Lo cierto fue que Remigio Cántaro, con apremios de medio siglo, abandonó la terca esperanza de escribir como Jorge Luis Borges para dedicarse a su propio horno de palabras. Y por las noches observa el firmamento: la luna baldía, constelaciones, estrellas sin nombre, Osas mayores y menores.
Remigio había percibido por primera
vez el mundo en la biblioteca de su casa, porque la inminencia del parto
impidió el cónclave de unos médicos que veían las carreras de caballos mientras
seccionaban cordones umbilicales y cosían los desbordes de las heridas. Mejor
así, pues la misma madre (estoicamente resuelta) pidió la tijera de filos
alemanes, el algodón en copos y una botella de alcohol absoluto, rezó letanías
deíficas y bajo la señal de la cruz separó los dos cuerpos con heroicidad de
dama espartana oriunda de Caracas.
Remigio chilló como si quisiera vociferar su puesto de 50 centímetros en el universo hogareño, y entonces don Felipe –orgulloso padre novicio– cambió la absoluta botella de alcohol por una caja de ron añejo e invitó al vecindario para celebrar el suceso de la sucesión. Enseguida, la multitud se adhirió al alegre voltaje de los grados etílicos: había señoras de lúgubre edad con arrugas de perlas en el cuello, hombres sombríos y mujeres risueñas (y viceversa), ancianos a milésimas de perder los recuerdos inmediatos, tres monjas del Credo Descalzo en solicitud de limosnas al contado, ninfas adolescentes y hembras no tan niñas (buscando adeptos momentáneos), ebrios en compañía anónima de otros borrachines, y una caterva de perros efusivos y loros locuaces que entonaban bullicios de alegría animal.
Remigio chilló como si quisiera vociferar su puesto de 50 centímetros en el universo hogareño, y entonces don Felipe –orgulloso padre novicio– cambió la absoluta botella de alcohol por una caja de ron añejo e invitó al vecindario para celebrar el suceso de la sucesión. Enseguida, la multitud se adhirió al alegre voltaje de los grados etílicos: había señoras de lúgubre edad con arrugas de perlas en el cuello, hombres sombríos y mujeres risueñas (y viceversa), ancianos a milésimas de perder los recuerdos inmediatos, tres monjas del Credo Descalzo en solicitud de limosnas al contado, ninfas adolescentes y hembras no tan niñas (buscando adeptos momentáneos), ebrios en compañía anónima de otros borrachines, y una caterva de perros efusivos y loros locuaces que entonaban bullicios de alegría animal.
Remigio y mamá Carlota no lograron la paz del sueño,
tampoco la querían en ese trance de celebraciones que escuchaban acostados
cerca de los estantes letra “B” de la biblioteca paterna, donde estaban
–conspicuos y hieráticos– Honoré de Balzac, Simone de Beauvoir y
Jorge Luis Borges. El niño Remigio, apenas un infante de pocas horas,
volteó hacia la cúspide y la primeriza mirada fue para los tomos del invidente
de Buenos Aires, sin aún saber que sería su paradigma secreto, su fantasma más
profundo.
La casa de los Cántaro (seis habitaciones llenas de
libros, dos cuartos para la familia y un patio con naranjas) era la única que
quedaba en medio de las torres de edificios, porque don Felipe, bibliófilo por
convicción y experto vocacional en obras incunables, se negaba a cederle su
propiedad a cualquier (im)postor inmobiliario; “Antes cadáver que despojarme de
mi casa-biblioteca a cambio de un indigno fajo de billetes”, repetía entre el
supuesto humo de cigarros que mantenía siempre apagados. Don Felipe compraba y
vendía colecciones librescas, obras intactas o de medio uso, revistas polvorientas,
ejemplares vivos o desahuciados por las polillas, y cualquier texto impreso de
valor asequible. Todo lo remataba en forma inmediata, menos su biblioteca
personal: un bosque de páginas que amenazaba con invadir, cual comején impreso,
la redonda placidez del patio de naranjas.
El niño Remigio, ajeno al vecindario, creció leyendo esa
muestra de “azares inmóviles”. Iniciáticamente se dedicó, con asombro infantil,
a los cuentos de hadas y demonios afables que urdían magias y estupores; luego
se bebió –literalmente embebido– las narraciones de Verne y Salgari; más tarde,
ya de camiseta con insignia colegial, se hacía el alumno enfermo para quedarse
en el hogar bajo el aturdimiento de las novelas de García Márquez; después
arremetió con exaltación la literatura rusa y la norteamericana (Dovstoiesky,
Chejov, Whitman, Faulkner, como faros ardientes); y ya en un liceo desprovisto
de atractivo, desatendía los estudios en provecho de los Nibelungos y el
existencialismo francés, “me gusta Sartre pero prefiero a Camus”. Nada le fue
ajeno: relatos disímiles, poemas con hartazgo de símiles, Cervantes por
supuesto, haikús japoneses, dramas españoles, textos lúdicos y un larguísimo e
inacabable etcétera de huellas de imprenta.
Cuando obtuvo su diploma de bachiller, escondió el
pergamino dentro de la última gaveta y se negó a inscribirse en la universidad,
“seré escritor, un gran escritor como Jorge Luis Borges”. Doña Carlota
quiso persuadirlo, con largas lágrimas sin éxito, para que estudiase
cualquier carrera, “Hijo, tienes que
graduarte de médico o abogado, dentista o dietista, oculista o
internacionalista, en esta sociedad lo que importa es un título, un diploma, un
papel con sello húmedo ¿entiendes, chico?”. Por su parte, don Felipe, más
cercano y comprensivo, le aconsejó prepararse con todos los hierros para no
errar en la vida; y como de comienzos se trataba, habló con un compadre de
sacramento, director de la revista Hechos y Desechos, a fin de que Remigio
entrase como reportero de la publicación.
–De acuerdo –dijo el compadre–, tu muchacho atenderá la fuente de la TV,
puede comenzar mañana mismo porque el antecesor murió de un infarto sexológico. ¡Es un chiste, Felipe, no te
preocupes!
Remigio se dedicó, en esencia y tiempo frontal, a las
reseñas de la farándula televisiva, sin olvidar que su destino ciego era
Borges, el oráculo de la palabra escrita, el poeta de sabias honduras, el
hombre-estilo, y se estaba preparando –¡apenas empezaba!– para remedarlo con la
pleitesía de un alumno fiel. Pero pronto comprendió que las tareas del magazín
(cinco entrevistas semanales, el acopio
de chismes detrás de las marquesinas, la crasa invención de romances fuera de
cámara), limitaban su trabajo a comidillas indignas de un discípulo borgeano,
“¿Qué harías tú, excelso maestro, si me
vieses en tal ejercicio de averiguaciones fatuas y halagos para el rating,
en vez de crear un Aleph como el tuyo o un relato de cuchillos malevos?,
seguramente te avergonzarías y renegarías de mí”. Después de la periodística
faena diaria, se tomaba unas cervezas rápidas, disponía las cuartillas y ansiaba
que las musas porteñas volaran a Caracas para dictarle en soliloquio asombrosas
anécdotas y versos deslumbrantes. Pero la ilusión no se concretaba: la revista
le había secado las neuronas literarias,
y por ello se dedicó a la búsqueda de otro empleo. Al cabo de un parsimonioso
lustro, consiguió el cargo de corrector en la editorial La vorágine, dedicada
a temas generales y materias conexas, o sea, a cualquier aspecto.
En la sede de La
vorágine, una edificación descompuesta (como si fuese víctima de
permanentes guerras urbanas), Remigio acometió la enmienda de los errores que
pasaban frente a su vista. Faltas de ortografía, deslices de vocablos, francas
omisiones, tropiezos lexicales. Y casi lloraba de sonrojo ante la
inmensidad del bochorno, no concebía que
algunos pudieran malograr así la escritura, “¡ojalá expíen sus culpas en un
terrible infierno gramatical!”. Para lavarse los desconsuelos, releía a Borges
durante la noche, evocaba las frases que lo habían deslindado de los necios, y
juraba que iría a Ginebra en ceremonia de rendirle homenaje sobre su tumba.
Pero, aparte de ello, no alcanzaba la meta de escribir conforme a los designios
del tutor espiritual, nada le fluía por el sitio inteligente del cerebro, nada.
La existencia transcurrió lo contrario del agua de
Heráclito, siempre igual en el propio cauce. A Remigio le salieron algunas canas amargas, enterró a don Felipe
por motivo de una apoplejía y a doña Carlota por el último virus de zancudos
letales, careció del valor indispensable para casarse o arrejuntarse, mantuvo
contra polvo y moho la biblioteca paterna,
los domingos no iba al Teatro de la Zarzuela sino que regaba en solitario
los árboles frutales, y ya hastiado de las correcciones tipográficas se dedicó
a intermitentes oficios.
Fue amanuense del Tribunal de Comercio, cuyo magistrado
(un vejestorio gigante) imponía los monosílabos y la voz baja; publicista en
una empresa que promocionaba hamburguesas con papas fritas (y un refresco
gratis); secretario de descomunales consejos comunales; letrista de tonadas
folklóricas y canciones de ordeño; revisor de actas y archivos muertos en una
Jefatura Civil; escribano de discursos oficiales y extraoficiales por encargo específico;
creativo de lemas para la conservación de la lechuza selvática; editor de
subtítulos de filmes nórdicos sobre el Medioevo; corresponsal del diario Comme
ci comme ça, de Martinica y las Antillas. Por su parte, Borges seguía
invariablemente elusivo, foráneo, espectral; y aunque Remigio se aferraba a sus
enseñanzas, no conseguía garabatear ni una línea feliz de imitación del
paradigma.
Un día fastos resolvió lo que en insomnios venía
urdiendo: abrir gratuitamente su biblioteca a los parroquianos y, además, ofrecerles
la redacción de las misivas que necesitasen, por un módico honorario bajo
tarifas de moneda nacional. En tal oportunidad, se tomó más cervezas de las
pactadas consigo mismo, resucitó las nostálgicas imágenes de Felipe y Carlota,
y acometió los indispensables arreglos. Limpieza y ordenamiento de los libros
que ya ocupaban todos los cuartos, colocación de mesones con sillas para los
lectores y ubicación de su escritorio metálico al aire fresco del patio de
naranjas (único lugar posible), para atender las peticiones del público. Como
las fuerzas le alcanzaron, se tomó otra
cerveza triunfal y clavó un aviso
delante de la casa: Biblioteca Libre Felipe Cántaro e hijo, se hacen
Cartas a la carta, y más abajo el atractivo detalle de lo ofrecido (“cartas de
amor, de negocios, de trabajo, de despecho, de ruptura, de despido, de viajes,
de soltería, de pésame, de reconciliación, de compromiso, de familia y cualquiera que usted exija o se le ocurra en
el momento”).
.En tiempo casi instantáneo, los vecinos del barrio
limítrofe y de otros más apartados hicieron fila con curiosidad tumultuosa
frente al nuevo local, más por obtener la ansiada misiva que por leer el
enjambre de libros expuestos. En virtud de que la biblioteca funcionaba como un
auto-servicio, no hubo dificultades de congestionamiento porque cada usuario
buscaba el ejemplar de su interés en los anaqueles y se comprometía –según normas de país desarrollado– a ubicarlo
en su puesto después de la lectura; pero lo que sí constituyó un problema
fueron las colas de personas dentro y fuera del patio, urgidas de utilizar la asistencia redaccional. Colas en sierpe,
colas centuplicadas, colas coléricas por
la espera, colas a la enésima potencia,
colas métricas y kilométricas que
se mordían la propia cola.
El éxito de
Remigio superó con creces cualquier antecedente histórico en el género de las
epístolas y los averages mundiales, pues su secreto consistía en incrustar algo
del ímpetu, pasión y razón de sus autores favoritos: En las cartas de amor
nunca podía faltar Shakespeare si era un idilio trágico, o Neruda si se trataba
de un enamoramiento con “astros a lo lejos”; en la correspondencia formal
relampagueaban los esquemas de Descartes; en los noviazgos lacrimosos estaba
María de Jorge Isaacs y en el despecho de venas abiertas aparecía a contraluz el
Cancionero Mexicano; para recalcar la gama infinita de vicios y virtudes,
apelaba a Balzac y su Comedia Humana; frente a una asidua conducta de vinos y
desmanes, se remitía a Omar Khayyam y los poetas malditos (y también a
Bukowsky); en cuestiones lujuriosas
mostraba los salaces espejos del Kamasutra y el Decamerón; con respecto a
inquinas entre progreso y atraso exaltaba los ejemplos de Rómulo Gallegos; y
así en seguidilla literaria para la plena complacencia de la perpetua
clientela.
Con celeridad, su fama epistolar rebasó los límites
patrios, y pronto lo abrumó un terremoto de fanáticos planetarios en pos de
esperanzas escritas y mensajes palpables, que llegaron en muchedumbre desde
polos remotos y alejados meridianos,
elevando brutalmente el producto interno
de la nación. A fin de ampliar el negocio, Remigio adquirió tres
edificios aledaños; y como no se daba abasto con las tareas, buscó en las
Escuelas de Letras un erudito equipo de colaboradores para que se adhiriese
bajo su guía a tan ilustre labor. Compró también un telescopio de última generación, varios ordenadores
inteligentes y un chaleco de actualidad para las funciones de teatro. Nunca
contrajo matrimonio porque evadió hasta las intenciones de algunas novicias del
Credo Descalzo, deseosas de un milagro erecto y terreno.
El día de San Remigio, después del afán cotidiano, se
sentó a escribir una carta compromiso o una carta abierta pero dirigida a sí
mismo, mediante la cual y con palabras borgeanas prometía abandonar para
siempre la terca imitación del paradigma ciego. Y desde esa vez y por las
noches, pone la vista en el firmamento, orgulloso de haber encontrado la paz de
su destino.
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