Avelino Almario, un joven reseco
y desgarbado que parecía imperfecto desde lejos (y de cerca mucho más), fue el creador del movimiento de resistencia
pasiva del liceo Glorias Virtuosas,
un instituto al borde del desvencijo final, con algunos cuartuchos donde se
dictaban las clases, dos jardines caóticos sin asomo de plantas ornamentales, una
pajarera exenta de cacatúas (porque habían escapado desde épocas remotas hacia
la eternidad), un filtro de agua que solo funcionaba para producir gérmenes
malignos, y el anciano director con su estampa de pigmeo calvo y dueño de una
halitosis gigantesca. Allí estudiábamos o fingíamos hacerlo, pues la
indisciplina era la principal asignatura y nadie aspiraba alcanzar prodigiosas
calificaciones ni obtener homenajes en el periódico mural. Nadie, y menos
Avelino Almario Duarte.
Él, que parecía el extremo opuesto del carisma
seductor, la otra cara de la agudeza, la razón de la sinrazón, nos captó a
todos con su parquísima labia y su
actitud de inercia vivencial. Hablaba deslizando las palabras, en una suerte de idioma casi insonoro;
se movía como un espectro que sufre de mareos obtusos; los delgados brazos le
llegaban hasta las rodillas; nunca usaba calcetines y quizás para compensar su
ausencia, se enroscaba en el cuello una bufanda de colores rojiazules (hábito
tal vez copiado del afiche de Tolouse Lautrec que tenía sobre el inodoro).
La familia
Almario-Duarte no poseía ninguna característica primordial en la
pirámide de las clases trabajadoras: Herminio, el padre, administraba un taller
de mecánica rápida (donde había más perros que clientes), la madre se ocupaba
de mirar las telenovelas mexicanas hasta quedarse fervorosamente dormida, la hija
mayor buscaba un esposo con título de
médico y dominio del idioma inglés para que la curase en el Norte de cualquier
enfermedad del subdesarrollo, la niña menor aprendía guitarra por correo
electrónico y se pintaba las uñas de lunas negras, y Avelino iba al liceo, junto con su obesa novia Cindy,
a fin de persuadirnos de que la
resistencia pasiva era la mejor forma de lucha.“¿Luchar contra qué?”,
preguntábamos los demás, y Avelino Almario hacía una figura redonda con el dedo
índice que significaba “contra todo”.
Un cinco de mayo (¡recuerdo
bien la fecha pues ese día rompí mi marca veloz delante de los gendarmes persecutorios!), Avelino nos emplazó en tono
de complot para que ocupásemos la gran calle Unión como protesta por la falta
de apoyo del gobierno a los estudiantes de secundaria. Juramos, entonces,
acostarnos encima de la calzada, con las pupilas fijas en el cielo histórico, y
no levantarnos hasta que fuesen satisfechos nuestros reclamos. “¿Cómo y cuándo
sabremos del triunfo, Avelino?”, insistió el grupo, y el líder -axiomático y palmario- se encogió de hombros
como única respuesta.
Ese mediodía, bajo un calor de
cuarentidós (desa)grados a la sombra, el
grupo invadió horizontalmente la ruta pública. Avelino y Cindy presidían la siesta revolucionaria, los otros muchachos
nos ubicamos en forma de abanico hierático. Al principio, los choferes y
transeúntes pensaron que se trataba de la filmación de una cuña de colchones
amables o de pastillas antidepresivas, y descendieron de sus automóviles y
paralizaron sus oficios a fin de mirarnos con curiosidad. Sin embargo, cuando
el tiempo los percató de la equivocación, iniciaron gritos y bramidos en
demanda de la policía; alguno quiso utilizar la violencia para el despeje, pero
no se atrevió ante la duda de que tuviésemos armas blancas dentro de las camisetas
escolares. Avelino esbozaba un imperceptible gesto de satisfacción, la pecosita
rechoncha carraspeaba de puro nervio. Luego llegaron los gendarmes, con sirenas
de alarma y gases anti-motines, y enseguida tuvimos que suspender el gesto de
inactiva rebeldía, movilizando las piernas en escape vertiginoso.
Al joven dirigente se le
ocurrió, como segunda acción contra el Orden establecido (aunque todavía no
conociese la palabra establishment),
que de acuerdo con los alumnos de otros liceos de la zona municipal, lleváramos
a cabo una huelga de “ojos caídos” para no ver la TV durante todo el fin de
semana, en rechazo a sus mensajes perversos y sus fatídicos programas. Avelino
citaba, como contrapartida de nuestra deplorable realidad, el ejemplo de la televisión
francesa, pero cuando le inquiríamos si había estado alguna vez en Francia,
contestaba con un gruñido ininteligible. No obstante, la huelga de párpados
cerrados se cumplió al pie de las
pantallas televisivas, aunque en su casa Avelino no pudo convencer a ninguno de
los familiares para que se adhiriesen al boicot; y menos a su madre, adicta
desde tempranas arrugas al hábito de los mexicanismos de telenovela, “¡Órale,
no me apagues mi diversión, pinche güey!”.
Semanas después, ya más diestro
en la rebelión estática, Avelino acordó que no ingiriéramos ningún tipo de
carne durante siete inflexibles días, pues a ella imputaba los detritus del
cuerpo humano, los dolores cerebrales y el sinnúmero de enfermedades que
alteran los flujos sanguíneos, además de
considerarla responsable del homicidio calificado que se perpetra contra el
inocente género animal de cuatro patas. La mayoría de los partidarios adoptó el
mandato con devota abstinencia y
fidelísimo esfuerzo anti cárnico, salvo algunos renegados que subrepticiamente
no aguantaron devorarse la traición de un cerro de hamburguesas en la cadena
gastronómica de su preferencia, o
esconderse en casa tras el humo de fritangas término medio. Cabe recordar que
las papilas gustativas de la rolliza Cindy también desobedecieron el precepto,
enfrentándose a diversos hot dogs
cubiertos de salsa de tomate (más pepinillos con mostaza) y enfrentándose
asimismo a su novio Avelino, que dejó de hablarle hasta la próxima tarea.
Los seguidores confiábamos en
la honda inteligencia del líder (honda quizás porque le costaba salir a flote)
y en las quietas batallas que emprendía,
y por eso respaldábamos sus palabras: “Tenemos que oponernos al Orden y su ordenamiento , aun a costa de
la voluntad misma”. No sabíamos muy bien lo que significaba la consigna, pero
la acatábamos como un modo de rebelde abulia contra las normas.
Las ideas de Avelino se
extendieron en la flacidez de aquellos años: instauró como norte la indolencia
para que no estudiásemos en los libros oficiales, censuró los bailes de ritmo
violento porque atentaban contra la acendrada pasividad de la organización,
proscribió los ejercicios físicos por igual motivo de desgana motriz, impedía
que acudiésemos al barbero, y casi en silencio nos vedó cualquier acercamiento
de activismo sexual fuera de las leyes del matrimonio. Sin embargo, a medida
que alargaba las exigencias, los adeptos empezaron a flaquear (“¡Coño,
Avelino!, ¿no te parece como mucho?”).
Al graduarnos
de imberbes bachilleres no vi más a Avelino, pero le he seguido los pasos a
través de los amigos y la prensa. Supe
que se casó con la triglicérida Cindy y que han tenido (hasta los soles de la
actualidad) cinco niños tan gordos como la madre y tan impasibles como el
padre. Observé su desaliñada fotografía en un periódico que promueve la defensa
de los osos Panda y los elefantes Uj: llevaba anteojos blancos y el pelo
revuelto. Leí las declaraciones que hizo
a Le Nouveau journalisme sobre el
peligro de extinción del bosque Saratonga, en la Isla Conki. Revisé el
brevísimo discurso (40 palabras a lo sumo) que pronunció por la merma de los
reservorios fluviales perecederos. Noticias
al Día, de la TV española, difundió su actitud frente a la contaminación
ambiental sub-atómica, “venga de donde venga”. Me enteré, ¿quién pudo no
hacerlo?, de las marchas pacifistas que organizó a lo largo del planeta contra
el alto costo de los insumos verdes y la baja calidad del estroncio natural.
Hoy, en
cumbre de tan perseverantes e impávidas luchas,
Avelino se juramentará como Secretario alterno de la Liga de Países en Vías
de Subdesarrollo. Cindy no lo acompañará porque se largó hace años con el propietario
de una fábrica de chorizos y longanizas, pero aún Avelino no se ha dado cuenta
de su ausencia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario