La
tumba de Ismael Sánchez, segunda lápida después del templete de María Lionza,
es un santuario de la Corte Malandra. Con flores de papel estridente, anís inagotable,
música de salsa y marihuana hasta por el
blanco de los ojos. “Te pedimos, Ismael, que nos salves, coño, aquí en la
tierra”, claman los fieles y ponen unos billetes sobre la lápida como prueba de
gratitud a plazos. El ladrón-bienhechor,
desde sus cuatro décadas en imagen de yeso portátil, los ve sin verlos; y
ellos, los suplicantes, los devotos, los adoradores, le retornan una indestructible
admiración: sincretismo de malos salvajes, piedad con uñas.
El
ícono del “santo” (de apenas cincuenta centímetros) exhibe un revólver en la
cintura, gafas de sol, cachucha ladeada y un puñal en el bolsillo trasero. Los
más piadosos lo besan con fervor vaticano y algunos hasta le ponen un cigarro
en la entreabierta boca de cerámica, quizás para estimarlo vivo entre los
mortales. Y al lado de Ismael están Isabelita (La rubia de las venganzas), el
célebre Petróleo Crudo que engañó al mismísimo Presidente Medina Angarita, el
chamo Ratón y otras divinidades del Culto Malandro.
Las peticiones crecen como pasto de ciudad
maldita: “Ismaelito idolatrado, protégeme de la violencia”; “Isabel, agradezco
tu influencia para que mi hijo salga de la cárcel”; “Padre Petróleo Crudo, dame
suerte en las barajas”; “Ratón-ratoncito, ayúdame en el próximo asalto”.
Demandas de grueso calibre para obtener beatíficas o infernales regalías,
porque la vox populi sostiene que lo
que es igual no es trampa.
Las historias se cruzan, se entrecruzan y ameritan
un trago o un tabaco. Los creyentes,
en cuclillas, hablan con los espectros sin engolar la voz ni retorcer la
ceremonia, pues son panas burdas, amigos del alma, sinuosos compañeros de rumbo
(a). Y los santificados personajes salen de una sombra de años, para que sus
adeptos les rindan pleitesía: Ismael brota del enterramiento y, como al paso de
los tiempos las admiraciones se redoblan, Ismaelito penetra en el banco, saca
su arma, intimida, gruñe un ultimátum feroz, vacía la caja de caudales y
entrega el botín a los vecinos pobres, “¡Viva nuestro Robinjud Ismael!”; y después, con igual desparpajo, vuela al barrio
de Lídice, su territorio de siempre, donde amenaza a los dueños de abastos
mientras los paupérrimos saquean los locales; y por si fuese poco, traza una raya
de justicia en el suelo e impone la prohibición que la sobrepasen malandros de
otras zonas; “Un tipo, un respetable bandido, un criminal piadoso, no merecía
morir de quince puñaladas por peleas de esquina”.
Isabel nunca sonríe (ni en el más allá) porque su
afán consiste en vengarse de los hombres, de todos los hombres. “La venganza no
es dulce sino exquisita”, dicen sus
palabras, y bajo juramento cobra aún
deudas de muerte eterna a los culpables: a esos infames que siendo una niña la
violaron en fila de tres sangres erectas, y al negro mojino –negro traidor, negro mentiroso– que la sacó de su
hogar en la urbanización El Paraíso, para casarse mediante supuestos sacerdotes
y luego atormentarla de infidelidades públicas. Isabel, rubia por las cuatro
inquinas, no acepta en sus altares la cercanía de ningún santo moreno, “¡Apártate
Satanás, al carajo los negros, vade retro y a la mierda!”. Las hembras malqueridas,
olvidadas y despechadas la buscan en la instancia de los encargos fulminantes:
“¡Arrójalo a un barranco, mátamelo, cápalo, ciégalo, impídemele la droga y las
mujeres!” E Isabel atiende los compromisos y se pone más rígida dentro de la
estatua, como aquel miércoles triste en que la asesinaron.
Lejos y solo está Petróleo Crudo, el alias de Cruz Crescencio Mejías, un ladrón
de manos diestras y labia pura, cuyas dotes conocieron en Carúpano y Portugal,
en La Guaira y Nueva York, en Güiria e Inglaterra. Carterista, estafador,
mujeriego, boxeador, ágrafo, veterano del “paquete chileno”, profesional de las
riñas y las navajas, espléndido con las mozas y la pobrecía, trotamundos sin
fecha de retorno y embustero por vocación personal. El soplo de Petróleo Crudo
se escapa del yeso, igual que su cuerpo se evadió de las prisiones de Tacarigua
y las Tres Torres, para confesarse ante quienes lo reverencian: “El General
Isaías Medina Angarita quiso que cogiera el camino correcto y me recibió una
tarde en el Palacio de Miraflores. Había muchos edecanes y muchos periodistas
que preguntaban y tomaban fotos. El Ministro del Interior dijo en su discurso
que él ya había apadrinado mi matrimonio con Carmen, y que el Presidente
Medina, seguro de mi buen comportamiento,
me bautizaría el primer hijo. Medina habló con gran emoción y nos abrazó
a Carmen y a mí. Y después cumplió porque bautizó a Juan Crescencio en la
Iglesia de San Francisco, pero el que no le cumplió al Presidente fui yo porque
volví a las andadas y dejé a mi General como un tonto inútil, y por eso lo
criticaron en todos los periódicos: Medina
se dejó engañar por Petróleo Crudo. Pero yo no podía hacer otra cosa, era
mi destino. Y aquí estoy para servirles a perpetuidad, luego de que un miserable
policía me mató en la Cárcel Modelo de Caracas”.
Distintos
soberanos del Culto Malandro surgen de las figuras de pasta y se disponen,
mágicos y marginales, a la hazaña de los milagros: El chamo Ratón o Siete Lunas
se torna invisible bajo las estrellas y
habita en los parajes entre la vida y la
muerte; Tomasito recuerda que fue
liquidado de 135 disparos en el asalto a una joyería, sin enumerar las
balas que le pasaron por el mismo orificio; Tibisay duerme y resucita cada día dentro de un árbol
seco que tiene grabado su nombre; el pavo Freddy, hippie gigantesco que, aun
siendo difunto, maneja el cuchillo con pericia inmortal. Y también Pez Gordo y
Luis Eme y el “Siete Machos” y William Guillermo y El Yiyo.
La
masa de devotos plena los espacios del cementerio, invoca, pulula, se pone en
movimiento, fuma, clama anhelos, se agita, fuma de nuevo, se persigna en cruz
repetida, ora e implora, baila, se contorsiona, maldice bendiciones, reclama
amparos, bebe, vuelve a beber y reza solidaridades con salsa y sin control: “En
nombre del ladre, el tiro y el espíritu landro, Amén”.
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