“¡Malditos carajos revoltosos!”, brama el
General Augusto Torres delante del espejo, mientras la multitud lanza piedras
contra el palacio de gobierno. Pueblo-multitud, estudiantes-multitud,
pobres-multitud. Y el general de cinco estrellas estrelladas se observa las
arrugas que le caminan, como microbios vivos, por su cara de gendarme temible,
aunque jamás detonase un tiro ni una explosión, pues para ello contaba con secuaces,
subalternos y policías.
El espejo le responde:
“¡Tenga cojones, mi general!”, y Torres alega: “cojones poseo, lo que me falta
es tiempo”. Sí, tiempo para guardar en las maletas los títulos valores y las
divisas y los documentos de propiedad, y también los escritos sigilosos a fin
de que no queden huellas de ningún escándalo (“Amado mío, hoy te esperare en el
lugar de siempre”).
El General oye los golpes
contra los vitrales del Palacio Azul, y huele incendios coléricos y escucha el
vocingle de los ardores populares, “¡Muerte al tirano, muerte al tirano!” Sin
embargo, se reserva algunos momentos de nostalgia íntima: “Aquí, en este Salón
Oliva, me visitó mister Grant, embajador plenipotenciario de los Estados
Unidos, una mole bizca que parecía buscar con la mirada sus pelotas de golf,
porque no le interesaba ningún comino gringo nuestro diálogo. ¡Ah, mister Grant
orgulloso y lelo!, despreciando la oportunidad, ¿cómo se dice?, de un
entendimiento en el concierto de las naciones. Entonces le hablé en inglés para
ofrecerle el pleno negocio del petróleo, nada de fifty-fifty, mister Grant, todo el oro negro y profundo, todas las
delicias y el manjar de los pozos, todo para ustedes, salvo mis regalías por
supuesto, excepto mis haciendas, mi dinero y mi silla tricolor. Yo me debo a la
eternidad, mister Grant, y necesito vuestro apoyo por los siglos de los siglos,
¿okey? Y el tipo cambió el rostro de
vaca ausente; ya no perseguía la pelotita de golf encima de un césped yanky,
sino que pensaba en la gran jugada imperial de suministros libres y oleoductos
gratuitos. ¿Celebramos con ron venezolano, mister Grant? Yes, yes. Sus pupilas daban vueltas de alegría geopolítica, sus
modales cobraban fuerza hemisférica, “¡All,
all, the oil!”, y el sabor de la caña le insuflaba una virtuosidad de amigo
inseparable. ¿Abrimos otra botella, mister Micky? Of course y fondo blanco, con inclusión de revelaciones sobre su
época de agente de la CIA
y piloto de guerra en Corea, la herida sortaria a centímetros del hígado, la
celda asiática, los apetitos de un ombligo de chica neoyorkina, porque el ron
lo igualaba (nos igualaba) dentro de sus añejos secretos. ¿Qué te ocurre,
Micky?, “Nothing, nothing”, pero al
final el grupo de edecanes tuvo que cargarlo hasta la puerta.
“En esta Sala de los Héroes
me cogí, tras el biombo de protocolo, a la embajadora de Francia, una
aristócrata afable que en lugar de “Oh là
là” exclamaba “¡Chévera, mon ami!”.
Llegó envuelta entre sus perfumes y su peinado; olores de algas, de moluscos,
de monstruos excitantes que se adherían a las cartas credenciales y salían
volando para alojarse en mi bragueta; peinado altivo como de reina cuarentona,
con hebras de cabello que pronosticaban las líneas ocultas de su espalda.
Acérquese, embajadora, estreche relaciones, no me la voy a comer jamais. Si sufre de trópico y calenturas,
quítese el saco del “tailleur”, anjá,
así está más fresca, más joven, más abierta a la conversación. Y con su
anuencia, madame, yo me despojaré de
la pelliza militar, no, no, no hablé de pellizco pero no importa; y me la llevé
tras el biombo, creyendo que era la mozuela de aquellos versos de mi juventud.
Aceleradamente, la hembra blanquísima, poetísima, me mostró su catedral entre
las piernas, su ensenada como el Sena, su buen busto, y nuestros cuerpos se
confundieron en una francachela francesa de ansiosos precipicios. Estuvimos dos
horas de ardientes pactos binacionales hasta que alguien anunció, con voz
lejana, el arribo de la delegación de Pakistán. —¡Ha terminado el acto, doña,
seguirá mostrándome sus cartas otro día!—; y la embajadora tomó tan al pie de
la lettre mi indicación que cada
semana nos encontrábamos para revisar aquellas epístolas de la diplomacia carnal.
Después, mon amour, te transfirieron
a una nación africana, donde por poco no hiciste la revolución...sexual.
“En este cubículo, lleno de
retratos y libros bélicos, dicté las estrictas órdenes de seguridad (¡Maten a quien se oponga, desaparezcan a
quien ose un aliento contrario, una sátira, una ofensa, porque la república
necesita paz, eterna paz! ¡Encalabocen a los insurgentes, prívenlos de las
migas y el agua, demuéstrenles mi severo rumbo! ¿Acaso ustedes han visto un
país que avance en la trifulca y el caos, en las alteraciones odiosas, en la
comuna y el comunismo? No, señores, negativo, never en la vida, así que actúen sin mortificación porque la patria
se los agradecerá.) Cubículo pleno de recuerdos que supo de mis desvelos por
transformar estos kilómetros descuadrados en una férrea Esparta con alma
americana, aunque la sembrara de tumbas y llantenes de los enemigos. Moneda de
oro no soy, dispensador de necias simpatías tampoco soy; me considero un
estratega de la esencia colectiva, un ingeniero de voluntades para el alcance
del riguroso futuro. Mil veces lo repetí en los discursos, como un oráculo de
Tebas (y de Texas) pero nacido en las montañas de Los Andes: “La justicia es el
Orden”. Y mil veces más pronuncié el hierro enérgico de unas arengas en
beneficio de la conciencia del progreso, frente a hombres que aplaudían con
arrebato y que ahora —desgraciados, hijos de mala madre— me llaman tirano,
asesino y ladrón”.
El General toma aire y da
pasos casi rítmicos hasta la Sala
de Agasajos. ¡Cuántas veces bailó ahí con su Primera Dama los boleros que
tocaba la Billo ´s
Caracas Boys; en cuántas oportunidades se dejó de pendejerías formales y cruzó,
ágilmente, el espacio de la fiesta al son de una guaracha bien rotunda; en
cuántas otras alentó a los ministros para que moviesen su esqueleto al compás
del mambo Patricia! “Nunca me gustó Beethoven, ese sordo carecía de la fiebre
musical de Pérez Prado; y si de grandes genios se trata, yo invité a los
mejores artistas de resonancia popular, Beny Moré, La Sonora Matancera ,
Celia Cruz, Lucho Gatica, Ella “La Inolvidable ”, Daniel Santos, para que actuaran en
Palacio y en plazas públicas, porque el poder también es espectáculo, higiénica
diversión, alegría danzante, y así los gobernados se sienten más proclives a obedecer.
Por eso mismo instituí los carnavales según decreto, ¡y qué carnavales!:
muchachas con disfraces de la nueva era simbolizando el regocijo de la
existencia, las carrozas, las serpentinas, el confeti, los caramelos, la ciudad
íntegra en un jolgorio de optimismo;
razón tenían los romanos con aquello de pan (caliente) y circo (para todo el
mundo). Las muchachas venían después a conocerme, no, no se me cuadren, están
en su cama, digo, en su casa, y el Doctor Matos, experto Secretario Privado,
realizaba la elección entre las que se adecuaran mejor a mis cánones de
belleza, o sea, buenas ancas y senos apetecibles, aunque en verdad me agradaban
todas, las altas y las chiquitas, las
pulposas y las flacas, las tímidas y las desenvueltas, pues me nutría de su
vigor, de sus hondas venas, e imaginaba que en tales enlaces se consagraba la
unión de la savia institucional y la pujanza de la juventud. —No se ponga tan
filosófico, mi general, lo vuelven loco y ya—, concluía el Doctor Matos con
abuso de impertinencia cuando yo hilvanaba pensamientos ideológico-sexuales, y
quizás es cierto porque nunca he podido avanzar sin los pelambres de una diabla
cercana. ¡Loco pero generoso!, doctor Matos; y si no, acuérdese del Pontiac que
le regalé a Lupe II, reina de las Parroquias Foráneas, por una sola noche de exquisiteces.
O la quinta en la playa, con mar incluido, que le cedí a Miss Orquídea 1955. O
el viaje alrededor del mundo que se ganó la Princesa del Cacao. O el billete de lotería
premiado que le obsequié a su queridísima sobrina, Doctor Matos”.
Luego, el general se dirige al retrete de
jaspe y mármoles. El olor lo traslada a sus eventos de pensador estatuario,
porque en ese sitio —entre efluvios y retortijones, entre miasmas y residuos—
adoptó esenciales providencias de autoridad. Allí decidió empezar las
escaramuzas contra el país vecino, allí urdió su célebre proclama de “Los cien
días”, allí se afinó la mente para disolver los partidos, allí concibió el
perenne dominio, los edictos superiores, las instrucciones de la adusta
disciplina. “¡Perdone la interrupción, mi general, es que tiene consejo con los
miembros del gabinete!”. —Ya va, caramba, presénteles excusas, ¿no se percata
de que estoy en el excusado, botando mis recursos naturales no renovables?—. Y
se ríe, nostálgicamente, de sus propios chistes para mofarse de mercenarios y
plumarios, “porque a los subordinados hay que situarlos en su lugar,
distanciarlos, nada de amiguismos y confianza, si lo sabré yo que guié a
millones de ciudadanos de todas las clases sociales. Debe infundírseles temor
certero y pánico reverencial, para que entiendan sus obligaciones frente a un
líder y una causa, sin la posibilidad de discutir los preceptos ni las normas,
no señor. Los chistes sólo pertenecen al Jefe, cuando él los estime didácticos
y convenientes; los demás deben limitarse a las sonrisas aprobatorias como en
la “pérfida Albión”, ¿o fue en Córcega? Sin embargo, algunos se propasan en la
adulancia y el servilismo (tú, Matos, por ejemplo), y se desternillan a cada
rato para demostrarme que están de mi parte y comprenden mis ironías. Ni tanto
ni tan poco, ni calvo ni con dos bisoñés, ¡Matos pendejo!, porque al hombre
recto lo caracteriza la jovial seriedad, la justa sindéresis, y no esa peladera
de dientes por cualquier motivo. En tu provecho pedagógico, Maticos, te envié
al Castillo de Puerto Calmo durante seis meses con sus azotes, y regresaste
serio y parco, lívido y apesadumbrado; pero no te duró la advertencia porque al
cabo de un tiempo, estabas otra vez en plan de reilón y boca abierta. Si me
tocara seleccionar entre la fauna burocrática, escogería a literatos e
historiadores como el doctor Gil Antúnez, un maníaco depresivo que se la pasaba
hurgando libracos para dotarme de los fundamentos del status quo, y que citaba a Platón y a Solón de puro caletre. No en
balde lo dejé encargado de la presidencia durante mi visita al Reino de Suecia,
porque tenía la certeza de su lealtad, aunque se muriera por un centavo mal
puesto y lo chiflaran las domésticas de adentro. ¡Nadie es perfecto!”.
El General Torres no puede
separarse de las evocaciones, porque en los últimos quince años él se ha creído
el toro de más esperma, la rienda del sistema, el escudo nacional, los ojos de
un padre colectivo, “y ahora, ¡sacrílegos!, gritan que me largue, que detenga
mi obra, que vaya a prisión o que les done mi cabeza para quemarla en calderos
de fritangas. Si parto, vendrá el desorden, la guachafa y las majaderías de los
políticos".
-Nos quedan escasos minutos,
mi general- advierte el edecán Romelio Sánchez que ha entrado con la ametralladora a
punto de desfogues-. Comprenda, que la situación es color de hormiga y
nosotros, desgraciadamente, somos las hormigas. Tengo ya la visa alemana en su
pasaporte.
-¿Alemana has dicho,
Sánchez?
-Sí, alemana legítima, mi general.
Tan legítima como usted o como yo- espeta el Capitán Sánchez con un susto hecho
valentía.
-¿Y tú crees, Romelio, que
me iré de esta tierra para vivir en un pueblo de comedores de salchicha? No,
¡por Dios!, prefiero Francia y su Arco del Triunfo, el París nocturno, la
graciosa gracia de las muchachas de allá...
-No hay escogencia posible,
mi general, pues nadie quiere recibirlo. Logré el visado alemán a cambio de
muchas libras esterlinas.
-¡Marcos, son marcos,
Romelio, no libras esterlinas! ¡Tú tan
ignorante de las cosas del planeta!
-Mi general, dije libras
esterlinas porque efectué la negociación a través de la embajada inglesa.
-Bueno, bueno, olvida el
problema de las divisas e infórmame al detalle sobre las acciones de los
enemigos.
El Capitán Romelio Sánchez
aspira una bocanada de obligatoria serenidad, se despoja del quepis y empieza
un atropello de noticias:
-Se rindió el Fuerte Sucre.
En el Alto Mando escupieron su foto de usted. ¿Se acuerda del doctor Urbina, el
chupatintas-chupamedias?, él escribió la proclama de los subversivos. Los curas
han endemoniado a la gente. Hay centenas de muertos. Los presos políticos se
amotinaron en las cárceles. Mi mujer piensa...
-No me interesa lo que
piense tu mujer, Romelio. Prosigue, firmm...
-Lo siento, mi general, es
que ella lee las barajas españolas y averigua el porvenir.
-Entonces desembucha,
Romelio.
-Todo aparece oscuro y
pesimista, mi general, por culpa del rey de bastos y el tres de copas que
significan la mala suerte, el alejamiento, el odio y las humillaciones. Mi
esposa no lo creía, pero echó las barajas en diversas formas, de atrás hacia
adelante, de “pico a retiro”, de principio a montón, y salían las mismas
figuras, el mismo oprobio, y también un calabozo, una sentencia, años de
ingratitudes.
-Y qué más, Romelio.
-Escupitajos, mi general,
una gran llovizna de maldiciones, la saliva de quienes lo aclamaron y se
hicieron ricos por su protección. No confíe en el mundo porque el mundo es un
tango y seguirá siendo una patraña.
-No te me pongas arrabalero,
Romelio Gardel, y continúa sin guardarte nada.
-Perderá la mitad de su
fortuna, mi general, las barajas no se equivocan. Lo acusarán de haberse
apropiado de campos y cielos, llanos y ríos, mi general, y lo obligarán a
devolverlos mediante unos papeles judiciales.
-Quiero el desenlace,
Romelio, lo último de mi futuro.
-Lo último siempre resulta
lo último, mi general...
Varias granadas estallan en
la cercanía y Torres se convence de abandonar el Palacio ("Debo irme porque pescuezo no retoña"). Romelio lo escolta hasta la pista de emergencia y ahí se despide, “Permiso para quedarme,
mi general. Yo soy vicioso de este país”. Un abrazo otorga la venia.
El helicóptero mueve sus
aspas de cometa mecánico para llevarlo al avión que lo conducirá a otros
suelos. Torres sube, Torres calcula los peligros de una ciudad enardecida,
Torres se achica en el asiento. Por fin, avista el aeropuerto militar y el
casco del “King Nautilus” con sus motores en trance de despegue.
—Lo esperábamos, mi general—
saludan los rígidos pilotos.
-No hablen y encárguense de
las valijas.
-Como usted ordene, mi general.
Desde la ventanilla, Torres
observa la maniobra de partida. La nave asciende y Caracas yace como una
borrosa fulguración. El general ignora que mañana no será domingo, sino el
primer día de un lento viaje y un largo exilio.
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