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miércoles, 1 de febrero de 2017

CARTAS A LA CARTA

          (O HISTORIA DE UNA IMITACIÓN CLAUSURADA)

       
           Lo  cierto fue que Remigio Cántaro, con apremios de medio siglo, abandonó la terca esperanza de escribir como Jorge Luis Borges para dedicarse a su propio horno de palabras. Y por las noches observa el firmamento: la luna baldía, constelaciones, estrellas sin nombre, Osas mayores y menores.
    Remigio había percibido por primera vez el mundo en la biblioteca de su casa, porque la inminencia del parto impidió el cónclave de unos médicos que veían las carreras de caballos mientras seccionaban cordones umbilicales y cosían los desbordes de las heridas. Mejor así, pues la misma madre (estoicamente resuelta) pidió la tijera de filos alemanes, el algodón en copos y una botella de alcohol absoluto, rezó letanías deíficas y bajo la señal de la cruz separó los dos cuerpos con heroicidad de dama espartana oriunda de Caracas.
Remigio chilló como si quisiera vociferar su puesto de 50 centímetros en el universo hogareño, y entonces don Felipe –orgulloso padre novicio– cambió la absoluta botella de alcohol por una caja de ron añejo e invitó al vecindario para celebrar el suceso de la sucesión. Enseguida, la multitud  se adhirió al alegre voltaje de los grados etílicos: había señoras de lúgubre edad con arrugas de perlas en el cuello, hombres sombríos y mujeres risueñas (y viceversa), ancianos a milésimas de perder los recuerdos inmediatos, tres monjas del Credo Descalzo en solicitud de limosnas al contado, ninfas adolescentes y hembras no tan niñas (buscando adeptos momentáneos), ebrios en compañía anónima de otros borrachines, y una caterva de perros efusivos y loros locuaces que entonaban bullicios de alegría animal.
Remigio y mamá Carlota no lograron la paz del sueño, tampoco la querían en ese trance de celebraciones que escuchaban acostados cerca de los estantes letra “B” de la biblioteca paterna, donde estaban –conspicuos y hieráticos– Honoré de Balzac, Simone de Beauvoir  y  Jorge Luis Borges. El niño Remigio, apenas un infante de pocas horas, volteó hacia la cúspide y la primeriza mirada fue para los tomos del invidente de Buenos Aires, sin aún saber que sería su paradigma secreto, su fantasma más profundo.
La casa de los Cántaro (seis habitaciones llenas de libros, dos cuartos para la familia y un patio con naranjas) era la única que quedaba en medio de las torres de edificios, porque don Felipe, bibliófilo por convicción y experto vocacional en obras incunables, se negaba a cederle su propiedad a cualquier (im)postor inmobiliario; “Antes cadáver que despojarme de mi casa-biblioteca a cambio de un indigno fajo de billetes”, repetía entre el supuesto humo de cigarros que mantenía siempre apagados. Don Felipe compraba y vendía colecciones librescas, obras intactas o de medio uso, revistas polvorientas, ejemplares vivos o desahuciados por las polillas, y cualquier texto impreso de valor asequible. Todo lo remataba en forma inmediata, menos su biblioteca personal: un bosque de páginas que amenazaba con invadir, cual comején impreso, la redonda placidez del patio de naranjas.
El niño Remigio, ajeno al vecindario, creció leyendo esa muestra de “azares inmóviles”. Iniciáticamente se dedicó, con asombro infantil, a los cuentos de hadas y demonios afables que urdían magias y estupores; luego se bebió –literalmente embebido– las narraciones de Verne y Salgari; más tarde, ya de camiseta con insignia colegial, se hacía el alumno enfermo para quedarse en el hogar bajo el aturdimiento de las novelas de García Márquez; después arremetió con exaltación la literatura rusa y la norteamericana (Dovstoiesky, Chejov, Whitman, Faulkner, como faros ardientes); y ya en un liceo desprovisto de atractivo, desatendía los estudios en provecho de los Nibelungos y el existencialismo francés, “me gusta Sartre pero prefiero a Camus”. Nada le fue ajeno: relatos disímiles, poemas con hartazgo de símiles, Cervantes por supuesto, haikús japoneses, dramas españoles, textos lúdicos y un larguísimo e inacabable etcétera de huellas de imprenta.
Cuando obtuvo su diploma de bachiller, escondió el pergamino dentro de la última gaveta y se negó a inscribirse en la universidad, “seré escritor, un gran escritor como Jorge Luis Borges”. Doña  Carlota  quiso persuadirlo, con largas lágrimas sin éxito, para que estudiase cualquier carrera, “Hijo,  tienes que graduarte de médico o abogado, dentista o dietista, oculista o internacionalista, en esta sociedad lo que importa es un título, un diploma, un papel con sello húmedo ¿entiendes, chico?”. Por su parte, don Felipe, más cercano y comprensivo, le aconsejó prepararse con todos los hierros para no errar en la vida; y como de comienzos se trataba, habló con un compadre de sacramento, director de la revista Hechos y Desechos, a fin de que Remigio entrase como reportero de la publicación.  –De acuerdo –dijo el compadre–, tu muchacho atenderá la fuente de la TV, puede comenzar mañana mismo porque el antecesor murió de un infarto  sexológico. ¡Es un chiste, Felipe, no te preocupes!
Remigio se dedicó, en esencia y tiempo frontal, a las reseñas de la farándula televisiva, sin olvidar que su destino ciego era Borges, el oráculo de la palabra escrita, el poeta de sabias honduras, el hombre-estilo, y se estaba preparando –¡apenas empezaba!– para remedarlo con la pleitesía de un alumno fiel. Pero pronto comprendió que las tareas del magazín (cinco entrevistas  semanales, el acopio de chismes detrás de las marquesinas, la crasa invención de romances fuera de cámara), limitaban su trabajo a comidillas indignas de un discípulo borgeano, “¿Qué harías tú, excelso  maestro, si me vieses en tal ejercicio de averiguaciones fatuas y halagos para el rating, en vez de crear un Aleph como el tuyo o un relato de cuchillos malevos?, seguramente te avergonzarías y renegarías de mí”. Después de la periodística faena diaria, se tomaba unas cervezas rápidas, disponía las cuartillas y ansiaba que las musas porteñas volaran a Caracas para dictarle en soliloquio asombrosas anécdotas y versos deslumbrantes. Pero la ilusión no se concretaba: la revista le había secado  las neuronas literarias, y por ello se dedicó a la búsqueda de otro empleo. Al cabo de un parsimonioso lustro, consiguió el cargo de corrector en la editorial La vorágine, dedicada a temas generales y materias conexas, o sea, a cualquier aspecto.
 En la sede de La vorágine, una edificación descompuesta (como si fuese víctima de permanentes guerras urbanas), Remigio acometió la enmienda de los errores que pasaban frente a su vista. Faltas de ortografía, deslices de vocablos, francas omisiones, tropiezos lexicales. Y casi lloraba de sonrojo ante la inmensidad  del bochorno, no concebía que algunos pudieran malograr así la escritura, “¡ojalá expíen sus culpas en un terrible infierno gramatical!”. Para lavarse los desconsuelos, releía a Borges durante la noche, evocaba las frases que lo habían deslindado de los necios, y juraba que iría a Ginebra en ceremonia de rendirle homenaje sobre su tumba. Pero, aparte de ello, no alcanzaba la meta de escribir conforme a los designios del tutor espiritual, nada le fluía por el sitio inteligente del cerebro, nada.
La existencia transcurrió lo contrario del agua de Heráclito, siempre igual en el propio cauce. A Remigio le salieron  algunas canas amargas, enterró a don Felipe por motivo de una apoplejía y a doña Carlota por el último virus de zancudos letales, careció del valor indispensable para casarse o arrejuntarse, mantuvo contra polvo y moho la biblioteca paterna,  los domingos no iba al Teatro de la Zarzuela sino que regaba en solitario los árboles frutales, y ya hastiado de las correcciones tipográficas se dedicó a intermitentes oficios.
Fue amanuense del Tribunal de Comercio, cuyo magistrado (un vejestorio gigante) imponía los monosílabos y la voz baja; publicista en una empresa que promocionaba hamburguesas con papas fritas (y un refresco gratis); secretario de descomunales consejos comunales; letrista de tonadas folklóricas y canciones de ordeño; revisor de actas y archivos muertos en una Jefatura Civil; escribano de discursos oficiales y extraoficiales por encargo específico; creativo de lemas para la conservación de la lechuza selvática; editor de subtítulos de filmes nórdicos sobre el Medioevo; corresponsal del diario Comme ci comme ça, de Martinica y las Antillas. Por su parte, Borges seguía invariablemente elusivo, foráneo, espectral; y aunque Remigio se aferraba a sus enseñanzas, no conseguía garabatear ni una línea feliz de imitación del paradigma.
Un día fastos resolvió lo que en insomnios venía urdiendo: abrir gratuitamente su biblioteca a los parroquianos y, además, ofrecerles la redacción de las misivas que necesitasen, por un módico honorario bajo tarifas de moneda nacional. En tal oportunidad, se tomó más cervezas de las pactadas consigo mismo, resucitó las nostálgicas imágenes de Felipe y Carlota, y acometió los indispensables arreglos. Limpieza y ordenamiento de los libros que ya ocupaban todos los cuartos, colocación de mesones con sillas para los lectores y ubicación de su escritorio metálico al aire fresco del patio de naranjas (único lugar posible), para atender las peticiones del público. Como las fuerzas le alcanzaron, se tomó  otra cerveza triunfal  y clavó un aviso delante de la casa: Biblioteca Libre Felipe Cántaro e hijo, se hacen Cartas a la carta, y más abajo el atractivo detalle de lo ofrecido (“cartas de amor, de negocios, de trabajo, de despecho, de ruptura, de despido, de viajes, de soltería, de pésame, de reconciliación, de compromiso, de familia y  cualquiera que usted exija o se le ocurra en el momento”).
.En tiempo casi instantáneo, los vecinos del barrio limítrofe y de otros más apartados hicieron fila con curiosidad tumultuosa frente al nuevo local, más por obtener la ansiada misiva que por leer el enjambre de libros expuestos. En virtud de que la biblioteca funcionaba como un auto-servicio, no hubo dificultades de congestionamiento porque cada usuario buscaba el ejemplar de su interés en los anaqueles y se comprometía –según  normas  de país desarrollado– a ubicarlo en su puesto después de la lectura; pero lo que sí constituyó un problema fueron las colas de personas dentro y fuera del patio, urgidas de utilizar  la asistencia redaccional. Colas en sierpe, colas centuplicadas, colas  coléricas por la espera, colas a la enésima potencia,  colas  métricas y kilométricas que se mordían la propia cola.
 El éxito de Remigio superó con creces cualquier antecedente histórico en el género de las epístolas y los averages mundiales, pues su secreto consistía en incrustar algo del ímpetu, pasión y razón de sus autores favoritos: En las cartas de amor nunca podía faltar Shakespeare si era un idilio trágico, o Neruda si se trataba de un enamoramiento con “astros a lo lejos”; en la correspondencia formal relampagueaban los esquemas de Descartes; en los noviazgos lacrimosos estaba María de Jorge Isaacs y en el despecho de venas abiertas aparecía a contraluz el Cancionero Mexicano; para recalcar la gama infinita de vicios y virtudes, apelaba a Balzac y su Comedia Humana; frente a una asidua conducta de vinos y desmanes, se remitía a Omar Khayyam y los poetas malditos (y también a Bukowsky);  en cuestiones lujuriosas mostraba los salaces espejos del Kamasutra y el Decamerón; con respecto a inquinas entre progreso y atraso exaltaba los ejemplos de Rómulo Gallegos; y así en seguidilla literaria para la plena complacencia de la perpetua clientela.
Con celeridad, su fama epistolar rebasó los límites patrios, y pronto lo abrumó un terremoto de fanáticos planetarios en pos de esperanzas escritas y mensajes palpables, que llegaron en muchedumbre desde polos remotos y  alejados meridianos, elevando brutalmente  el producto interno de la nación. A fin de ampliar el negocio, Remigio adquirió tres edificios aledaños; y como no se daba abasto con las tareas, buscó en las Escuelas de Letras un erudito equipo de colaboradores para que se adhiriese bajo su guía a tan ilustre labor. Compró también un telescopio  de última generación, varios ordenadores inteligentes y un chaleco de actualidad para las funciones de teatro. Nunca contrajo matrimonio porque evadió hasta las intenciones de algunas novicias del Credo Descalzo, deseosas de un milagro erecto y terreno.
El día de San Remigio, después del afán cotidiano, se sentó a escribir una carta compromiso o una carta abierta pero dirigida a sí mismo, mediante la cual y con palabras borgeanas prometía abandonar para siempre la terca imitación del paradigma ciego. Y desde esa vez y por las noches, pone la vista en el firmamento, orgulloso de haber encontrado la paz de su destino.
  

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