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jueves, 27 de julio de 2023

LA ROJA VIDA DE CAPERUCITA I

                                     


 Desde la cama y a las once de la noche, un monstruo de nueve años me ruega a gritos que le cuente un cuento. El monstruo que lleva mi mismo nombre, usa lentes contra la miopía y razona con palabras de cuarto grado, es, por supuesto, mi hijo. Recuerdo en ese momento, un grafiti que vi rugir en los muros de la Universidad: “Los niños son locos chiquitos”, y recuerdo también la modesta proposición de Jonathan Swift: sacrificar a los párvulos para vender su carne a personas de calidad y fortuna. Como por motivos de solidaridad familiar no me es posible encerrar al pequeño en un establecimiento psiquiátrico, ni ofrecer sus costillas en remate público, le refiero una historia moderna basada en cuento antiguo:

sábado, 1 de julio de 2023

GLORIAS DE TRASPATIO



     Juro que no fui la amante de Hernando Carlos Amézquita, polígrafo sagrado y consagrado. No fui su derechura de mujer ni formé parte de sus atónitos deseos. Me correspondió ser el sesgo de su sombra, la dueña de las llaves maestras, la voz de al lado, la mano de su voluntad yerta. Nadie sabe todavía que falleció esta noche, a golpes suaves de corazón.
        Lo he vestido lentamente. Escogí, para sus luces de cadáver, el vanidoso traje con el que recibió la banda cervantina, en un Madrid lleno de reyes y de elogios. Le anudé la corbata de anémonas, “ésa me gusta, Beatrice”, para que combinase con un fondo de pechera francesa. Le calcé los zapatos de cabritilla, moldeables a fines eternos. Lo peiné, sin olvidar la raya surcal, y le impuse -otra vez y en soledad- sus condecoraciones ilustres, su merecido latón perpetuo.
   Quiero disfrutarlo un rato más así, inmaculado y senil, compartiendo con él los desgastes del tiempo antes de proferir la noticia: “¡Murió el gran escritor Amézquita!”, porque luego vendrán todos los periodistas del orbe para congelar su imagen en retratos dormidos, y yo tendré que arrinconarme, con mi cofia y mis llaves, como un verdadero animal de los adentros.

TRES LUSTROS DE NO VERTE

       
  Yo te espero en esta esquina rosada, tal y como lo acordamos hace quince años de cuentos, quince años de mucho correr los puentes sobre las aguas; “a las cinco en punto del futuro”, dijiste, y aquí estoy, con mis rigurosos cabellos de etiqueta blanca, mi paltó cruzado de tormentos, un cigarro sucesivo en la mano diestra de nicotinas, meditando —durante miles de olores y recuerdos inteligentes— lo que habré de referirte. He desechado, por familiarmente obvia, la exigua relación de mis afanes de escritor: la novela que se achicó primero en nouvelle y después en relato brevísimo, los artículos semanales (y luego esporádicos por orden del orwelliano jefe de redacción), los   poemas tan  concentrados   como   una japonesa  sopa de  letras; y he desechado también, quizás a la luz de una sombría timidez, el recuento innecesario de muchas noches de mujeres filantrópicas. ¿Qué decirte, además del “hola, ¿cómo te encuentras?" ¿Qué episodio real y maravilloso trasmitirte en lengua barroca? ¿Cuál de mis intentos fallidos te resultará de menor aburrimiento? No sé, pero tendré que apelar a las neuronas imaginativas, hemisferio cerebral izquierdo, segundo axón a la derecha (como los baños de los bares).

HOTEL ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES


 

             Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre, pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se aceptan tarjetas”. 

      Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros. Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes, llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior, o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino, ataste los cabos de la propia confabulación.

LA GUERRA DE LOS CIBERPOBRES


      
       

        John González, chicano con  muchos  años  de  supervivencia en Gatesville, se  despertó por compulsión  del  microchip memorizador que tenía bajo la almohada. De inmediato, el cable maestro accionó el eje electrónico para que  cuando González se levantara ya estuviese a punto su concentrado alimenticio: seis pastillas de proteínas, una redondez vitamínica y un brebaje de emulsionadores.
       La TV en tres dimensiones también se encendió por iguales efectos, y de la  pantalla surgieron los propios personajes de la noticia, de acuerdo con  el  último invento  de  la  realidad virtual  (el  Presidente anunciaba dotaciones para tecnología de alto rango, un líder ugandés miraba la debacle de tormentosas lluvias, dos jóvenes españolas hablaban de su inmunodeficiencia bien adquirida). González quiso otorgarse una ducha, pero recordó que la neo-agua de electrones eliminaba las impurezas durante todo un mes, y él se había bañado el día anterior, ¡lástima! Tampoco tuvo que lavarse los dientes, porque el fluoristato del aire ambiental los conservaba siempre indemnes. Patty, su mujer, aún dormía una molicie de brazos sobre el pecho. Aunque se llamaba Piedad y era de Caracas, sólo aceptaba que la nombrasen Patty, por obvios  motivos de  acostumbramiento yanqui. González, sin  hacer ruido, se dirigió al cuarto de ejercicios. Quince minutos dentro de la cabina ergonómica bastaron para tonificarle los músculos y las neuronas. Luego, absorbió “el desayuno” con lentísima nostalgia, como si se tratase de tortillas mexicanas, huevos revueltos y un gran vaso de agüitas de mango.
       Desde que se creó la “house-office”, no debía acudir al trabajo. El ordenador lo conectaba a la computadora central, y su módem se encargaba de la recepción y envío de cualquier hazaña alfanumérica.

BOLERO DE ÚNICA MUERTE


            

         
      En el café Azul tocaba el piano para damas que dormitaban una siesta de chocolate. Mujeres de inmensa suavidad tardía, ancianas con la misma vida de dientes de plata, viejas anudadas a un collar de perros y zafiros. “¡Complázcalas siempre!”, había dicho el dueño, y Agustín sacaba notas del piano sin nombre para que la música fuese otra mosca común. La ciudad, aparte, lamía un sol de lenguaradas y se resguardaba el pecho a nervio de edificios.
       Con la tarde, Agustín abandonaba las reliquias y empezaba su viaje de neón. Dos tragos en El Ánfora, un par de abrazos a los amigos en Le Coq Noir, una botella en El Tanaxú, cigarrillos de luz entre la noche, alcohol fondo blanco, gritos para despertar la madrugada, traspiés como gusano de patas públicas. Dormía sin enlace de ojos, porque se figuraba ante un gran piano de caoba, en La Habana o en Caracas, en Nueva York o San Juan, interpretando sus canciones al lado de un cuchillo de aplausos. Y también imaginaba aquel oleaje de burbujas que lo conducía hacia otros tiempos, y él —en mitad del éxito— con sonrisas de pura fama, “Muchas gracias”.
       Un agosto igual a cualquier costumbre, Gabriel Mejías, más conocido como "el Ganzúas" (no por ladrón sino por largas manos para rasgar los instrumentos), se presentó en el café Azul. Su entrada causó un aleteo de inconformidad y las damas lo miraron, de cabeza a zapatos de tacón, porque el intruso resquebrajaba todas las parsimonias. El Ganzúas prendió un tabaco de últimas categorías, distribuyó el aire con soplos malignos y saludó a Agustín: “Por fin te encuentro, buey, ¿acaso huyes de la poli?”. Agustín alzó los tonos para que el mujerío no escuchara el diálogo. “Renuncié al Hola-Hola y necesito un pianista que me sustituya. Tú eres el mejor. Pagan de vacilón pero agregan la bebida. Decídelo ya, hermano lobo”. Agustín se fijó durante tres acordes en una anciana que sorbía su copa de nieve dulce: “¡Acepto, Ganzúas!”

UN SIGLO DE AUSENCIA








  

 

El general Salustio Monsanto siente que la muerte lo recorre con tozuda suavidad, como una fiebre antigua, como una culpa sin prestigio, como un ardor seco. Y mira, ya irresponsable frente a la vida, aquella habitación que hoy (–por fin hoy, Salustio–) ha sido toda suya. Está en las alturas del bar Un Siglo de Ausencia, moribundo dentro de la música, solo, acompasadamente solo. Abajo, un bolero impone las congojas: sabio despiste de una coartada milimétrica; y las prostibularias recorren las mesas repartiendo besos y faramallas, “¡que no pare el ritmo!”, “¡que la rocola reviente, que la conga sea de abuso!”. Salustio ve el uniforme sobre la silla, y se avergüenza de su mortuoria desnudez. Jamás pensó partir así, sin estruendos militares ni trompetas tonantes que anuncien la despedida de un General-Ministro de la Defensa, “firrrmes”. En cambio, escucha a la putería en desborde, vivificadora de las madrugadas, absoluta ingle del alcohol.

Cuando llegaba al bar, las puertas se escindían para recibir sus malalientos de nocturnidad. “Rumba y whisky hasta el amanecer, el toque de queda lo dicto yo”. Y los mesoneros, sí, señor, mande usted, mi general; y las mujeres petulando escotes para que su agria mano con sortijas les tocara pezones profundos, “qué  rico, comandante, ¿subimos?, ¿me voy contigo esta noche?”. Sus ojos maldicen el inventario del cuarto: la cama meretriz, el balcón clausurado, la cortina plegable para disimular los detrimentos del baño... Muchas veces estuvo allí, pero no con Márgara, “la Luna”, porque ella le fue distanciando la inquietud  –“hasta hoy, Salustio, hasta hoy”–.

MENTIRAS TUYAS

 

                                   



Hoy se cumplen dos años y un naufragio de conocerte, o seis eternas magnolias al lado de tu retrato, o diez por diez exilios de mí mismo, o varias artritis en la voluntad por motivos que guardo con pasión. Suma y sigue, querida. Llegaste bamboleando las caderas dentro de aquel kimono fucsia que irradiaba minutos expectantes; y yo, a la luz de la oscuridad, agucé las dioptrías para verte mejor, ¡inquieta ballena erótica de las playas del Caribe!

Conocerte es un decir porque en esa fecha empecé a desconocerte, pues tu identidad significaba el enigma de los faraones y la popelina egipcia, el eslabón más antiguo de los siglos, la última gota de duda en el desierto de mis neuronas: un día afirmabas con todos los yerros que te llamabas Paula, y al siguiente te ponías loca extrema si no te mentábamos Ifigenia. Absoluto modelo cortazariano para desarmarnos, animal sietevidas, oráculo del pretérito imperfecto.

HOTEL PARA SUICIDAS



Los suicidas siempre otorgan atención  a las señales del destino, como si de su fuerza tumultuaria dependiesen los únicos actos del porvenir. Y Erasmo Durán, en su calidad de mortal que buscaba las pistas ocultas de la existencia, soltó un grito de eufórico estupor cuando leyó el anuncio en Internet: “Foulton, hotel para suicidas, isla de Saint Austin. Escriba sin compromiso”.
La dubitación no le permitió establecer inmediato contacto; temía que el hallazgo formara parte de los juegos insidiosos y desleales que abundan en la red. Se consagró, entonces, al disimulo de los propósitos, revisando el correo electrónico y bebiendo elusivos sorbos de café, pero cada cierto tiempo volvía al insólito anuncio. Sus pocas letras en la pantalla del ordenador, el mensaje casi secreto y casi absurdo, se apoderaron de su voluntad; quizás aguardaba desde siempre tales osadías. Sin embargo, prosiguió el recurso de la evasión y fue al trabajo como quien cumple una disciplina transitoria, habló con amigos acerca del verano banal, telefoneó a su madre sorda, preparó la comida de los perros y, por desacatos de la memoria, se bañó varias veces aquella misma tarde. El ordenador mantenía, indemne, el aviso para clientes desesperados.

TRINIDAD NON SANCTA


La fiesta enraizaba alcoholes de media noche en el salón del club:  un vasto espíritu cuadrado dispuesto a cualquier desmán de felicidad. Los asistentes, con la conciencia en el bolsillo, paseaban mareos trasatlánticos entre truenos de bohemia. Las copas, como cálices vivos, solicitaban más y más añadiduras. El disc jockey de cabeza solar surtía mermeladas rítmicas, tras el escudo de su fortín electrónico. Los diálogos, hirvientes y ágiles, licuaban todo empeño de timidez, disolviendo rigideces. Y las damas, a través del aviso luminoso de sus senos, se hacían propaganda liminal y subliminal. Y los caballeros, al galope de potros vinícolas, asediaban a hembras desconocidas para proponerles la eterna amistad de una madrugada. Era un ambigú de vacíos ajetreos, de espuma en remolino, de efusivo champán.
Yo, desde mi recodo embebido, recorría los poros abiertos del espectáculo sin acobardarme ante el volumen de los tragos y la música. Heterónimo y escindido, pensé por un momento en los poemas de Pessoa, ese genio inútil que murió de todas las vidas posibles, pero luego me desprendí hacia las dimensiones mundanas y abracé a una señora durante dos piezas bailables, regalé tarjetas de presentación a cuanta cara de banquero se me interpuso por delante, canté New York, New York a lo Frank Sinatra (parodiando las lecciones in english del Reader One), recité con romo romanticismo “volverán las oscuras golondrinas”, y ya agotado me ubiqué en la hilera del buffet. Sin abandonar mi privada botella de Chateauneuf du Pape, me harté solo de corazones de lechuga, quizás con la intención de florecer por dentro a lo largo de las próximas horas, y después me hundí hasta los hombros en las dulces almendras de un amaretto. El presidente del club, sabiéndome periodista, trató de explicarme en un fastidio de veinte minutos las muy victoriosas perspectivas de su gestión, palabras que borré a prisa para que no enturbiasen mi contento.