KOTEPA
(RE-CUENTO)
Kotepa Delgado llega
con sus huesos y su boina de estudiante rebelde a una de las prisiones que el
dictador Juan Vicente Gómez dedica a la insurgencia: el Castillo de Puerto Cabello,
fortín que edificaron los colonizadores españoles para defender la ciudad de
los asedios piratas. Son muchos los jóvenes detenidos, algunos no alcanzan los veinte años. Los guardias, con sus armas
ansiosas, conducen al grupo de universitarios hasta una bóveda que funge
de celda. Hay otros hombres allí, son los habituales presos de un régimen que
no acepta modo alguno de inconformidad. Sombras emergen de otras sombras para
saludarlos mediante abrazos carcelarios; a través de los barrotes de la ventana
se cuela un calor áspero, casi sólido.
Kotepa
ve todo con moroso detenimiento, el mar
suena con golpes de acantilado. Repasa las paredes de los siglos donde Miranda
estuvo recluido y se acongoja por instantes de avispas que le tocan el corazón;
coloca su ropa y sus libros sobre un suelo de piedras inexactas. Alguien le
indica el camastro de hilachas para tumbarse, pero no quiere dormir, solo
anhela acostumbrar los sentidos (y los sentimientos) a la realidad combativa de
la prisión.
El hombre a caballo salió en carrera contra la
noche para buscar al doctor Guédez. La lluvia empezó como gotas aisladas y
luego se volvió un torrente indómito, un terco imperio de humedad. El hombre
miró el río, amplio y crecido, y quiso devolverse porque muchos habían muerto
en los intentos inútiles. Sin embargo, el mensaje del cual era portador no
aceptaba renuncias ni desesperanzas: “Dígale al doctor Guédez que venga de
inmediato, María no puede parir, la criatura no le sale y ya la comadrona hizo
todo lo que sabía”. El hombre se detuvo un momento al margen de las aguas,
esperando (y rogando) que la corriente bajase su nutrida intensidad; pero como los cielos se negaron a
ayudarlo, azotó al caballo con el fuete, picó las espuelas y se lanzó al asedio
de la orilla contraria. En mitad del río entendió que nuestras vidas penden de
un enigma o de una voluntad, “Dígale al doctor Guédez que venga”, como si el
destino estuviese atado al de los otros, “María no puede parir, la comadrona
hizo todo lo que sabía”, o como si la existencia fuese una maldita forma de
sustitución y reemplazo, “la criatura no le sale”. Por fin el hombre agregó
fuerzas a su arrojo, luchó contra el enemigo líquido, miró hacia las estrellas
distantes y emergió del río. Aún le quedaba un trecho de pantano hasta la casa
del doctor Guédez, pero no se amilanó: cabalgaba para también cumplir con su
destino.
Atanasio, el caporal de La Trilla, se bajó del caballo
y dio golpes urgentes en la puerta de la vivienda del doctor Guédez, una
propiedad aislada por campos de labranza. Guédez abrió, luego de varios minutos
de indecisión, y lo interrogó con los ojos. Atanasio le explicó que doña María
se hallaba en trance difícil y que don Francisco, su esposo, lo mandaba a
llamar para que la asistiera en el parto. El doctor Guédez delineó una mirada
de resignación y le indicó al caporal, con escasas palabras, que se sentara en
la banqueta mientras él arreglaba su maletín. Los sapos entonaban liturgias
repetidas, la ventisca mecía el firmamento.
Los dos hombres partieron en sus monturas. “Sigue
lloviendo”, dijo Atanasio; el doctor Guédez guardó silencio como una
confirmación de la obviedad. Llegaron al sitio de briznas donde el río cede
paso, pero la vertiente les impidió superar su flujo; “remontemos el camino
hasta el Cruce de la Cruz, ahí los caudales se achican”, sugirió el caporal, y
el médico asintió con la vista varada en la cima de unos árboles lejanos.
Los dos jinetes galoparon por un atajo de niebla. El
doctor Guédez, encima de su alto caballo, parecía una simple añadidura;
Atanasio lo observó y sonrió. Por fin, con empeño ante las furias del diluvio,
atravesaron el raudal y sin descansar corrieron, veloces, al encuentro de La Trilla.
Los pájaros revoloteaban en bandadas, la casona del predio era una magra luz en
la distancia.
Don Pancho los esperaba con su indeclinable traje negro
y las manos detrás de la espalda. “¡María se muere!”, dijo sin saludar y guió a
Salomón Guédez hasta el cuarto de la mujer. Bajo una cofia de paños hirvientes,
María, adormecida, ya no gritaba por los dolores; un grupo de ancianas oraba
mientras salpicaba menjurjes de buen auspicio por los rincones. El doctor
Guédez ordenó, con un exacto gruñido médico, que todos salieran de la
habitación, salvo la comadrona para que le sirviese de ayudante. El alba ya se
metía por las hendijas, los pájaros continuaban sus juegos oscuros.
A las diez de la mañana, don Pancho Delgado vio la hora
en el reloj de manecillas suizas, y ratificó que el calendario indicaba la
fecha del planeta: 20 de mayo de 1907. En ese instante, el doctor Guédez
emergió de sus labores para transmitir la noticia, “María murió, pero la
sobrevive un niño varón”. Las ancianas se alegraron entre sollozos.
–Se llamará Francisco José –proclamó don Pancho–,
Francisco como yo y José como su abuelo–. La voz de la comadrona dijo para sí:
“Yo lo nombraré Kotepa, es un secreto que me pertenece”.
Y todos sintieron el recio llanto de Francisco-Kotepa.
Francisco José, o Kotepa, o Francisco-Kotepa
Delgado Segura, creció bajo el resguardo de tías solteras que pugnaban por ser
la de más rango en el afecto, y el chico -intuitivo desde que distinguió el
primer brillo del sol- aprovechaba esta competencia para afianzar sus
temeridades y su libertad. Así, hizo suyo cada sitio de La Trilla: el patio de lozas
donde descascaraban el café, el molino que trepidaba quejas metálicas, el
corral de las aves en alboroto, los sembradíos, las arboledas en fila de
olores, los cultivos de naranjas (que semejaban una feria de globos colgantes), la
lumbre de los trabajadores: con platos de barro brusco y un fogón siempre
ardiendo. Después, caminando, trasponía los contornos de la propiedad e iba al
pueblo para mirar a través del asombro: el mercado, los hombres de revólver
y silencios, las damas elegantes que bajaban y subían del tren estilo
inglés, los grupos en las esquinas, el circo itinerante y las compañías
teatrales, los reclutas en pos de novicios cuarteles, las paredes curvas de la
iglesia, el camposanto con sus ángeles
de yeso. Todo lo advertía y absorbía el muchacho en la pequeña Duaca bullente,
emporio agrícola, “la perla del norte” del Estado Lara.
Bajo la tutela educativa del presbítero Félix
Quintana, estudió primaria en la vivienda de la maestra Carmela, una escuela
que tenía dos aulas de clases –angostas y rígidas– con nubes que se colaban por
el techo de caña brava y boquetes entre las tapias para la expansión del
aire. Carmela, dueña de una antigüedad sin arrugas y de muchos lunares
diseminados por el cuello, resaltaba los atributos de la caligrafía, “¡Saquen
el cuaderno Palmer y escriban las líneas que corresponden hoy!”, como si el
porvenir de los infantes residiese en aquellas letras lacónicas o extendidas,
concisas o largas. Kotepa concentraba su esmero en la perfección de los signos,
aunque a veces se evadía hacia otros espacios por las rasgaduras de las tapias,
y más allá de Duaca vislumbraba ciudades y torbellinos.
Kotepa tenía cinco hermanos, pero se aficionó a la
razón de la soledad. Deseaba que nadie lo interrumpiera cuando, escondido en un
revoltijo de desván, leía a Emilio Salgari y se montaba en el palo mayor de la
goleta de Sandokan y luego luchaba –con su espada gloriosa– contra el sultán de
Varauni; o cuando recitaba versos bajo una huella del cosmos o atrapaba azoradas
tortolitas para más tarde liberarlas. Sin embargo, no siempre percibía el lado
afable del universo: constató la hambruna causada por una
depredación de langostas, y vio cómo los
menesterosos pretendían invadir fincas y haciendas en busca de frutos maduros.
“Contengan a la turba –ordenaban los acaudalados dueños–, disparen a quienes
traspasen la cerca, ¡la propiedad debe respetarse!”. Se enteró de la
oportunidad aciaga en que Obdulio, su primo de pantalones largos, hirió de
muerte al jefe civil por haber vulnerado el honor de la familia. Observó, no
sin turbación, el tropel de guerrilleros que atravesó la senda hacia la
montaña.
Los menesterosos con hambre sombría rodearon los
latifundios. Se contaban por cientos de campesinos o por miles de ojos
fijos. Había espectros de cualquier edad (porque la penuria no discrimina),
estaban desarmados y divisaban a fuerza de tribulación los frutos que les
permitirían subsistir hasta la próxima urgencia. Los alambres de púas, como
fieras grises, impedían el paso y las infracciones; y más atrás, los máuseres
enarbolaban temibles advertencias, “la propiedad se respeta o se paga con la
vida”. Kotepa impugnó su estirpe y lloró sin lágrimas: quería acompañar a los
desdichados y ofendidos.
Obdulio, el primo mayor, cobró la ofensa familiar
(escarnio definitivo, agravio de la época). El jefe civil Dámaso Durán,
un andino de pelo marchito, afirmaba/comentaba/divulgaba con regustos de
alcohol y apetencias, que por las noches se escurría en la cama de la tía
Asunción, previo pacto silente con ella, para penetrarla hasta la saciedad de
la madrugada. Los contertulios lo celebraban, “¡Usted es un verdadero macho,
don Dámaso, brindemos por sus hazañas!”. Y Dámaso Durán, con los bigotes aún
mojados por el brandy, salió de la taberna trastabillando jactancias y poderes
municipales. Obdulio conocía sus rutas y lo esperó al lado de un farol exiguo.
Dámaso se percató de su presencia y trató de devolverse, Obdulio empuñó el
revólver, Dámaso –entre eructos– le pidió que conversaran, que no creyera en
mentiras por favor, Obdulio solo le respondió “¡Vete a tu infierno de mierda,
cobarde!" y le descargó cinco tiros calibre 38. Después, fue a la casa, se
lavó las manos con demorada calma, besó a Asunción en la frente, preparó la
carreta y se perdió en el rumbo de la oscuridad.
Los facciosos iban en sus cabalgaduras o a pie. No
serían más de cuarenta y los comandaba un hombre de cara ancha y triste. No
parecía militar, ni los otros parecían sus huestes. “Es el General Inocencio
Barroeta que se ha alzado contra Gómez, Dios lo acompañe y cuide también a esas
pobres almas”, dijo don Pancho como hablando en solitario. “¿Adónde se dirigen,
papá?”, preguntó Kotepa. “A la derrota, hijo, el General Gómez es muy
poderoso”, contestó don Pancho y se secó el sudor del mediodía. Perros
famélicos se unieron a la cuadrilla sediciosa, un viento repentino formó espirales
con la hojarasca, la mirada de Kotepa se perdió en el rastro de la montaña. Y
todo ello le volvería, en truenos de memoria, como un hierro a carne viva: los
hambrientos y los frutos vedados, Obdulio huyendo de la ley, los montoneros
contra la opresión del General Gómez.
El colegio La Salle aguardaba a Kotepa en Barquisimeto,
la capital del estado, para que cursara el bachillerato, y como don Pancho
carecía de los fondos imprescindibles, su tío Eulogio, con una
generosidad que no lo caracterizaba, pues ahorraba hasta en el aire de la
respiración, decidió asignarle una modesta beca de estudios por cinco años, “Ni
un día más, ¿me oyó, sobrino?”. –De acuerdo, tío, ni un día menos–.
Barquisimeto no era ninguno de los parajes que Kotepa avistaba entre brumas,
pero poseía un diagrama de calles ordenadas, una muestra palpable de
automóviles nuevos, aglomeraciones comerciales por doquier e inmigrantes
que buscaban matrimonios seguros. Además, tenía una catedral de supremas
cúpulas, una docena de oficinas de gobierno y plazas para entretenerse debajo
de los bucares.
Don Pancho lo despidió con su bendición y algunos
consejos altruistas. Era un cincuentón de modales mansos y pensamientos
alejados a quien no le interesaba la riqueza, ni los trofeos del éxito social,
ni la pertenencia al Club Bolívar (donde los prósperos comerciantes fumaban
habanos y jugaban billar), ni la política de turno, ni nada que lo distrajera
de las obsesiones que le fermentaban la cabeza. Y ello porque al meditabundo
don Pancho, no se sabe por cuáles bizarros e inexplicables motivos, se le metió
en las circunvoluciones mentales inventar un aparato de movimiento continuo, o
sea, un armatoste que se moviese solo y por el resto de los años del planeta.
Edificó, dentro de la casa, un taller especial para sus labores, y lo colmó de
tornillos, tuercas, resortes, imanes, clavos, bolas de plomo, ruedas de diverso
grosor, y cualesquiera elementos de materia concreta que pudiese servirle para
los fines de la oscilación perpetua. Y por tales menesteres dejó de ocuparse de
La Trilla y del café, cedió su parte en un negocio de víveres,
pasaba los días leyendo libracos de mecánica antediluviana que le
llegaban a través del ferrocarril, y durante las horas nocturnas se dedicaba a
construir sus fallidos e impasibles aparatos. “¡Don Pancho se volvió loco!”,
decía la murmuración del pueblo, pero don Pancho se hacía el desentendido y el
niño Kotepa no encontraba ninguna respuesta sobre la conducta del padre (aunque
después leyó algunas cartas que le removieron la fronda de la
conciencia).
El colegio La Salle estaba embutido en el centro de
Barquisimeto y a la vista de los crepúsculos de la tarde. Era una mole con
ventanas que ocupaba muchos metros a la redonda, poseía una capilla de
imitación renacentista, su plazoleta central guardaba la pulcra simetría del
conjunto, la fila de habitaciones para los internos mostraba la dermis de la
pintura blanca, nadie acentuaba la voz porque el alto volumen se hallaba
prohibido por la discreción, y las clases de los hermanos lasallistas
conformaban una paradójica teología que no se apartaba de la ciencia
(Jesucristo a la vera del microscopio, la religión en el mismo pupitre de las
comprobaciones matemáticas). Desde su arribo, Kotepa sintió como si el albur
humano le hubiese reservado un sitio de privilegio en aquella comunidad, aunque
pronto advirtió que no estaba hecho para aceptar los inverificables misterios
de la fe.
El Hermano Luciano, sabio y comprensivo preceptor,
distinguía a Kotepa entre todos los alumnos, y con su acento francés declaraba:
“Duaca es la pegla del norte y Kotepa
es la pegla de Duaca”. Los demás
muchachos, por venganza, remedaban a Luciano exagerando las erres: “Duaca es la
perra del norte y Kotepa es la perra de Duaca”. Golpes, amenazas, trifulca a la
salida de clases, hasta que Kotepa se habituó al apelativo. “Perra, te queremos
mucho; perra, ven acá; perra, préstame tu libro de castellano; perra, échanos
el cuento de la vez que en Duaca llovieron pescados”. –De acuerdo. Un día de
junio en Duaca cayeron del cielo carites, atunes, merluzas, sardinas, pargos, y
todos creían que se trataba del fin del mundo, pues Duaca se encuentra a 150
kilómetros de las olas marinas, y ante el suceso se pusieron a rezar y a
confesarse, y los curas repartían las hostias de la comunión divina, y las
ancianas lloraban y predecían martirios de Lucifer, y los machos empalidecieron
por la incertidumbre o por el miedo, y los niños se quedaron viendo hacia la
cresta de las nubes, hasta que arribó el profesor Mogollón, de Biología y
Ciencias Naturales, y explicó el fenómeno: todo se debía a un poderoso tifón
que acarreó los pescados desde el mar. Sin vacilaciones, la multitud se
santiguó y agradeció a Dios Santísimo, y en grandes pailas creyentes y no
creyentes cocinaron los envíos del cielo para engullírselos.
Por su dedicación a los estudios, y quizás en premio a
su vivacidad, Kotepa fue designado como amanuense del Hermano Nectario María,
uno de los honorables fundadores del Colegio La Salle, para que tomase el dictado
de la obra que estaba escribiendo (La Maravillosa Historia de Nuestra Señora de
Coromoto de Guanare), relativa al encuentro celestial que tuvo el cacique
Coromoto con la Virgen. “Tome nota, Francisco José”, ordenaba el Hermano, y
enseguida con actitud de arrebato místico empezaba a dictar: “Una clara mañana,
el cacique Coromoto, de la tribu Cospes, se encegueció ante un extraño
resplandor… –No, no, tache eso –exclamaba Nectario María y comenzaba de nuevo:
“Una aureola con rostro excelso descendió de la eternidad y le habló en su
lengua al cacique Coromoto…” –Tampoco me gusta, querido alumno,
deséchelo– y volvía a la carga con una distinta narración de la circunstancia.
Así, de manera sucesiva, el Hermano dictaba e imponía modificaciones: y Kotepa,
entre abismado y desconcertado, transcribía muy seriamente las versiones del
milagro virginal para luego relatarlas en sorna a sus condiscípulos.
Cuando se graduó de bachiller, el Hermano Luciano lloró
de notorias emociones al entregarle el diploma, “Se me va la pegla de Duaca”. Kotepa, mientras
esperaba que la familia resolviera algunos problemas económicos para que
iniciase la carrera de Derecho en Caracas, se ocupó de redactar misceláneas en
el diario El Impulso, de Barquisimeto (quizás como un presentimiento
vocacional), era short stop de rústicos juegos de béisbol a descampado, leía
cumbres de libros con un asiduo cigarrillo entre los labios, inventaba chistes
y agudezas, y se declaraba como abstemio irreductible, pésimo bailarín de
cualquier melodía e impráctico absoluto en las tareas hogareñas. Por fin,
tomó su maleta y el autobús con escalas y llegó a Caracas para deslumbrarse.
Corre el año de 1928, los estudiantes de la Universidad
Central arden de inquietud con sus boinas azules. El General Gómez es dueño de
las mínimas instancias de un país todavía rural, manda y comanda, observa el
mínimo detalle tras los ojitos de
campesino taimado, sus cortas palabras son los preceptos infalibles del
dictador, usa una mustia casaca militar y guantes de cuero para no contaminarse
las manos con microbios letales, lleva mostachos de puntas hacia la tierra,
nunca sonríe (tal vez piensa que no es de varones mostrar los dientes), calza
botas y se apoya en un imperioso bastón de caoba.
Los jóvenes universitarios se asfixian de ansiedad y
necesitan un cambio. No aguantan el aire de las imposiciones, el soplo mortal
de la dictadura. Están cansados de que las ideas solo sean un atavío de la
retórica y que el país les parezca ajeno y distante, como si los albores del siglo
XX hubiesen pasado de largo por Venezuela. No saben muy bien cuál es el camino,
pero están dispuestos a cualquier voluntad. Comienzan por reanimar los
centros estudiantiles y la proscrita Federación de Estudiantes, discurren,
discuten, opinan, meten la revulsión dentro de las aulas, llevan a cabo
actividades colectivas y organizan eventos de calle. Kotepa, ya en segundo año
de Derecho, forma parte del estremecimiento y la agitación, también de los
líderes e intelectuales que colmarán los tiempos del futuro.
Los “boinas azules” aprovechan cualquier germen para
movilizarse, y así en el carnaval de 1928 organizan la Semana del Estudiante,
que comprende un desfile desde la Universidad hasta el Panteón Nacional como
homenaje a los próceres de la Independencia, la coronación de la reina de los
estudiantes en el Teatro Municipal, recitales y concentraciones juveniles. Los
sucesos se precipitan de manera sorpresiva: Pío Tamayo, poeta de destierros nómadas
y primer inculcador del marxismo en el país, lee al lado de la reina Beatriz I
su elegía Homenaje y demanda del indio, con alusiones a los altos
principios libertarios y contra el régimen despótico; y un alumno de Medicina,
en acción insólita, destroza la lápida que honra la memoria de un hermano del Presidente
Gómez. La respuesta gubernamental es inmediata: cárcel en el Castillo de Puerto
Cabello para Pío Tamayo y dos centenares de estudiantes, pero una inusitada e
increíble onda de protestas de la ciudadanía logra que el gobierno suelte a los
jóvenes (aunque no al poeta Tamayo). En esta oportunidad, Kotepa se salva del
carcelazo, mas no por mucho tiempo porque seis meses después lo hacen
prisionero, enviándolo, junto con otro numeroso grupo de estudiantes, a
la Colonia de Araira para realizar trabajos forzados en la construcción de la
carretera Araira-Guatire.
El campamento de los reclusos lo constituyen una casa
en ruinas y una imitación de tiendas de campaña. Por cada cautivo hay un
militar o un gendarme de “La Sagrada” (cuerpo de cancerberos del gobernador de
Caracas). El río está enfrente, tímido y sucio, y más allá el cerro, y más allá
la trocha que conduce al sitio de las obligatorias faenas. El día se anuncia
con metálicos toques de diana y luego del desayuno (a modo de dosis
minúsculas), los presos deben caminar con sus picos y sus palas durante una
hora hasta la obra. Después, al final de la jornada, la extenuación se confunde
con el hambre y los oníricos deseos de huir. Algunos enferman, otros padecen de
caídas abruptas por el cansancio. Araira es un círculo de miedo, el despotismo
de los viles.
Hay el murmullo subterráneo del traslado a un presidio
distinto. Explican que por causa de próximas y terribles inundaciones, dicen
que por un inminente asalto de fuerzas antigomecistas, nadie sabe. Sin embargo,
a los jóvenes los convence la certidumbre de varios vehículos y la orden de
alistarse para un viaje. Destino: el Castillo de Puerto Cabello. El recorrido
evita la ciudad de Caracas para eludir manifestaciones públicas, y toma la vía occidental,
pero acercándose al fortín una multitud reconoce a los muchachos de la
“Generación del 28” y los ovaciona.
Kotepa arriba al reclusorio con sus huesos y su boina
de estudiante rebelde. Hay seis calabozos pegados del mar y una celda de
escarmiento (“El Tigrito” la llaman) Como a todos, le calzan un par
de grillos de 70 libras; nadie les indica las normas de conducta porque la
prisión tiene reglas despiadadamente obvias que se basan en callar y obedecer,
y quien las transgreda obtendrá la inclemencia del castigo. Componen la dieta
diaria dos potes de frijoles, dos plátanos, una sanguaza de maíz y un pocillo
de café; los inodoros se reducen a un espacio para recoger el detritus (“El
pollino” lo denominan); cada preso debe cargar consigo un balde de agua para
beber y bañarse.
Ahí está Pío Tamayo con su fija mirada de águila y sus
palabras sin pausa. Habla como si descubriese otros sistemas solares, llenos de
justicia y hombres libres. Recita y canta. Narra episodios de vida, política y
literatura. Detalla múltiples existencias en Puerto Rico, Nueva York y
Centroamérica. Relata diversas acciones y vocaciones: periodista, poeta,
escritor, empleado de una planta azucarera, organizador de huelgas de
inquilinos, dueño de imprenta, cofundador del Partido Comunista de Cuba,
exiliado internacional. En la que nombra como su Carpa Roja, “escuela de
idealidad avanzada”, imparte clases de marxismo a los jóvenes cautivos y les
insufla los fuegos ideológicos de la Revolución. No dilapida mensajes en
un océano infértil, porque sus alumnos saldrán de la cárcel para hacerse
comunistas y predicar la posibilidad de un mundo nuevo, mientras él permanecerá
bajo encierro hasta poco antes de que lo aniquile la tuberculosis producto de
la reclusión.
El General Gómez, con falsa magnanimidad, libera a los
estudiantes presos en el Castillo y los entrega a sus familiares. El acto
público se realiza en Maracay, el tirano –zamarro, calculador– procede como un
padre que vela por los hijos indómitos y descarriados. El país se halla de
fiesta, pero nadie cree que el autócrata sea tan humano y compasivo, y la
sospecha se confirma pues Gómez pronto encierra en la fortaleza a otro grupo de
inconformes. Kotepa constata que ninguno de los suyos ha ido a Maracay
para recibirlo de manos del sátrapa; sin embargo, no se amilana porque lo ha
acerado el tiempo de cautiverio: más de un año en la Colonia de Araira y el
Castillo de Puerto Cabello. “¡La consigna es vencer!”, crepita dentro de sí y
abraza a sus compañeros.
No se ve entre códigos y litigios porque lo llama desde
sus adentros, la acción política. Abandona los estudios de Derecho y junto con
otros jóvenes revolucionarios (Juan Bautista Fuenmayor, Rodolfo Quintero, Ángel
Márquez) acomete la elaboración de 25 lecciones para obreros. Se trata de una
publicación en multígrafo (sustraído de la Federación de Estudiantes) en la
cual divulgan pensamientos elementales sobre el carácter del sistema
capitalista, su composición social y los antagonismos entre la clase obrera y
la burguesía; fogosas páginas de autores que apenas se iniciaban en el
conocimiento del socialismo. Son “Lecciones para sublevarse”, comentaría un
chivato del régimen.
Bajo nombre apócrifo se encarga, durante breve lapso,
de la célebre columna Tirabeque y Pelegrín en el matutino El Sol. Recibe del
exterior, a través de vericuetos subrepticios, publicaciones planetarias sobre
las luchas de los pueblos. Fuma y piensa. Se aboca a libros marxistas como
menester de las noches. Lee y fuma. Discute con fraternos amigos acerca de las
concretas ilusiones del porvenir. No duda. “Hay que actuar”, repite en
soliloquio.
Vuelven a Venezuela los hermanos Aurelio y Mariano
Fortoul con el encargo de fundar el Partido Comunista. Aurelio es arquitecto y viene
de Francia, Mariano trabajó como ingeniero mecánico en fábricas de Estados
Unidos. Ambos citan en sigilo a los líderes de mayor compromiso, Kotepa está
entre ellos. Días de preparativos, desasosiegos, contactos, y el 5 de marzo de
1931 en un inmueble del centro de Caracas donde funciona la aparente oficina de
Aurelio Fortoul, se constituye la primera célula del PCV. En pocas semanas viaja
al país desde Colombia el húngaro-norteamericano Joseph Kornfeder, un tipo de
verbo ágil y grandes orejas, enviado por el Buró del Caribe de la Internacional
Comunista con el mismo objeto de crear el partido marxista-leninista
venezolano, y quien porta el primigenio manifiesto de la organización a
difundirse el 1º de mayo Día del Trabajador (el mismo Joseph Zack Kornfeder que
años después declarara ser agente del FBI ante una Comisión del Senado de USA).
En solo un mes se instituyen seis células, de seguidas su cantidad se duplica y
se forman comités de parroquia y fracciones en entidades gremiales (ya cuentan
con 12 estudiantes y 40 obreros). Pero a finales de mayo, por causa de una
delación, la policía allana la oficina de Aurelio Fortoul y detiene al grupo de
dirigentes del recién creado partido. Kotepa no se salva aunque estuvo a punto
de ello: es de noche, el frío enmohece la calle solitaria, Kotepa divisa la esquina de Maturín y avanza para
verificar el cuadrado con el Nº 31 en signos góticos, de repente emerge de las
sombras sombrías un rostro que Kotepa conoce, es el de un esbirro -de pajilla y
lentes- que se cree escritor, “¿Cómo estás?” saluda Kotepa para demostrar
serenidad, y el hombre en afán de alertarlo le responde “Por aquí,
colega, las vainas no están muy buenas”, Kotepa soslaya la advertencia y entra
a la reunión. Cuando las campanas de la Catedral indican la madrugada, un
tropel de policías irrumpe en la casa y detiene a los nueve dirigentes que
están allí. La prisión de La Rotunda les reserva una larga estadía.
Kotepa no se resigna a encontrarse de nuevo en la
cárcel, sujeto por los sempiternos grillos, y menos en esa mazmorra de obra
circular (como una dimensión repetida y luciferina), donde el gomecismo
demuestra su barbarie. Isla de incomunicación, de comestibles ascosos, de
hacinamiento, de torturas y azotes contra quienes señalen los verdugos superiores.
Zona de ferocidad y desprecio, con argucias de muerte y vidrios molidos para
macerar los alimentos de los reclusos. Área inmunda, área de miserables
despojamientos y negocios ilegales; feudo de Nereo Pacheco, homicida y cabo de
presos.
El Apamate, calabozo donde se halla recluido Kotepa
junto con la treintena de presos más, tiene 8 por 6 metros, una sola puerta y
dos ventanas cerradas que coronan tres boquetes en semicírculo. El aire fluye
penosamente y la esperanza del sol se reduce a las primeras horas de la mañana.
El agua parece un atributo de la escasez, y la comida del penal (el rancho, lo
llaman) es una fétida mescolanza que repugna. La incomunicación posee categoría
de mandato, los detenidos no pueden hablar con los reos de otros calabozos ni
con los celadores, a menos que se dirijan a estos para tratar asuntos de orden
interno. La puerta de El Apamate solo se abre cuatro veces diarias y por el
tiempo imprescindible para colocar los alimentos y recoger los miasmas. Campean
las enfermedades, no hay ninguna atención sanitaria, las medicinas se venden
con cuantioso sobreprecio en el abasto “oficial”.
Las sanciones constituyen el perverso emblema de la
autoridad y el dominio, celdas de castigo (aunque sea por poseer el delito de
un lápiz para la escritura), la suspensión de las viandas de comida que
proporcionan los familiares, la confiscación de ropa y colchonetas, la negativa
de cartas y correspondencia, el racionamiento del agua como penalidad. Sin
embargo, el aislamiento aviva el espíritu de los hombres para no sucumbir. Por
ello, los camaradas crean, dentro de El Apamate, una rigurosa organización
comunista, mediante comités de ideología, aseo, disciplina, provisiones y
representación ante el alcaide carcelario, con reglas estrictas y un orden
férreo, quizás la única manera (y así lo confirmará Kotepa después) de no
enloquecer, morirse de quebrantos físicos o entregarse a la mengua. Todo se
discute en asamblea, todas las nimias pertenencias son propiedad colectiva, los
líderes son designados por votos mayoritarios, cada quien aporta sus
conocimientos a través de charlas y conferencias, los materiales y libros
ocultos se rotan para su lectura e intercambio de opiniones. Las ideas traspasan
las murallas y las aldabas, no existen tiranos que puedan con la fuerza del
raciocinio.
Los avatares y angustias no faltan, tampoco los ardides
frente a la calamidad. Kotepa recibe las continuas visitas de la tía Juana,
vetusto personaje de Gorki que ha migrado su residencia de Barquisimeto a
Caracas para llevarle viandas alimenticias y, además, para burlar las
prohibiciones penitenciarias, pues los envases de comida tienen un doble fondo
donde se insertan esquelas, misivas y noticias, pero los gendarmes de turno
confiando en el aspecto inocente de la tía Juanita, le franquean el paso sin
mucha revisión. Los reclusos emprenden diversas tácticas comunicativas mediante
golpes cifrados en la pared para dialogar con los presos de otras celdas, como
acostumbraba Edmundo Dantés en el
Castillo de If, o bien formando palabras y oraciones con hilos de coser entre
los dientes de un peine, según arduos métodos de indicación de vocales y
consonantes (peines-telegramas que hacen llegar al resto de los detenidos por
medio del pago de tarifa a algunos guardianes). Kotepa es el más flaco de todos
los reclusos y posee unos tobillos diminutos, circunstancia que aprovecha para
zafarse los grillos con movimientos de faquir y el respaldo de los demás por su
proeza de desobediencia. Kotepa conserva la avidez por el cigarrillo, pero no
siempre los cautivos logran obtenerlo a causa de las férreas prohibiciones, y
viene el síndrome de abstinencia, las ganas indómitas, el delirio del humo; y
entre nubes gaseosas los adictos nicotínicos observan los algodones
de un colchón, y alguien propone que se los fumen en pipa, y enseguida aparece
la magia de un cachimbo de madera para que la feligresía de viciosos empiece a
calmar sus ansias hasta el total finiquito del relleno (Allí principian el
enfisema de Kotepa y la asfixia para su tumba). Kotepa toma notas mentales de
lo que sucede en El Apamate y luego escribe y describe los hechos: la locura
estridente e insomne del reo Pacheco Arroyo y la muerte de Manuel Lorenzo
Maldonado, que falleció después de 33 ataques epilépticos en tres días y sin
atención clínica ni suministro de medicinas.
La diligencia internacional a favor de los presos
políticos venezolanos, logra que el grupo de comunistas detenidos salga de La
Rotunda (¿o sería quizás por una inescrutable artimaña de Gómez?). Se
dice que el alcaide recorre los calabozos preguntando quiénes son los
comunistas, y los de mayor malicia callan ante la perspectiva de redobladas
torturas, sin saber que la interrogación tiene por objeto liberarlos. Kotepa,
siempre fiel a la verdad, confiesa su ideología y lo anotan en la lista para el
exilio. Transcurre el mes de diciembre de 1934, ya tiene –según sus puntuales
cuentas– tres años y siete meses prisionero en La Rotunda. Su tía entrega la plata
para el pasaje en el vapor Astrea, y un Kotepa de ropa improvisada y pupilas
inmensas desciende en Barranquilla, Colombia.
El río Magdalena es, según lo imaginaba, una sierpe
oscura frente al Caribe, con barcos calmosos que remontan el horizonte y tocan
músicas de vitrola; y Barranquilla La Arenosa, crecida en su ribera, exhala
esencias e historias de negritud, como si fuese el centro de un mundo original.
Todos los vecinos hablan al mismo tiempo, bendiciendo, maldiciendo, nombrando,
gesticulando, porque la intensidad los caracteriza. Kotepa indaga por
habitaciones de alquiler en un portal de cayenas florecidas, y la dueña
–robusta, amable– le brinda sonrisas de afirmación. ¡Tan cerca y tan lejos que
está la patria!
Sabe que en Barrio Arriba tiene una frutería Raúl
Leoni, compañero de la Generación del 28, y hasta allá encamina sus pasos.
Leoni expende mangos, nísperos y zapotes maduros para sobrevivir, y al ver a
Kotepa lo abraza con fraternal complacencia. Luego del encuentro, se reunirán
en los atardeceres para, sentados sobre cajones frutales, discutir acerca de
los afanes de su país. Kotepa no se imagina que aquel Leoni de lápiz
suma-y-resta encajado sobre la oreja derecha, sería presidente de Venezuela
tres décadas más tarde. Hablan sin que las discrepancias los alteren, Leoni ha
suscrito el Plan de Barranquilla que redactó Rómulo Betancourt (también próximo
mandatario), y Kotepa no cree en revoluciones burguesas. Otros compañeros,
después ministros y líderes de la nación, forman parte de la conversa.
Se le torna difícil Barranquilla y escoge Bogotá. En
juego de palabras e impresiones escribe a la tía Juana: “Este exilio, este
extrañamiento de la patria, hace que la extrañemos cada día más, y que nuestra
tierra se engrandezca de emoción y el terruño se vuelva una inmensidad de
recuerdos, una nostalgia imperecedera”. Apila montañas de libros, lee a Marx y
Lenin, a Eça de Queiroz y Leónidas Andreiev (el creador de Sacha Yegulev), a
Dostoievski y Calderón de La Barca, y con especial admiración y efusividad a
Simón Bolívar, su héroe profundo.
Las noticias arriban a Colombia como encandilamientos
de ilusión. Entre los exiliados se corre el rumor de que el General Gómez está
gravemente enfermo y que no aguantará mucho tiempo más. Cada quien, según sus
anhelos, proporciona datos fidedignos y de primera mano (“mi familia lo supo a
través de un coronel del ejército”, “es cuestión de horas”, “en Miraflores se
redobló la vigilancia”). Ante los pronósticos, los desterrados resuelven
juntarse en la ciudad fronteriza de Cúcuta para cruzar la línea limítrofe
cuando se confirme el deceso del dictador. Kotepa deja Barranquilla y se les
une. El 17 de diciembre de 1935 truena la buena noticia luctuosa y los
exiliados atraviesan las alcabalas y llegan a Venezuela. Es día memorable y de
fastos, Juan Vicente Gómez partió para siempre. En San Cristóbal, los
funcionarios del gobierno, esmeradamente benévolos, les ofrecen vehículos para
que regresen a Caracas; Kotepa y Juan Bautista Fuenmayor, desconfiando de tanta
indulgencia, aceptan el transporte pero se bajan en el camino, toman el tren
hasta Encontrados y de allí un barco que los traslada a Maracaibo. Tenían razón
en la malicia, pues al resto de los compañeros los detienen antes de arribar a
la capital; el régimen de Eleazar López Contreras, albacea del gomecismo,
tardará en entender la democracia.
Ya en el Zulia, estado con el mayor número de
proletarios y asiento raigal de la industria del petróleo, Kotepa y Fuenmayor,
junto a otros camaradas, fundan núcleos del Partido Comunista y los iniciales
sindicatos obreros, se mueven entre la penumbra de la clandestinidad con
nombres de anonimia para que la policía no los detecte, escriben llameantes
panfletos y sesudos informes políticos, se confunden con la masa de trabajadores
(según las enseñanzas de Vladimir Ilich), insertan artículos en el semanario
Petróleo –concebido por ellos como vehículo de rebelión y propaganda–,
aglutinan a estudiantes y asalariados, irradian las ideas de Marx y Engels, se
escurren de los gendarmes, en ocasiones forjan poemas. A ambos les siguen el
rastro y aparecen con reseñas y fotografías en una publicación que se conoce
como el Libro Rojo, editada por el gobierno lopecista sin pie de imprenta y
donde se detalla la sedicente y “numerosa documentación que posee el servicio
secreto de investigación acerca de la realidad de la propaganda comunista”.
En diciembre de 1936 ocurre un hecho histórico que
conmueve a toda la nación, se trata de la gran huelga de los obreros petroleros
contra las compañías foráneas por básicas reivindicaciones (salario mínimo,
agua potable, descanso semanal y jornada de 8 horas, seguridad industrial,
transporte, atención médica). Kotepa y
Fuenmayor comandan la lucha, al lado de otros líderes; el respaldo a las
peticiones laborales es unánime, los sindicatos y gremios del país demuestran
su apoyo militante, de todas partes consignan recursos económicos para los
huelguistas, la radio y la prensa difunden los acontecimientos, nunca en el
pretérito se había registrado una confluencia de tal envergadura contra las
injusticias de las empresas extranjeras. Las partes en conflicto se mantienen
inconmovibles durante 37 días, las compañías no aceptan el pliego de los
trabajadores ni estos levantan el paro, hasta que el gobierno de López
Conteras, variando su actitud de no intervenir en la controversia, dicta un
decreto de finalización de la huelga y retorno inmediato a las labores, con el
escuálido incremento de un bolívar diario. No hay nada qué hacer, el repliegue
táctico es la consigna, vendrán épocas más luminosas.
Al poco tiempo de la huelga petrolera, el régimen
disuelve los partidos políticos opositores y expulsa del país a 48 de sus
dirigentes. Kotepa está entre los que “depositarán” en El Jobito, imperceptible
puerto apureño en la confluencia del Orinoco y del Meta, para que de ahí pasen
a Colombia. El itinerario es largo y terrestre hasta la ribera fluvial,
atravesando caseríos, espesuras y llanos; y después será la herrumbre de una
chalana que los deja en el confín universal. Los custodios se despiden con
malos augurios y alusiones procaces, el recibimiento corresponde a los
zancudos y al sofoco. Los desterrados se acuestan bajo una trama de palmas y en
medio de la soledad cavilan cómo trasladarse al país de enfrente; por fin unos
pescadores de anguilas y bagres les prestan auxilio y los dejan en la otra
orilla.
Kotepa, luego de muchos deambulares, se topa con una
Bogotá de fríos imperturbables y cachacos ceremoniosos. No tiene dinero,
solo posee la dirección de un camarada cantautor
que rasga la guitarra en un local nocturno, El Edén de Valledupar. Cruza
esquinas y carreras, penetra en el sitio y se identifica ante el camarada
que recién termina su acto. Este lo escucha con afectuosa atención y le ofrece
un trabajo que al día siguiente se concreta, venderá máquinas de escribir en
plazas públicas o a domicilio. Por ello,
pacta la compra por cuotas de un abrigo, estudia aplicadamente el manual de la
Remington Corporation y se dispone al desafío verbal. Parte su marcha desde el
barrio La Candelaria, donde ha conseguido un cuarto angosto pero pulcro, y con
la máquina de escribir portátil va ubicándose en lugares abiertos para
demostrar los beneficios tipográficos del artilugio móvil; o cuando las
ventiscas ahuyentan a la clientela, entra en casas y comercios con la misma y
decidida actitud de viandante gutenbergiano. La suerte lo asiste y pronto puede
otorgarse el lujo de llamar por teléfono a Venezuela.
Aunque hace amigos y maneja los formalismos
bogotanos, el exilio se le muestra como una obsesión del recuerdo meticuloso.
Repasa la fidelidad de los años de infancia, explora Duaca mediante asombros y
caminatas, se detiene en la estampa de los campesinos que han tomado la
trayectoria de la revuelta antigomecista, vislumbra a los primos Obdulio y
Asunción, se sienta en los pupitres escolásticos de La Salle, mira a su padre y
a los seis niños del segundo matrimonio, y se ve –voluntarioso, quijotesco– en
pos de una república distinta. La añoranza de la patria se le vuelve suplicios
del alma, estrujes de corazón, y por ello determina el retorno ilegal a
Venezuela.
Por sigilosos caminos verdes entra al país (sin bigotes
y diez kilos menos) y enseguida se incorpora a los trabajos organizativos de la
Primera Conferencia Nacional del Partido Comunista. La ciudad de Maracay y la
vivienda de un compañero sirven de asiento a la reunión; principia el mes de
agosto de 1937. Kotepa y Fuenmayor retumban el criterio de que los camaradas
deben militar en su propio partido y no en organizaciones policlasistas, como
sucedió en el pretérito. “¡Aprobado!”, manifiesta la asamblea con determinación
de autonomía, una nueva etapa comienza para el PCV.
Kotepa actúa bajo sobrenombres
y cautelas, escribe, sigue leyendo y fumando con avidez, tiene agruras en el
estómago, quizás se debe al desorden de horarios alterados, quizás a ese trajín
de ocultamientos y tareas políticas. Sin embargo, hay un respiro en la caverna,
el General López Contreras distiende el ánimo represivo y Kotepa puede
sostener una vida exenta de persecuciones. En su cabeza se tejen proyectos,
ideas, quimeras. Paradójicamente, retoma la práctica del béisbol aficionado y
como es tan buen short stop, le plantean contratarlo para la liga profesional;
Kotepa sonríe y declina la oferta.
Una trilogía de esplendentes miembros de la Generación
del 28 acuerda en 1941 sacar a la luz el periódico humorístico El Morocoy
Azul, “semanario surrealista de intereses generales”; la integran Miguel Otero Silva, ya con novela inaugural
(Fiebre) y un libro de poesía (Agua y Cauce), Carlos Irazábal, autor del primer
ensayo marxista sobre el período de Gómez (Hacia la democracia), y el
entusiasta y levantisco Kotepa. Lo más preclaro de la inteligencia del momento
se afilia al combate jocoso, y pronto el semanario alcanza un tiraje de 30.000
ejemplares. Se trata de un gracejo de intencionalidad política, popular pero no
populachero, fino en la crítica y jamás escatológico, que inicia una nueva
época venezolana del humor escrito. Sus artífices son intelectuales de
izquierda que dignifican la función y la autoestima del humorista, dejando
atrás al prototipo bohemio, siempre a caballo entre el desborde y el decoro. Es
el triunfo de hombres cultos que vuelven oficio la hazaña revulsiva del humor,
como Kotepa y sus seudónimos Máximo Bluff y X Supernumerario. Cada sábado, la
gente se levanta con madrugadoras ganas de leer a cuál personaje o funcionario
le enfila baterías el quelonio de chistes sagaces. Lustros posteriores,
el historiador Manuel Caballero afirmará que El Morrocoy Azul quizás haya sido
el mejor periódico de todos los tiempos venezolanos, por su nivel cualitativo,
la unión de los colaboradores y la idoneidad de su administración. Y como nada
es casual, de El Morrocoy surgen los dos diarios que revolucionarán el
periodismo en el país, Últimas Noticias (1941) y El Nacional (1943).
Kotepa la ve
pasar como una estela de aire ondulante, parece una reina persa o una blancura
iluminada. La respiración se le altera con chispas febriles, las piernas no le
obedecen, piensa en el amor definitivo y en otra vida menos incierta. Pretende
acercarse, pero a la joven aparición la escolta un hombre maduro y hosco que
debe ser su padre. Desde aquel hallazgo, Kotepa vuelve puntualmente a la
esquina fortuita para mirarla de nuevo, y averigua que se llama Ana Senior, que
se desempeña como secretaria en una empresa comercial y que el acompañante es en
efecto su arcaico padre, quien practica
la celotipia de llevarla al trabajo y buscarla a la hora de salida. La
oportunidad de acercársele surge como una predestinación, porque el padre
enferma y no puede seguir aferrando el brazo de la hija para cuidarla; Kotepa
–aprovechando la ausencia paterna– se acomoda la corbata, se aproxima a Ana y
le confiesa su admiración. La joven, sin turbaciones, acepta tomarse un jugo en
la chocolatería La India para hablar un rato y conocerse; ya las flechas mutuas
están incrustadas. Ana cuenta una historia común, son de Puerto Cabello y se
mudaron a Caracas por razones de salud del padre; para subsistir montaron una
pensión de estudiantes que atendía doña Anita, la madre, pero esta adquirió un
virus pancreático y murió de dolores agudísimos rogando por sus hijas. Ana se
acomoda una hebra de cabello y se oye en primera persona: “Tengo dos hermanas
que cursan el bachillerato, la mayor desea inscribirse en la Facultad de
Derecho y la menor quiere ser médico, trabajo para que mis hermanas estudien,
las tres afrontamos los deberes de la pensión. Mi padre existe en otro siglo y
nos protege demasiado, pero lo hace porque nos ama”. Como don Chico Senior
sigue enfermo, Ana y Kotepa se citan diariamente y los jugos de La India se
transforman en un vicio de la pasión. A la vuelta de algunos meses,
contraen matrimonio y alquilan una casa en La Pastora, franja de habitantes de
clase media.
Kotepa fuma e imagina; no cesa de lucubrar panoramas,
intranquilidades, aspiraciones. Y la consecuencia se materializa: un año
después de la creación de El Morrocoy Azul, funda el diario Últimas Noticias.
El capital inicial asciende a 7 mil bolívares, que han sido sus ganancias en el
hebdomadario humorístico, monto que completa con 5 mil bolívares más
solicitados en préstamo por su esposa Ana a la empresa donde trabaja;
posteriormente se incorporan como socios igualitarios Pedro Beroes, Vaughan Salas Lozada y Víctor
Simone De Lima. El periódico, tabloide de ocho páginas que cuesta un centavo y
tiene como lema “el diario del pueblo”, aparece el 16 de septiembre de 1941,
año inicial del ciclo democrático encabezado por el Presidente Isaías Medina
Angarita.
Con Últimas Noticias el periodismo venezolano entra en
la modernidad, dejando atrás la época de la prensa farragosa y dispersa que
incluía –como en una cripta de letras– artículos de opinión, cables extranjeros, poemas y demás
creaciones literarias, caricaturas, crónicas sociales, providencias de gobierno
e insípidos delitos minúsculos. Últimas Noticias, por obra e ingenio de Kotepa, le tuerce el cuello
a la inercia y pone en práctica un modo ágil y distinto que privilegia la
noticia y su información, emprende el reporterismo de calle y el reporterismo
gráfico, instaura la investigación periodística, emplea titulares destacados e
impactantes, se vale de la entrevista, editorializa sobre temas ciudadanos y
políticos, recoge los diversos clamores de la población, apunta fallas en los
servicios públicos y denuncia abusos de las autoridades, incluye notas
culturales, se afinca en la brevedad y usa un lenguaje asequible para el común
de los lectores, convirtiéndose en
precursor de las escuelas de periodismo de Venezuela y en el primer órgano que
dispone de mujeres en tareas reporteriles (entre ellas, Carmen Clemente
Travieso, Ana Luisa Llovera, María Teresa
Castillo y Sofía Imber).
El tabloide toma vuelo por sus méritos innovadores y su
bajo precio; Kotepa dice que en Venezuela sólo dos cosas cuestan un centavo: la
caja de fósforos y Últimas Noticias. Al cabo del tiempo se coloca en la cúspide
récord de los 37.800 ejemplares cotidianos (y 60.000 los domingos); la envidia
enemiga lo llama “el periódico de las cocineras”. El matutino tiene su fuente
de ingresos en el pregón, pues resultan exiguos los avisos publicitarios
(apenas 5 ó 6), y por eso un enjambre de pregoneros aguarda su aparición
matutina para vocearlo en las diversas zonas de la ciudad. Kotepa advierte a
los factibles anunciantes: “No vendemos espacio, vendemos circulación”.
Kotepa se levanta a las cinco de la mañana, lee los
demás medios de prensa y enseguida se reúne en su oficina con la plana de
directivos y periodistas de Últimas Noticias para acordar las pautas del día,
criticar colectivamente lo publicado la fecha anterior y evaluar el trabajo de
cada quien. Todo allí se discute y analiza, como ocurre también en las
asambleas generales de fablistanes y empleados a fin de establecer la línea del
diario: praxis inigualable (y admirable) de democracia interna. “Últimas
Noticias no es una empresa capitalista sino una empresa ideológica”, reitera
Kotepa.
El objetivo del periódico consiste en popularizar la
información, acercarla a las masas (no a las élites), volverla vívida y
dinámica; y su compromiso es con las reivindicaciones de las mayorías, el
progreso democrático, las banderas del Partido Comunista y la posición de los
Aliados antinazis en la II Guerra Mundial.
Siempre atento a la brega de la información, no deja
escapar oportunidades. El bosquejo del número preliminar coincide con la muerte
de Nereo Pacheco en el Hospital Vargas. Los fotógrafos del diario acuden a la
sede asistencial para retratar en su lecho mortuorio al torturador de La
Rotunda, pero les impiden el acceso. Kotepa no se da por vencido y solicita a
Héctor Poleo, eximio artista plástico e ilustrador del periódico, que se
presente en el hospital, se haga pasar como deudo de Pacheco y ya delante del
occiso proceda a dibujarlo con suma discreción. El gran Poleo cumple las
instrucciones (al pie de la astucia, el cuaderno y el carboncillo), y “retrata”
a Pacheco. De esta forma, el primer número del tabloide contiene “la
fotografía” del verdugo gomecista, sin que los lectores noten el ardid.
Repetidas veces los reporteros policiales conmueven al país con sus pesquisas y
el tratamiento sensacional de la noticia, como es el suceso del bachiller
Vallée Mediavilla, joven estudiante de medicina asesinado por mantener
supuestas relaciones amorosas con una dama de la alta sociedad caraqueña,
esposa de un ilustre vecino de la entonces muy selecta urbanización El Paraíso;
o el acontecimiento de la Pachini, una mujer que se viste como hombre, trabaja
como camionero o albañil, y se casa con otra mujer en la Jefatura de La Vega
sin que el respectivo funcionario se percate de que ambas son del mismo sexo
(La cola de ávidos lectores dice “dame cuatro pachinis, cinco pachinis, en
lugar de Últimas Noticias). Informaciones veraces y audaces, con gráficas
alusivas, sorprendentes para un público no acostumbrado al pleno abordaje de
los temas noticiosos.
La conexión del matutino con la base de lectores no
tiene límites. Escenario de época: octubre-noviembre de 1944; evento: votación
popular para elegir a la reina de la VII Serie Mundial de Béisbol Amateur que
se desarrolla en Venezuela; elemento de excepcional transcendencia:
convocatoria, por parte de los organizadores, a un sufragio directo, universal
y secreto de los mayores de 18 años, sin distingo de sexo o grado de
instrucción; mensaje simbólico: coincidencia con el anhelo ciudadano porque
hasta el momento solo votan los hombres mayores de 21 años que sepan leer y
escribir, y ello nada más que para escoger a los integrantes de los Concejos
Municipales; opositoras: Oly Clemente, con mansión en el Country Club e hija
del secretario del Presidente Medina, y Yolanda Leal, maestra normalista del
barrio Monte Piedad. Esta elección que implica la primera campaña electoral en
el ámbito de toda la república, es tomada como un enfrentamiento de clases
(burguesía contra pobrecía). Cada medio de comunicación manifiesta su
preferencia por una de las aspirantes, y Últimas Noticias apoya a Yolanda Leal
y se convierte en el motor de “la candidata del pueblo”. Hay mítines, marchas,
desfiles, y los ánimos se caldean cuando un locutor de radio proclama: “¡Oly
Clemente para la gente decente, Yolanda Leal para la gente vulgar!”. El eslogan
resulta a favor de Yolanda, porque la gente pobre colma los estadios y teatros
donde se realiza el sufragio y le consigna su respaldo en las urnas.
Inmediatamente después del escrutinio, la reina se dirige a la sede del
periódico para saludar, desde un balcón, a los miles de partidarios que se han
congregado en las inmediaciones. ¡El triunfo es de Yolanda Leal y de Últimas
Noticias! (El siguiente año, el Congreso estatuye el voto femenino aunque
restringido a escala de los municipios).
Kotepa no cesa
de idear modos novedosos para que crezca la venta del tabloide: sección de
cartas de los lectores, oferta gratuita de empleos, turnos de farmacias,
cupones de solicitud de viviendas gubernamentales, rifa de un automóvil
mediante el serial que va impreso en cada ejemplar; certamen del “aviso
equivocado”, con recompensa de diez bolívares para la persona que encuentre el
error; concurso para premiar con un viaje de ida y vuelta dentro del país (y
también la colección de obras de Rómulo Gallegos), a la mejor noticia del mes
que envíen los lectores por “carta, telegrama, telefónicamente o de viva voz”,
advirtiéndoseles –como en una cátedra de periodismo– que toda información sobre
un suceso debe aludir a “1) ¿Quién lo hizo?, 2) ¿Cuándo lo hizo?, 3)
¿Dónde lo hizo?, 4) ¿Cómo lo hizo? y 5) ¿Por qué lo hizo?” Cuentan que en
ocasión de la rifa del automóvil, se halla en Caracas Mario Moreno “Cantinflas”
para promocionar su última película, y a un directivo de Últimas Noticias se le
ocurre invitarlo con el fin de que haga entrega del trofeo. Cantinflas
acepta, dado el gran prestigio del periódico, va a la festividad premiatoria
que se realiza en un restaurante de la capital y, después del brindis y de
extenderle las llaves del automóvil al ganador, se larga con uno de sus
habituales discursos “cantinfléricos”. Aplausos y otro brindis. Kotepa pide la
palabra para responder la intervención del cómico mexicano, y acto seguido
–evocando sus humores morrocoyunos– improvisa un discurso tan
“cantinflérico” como el de su predecesor. Mario Moreno, abismado por la
elocuente imitación, lo abraza y le dice: “¡Señor cuate Kotepa, lo contrato
desde ya para mi próxima película!”.
El golpe de estado de octubre de 1945 que derroca al General
Isaías Medina Angarita, impone una Junta de Gobierno regida por Rómulo
Betancourt; después habrá una Constituyente y en elecciones posteriores se
escogerá a Rómulo Gallegos como presidente. No soplan vientos beneficiosos para
Últimas Noticias, comunista y medinista, y las circunstancias se enlazan en su
contra. Con los dividendos que ha generado el diario, Kotepa planifica fundar
uno similar en el Zulia y para ello la sociedad anónima periodística compra una
rotativa (sociedad ahora compuesta por Kotepa, Vaughan Salas y Miguel Ángel
Capriles), con la pésima ventura de que la dislocada máquina imprime los
ejemplares en forma borrosa e ilegible. El proyecto naufraga y Últimas Noticias
queda con una deuda de doscientos mil bolívares. Lo demás son triquiñuelas de
muchos costales para despojar a Kotepa del periódico: cobro compulsivo de ese
débito y de un crédito oficial por suministro de papel, argucias rufianescas
del socio Capriles, notoria parcialidad e interés político de los jueces,
artimañas del gobierno y de Acción Democrática (“y del Departamento de Estado
norteamericano”, agrega Kotepa”). Rematan Últimas Noticias por un precio
irrisorio, aunque el solo nombre de comercio vale millones, y al final
cae en manos de Miguel Ángel Capriles que traza líneas antípodas a las de
Kotepa; la mayoría de los antiguos periodistas renuncia en señal de
inconformidad.
Otro golpe de estado (¡perversión del atraso nacional!)
depone a Gallegos e instaura un régimen militar que encabezan, en lapsos
sucesivos, el coronel Carlos Delgado Chalbaud, un títere civil y el General
Marcos Pérez Jiménez. Kotepa se aísla en la modesta casa de La Pastora,
mientras medita sobre el rumbo a seguir; ya no tiene el periódico y tampoco
militancia en el Partido Comunista porque discrepa del grupo dirigente. A su
esposa Ana, que ha adquirido temple de lucha en la Agrupación Cultural Femenina
y como candidata a la Constituyente del 46, no le atemoriza la adversidad y por
ello se emplea de nuevo para cubrir las obligaciones hogareñas y las exigencias
de dos pequeños hijos (Igor y Franzel).
Los genes del padre transmiten a Kotepa la asidua
e íntima vocación por los inventos: contraluz ciego, galimatías del sueño,
paradojas de la realidad. Cada día se levanta como si fuese a cumplir labores
en Últimas Noticias, se viste con uno de sus seis trajes de dril y la corbata y
los mocasines que corresponden, acude al patio donde están los trastos viejos y
la guacamaya joven, y aborda la faena invencionera: un multígrafo que imprima a
color. Poco a poco, monta una armazón de hierro semejante al artefacto
original, concibe una almohadilla de stencil para encajarla en los bordes,
alinea y dispone las tintas de diversos colores, introduce el papel, utiliza
una manivela de tracción en vez de corriente eléctrica, y ensaya sucesivamente
la misma técnica errónea sin hallar su causa. Cada día, todos los días. La
guacamaya observa cómo Kotepa va
manchando de tiznes los trajes de dril hasta quedarse sin ninguno. Ana protesta
por lo bajo, pero no percibe que el afán del “inventor” apenas comienza.
Los esbirros de la Seguridad Nacional, policía política
de la dictadura perezjimenista, descienden de la furgoneta negra que los
identifica y allanan la casa. Preguntan por nombres conocidos y actividades
desconocidas. Kotepa y Ana les responden con agria frialdad; nada temen porque
carecen de vinculaciones subversivas, aunque cualquier ligereza podría
conducirlos a prisión. Los esbirros revuelven todo y se esmeran en los libros
de la biblioteca, pero como su conocimiento universal es mínimo (para no decir
que ninguno), los tiran al suelo sin precisarlos. Les suenan Lenin, Marx o
Engels, pero no están muy seguros. En tropel, abandonan el domicilio, y uno de
los policías –quizás el jefe de la comisión– brama entre dientes: “¡Por hoy se
salvaron, ojalá que la próxima vez tengan la misma suerte!”. Kotepa y Ana,
desde la puerta, los ven partir en su temible cascarón oscuro, y corren a
esconder los libros comunistas en cualquier sitio recóndito (el entresijo de la
cama matrimonial o una alacena disimulada). La requisa, como un calco del
terror, se repetirá en diversas ocasiones sin más consecuencias.
Los hijos del matrimonio crecen con el entrañable apego
de los padres. Kotepa cumple el precepto de nunca infligirles castigos físicos
y por eso aplica métodos robinsonianos para despertarles –y estremecerles– el
entendimiento. Uno de ellos es “la sanción” de elaborar resúmenes de libros o
redactar composiciones sobre cualquier materia (los amigos, el colegio, los
juegos, el barrio), variando su número según la gravedad de la falta: tres
resúmenes librescos, por ejemplo, si el niño Igor se levantó tarde para ir a
clases; cuatro composiciones acerca de temas varios si Franzel le respondió
incorrectamente a la madre. Y ello al lado de una vigorosa motivación por la
lectura –fábulas, cuentos tradicionales, relatos fantásticos–, y de sugerentes
pláticas en torno al ser humano y su camino de milenios. Después, los acertijos
cultos, como adivinar personajes famosos en un mínimo de preguntas o postularle
al invicto Kotepa el mismo pasatiempo adivinatorio pero utilizando el
Diccionario Larousse. Y todo en medio de la biblioteca y su árbol de páginas
éticas.
El tiempo de dictadura es lento y oprobioso, los
ciudadanos se expresan casi en silencio porque las paredes oyen y no se sabe
quién puede delatarlos. Los opositores no encuentran trabajo, a menos que se
acojan a las banderías del gobierno; la existencia se desdobla en rumbos
dispares, la bonanza para los acólitos del régimen y el cerco, la muerte,
la prisión o el exilio para los adversarios. Ley del pánico, norma de los
déspotas. Kotepa, aunque no se integra a las acciones clandestinas, mantiene
incólume su posición política y su ideología marxista, y por ello se le
dificulta la prosperidad de la supervivencia. Además, como tiene demasiados
ideales para emprender negocios de capital y desecha todo género de
plusvalía, fracasa en diversos proyectos: una agencia publicitaria, un catálogo
de ventas por correspondencia y un sistema de avisos clasificados para a los
periódicos, aparte de una revista que funda junto con el pintor Luis Alfredo
López Méndez.
Kotepa recuerda
y se ilumina de sonrisas: “La agencia de publicidad quebró por falta de
clientes, y me llevé a la secretaria y al mensajero para mi casa porque no
quería despedirlos. Al cabo de una semana, se cansaron de no hacer nada y
me dijeron “Gracias, señor Kotepa, por su buena intención pero buscaremos
otro empleo”. Yo quería elaborar un gran catálogo de ventas contra reembolso,
igual a los que hay en los países desarrollados pero de precios baratos, mas
cometí la equivocación de reunir a un grupo de compañeros sin trabajo para que
me ayudaran en la tarea. Aquello no resultó, pues ninguno de nosotros tenía
criterio lucrativo y nos la pasábamos todo el día hablando de política. Y el
esquema lineal de los avisos clasificados, ahorrador de espacio tipográfico, no
tuvo éxito porque pretendí vendérselo a los periódicos y ellos estaban
interesados en lo contrario, o sea, en no ahorrar espacio; quizás fue una
equivocación filantrópica de mi parte. Lo de la revista es otro cuento: deseaba
forjar un magacín como los de Italia, que tuviese una ilustración en la portada
acerca de un tema llamativo y vigente; y al final, comenzando por la
contraportada, un periódico humorístico. La parte seria de aquel órgano
palíndromo se denominó Actualidades, y la parte jocosa El Gavilán Colorao
(un periódico pío pío para lectores tao tao). La publicación no duró muchos
números porque tampoco en este caso tuvimos respaldo de los anunciantes”.
Kotepa recibe el atado de cartas que le envía uno de
sus hermanos. Cartas amarillentas con olor a pretérito perfecto, cartas que le
producen inquietud en el espíritu, misivas de signos elocuentes, mensajes con
destino. Kotepa las coloca en una gaveta y las deja reposar, siente miedo de
desenvolverlas para otorgarles lectura. Algo misterioso se opone. Por fin se
decide, no hay más rodeos. Las cartas, como un prodigio de otra dimensión
escritural, son entre Albert Einstein y su padre Francisco. Kotepa desfallece,
imagina realidades, concibe pasajes verídicos: el viejo Francisco ha conseguido
las señas y la dirección de Albert Einstein y le ha escrito a Princeton,
Estados Unidos, los dos hombres jamás se han visto, no se conocen ni por
confusiones del mapamundi, entonces Francisco, el viejo Pancho, le cuenta desde
Duaca, desde una microscópica mancha en la geografía, que pretende inventar el
movimiento continuo mediante un aparato que se mueva con su propia energía, y
Einstein lee la carta, a miles de kilómetros de aturdida distancia, y se
conmueve sin saber por qué, o sí lo sabe y se le trasluce en lágrimas, sabe que
un hombre de un país lejano ha gastado su existencia en algo obsesivo e inútil
como el movimiento perpetuo, y le responde en un inglés de cordialidad intachable
que según la Primera Ley de la Termodinámica encara un imposible porque la
energía no puede crearse ni destruirse, únicamente transformarse, y el viejo
Pancho –lejos de temores– le contesta al
sapientísimo Einstein que está equivocado y resuelve proseguir hasta el
fin del mundo y de los días con sus tercas entelequias. Kotepa lee y relee la
correspondencia y le parece increíble que haya existido un quimérico eje de
letras entre Duaca y Princeton, lo considera como una premonición y jura sobre
un puño de cruces abstractas que seguirá el artificioso camino del padre
muerto, aunque mal hablen de insanas corduras y amargos desequilibrios. ¡La
suerte está echada, les jeux son faits!
Las desavenencias entre Ana y Kotepa se apoderan de la
vida en común. El disturbio matrimonial crece como una revuelta contra el
antiguo afecto, las palabras conculcan su sentido originario y se transforman
en peñascos fríos o en réplicas de irritación. Los esposos pactan treguas de
armonía y ensayos de cordialidad, pero nada resulta, la cuenca del amor se ha
extinguido; en consecuencia, se separan y fijan viviendas distintas, aunque
nunca optarán por un divorcio legal. Los hijos Igor y Franzel, con sus bultos y
sus uniformes de escuela, empiezan a compartir los dos hogares en una suerte de
nómadas del cariño.
La dictadura del General Pérez Jiménez tiende a
resquebrajarse. El 1º de enero del 58, aviones de guerra surcan el cielo de
Caracas como parte de un sorpresivo golpe de estado que el dictador abortará.
Sin embargo, el cauce de la protesta frontal se ha abierto y principian
manifestaciones en las calles, pastorales en las iglesias, sedición de
estudiantes, proclamas de escritores y artistas, revulsiones clandestinas. El
gobierno, tambaleante, agudiza la represión y efectúa cambios superfluos en
altos mandos burocráticos. Suena el teléfono en el apartamento de Kotepa y
contesta la llamada un sobrino, “Kotepa no
se encuentra, ¿quiere dejar el mensaje?” –Dígale, por favor, que es Laureano
Vallenilla y que me interesa mucho hablar con él, gracias–. Cuando Kotepa
arriba a la casa, el sobrino le informa que telefoneó un guasón identificándose
como el Ministro del Interior, y que él se burló y le cerró el teléfono. Kotepa
lo regaña, “¡Muchacho pánfilo!, ese en verdad es Laureano Vallenilla Planchart,
compañero en la época de Medina, algo de gran importancia desea transmitirme”.
Por fortuna, Laureanito, como lo mientan, vuelve a llamar y después del
correspondiente saludo, le advierte: “Kotepa, tengo información de que te
buscan para ponerte preso, toma tus medidas, adiós”. Kotepa le da las gracias,
sabiendo que la orden emana de la central represiva dirigida por el propio
ministro, y con calma deposita en un maletín su infaltable almohada y algo de
ropa para ir al hotel donde suelen hospedarse los larenses. A los días, sin
plata y convencido de que ya no lo detendrán, resuelve volver a
casa.
Las fuerzas de oposición convocan para una huelga
general contra el régimen que comenzará a las 12m del 21 de enero, con
repiques de campanas en las iglesias y concentraciones públicas. Kotepa y sus
hijos Igor y Franzel, de 15 y 12 años, se levantan temprano para acudir al
punto de reunión en el centro de Caracas, y cuando inician los preparativos
suena el timbre del apartamento. “¿Quién es?”, inquiere Kotepa detrás de la puerta; –¡Abra, es la
Seguridad Nacional! –ruge una voz e ingresan tres esbirros, torvos y
arquetípicos, que preguntan por Francisco José Delgado. “Soy yo”, dice Kotepa.
“Está detenido, acompáñenos”, anuncia la misma voz de antes; y Kotepa, en un
sereno desplante, contesta: “Esperen porque voy a bañarme y arreglarme”. Los
esbirros escudriñan todo en procura de indicios comprometedores y amenazan a
los lívidos adolescentes con un arma que estos jamás olvidarán. Kotepa, después
de tardarse el máximo tiempo posible, casi conmina a los policías: “Estoy
listo, vámonos”. Los dos chicos, igual que en un dramático clímax de novela
soviética, exclaman: “¡Papá, pórtese como un hombre!”.
Kotepa es
arrojado a los sótanos de la Seguridad Nacional. Hay cientos de presos, algunos
de última hora porque el nerviosismo del régimen no discrimina a sus enemigos.
Kotepa ubica caras reconocibles y saluda con solidaria tensión, los cautivos
entonan el Himno Nacional y a cada momento aparecen nuevos detenidos que
muestran la laceración de las peinillas. Los gendarmes circulan por los
pasadizos y amenazan con disparar sus ametralladoras contra quienes están entre rejas. Se escuchan, afuera, descargas de
artillería y rugido de aviones; desde el edificio responden fuegos sin
continuidad. Los presos se amotinan y destruyen los cerrojos, circula la buena
noticia de que cayó el gobierno. El pueblo, rodeando la ergástula, aguarda por
el embate definitivo del ejército insurrecto y trata de reconocer a los esbirros
que disimuladamente pretenden el escape, para allí mismo lincharlos. Cuatro o
cinco que salen, mezclados entre los presos, mueren por la iracundia de la
masa, a golpes, patadas y desmembramientos. Kotepa franquea las puertas y como
tiene escasos días de detención y carece de barba, lo confunden con un esbirro
y empiezan a aniquilarlo. Cuando solo espera la fatalidad, un colega
recién liberado grita: “¡Basta, déjenlo ya, él es de los nuestros, es Kotepa
Delgado!”. Y ante la angustiosa intervención, los linchadores prestamente lo
sueltan y comienzan a gritar “¡Entonces que viva, que vivaaaa Kotepa
Delgado!”.
Pérez Jiménez huye del país en la aeronave presidencial
y lo reemplaza una Junta Cívico Militar que pronto convoca a elecciones. Rómulo
Betancourt obtiene el triunfo y gobernará Venezuela durante un quinquenio de
represión y desmesura contra la izquierda. Período de ofensivas castrenses y
ataques guerrilleros, lapso de agitación y violencia (como en la mayor parte de
Latinoamérica), fase de enfrentamientos y persecuciones, ardua confrontación
ideológica entre capitalismo y socialismo. Kotepa presta asesoría
política y periodística a Clarín, un diario encabezado por Luis Miquilena y
José Vicente Rangel que combate acerbamente al gobierno de Betancourt, y con el
respaldo de su rotativa funda el semanario humorístico La Pava Macha, “un
periódico que dispara primero y averigua después”.
En torno a La Pava Macha y sus dardos ácidos,
beligerantes e ingeniosos, se congrega un admirable grupo de antiguos y noveles
humoristas y caricaturistas (Kotepa, Aníbal y Aquiles Nazoa, Claudio Cedeño,
Pedro León Zapata, Manuel Caballero, Régulo Pérez, Luis Britto García, Jaime
Ballestas “Otrova Gomás”, Rubén Monasterios, William Castillo, e Igor que
acompaña a su padre). Cada semana, más de cien mil lectores aguardan
ansiosamente la edición para ver el sarcástico fotomontaje de la portada,
reírse con el lustre de sus ponzoñas y compartir la burla antigobierno (los
enemigos del periódico dicen que constituye “el brazo humorístico de la
insurrección”). De La Pava Macha y por obra y gracia de Kotepa, se origina una
saga de ocurrentes publicaciones (La Sápara Panda, El Infarto, El Imbécil),
cuyo calibre agrega a otros insignes colaboradores. La reunión semanal y
democrática de los humoristas para juzgar el material a publicarse es una
especie de rito sagrado de la inteligencia, de verbena hilarante, de agudísima
kermesse, donde afloran la picardía cultural y política, las remembranzas
históricas, las honduras del arte, los juegos de palabras.
Raúl Leoni sucede a Betancourt en la Presidencia de la
República. Las confrontaciones no cesan, y el mismo grupo se ocupa de inquietar
al poder con las saetas del gracejo. El doctor Leoni, disgustado por las
críticas sarcásticas del correspondiente hebdomadario (entre ellas, las que
derivan de su equívoca pronunciación de las palabras), le exige al doctor Raúl
Valera, Gobernador de Caracas, abogado y cuentista, que cite en el despacho de
la gobernación a los responsables del periódico, con el objeto de solicitarles
que moderen el tono y el énfasis de las fustigaciones. Kotepa recibe la
notificación y como se niega rotundamente a cumplirla, otros de los compañeros
asisten. El doctor Valera, un tanto apenado por la desagradable encomienda, les
transmite a los humoristas la solicitud del Presidente, y éstos responden que
nada pueden prometer. Al enterarse, Kotepa se molesta con Leoni, su amigo del
28 y de diálogos barranquilleros, porque estima el hecho como una inadmisible
amenaza a la libertad de expresión y de prensa.
Por circunstancia casual, Kotepa, peatón eterno,
atraviesa un costado de la Plaza de El Silencio, mientras el presidente Leoni
se dirige en su limosina oficial hacia el Palacio de Miraflores. Leoni, cuando
lo reconoce, ordena al chofer que detenga el automóvil, baja el vidrio y lo
llama para saludarlo: “¡Kotepa, Kotepa!, ¿cómo estás?”. Kotepa lo mira con displicencia y, sin contestarle,
da media vuelta y sigue su camino.
Vivir en pensiones, más que un modo de hábitat aislado
y gregario a la vez, es para Kotepa la característica de la trashumancia. Con
sus libros, una maleta desarreglada y sus “hierros” para la invención del
movimiento perpetuo, cambia o alterna los albergues. Quiere resumirse en la
solitud del pensamiento, leer sin prisas, revisar hasta la saciedad las Leyes
de la Termodinámica y escribir con paciencia. En cada sitio lo acogen
propietarios y huéspedes, y Kotepa –personaje ilustre de las memorias de país–
forma parte de las tertulias cotidianas y cada quien le consulta graves
cuestiones o simples dudas. “Kotepa es el Voltaire de la Pensión Cantaclaro”,
afirma el poeta Luis Alberto Crespo; “¡Vayamos a una reunión con Kotepa en la
Pensión Guánchez!”, proponen los líderes del descontento; “Kotepa es un
auténtico pensionado”, satirizan los humoristas. La Pensión Cantaclaro se halla
en el este parroquial de Caracas (hoy derribada por tractores anárquicos), y la
Pensión Guánchez está a escasos metros del mar de Macuto: Kotepa sale de la
Pensión Cantaclaro (“la Chanteclair”, dice él en francés picaresco) camina por
una sinuosidad de calles y smog, habla con el expendedor de cigarros o el
mesero del café, se sienta en un banco de molicie común, absorbe la ciudad;
Kotepa saca a pasear su enfisema por el
malecón de Macuto, ahí respira sin dificultad de bronquios, otea el horizonte y
las rayas del porvenir, y como es casi abstemio solo se concede una cerveza
(después fuma, contraviniendo lo que indican los pulmones). En la Pensión
Guánchez coincide con el entrañable y perenne camarada Juan Bautista Fuenmayor,
quien termina su Historia de la Venezuela Política Contemporánea, y ambos
dedican los atardeceres a hilvanar tiempos remotos. En otras oportunidades,
cambia el escenario por su Duaca natal, inigualablemente diáfana, y se aloja en
casa de afectivos familiares, a poco trecho de los recuerdos y las nostalgias.
A los fines de la subsistencia, redacta programas de
radio, y el año 1973 el historiador Ramón Velásquez, al frente del diario El
Nacional y quien se había desempeñado como reportero político en la época
iniciática de Últimas Noticias, le ofrece colaborar cada semana en el periódico
que dirige. Dos columnas sucesivas ¡Qué tiempos aquellos! y Escribe
que algo queda marcan un hito en el periodismo de opinión venezolano, y
hacen de Kotepa –según los sondeos– el columnista más leído de la prensa del
país.
Algunos seguidores de sus artículos, impresionados por
la juventud de los mensajes kotepianos, preguntan: “¿Quién es ese muchacho que
se llama Kotepa?”, y se abisman al conocer la identidad de un longevo de
mayores calendas. La obra periodística de Kotepa, bien en serio, bien en tono
de humor, sea en prosa o en verso, se caracteriza por el acento
político-ideológico y la defensa de las causas populares a través de los
principios marxistas, un estilo directo aunque no exento de elegancia y
erudiciones, la prédica moral, la comparación de las circunstancias históricas de Venezuela,
el concepto de nuestra identidad y de nuestro porvenir como nación independiente,
y la persistencia en el arraigo a los valores colectivos y en la salud vital de
los seres humanos.
Kotepa, desde
que tiene alguna conciencia abstracta, adquiere como su padre el bienaventurado
mal de la invención, y todos alrededor participan de las diarias ocurrencias.
Traza dos formas de movimiento continuo: una con imanes y otra con pesos en
desequilibrio, y por si fuese poco le añade un multiplicador de fuerza con
ruedas excéntricas; inventa el susodicho multígrafo a color; idea el juego de ajedrez
para cuatro participantes; diseña un automóvil que tiene esferas en vez de
llantas, a fin de que el frenado resulte instantáneo cuando aquellas giren
sobre su eje; fragua cigarrillos con un tubo metálico donde se aloja el tabaco
y un resorte que lo empuja a medida de su consunción para que el vicioso no
fume tanto, y en la misma vía su ingenio plasma una pipa con filtro de
algodones que evita el maligno calentamiento del humo; proyecta una carretera
con pistas rodantes de alta velocidad sobre la cual se ubican los vehículos;
concibe el “micro-frío” (versión contraria del horno de microondas), para
elaborar hielo al minuto; dibuja un mecanismo de gigantescas piernas con
tijeretas que permiten el avance redoblado de los pasos; se empeña en elaborar
colorantes para el cabello a base de cerdas humanas; imagina un nuevo estilo de
libros, consistente en una caja lumínica y un rodillo donde se proyectan los
contenidos tipográficos (preludio cierto de los e-books); propone la
alimentación a través de distintas formas de yogurt casero (“yo gurt, tú gurt,
él gurt”, conjuga); le obsesiona construir viviendas expeditas basándose en módulos de madera que encajan
perfectamente como si se tratase de un rompecabezas habitacional; crea un
sistema de traducción de textos, colocando en la línea inmediata inferior las
expresiones del otro idioma; bromista desde la antigüedad vital, esboza un
aparato aéreo para atrapar zancudos fastidiosos, y forja una crema de limón que
untada en los orificios corporales, impide el ingreso de gérmenes indeseables;
planea una casa auto-limpiante con grandes aspiradores internos que succionan
los residuos de polvo; es el primero en ubicar espejos en las esquinas
caraqueñas para que los choferes observen a quienes vengan en sentido contrario.
Sabio celeste, artífice del asombro, artesano del “absurdo lógico”, ilusión que
se muerde la cola de la fantasía.
Kotepa escruta la prensa para elaborar sus artículos
(“artículos de primera necesidad”, los
califica un jocoso compañero), no empieza a escribirlos sin antes encontrar el
título y cuando termina, siempre los lee en voz alta. En ocasiones, consulta
los puntos delicados con sus hijos, “porque nadie está exento de deslices”.
En 1974 obtiene el Premio Municipal de Periodismo, de
Caracas, y con el monto del galardón viaja a la Unión Soviética y los países
socialistas de Europa del Este; en 1977 merece el Premio Nacional de Periodismo
y, para variar, se enrola en un grupo de profesores universitarios que visita
China. Vuelve a su tierra, más convencido que nunca de las ideas
revolucionarias.
No posee bienes de fortuna y jamás ha ejercido cargos
públicos. Por eso pregona: “La propiedad perturba, el dinero y el poder
envilecen”. Sin embargo, no es de los que juran dramáticos votos de pobreza;
sencillamente, altivamente, vive de acuerdo con sus irrevocables principios. En
azarosa oportunidad un amigo, al verlo en limitaciones económicas, le propone
que elabore algunos guiones para la TV. —¿Cuánto pagan? —pregunta
Kotepa. “Cobrarás diez mil bolívares por entrega y son cuatro al mes”, responde
el compañero. —Entonces no acepto —culmina Kotepa— porque no sé qué haría
con tanta plata.
“El humor es la inmensa salvación que posee el género
humano y la amistad constituye el más grande invento del hombre”, afirma
en medio de anécdotas renacentistas, cultura de universo, biblioteca de
memoria, ciencia y humanismo engarzados a la palabra. Y no olvida ni por
un momento sus utopías concretas: un mundo donde no habrá opresiones, gendarmes
ni menesterosos, “ténganlo por seguro”.
Un Kotepa risueño declara al entrevistador que él tiene
dos hijos, uno médico (Franzel) que lo protege y otro abogado que lo defiende
(Igor). A los 91 años, el enfisema carcelario se le agrava con diversas
complicaciones de la longevidad, y su hijo médico lo interna en la clínica
donde labora. Los galenos solo aguardan el desenlace, pero al enfermo no le han
revelado su verídica situación de salud. Igor lo visita todos los días en el
lecho hospitalario y una mañana de las últimas, aunque lo observa muy
descompuesto, le expresa para consolarlo: “¡Viejo, te ves bien de semblante!”;
y Kotepa enseguida le contesta: “Es que yo no estoy enfermo del semblante, yo
estoy enfermo de otra cosa”.
Publica la columna Escribe que algo queda hasta
dos semanas antes de su deceso; además, perfila una novela sobre la
prisión en La Rotunda, para relatar las sórdidas condiciones de los presos de
Gómez y demostrar cómo su grupo sobrevivió gracias a la estricta y solidaria
organización comunista. De igual e inquieta forma, diseña un tabloide de
grandes títulos y textos mínimos, especie de precursor de Twitter y los
formatos digitales, que se vendería al pregón -siempre al pregón- y cuyo nombre
vocea para confirmar el éxito: “¡El Rápido, El Rápido, El Rápido!”
Alguien, sin luces idiomáticas, comenta a través
de un diario que Kotepa en ruso significa “hombre de hierro”. No sabe lo
acontecido a la hora del nacimiento:
–Se llamará Francisco José –proclama don Pancho–,
Francisco como yo y José como su abuelo–. La comadrona dice para sí, “Yo lo
nombraré Kotepa, es un secreto que me pertenece”. Secreto hasta los soles de
hoy.
Kotepa,
con sus perpetuas quimeras, su nombre extraño, su pleno ejemplo y sus anhelos
revolucionarios, parte hacia la infinitud el 5 de agosto de 1998.
Otrosí:
Post mortem, la Universidad Centro Occidental “Lisandro Alvarado” (UCLA) crea
la Cátedra Libre Humanística “Kotepa Delgado” (1999); se designa con su nombre
el Ateneo de Duaca (2013); se le confiere la Orden Ciudad de Barquisimeto, en
Primera Clase. La humildad de Kotepa aún se resiste a aceptar tales honores.
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