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sábado, 21 de octubre de 2017

CALCO INFIEL DE UN DICTADOR REMOTO

 “¡Malditos carajos revoltosos!”, brama el General Augusto Torres delante del espejo, mientras la multitud lanza piedras contra el palacio de gobierno. Pueblo-multitud, estudiantes-multitud, pobres-multitud. Y el general de cinco estrellas estrelladas se observa las arrugas que le caminan, como microbios vivos, por su cara de gendarme temible, aunque jamás detonase un tiro ni una explosión, pues para ello contaba con secuaces, subalternos y policías.
El espejo le responde: “¡Tenga cojones, mi general!”, y Torres alega: “cojones poseo, lo que me falta es tiempo”. Sí, tiempo para guardar en las maletas los títulos valores y las divisas y los documentos de propiedad, y también los escritos sigilosos a fin de que no queden huellas de ningún escándalo (“Amado mío, hoy te esperare en el lugar de siempre”).

El General oye los golpes contra los vitrales del Palacio Azul, y huele incendios coléricos y escucha el vocingle de los ardores populares, “¡Muerte al tirano, muerte al tirano!” Sin embargo, se reserva algunos momentos de nostalgia íntima: “Aquí, en este Salón Oliva, me visitó mister Grant, embajador plenipotenciario de los Estados Unidos, una mole bizca que parecía buscar con la mirada sus pelotas de golf, porque no le interesaba ningún comino gringo nuestro diálogo. ¡Ah, mister Grant orgulloso y lelo!, despreciando la oportunidad, ¿cómo se dice?, de un entendimiento en el concierto de las naciones. Entonces le hablé en inglés para ofrecerle el pleno negocio del petróleo, nada de fifty-fifty, mister Grant, todo el oro negro y profundo, todas las delicias y el manjar de los pozos, todo para ustedes, salvo mis regalías por supuesto, excepto mis haciendas, mi dinero y mi silla tricolor. Yo me debo a la eternidad, mister Grant, y necesito vuestro apoyo por los siglos de los siglos, ¿okey? Y el tipo cambió el rostro de vaca ausente; ya no perseguía la pelotita de golf encima de un césped yanky, sino que pensaba en la gran jugada imperial de suministros libres y oleoductos gratuitos. ¿Celebramos con ron venezolano, mister Grant? Yes, yes. Sus pupilas daban vueltas de alegría geopolítica, sus modales cobraban fuerza hemisférica, “¡All, all, the oil!”, y el sabor de la caña le insuflaba una virtuosidad de amigo inseparable. ¿Abrimos otra botella, mister Micky? Of course y fondo blanco, con inclusión de revelaciones sobre su época de agente de la CIA y piloto de guerra en Corea, la herida sortaria a centímetros del hígado, la celda asiática, los apetitos de un ombligo de chica neoyorkina, porque el ron lo igualaba (nos igualaba) dentro de sus añejos secretos. ¿Qué te ocurre, Micky?, “Nothing, nothing”, pero al final el grupo de edecanes tuvo que cargarlo hasta la puerta.
“En esta Sala de los Héroes me cogí, tras el biombo de protocolo, a la embajadora de Francia, una aristócrata afable que en lugar de “Oh là là” exclamaba “¡Chévera, mon ami!”. Llegó envuelta entre sus perfumes y su peinado; olores de algas, de moluscos, de monstruos excitantes que se adherían a las cartas credenciales y salían volando para alojarse en mi bragueta; peinado altivo como de reina cuarentona, con hebras de cabello que pronosticaban las líneas ocultas de su espalda. Acérquese, embajadora, estreche relaciones, no me la voy a comer jamais. Si sufre de trópico y calenturas, quítese el saco del “tailleur”, anjá, así está más fresca, más joven, más abierta a la conversación. Y con su anuencia, madame, yo me despojaré de la pelliza militar, no, no, no hablé de pellizco pero no importa; y me la llevé tras el biombo, creyendo que era la mozuela de aquellos versos de mi juventud. Aceleradamente, la hembra blanquísima, poetísima, me mostró su catedral entre las piernas, su ensenada como el Sena, su buen busto, y nuestros cuerpos se confundieron en una francachela francesa de ansiosos precipicios. Estuvimos dos horas de ardientes pactos binacionales hasta que alguien anunció, con voz lejana, el arribo de la delegación de Pakistán. —¡Ha terminado el acto, doña, seguirá mostrándome sus cartas otro día!—; y la embajadora tomó tan al pie de la lettre mi indicación que cada semana nos encontrábamos para revisar aquellas epístolas de la diplomacia carnal. Después, mon amour, te transfirieron a una nación africana, donde por poco no hiciste la revolución...sexual.
“En este cubículo, lleno de retratos y libros bélicos, dicté las estrictas órdenes de seguridad  (¡Maten a quien se oponga, desaparezcan a quien ose un aliento contrario, una sátira, una ofensa, porque la república necesita paz, eterna paz! ¡Encalabocen a los insurgentes, prívenlos de las migas y el agua, demuéstrenles mi severo rumbo! ¿Acaso ustedes han visto un país que avance en la trifulca y el caos, en las alteraciones odiosas, en la comuna y el comunismo? No, señores, negativo, never en la vida, así que actúen sin mortificación porque la patria se los agradecerá.) Cubículo pleno de recuerdos que supo de mis desvelos por transformar estos kilómetros descuadrados en una férrea Esparta con alma americana, aunque la sembrara de tumbas y llantenes de los enemigos. Moneda de oro no soy, dispensador de necias simpatías tampoco soy; me considero un estratega de la esencia colectiva, un ingeniero de voluntades para el alcance del riguroso futuro. Mil veces lo repetí en los discursos, como un oráculo de Tebas (y de Texas) pero nacido en las montañas de Los Andes: “La justicia es el Orden”. Y mil veces más pronuncié el hierro enérgico de unas arengas en beneficio de la conciencia del progreso, frente a hombres que aplaudían con arrebato y que ahora —desgraciados, hijos de mala madre— me llaman tirano, asesino y ladrón”.
El General toma aire y da pasos casi rítmicos hasta la Sala de Agasajos. ¡Cuántas veces bailó ahí con su Primera Dama los boleros que tocaba la Billo´s Caracas Boys; en cuántas oportunidades se dejó de pendejerías formales y cruzó, ágilmente, el espacio de la fiesta al son de una guaracha bien rotunda; en cuántas otras alentó a los ministros para que moviesen su esqueleto al compás del mambo Patricia! “Nunca me gustó Beethoven, ese sordo carecía de la fiebre musical de Pérez Prado; y si de grandes genios se trata, yo invité a los mejores artistas de resonancia popular, Beny Moré, La Sonora Matancera, Celia Cruz, Lucho Gatica, Ella “La Inolvidable”, Daniel Santos, para que actuaran en Palacio y en plazas públicas, porque el poder también es espectáculo, higiénica diversión, alegría danzante, y así los gobernados se sienten más proclives a obedecer. Por eso mismo instituí los carnavales según decreto, ¡y qué carnavales!: muchachas con disfraces de la nueva era simbolizando el regocijo de la existencia, las carrozas, las serpentinas, el confeti, los caramelos, la ciudad íntegra en un jolgorio  de optimismo; razón tenían los romanos con aquello de pan (caliente) y circo (para todo el mundo). Las muchachas venían después a conocerme, no, no se me cuadren, están en su cama, digo, en su casa, y el Doctor Matos, experto Secretario Privado, realizaba la elección entre las que se adecuaran mejor a mis cánones de belleza, o sea, buenas ancas y senos apetecibles, aunque en verdad me agradaban todas, las altas y  las chiquitas, las pulposas y las flacas, las tímidas y las desenvueltas, pues me nutría de su vigor, de sus hondas venas, e imaginaba que en tales enlaces se consagraba la unión de la savia institucional y la pujanza de la juventud. —No se ponga tan filosófico, mi general, lo vuelven loco y ya—, concluía el Doctor Matos con abuso de impertinencia cuando yo hilvanaba pensamientos ideológico-sexuales, y quizás es cierto porque nunca he podido avanzar sin los pelambres de una diabla cercana. ¡Loco pero generoso!, doctor Matos; y si no, acuérdese del Pontiac que le regalé a Lupe II, reina de las Parroquias Foráneas, por una sola noche de exquisiteces. O la quinta en la playa, con mar incluido, que le cedí a Miss Orquídea 1955. O el viaje alrededor del mundo que se ganó la Princesa del Cacao. O el billete de lotería premiado que le obsequié a su queridísima sobrina, Doctor Matos”.
 Luego, el general se dirige al retrete de jaspe y mármoles. El olor lo traslada a sus eventos de pensador estatuario, porque en ese sitio —entre efluvios y retortijones, entre miasmas y residuos— adoptó esenciales providencias de autoridad. Allí decidió empezar las escaramuzas contra el país vecino, allí urdió su célebre proclama de “Los cien días”, allí se afinó la mente para disolver los partidos, allí concibió el perenne dominio, los edictos superiores, las instrucciones de la adusta disciplina. “¡Perdone la interrupción, mi general, es que tiene consejo con los miembros del gabinete!”. —Ya va, caramba, presénteles excusas, ¿no se percata de que estoy en el excusado, botando mis recursos naturales no renovables?—. Y se ríe, nostálgicamente, de sus propios chistes para mofarse de mercenarios y plumarios, “porque a los subordinados hay que situarlos en su lugar, distanciarlos, nada de amiguismos y confianza, si lo sabré yo que guié a millones de ciudadanos de todas las clases sociales. Debe infundírseles temor certero y pánico reverencial, para que entiendan sus obligaciones frente a un líder y una causa, sin la posibilidad de discutir los preceptos ni las normas, no señor. Los chistes sólo pertenecen al Jefe, cuando él los estime didácticos y convenientes; los demás deben limitarse a las sonrisas aprobatorias como en la “pérfida Albión”, ¿o fue en Córcega? Sin embargo, algunos se propasan en la adulancia y el servilismo (tú, Matos, por ejemplo), y se desternillan a cada rato para demostrarme que están de mi parte y comprenden mis ironías. Ni tanto ni tan poco, ni calvo ni con dos bisoñés, ¡Matos pendejo!, porque al hombre recto lo caracteriza la jovial seriedad, la justa sindéresis, y no esa peladera de dientes por cualquier motivo. En tu provecho pedagógico, Maticos, te envié al Castillo de Puerto Calmo durante seis meses con sus azotes, y regresaste serio y parco, lívido y apesadumbrado; pero no te duró la advertencia porque al cabo de un tiempo, estabas otra vez en plan de reilón y boca abierta. Si me tocara seleccionar entre la fauna burocrática, escogería a literatos e historiadores como el doctor Gil Antúnez, un maníaco depresivo que se la pasaba hurgando libracos para dotarme de los fundamentos del status quo, y que citaba a Platón y a Solón de puro caletre. No en balde lo dejé encargado de la presidencia durante mi visita al Reino de Suecia, porque tenía la certeza de su lealtad, aunque se muriera por un centavo mal puesto y lo chiflaran las domésticas de adentro. ¡Nadie es perfecto!”.
El General Torres no puede separarse de las evocaciones, porque en los últimos quince años él se ha creído el toro de más esperma, la rienda del sistema, el escudo nacional, los ojos de un padre colectivo, “y ahora, ¡sacrílegos!, gritan que me largue, que detenga mi obra, que vaya a prisión o que les done mi cabeza para quemarla en calderos de fritangas. Si parto, vendrá el desorden, la guachafa y las majaderías de los políticos".
-Nos quedan escasos minutos, mi general- advierte el edecán Romelio  Sánchez que ha entrado con la ametralladora a punto de desfogues-. Comprenda, que la situación es color de hormiga y nosotros, desgraciadamente, somos las hormigas. Tengo ya la visa alemana en su pasaporte.
-¿Alemana has dicho, Sánchez?
-Sí, alemana legítima, mi general. Tan legítima como usted o como yo-  espeta el Capitán Sánchez con un susto hecho valentía.
-¿Y tú crees, Romelio, que me iré de esta tierra para vivir en un pueblo de comedores de salchicha? No, ¡por Dios!, prefiero Francia y su Arco del Triunfo, el París nocturno, la graciosa gracia  de las muchachas de allá...
-No hay escogencia posible, mi general, pues nadie quiere recibirlo. Logré el visado alemán a cambio de muchas libras esterlinas.
-¡Marcos, son marcos, Romelio, no libras esterlinas! ¡Tú tan  ignorante de las cosas del planeta! 
-Mi general, dije libras esterlinas porque efectué la negociación a través de la embajada inglesa.
-Bueno, bueno, olvida el problema de las divisas e infórmame al detalle sobre las acciones de los enemigos.
El Capitán Romelio Sánchez aspira una bocanada de obligatoria serenidad, se despoja del quepis y empieza un atropello de noticias:
-Se rindió el Fuerte Sucre. En el Alto Mando escupieron su foto de usted. ¿Se acuerda del doctor Urbina, el chupatintas-chupamedias?, él escribió la proclama de los subversivos. Los curas han endemoniado a la gente. Hay centenas de muertos. Los presos políticos se amotinaron en las cárceles. Mi mujer piensa...
-No me interesa lo que piense tu mujer, Romelio. Prosigue, firmm...
-Lo siento, mi general, es que ella lee las barajas españolas y averigua el porvenir.
-Entonces desembucha, Romelio.
-Todo aparece oscuro y pesimista, mi general, por culpa del rey de bastos y el tres de copas que significan la mala suerte, el alejamiento, el odio y las humillaciones. Mi esposa no lo creía, pero echó las barajas en diversas formas, de atrás hacia adelante, de “pico a retiro”, de principio a montón, y salían las mismas figuras, el mismo oprobio, y también un calabozo, una sentencia, años de ingratitudes.
-Y qué más, Romelio.
-Escupitajos, mi general, una gran llovizna de maldiciones, la saliva de quienes lo aclamaron y se hicieron ricos por su protección. No confíe en el mundo porque el mundo es un tango y seguirá siendo una patraña.
-No te me pongas arrabalero, Romelio Gardel, y continúa sin guardarte nada.
-Perderá la mitad de su fortuna, mi general, las barajas no se equivocan. Lo acusarán de haberse apropiado de campos y cielos, llanos y ríos, mi general, y lo obligarán a devolverlos mediante unos papeles judiciales.
-Quiero el desenlace, Romelio, lo último de mi futuro.
-Lo último siempre resulta lo último, mi general...
Varias granadas estallan en la cercanía y Torres se convence de  abandonar el Palacio ("Debo irme porque pescuezo no retoña"). Romelio lo escolta hasta la pista de emergencia y ahí se despide, “Permiso para quedarme, mi general. Yo soy vicioso de este país”. Un abrazo otorga la venia.
El helicóptero mueve sus aspas de cometa mecánico para llevarlo al avión que lo conducirá a otros suelos. Torres sube, Torres calcula los peligros de una ciudad enardecida, Torres se achica en el asiento. Por fin, avista el aeropuerto militar y el casco del “King Nautilus” con sus motores en trance de despegue.
—Lo esperábamos, mi general— saludan los rígidos pilotos.
-No hablen y encárguense de las valijas.
-Como usted ordene, mi general.
Desde la ventanilla, Torres observa la maniobra de partida. La nave asciende y Caracas yace como una borrosa fulguración. El general ignora que mañana no será domingo, sino el primer día de un lento viaje y un largo exilio.



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