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sábado, 1 de julio de 2023

LA GUERRA DE LOS CIBERPOBRES


      
       

        John González, chicano con  muchos  años  de  supervivencia en Gatesville, se  despertó por compulsión  del  microchip memorizador que tenía bajo la almohada. De inmediato, el cable maestro accionó el eje electrónico para que  cuando González se levantara ya estuviese a punto su concentrado alimenticio: seis pastillas de proteínas, una redondez vitamínica y un brebaje de emulsionadores.
       La TV en tres dimensiones también se encendió por iguales efectos, y de la  pantalla surgieron los propios personajes de la noticia, de acuerdo con  el  último invento  de  la  realidad virtual  (el  Presidente anunciaba dotaciones para tecnología de alto rango, un líder ugandés miraba la debacle de tormentosas lluvias, dos jóvenes españolas hablaban de su inmunodeficiencia bien adquirida). González quiso otorgarse una ducha, pero recordó que la neo-agua de electrones eliminaba las impurezas durante todo un mes, y él se había bañado el día anterior, ¡lástima! Tampoco tuvo que lavarse los dientes, porque el fluoristato del aire ambiental los conservaba siempre indemnes. Patty, su mujer, aún dormía una molicie de brazos sobre el pecho. Aunque se llamaba Piedad y era de Caracas, sólo aceptaba que la nombrasen Patty, por obvios  motivos de  acostumbramiento yanqui. González, sin  hacer ruido, se dirigió al cuarto de ejercicios. Quince minutos dentro de la cabina ergonómica bastaron para tonificarle los músculos y las neuronas. Luego, absorbió “el desayuno” con lentísima nostalgia, como si se tratase de tortillas mexicanas, huevos revueltos y un gran vaso de agüitas de mango.
       Desde que se creó la “house-office”, no debía acudir al trabajo. El ordenador lo conectaba a la computadora central, y su módem se encargaba de la recepción y envío de cualquier hazaña alfanumérica.

        Por eso únicamente veía las irisaciones del sol durante los paseos de domingo: larga caminata para llenarse de fervores y vida. Como en Tamaulipas, como en su infancia de pequeño bisonte vagabundo. Patty o Piedad aprovechaba la mayor parte del tiempo para dormir, pues la máquina auto-operativa efectuaba las labores hogareñas y la comida se reducía a un breviario de grageas. Si hubiesen tenido hijos, quizás Patty no descansaría, pero cada vez se alejaba más la esperanza de concebirlos (el zoo íntimo de Patty rechazaba los espermatozoides de John).
       González, a caballo entre las realidades reales y virtuales, se sentó frente a su IBM-996. Las instrucciones de míster Mulligan, jefe de la empresa, aparecieron en cuadro de máxima urgencia. González ensayó un ademán de molestia, repetitivo y obvio, y se dispuso a contestar el mensaje. Imposible: la  línea  estaba  fríamente  muerta.  Dio algunos pasos hasta el videoteléfono y, después de varios intentos, expidió un quejido gutural en prueba de incomunicación. Mulligan, con el carácter a flor de Vesubios cascarrabias, se hallaría desgajándose su mínima pelambre de especialista de sistemas, pero González nada podía hacer.
        Retomó el hilo de las tareas iniciadas, mas el archivo (Trans.exe) se diluyó en una secuencia de grafismos venenosos, la copia de respaldo no aparecía y tampoco funcionaba el programa de salvamento de datos.
        Entonces decidió tomarse un brandy and coffee, mientras buscaba la solución y el ánimo para no perder cinco meses de labores exhaustas. “Levantaré a Piedad a fin de que me consiga otro ordenador”, dijo en tono valiente, pero enseguida se arrepintió porque Patty daría lecos de esposa feminista, “Oh, no, John, never, jamás, ve tú”.
        La inquietud le trajo la imagen de Ortega, un ecuatoriano de pocas palabras y  muchas sutilezas  computacionales  que  vivía  en  el 8-B; y antes de terminar de pensarlo, se encontró tocándole la puerta. Ortega lo saludó con un gruñido. Sus ojos enrojecían la ausencia de calma, fumaba por vicio automático y no disimulaba los aturdimientos del insomnio. “En nada puedo ayudarte, John, porque me ocurre lo mismo”, respondió el ecuatoriano. “Estoy aislado, no logro accesar a Internet, la memoria RAM se esconde, los formatos huyen, el audio se volvió incomprensible, la locura, amigo, la locura. ¿Será un virus nuevo?”.
        John, sin contestar la pregunta, bajó a su casa. Patty todavía roncaba placeres de evasión. Repentinamente, oyó un golpe contra el ventanal de vidrio y sintió que agudas astillas se le encajaban en el rostro. El dolor, con mueca de sangre, lo obligó a tirarse sobre la alfombra. Ayudado por el pañuelo, se limpió los túneles de la herida y, ya más sereno, constató que no necesitaba urgencias médicas sino un rocío de mercurocromo y otro brandy and coffee.
       Fue Patty quien descubrió la piedra envuelta en hojas blancas, y su sentencia escrita con odio tipográfico: “Death to the cybernetics”. Patty, siempre al borde de una dramaturgia de celos, empezó a lloriquear supuestos engaños, “Lo sabía, John, hoy mismo me divorciaré eternamente”.  González  la  besó con  cariños de absoluta  fidelidad y tras advertirle que no le abriese a nadie, se largó hasta la sede de la compañía.
       La Power Enterprise  semejaba  un  espectáculo de  corredores de bolsa en época de quiebra universal. Mister Mulligan gritaba incoherencias, las secretarias volaban sin destino exacto, los módulos de alarma prendían tercas señales, los ayudantes buscaban letras furtivas en manuales de computación. A González no le costó mucho ingenio entender que toda la red del sistema se había paralizado.
        Mulligan  vio a  John  como  arca  salvadora,  “Oh,  my  God,  it´s Johnny, my good friend!”; pero cuando éste le narró el incidente de la piedra y las calamidades de su terminal, lo abandonó para proseguir auscultando los fracasos. González, quien no fumaba desde el amago del corazón, pidió un cigarrillo. Mientras se acogía a los sabios sabores del tabaco, escuchó la intranquilidad de sus colegas: amenazas sin nombre, eclipse de datos, perturbaciones en el hardware, anarquía de la información, burla de los comandos... Pisó el cigarrillo y prometió volver más tarde.
        En la trayectoria hacia su apartamento, se enteró de que el caos era general, pues ningún ordenador obedecía y el gobierno no atinaba la causa. Rumió en chiste infame (“Tendré vacaciones de por muerte”), pero  al instante recobró la seriedad y aceleró el paso. A medida que avanzaba, la intuición de algo personalísimo e  inexplicable lo hizo temblar, “¿Por qué calores en invierno, por qué el aire me duele?”. El metro le pareció un sótano de tardanzas y, finalmente, llegó a su distrito. Los vecinos comentaban los últimos sucesos, los chicos gemían ante la falta de juegos de compact disk.
        Ascendió por  la  escalera sin  detenerse.  Un firme silencio,  tenaz y  supersticioso, auguraba desastres. No respiró. La  puerta  estaba abierta hacia la sorpresa: la IBM ardía en una crucifixión de cables, Patty había desaparecido, los espejos aumentaban la impericia de los muebles  (sillas  rotas  e  inverosímiles,  mesas menguadas, lámparas ciegas), y por todas partes observó el veredicto hecho pintura: “Death to the  cybernetics”,  “Death to the  ciyernetics”. González se  acordó nuevamente del ecuatoriano y corrió en su búsqueda.
        Con los pulmones a fuego de asfixia, llegó a la casa de Ortega. Aunque todo era un desborde de extravíos, logró ver que las paredes se hallaban embadurnadas con los terribles letreros. Ortega yacía en un rincón y su cara mostraba grandes moretones sucesivos, como si los  victimarios se hubiesen  ensañado en  no dejar espacios  para  el reconocimiento. González, a esfuerzos que sobrepasaban su entereza física, lo condujo hasta el lecho y le palmoteó el rostro con la ilusión de devolverlo al equilibrio. Por fin, el ecuatoriano soltó un hipeo tenue para luego desfogarse en alaridos de miedo; y por más que el amigo le suplicó aclaratorias, Ortega no pudo hablar: sólo reiteraba una tiniebla de  desarticulaciones. Sin embargo, González averiguó en sus pupilas que habían sido tres hombres y una mujer, cientos de patadas, la soga para ahorcarlo, las ofensas de ultraje, el encono cibernético, el perdón de último minuto...
        John González se acordó de Patty y regresó a su piso con el objeto de explorar algún vislumbre que lo condujera hasta ella. En ese momento el teléfono repicaba y, al atenderlo, oyó la angustia de Patty: “No avises a nadie, te amo”. John, en medio de un terror ahogado que se le agazapaba entre el cráneo y la voluntad, quiso llamar a la policía, pero las líneas continuaban perfectamente gélidas. Entonces, sintonizó la radio en procura de noticias, y así verificó el tropel de los acontecimientos: Quienes no tenían acceso a las computadoras, ni a Internet ni a las bases de datos, o sea, los famélicos “ciberpobres”, le habían declarado la guerra al progreso electrónico bajo la bandera de “Destrucción total”; y debido a sus secretas acciones, ningún programa corría, los monitores anulaban luces y múltiples virus carcomían el alma de los discos.
        El locutor radial abundó en nerviosismos: “Sí, señores, los usuarios se atestan frente a las oficinas públicas para solicitar una explicación, la Bolsa de Valores luce curvas de crack, el FBI no atina pesquisas ciertas, y el propio Pentágono fallece en una quietud de teclados. El Despacho de la Casa Blanca anuncia la próxima alocución del Presidente... Seguiremos informando”. John apuró, completa, la botella de brandy y salió a la calle. Ahí el espectáculo cobraba límites de tierra arrasada: miles de hombres con capuchas de primer mundo se dedicaban al exterminio de las computadoras. En su afán de primitiva justicia, los revoltosos saqueaban tiendas telepáticas y rompían armazones, floppies, faxes, cabezales, scanners, multimedias, puertos paralelos, impresoras, mouses,  monitores  y  paneles de  control. La  turba  embestía, aullaba y escupía sobre los despojos del aniquilamiento, para luego acometer otra incursión de razzia. Un anciano fue linchado junto a sus libros de consulta Windows, dos jóvenes programadores pagaron el suplicio de morir sin aviso de correo electrónico, un grupo de adictos a la superautopista de la información sufrió el vandalismo de guillotinas callejeras, diez muchachas de Compuserve corrieron igual suerte, y una transcriptora de gráficos cayó en coma cuando los subversivos trataban de rodearla. González percibió cómo la violencia se desataba con frenesí de hecatombe. Lo que había visto era solo el inicio.
        Pronto la ciudad quedó a oscuras por el descalabro de las tarjetas madre que organizaban el torrente eléctrico; el agua dejó de fluir a causa de los estertores del comando tutorial; las industrias se volvieron estancos inactivos por el deceso de sus configuraciones automáticas; los puertos y aeropuertos suspendieron el tráfico y las ilusiones aéreas; los alimentos escaseaban; la TV feneció en una incoordinación de satélites; los trenes y el underground se detuvieron como amasijo inútil; y el desconcertado gobierno no podía enfrentar a un enemigo de criptas, máscaras y ocultamientos.
        Las noticias, boca a boca, susurraban que lo mismo acontecía en otras  ciudades del país y  en  otras  lejanas  metrópolis. Puras  cenizas, pura rebelión, insostenible inercia del estatus. Y lo más grave era que el bando de los “ciberpobres” aumentaba con el inaudito curso de las horas; y aquéllos que una vez habían sido afectos a los principios computacionales, abjuraban de tales dioses para no morir.
        González, en su solitaria estirpe de investigador, tampoco entendía las claves de la conspiración: ¿Serían los árabes, acaso los bosnios, quizás los  ex  comunistas  soviéticos, un Ku Klux Klan negro, algún genio perturbado? ¿Por qué no mataron inmediatamente al ecuatoriano y con qué objeto se llevaron a Patty? Sin lograr respuestas, subió a la torre más alta de Gatesville, y desde ahí observó el triunfo de la ciberpobrecía y de su símbolo inequívoco: un ábaco rudimentario que entrañaba el carácter de la nueva sociedad.
        John González terminó el verdadero brandy and coffee y empezó a reírse, dentro de su cubículo, con la satisfacción de quien ha creado el mejor  juego de CD-ROM.

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy ingenioso, sólo que los cibrepobres son pocos y fanáticos internautas