(Salustio González Rincones, 1886-1933)
Te veo regresando a Caracas, luego de años de ausencia, embutido como turista de ocaso y ocasión en uno de los camarotes del vapor Caribia, que zarpó del puerto de Le Havre para encontrarse con los paisajes de América. Presagias una última travesía, Salustio, los astros personales bastan para testimoniarlo. Tus amigos fueron a despedirte con abrazos y lisonjas, esperanzas tenues y angustias escondidas; y tú les retribuiste mediante afirmaciones que tenían el sabor del disimulo: “¡Hasta luego, regresaré pronto!”. Algunos arrojaron lágrimas subrepticias, a otros les bastó la indulgencia de no mirarte de frente.
Sales a la cubierta del barco, el cielo
te observa entre los amarillos del atardecer. Las piernas no logran sostenerte
con temple, y en los brazos sientes ardores fijos, clavos agónicos.
Desechas, por advertencia médica, la pulsión del cigarro y el Calvados, ¡cuánto te gustaría saborearlos!, y empiezas a inmortalizarte en los recuerdos. Eres un niño que camina por las calles de San Cristóbal, respirando el oloroso frío de los Andes, y ahí está tu padre –comerciante de bigotes curvos– que decide enviarte a estudiar en Caracas y Curazao. Entonces dejas tu pueblo, como anuncio de las errancias, para sentarte en los bancos de colegios remotos, “¡Conjugue el verbo ser según Bello!”, “Explique el partitivo inglés (sin titubeos)”, pero tú no estás ahí, Salustio, porque te evades a través de las palabras y sus sentidos ocultos. Eres poeta desde pequeño: audaz, único, fervientemente personal.
Desechas, por advertencia médica, la pulsión del cigarro y el Calvados, ¡cuánto te gustaría saborearlos!, y empiezas a inmortalizarte en los recuerdos. Eres un niño que camina por las calles de San Cristóbal, respirando el oloroso frío de los Andes, y ahí está tu padre –comerciante de bigotes curvos– que decide enviarte a estudiar en Caracas y Curazao. Entonces dejas tu pueblo, como anuncio de las errancias, para sentarte en los bancos de colegios remotos, “¡Conjugue el verbo ser según Bello!”, “Explique el partitivo inglés (sin titubeos)”, pero tú no estás ahí, Salustio, porque te evades a través de las palabras y sus sentidos ocultos. Eres poeta desde pequeño: audaz, único, fervientemente personal.
En tumbos de memoria, que siempre está
hecha de vestigios, asistes a la Facultad de Ingeniería. Sin embargo, las
matemáticas y la regla de cálculo jamás logran apasionarte aunque incumplas los
deseos paternos, y al cabo de los meses te hallas en la Academia de Bellas
Artes de Caracas con un pincel y unas infinitas ganas de aprehender el mundo.
Tampoco esa vocación concluyes porque la poesía y la literatura se te instalan
en los hábitos del alma, y ya no hay fuerzas que logren cambiarte. Más
vestigios, más huellas inconexas, más segmentos de tiempo. Formas parte del
grupo La Alborada junto con Rómulo Gallegos, Julio Planchart y Enrique
Soublette, eres el único poeta y hablas poco. Prefieres dibujar los rostros de
los compañeros cuando discurren, y opinas mediante vocablos concisos que
semejan ironías.
En Caracas, escribes con asiduidad pero
no publicas; tus versos corren por las manos de quienes ya te admiran. El
océano, como una incongruencia de los días, te recuerda la celebrada misiva (Carta
de Salustio a su mamá que estaba en Nueva York) impresa en edición
sencilla, “Comienzo como es uso: mi querida mamá/ Bendición. ¿Cómo vamos de
vida por allá?/ ¿Has visto los jazmines pausados por la nieve?/ Por aquí hace
días que no llueve…” Luego, desde la baranda del buque, eternizas el suicidio
del joven científico Rafael Rangel, coterráneo de parajes andinos, que motivó
tu obra de teatro Las sombras: Rangel se encuentra en su
laboratorio de hospital e ingiere contra las decepciones un íntegro frasco de
cianuro; y detrás del cadáver que ha purgado así un error en el diagnóstico de
bacilos, otro espejismo muestra la imagen de quienes contribuyeron a su deceso
(¿Entre ellos, José Gregorio Hernández, Siervo de Dios?) El teatro se envuelve
de llantos súbitos, tú no sales a recibir los aplausos.
En la evocación, eres un muchacho de
veinticuatro años y estás cansado de las vueltas del tranvía que pretende
ingenuas modernidades. También te ahoga, con empeño de asfixia, el cerco de una
dictadura absoluta e inapelable. El general Gómez dirige la república como su
propia hacienda de reses marcadas a hierro candente, y los acólitos de
paltolevita le soplan al oído los estatutos de aquel Orden, “cúmplanse los
mandatos del Benemérito, rígida paz, presidio para quienes se opongan a ella y
defiendan doctrinas extrañas”. Compras un boleto trasatlántico y te vas de
errabundos periplos por Europa. Primero Madrid y después Barcelona: exilio de
último piso, crónicas de viaje con destino a El País y El Universal, de
Caracas. “Pensar y sobrevivir”, quizás asentaba tu factible consigna; y en las
entregas de prensa escurres humores, erudiciones, trashumancias. Un día tomas
el tren hacia París y, con el pañuelo tapándote la ética, acudes al embajador
gomecista para solicitarle empleo en la legación de Venezuela. “Tiene usted
suerte, Salustio, ha fallecido nuestro primer secretario y necesitamos un
sustituto”. De allí, tu appartement cercano a la tumba de
Napoleón y las correrías por Pigalle; te enloquecen las hembras rollizas y de
pechos ampulosos –mujeres de Rubens, chicas al estilo de un vodevil opíparo–, y
agregas algo más de dinero al precio prostibular, las hetairas siempre
tienen la razón.
Las remembranzas cobran fibra de
caleidoscopio; se alternan, se alteran, se descomponen. De París, una
vallejiana noche de aguacero, te largas a Ginebra y Roma. Los parajes son
vertiginosos y enigmáticos. Consigues modestos alojamientos y subsistes
gracias a comedidos empleos y traducciones ocasionales (Villon, Baudelaire,
Apollinaire, Víctor Hugo). Degustas los idiomas –sobre todo el francés–
como si te fuesen propios, y eres capaz de imitar las voces que escuchas en
corrillos y mercados. Te llegan al disperso cauce de la memoria, los cuatro
libros de poesía y las dos obras dramáticas que dejaste inéditos en Venezuela,
y los muchos heterónomos que siempre usaste para firmar tus creaciones (Otal
Susi, List Uao, Sir Sawy Lost, Ottius Halz, Luo Satis). Algo te llama desde la
incertidumbre, ¿un fulgor inocente?, ¿una coartada imprecisa del año 1914?, y
retornas a Caracas durante la brevedad del error para pronto devolverte; “fue
una equivocación, encontré una ciudad campesina e inmóvil”, comentas sin
resentimiento. De nuevo en París, formas parte de los asiduos de Chez
Monique, un local en la Rue Targot con luces lánguidas donde las putas reciben
a la clientela y toman vino de marcas borrosas. Monique, dueña del sitio
lascivo, canta al compás de un enorme piano ronco y escoge a quienes habrán de
subir con ella a la habitación principal. Y tú, Salustio González Rincones,
nómada e incauto, estás entre los señalados para las terribles ternuras de
Monique: la sífilis envuelta en caricias a término. Por ese amor fugaz y de
sábanas promiscuas, sufrirás hasta el final, Salustio.
Toses sobre el balaustre del Caribia y
te aquejan mareos globales. Los astros giran, el firmamento se atisba a sí
mismo. Revives los seis poemarios que publicaste en París desde 1922 a 1932,
¡cómo transcurre el tiempo, Salustio, tan callando!, y confirmas tus preferidos: La
yerba santa y Trece sonetos con estrambote. –No, es falso
–te enmiendas– un creador verdadero no posee preferencias, a todos sus
hijos ama por igual–. Ríes, con esfuerzo corporal, porque aceptas
que La yerba santa fue un ejercicio lúdico en el cual
acoplaste varios textos y hasta inventaste un idioma indígena (“Enda capun
puichu erue – aujmasa inkape maso – augqui tosachoka avreue…”); y entonces te
enserias pues en Trece sonetos con estrambote aludiste a los
nombres de la sífilis (Mal de conquistadores o mal de mercaderes, mal francés,
mal español, mal napolitano, mal americano), y referiste sus pavores y
los remedios conocidos, el arsénico, el bismuto, el mercurio, en una alegoría
de símbolos múltiples.
Repasas, serenamente,
estoicamente, las fases de tu enfermedad. El chancro primario y su
redonda ulceración que no te producía molestias sino incógnitas; la
etapa secundaria con aquellas erupciones en la piel y los inevitables
escozores en las mucosas, además de cuadros febriles y calvicie patológica; y
por último, resignado Salustio, la fatiga pertinaz, los dolores generales, los
golpes de corazón, la parálisis momentánea, la inercia de las articulaciones, y
una visión tenue, engañosa, casi unicolor. Y oyes los conceptos de Girolamo
Fracastoro, el médico y poeta veronés que ideó la palabra “Sífilis” en un largo
texto épico (Syphilis sive morbus gallicus), y luego incluyó el
síndrome dentro de su tratado médico del cinquecento. –No, no se
debió a ningún castigo de Apolo, señoras y señores –determinas en tu caso,
Salustio–, me contagié “la negra Hada muda" por desidias
existenciales y hoy no me reconozco frente a los espejos.
Nunca tu discernimiento se enteró,
Salustio, de que fuiste según los críticos el primer poeta de vanguardia en
Venezuela, por las cáusticas irreverencias, el lenguaje desmañado, el humor, la
ironía y la parodia, la puntuación en disloque, las contra-reglas de la
gramática, la inaudita invención de vocablos. Y tampoco llegó a tus oídos
muertos que otro poeta venezolano, Jesús Sanoja Hernández, rescató tu obra y la
publicó en 1997 junto con un prólogo lleno de tributos.
La baranda del vapor apenas te sostiene.
El ritmo de las sístoles alcanza niveles de impaciencia, tus ojos arden
en una hoguera de calina ficticia, no logras llorar ni moverte. Has resuelto
volver definitivamente a Caracas para encontrarte con un pretérito que se
desvanece y un futuro de brevísimas certezas. Grupos de pájaros líricos cruzan
a lo lejos, el mar se encrespa. Los amigos que fueron contigo hasta Le Havre, no
te participaron su última maniobra de afecto: con lágrimas ocultas han
consignado ante el capitán del barco, la urna a la medida para que allí
colocase tu cadáver porque estaban seguros de que no superarías el viaje.
Y el 5 de marzo de 1933, Salustio,
en pleno cruce de aguas, vientos y soles salobres, el capitán te encerró en tu
destino de madera.
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