con mueca de sangre, lo obligó a tirarse sobre la
alfombra. Ayudado por el pañuelo, se limpió los túneles de la herida y, ya más sereno,
constató que no necesitaba urgencias médicas sino un rocío de mercurocromo y
otro brandy and coffee.
Fue Patty quien descubrió la piedra
envuelta en hojas blancas, y su sentencia escrita con odio tipográfico: “Death
to the cybernetics”. Patty, siempre al borde de una dramaturgia de celos,
empezó a lloriquear supuestos engaños, “Lo sabía, John, hoy mismo me divorciaré
eternamente”. González la
besó con cariños de absoluta fidelidad y tras advertirle que no le abriese
a nadie, se largó hasta la sede de la compañía.
La Power Enterprise semejaba
un espectáculo de corredores de bolsa en época de quiebra
universal. Mister Mulligan gritaba incoherencias, las secretarias volaban sin
destino exacto, los módulos de alarma prendían tercas señales, los ayudantes
buscaban letras furtivas en manuales de computación. A González no le costó
mucho ingenio entender que toda la red del sistema se había paralizado.
Mulligan vio a
John como arca
salvadora, “Oh, my
God, it´s Johnny, my good
friend!”; pero cuando éste le narró el incidente de la piedra y las calamidades
de su terminal, lo abandonó para proseguir auscultando los fracasos. González,
quien no fumaba desde el amago del corazón, pidió un cigarrillo. Mientras se
acogía a los sabios sabores del tabaco, escuchó la intranquilidad de sus
colegas: amenazas sin nombre, eclipse de datos, perturbaciones en el hardware,
anarquía de la información, burla de los comandos... Pisó el cigarrillo y
prometió volver más tarde.
En la trayectoria hacia su apartamento,
se enteró de que el caos era general, pues ningún ordenador obedecía y el
gobierno no atinaba la causa. Rumió en chiste infame (“Tendré vacaciones de por
muerte”), pero al instante recobró la
seriedad y aceleró el paso. A medida que avanzaba, la intuición de algo
personalísimo e inexplicable lo hizo temblar,
“¿Por qué calores en invierno, por qué el aire me duele?”. El metro le pareció
un sótano de tardanzas y, finalmente, llegó a su distrito. Los vecinos
comentaban los últimos sucesos, los chicos gemían ante la falta de juegos de
compact disk.
Ascendió por la
escalera sin detenerse. Un firme silencio, tenaz y
supersticioso, auguraba desastres. No respiró. La puerta
estaba abierta hacia la sorpresa: la IBM ardía en una crucifixión de
cables, Patty había desaparecido, los espejos aumentaban la impericia de los muebles (sillas
rotas e inverosímiles, mesas menguadas, lámparas ciegas), y por
todas partes observó el veredicto hecho pintura: “Death to the cybernetics”,
“Death to the ciyernetics”.
González se acordó nuevamente del
ecuatoriano y corrió en su búsqueda.
Con los pulmones a fuego de asfixia,
llegó a la casa de Ortega. Aunque todo era un desborde de extravíos, logró ver
que las paredes se hallaban embadurnadas con los terribles letreros. Ortega
yacía en un rincón y su cara mostraba grandes moretones sucesivos, como si
los victimarios se hubiesen ensañado en
no dejar espacios para el reconocimiento. González, a esfuerzos que
sobrepasaban su entereza física, lo condujo hasta el lecho y le palmoteó el
rostro con la ilusión de devolverlo al equilibrio. Por fin, el ecuatoriano
soltó un hipeo tenue para luego desfogarse en alaridos de miedo; y por más que
el amigo le suplicó aclaratorias, Ortega no pudo hablar: sólo reiteraba una
tiniebla de desarticulaciones. Sin
embargo, González averiguó en sus pupilas que habían sido tres hombres y una
mujer, cientos de patadas, la soga para ahorcarlo, las ofensas de ultraje, el
encono cibernético, el perdón de último minuto...
John González se acordó de Patty y
regresó a su piso con el objeto de explorar algún vislumbre que lo condujera
hasta ella. En ese momento el teléfono repicaba y, al atenderlo, oyó la
angustia de Patty: “No avises a nadie, te amo”. John, en medio de un terror
ahogado que se le agazapaba entre el cráneo y la voluntad, quiso llamar a la
policía, pero las líneas continuaban perfectamente gélidas. Entonces, sintonizó
la radio en procura de noticias, y así verificó el tropel de los acontecimientos:
Quienes no tenían acceso a las computadoras, ni a Internet ni a las bases de
datos, o sea, los famélicos “ciberpobres”, le habían declarado la guerra al
progreso electrónico bajo la bandera de “Destrucción total”; y debido a sus
secretas acciones, ningún programa corría, los monitores anulaban luces y
múltiples virus carcomían el alma de los discos.
El locutor radial abundó en
nerviosismos: “Sí, señores, los usuarios se atestan frente a las oficinas
públicas para solicitar una explicación, la Bolsa de Valores luce curvas de
crack, el FBI no atina pesquisas ciertas, y el propio Pentágono fallece en una
quietud de teclados. El Despacho de la Casa Blanca anuncia la próxima alocución
del Presidente... Seguiremos informando”. John apuró, completa, la botella de
brandy y salió a la calle. Ahí el espectáculo cobraba límites de tierra
arrasada: miles de hombres con capuchas de primer mundo se dedicaban al exterminio
de las computadoras. En su afán de primitiva justicia, los revoltosos saqueaban
tiendas telepáticas y rompían armazones, floppies, faxes, cabezales, scanners,
multimedias, puertos paralelos, impresoras, mouses, monitores
y paneles de control. La
turba embestía, aullaba y escupía
sobre los despojos del aniquilamiento, para luego acometer otra incursión de
razzia. Un anciano fue linchado junto a sus libros de consulta Windows, dos
jóvenes programadores pagaron el suplicio de morir sin aviso de correo
electrónico, un grupo de adictos a la superautopista de la información sufrió
el vandalismo de guillotinas callejeras, diez muchachas de Compuserve corrieron
igual suerte, y una transcriptora de gráficos cayó en coma cuando los
subversivos trataban de rodearla. González percibió cómo la violencia se
desataba con frenesí de hecatombe. Lo que había visto era solo el inicio.
Pronto la ciudad quedó a oscuras por el
descalabro de las tarjetas madre que organizaban el torrente eléctrico; el agua
dejó de fluir a causa de los estertores del comando tutorial; las industrias se
volvieron estancos inactivos por el deceso de sus configuraciones automáticas;
los puertos y aeropuertos suspendieron el tráfico y las ilusiones aéreas; los alimentos
escaseaban; la TV feneció en una incoordinación de satélites; los trenes y el
underground se detuvieron como amasijo inútil; y el desconcertado gobierno no
podía enfrentar a un enemigo de criptas, máscaras y ocultamientos.
Las noticias, boca a boca, susurraban
que lo mismo acontecía en otras ciudades
del país y en otras
lejanas metrópolis. Puras cenizas, pura rebelión, insostenible inercia
del estatus. Y lo más grave era que el bando de los “ciberpobres” aumentaba con
el inaudito curso de las horas; y aquéllos que una vez habían sido afectos a
los principios computacionales, abjuraban de tales dioses para no morir.
González, en su solitaria estirpe de
investigador, tampoco entendía las claves de la conspiración: ¿Serían los
árabes, acaso los bosnios, quizás los
ex comunistas soviéticos, un Ku Klux Klan negro, algún genio
perturbado? ¿Por qué no mataron inmediatamente al ecuatoriano y con qué objeto
se llevaron a Patty? Sin lograr respuestas, subió a la torre más alta de
Gatesville, y desde ahí observó el triunfo de la ciberpobrecía y de su símbolo
inequívoco: un ábaco rudimentario que entrañaba el carácter de la nueva
sociedad.
John González terminó el verdadero
brandy and coffee y empezó a reírse, dentro de su cubículo, con la satisfacción
de quien ha creado el mejor juego de
CD-ROM.
1 comentario:
Muy ingenioso, sólo que los cibrepobres son pocos y fanáticos internautas
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