Entradas populares

lunes, 5 de noviembre de 2018

INSTIGACIÓN DE VIDA Y DE BOLEROS



    El escenario aplaca por un momento las disonancias en furor. Una luz rojiza determina, en el centro, la silueta del frac alquilado. ¡Señoras y señores!, a continuación el segundo show de la noche en su American Bar. Aplausos desmedidos, cigarrillos de fulgurantes avispas. Nuestra estrella invitada no necesita presentación, es Lucyyyy, la Terrífica. Pero en el American Bar no hay orquesta de pianos y cencerros, sino una rockola tornasolada y violenta que comienza su guaracha. Tampoco existen cortinas como en Hollywood, ni registas ni directores de escena. Lucy se toma un ron, piensa en su abatimiento de vida y se enfrenta al público. Vivas por doquier. El cuerpo inicia el movimiento y se va enroscando lentamente a esa música que conoce de antemano. Muslos de calor, furiosas culebras tropicales, sudor de tambores por dentro. “Dale, mulata, dale”, rugen los espectadores. Sus caderas pueden remover el mundo, hieratizar los deseos, formar durezas y tiesuras. Cada contorsión la delimita y aproxima, los demás casi logran tocarla, lustrosidad de animal escurridizo, cabellos emplumados con olor a naranja, todas las precisiones anudadas a sus nalgas en fronda; Lucy ya no piensa, ya no ve el asombro que la rodea, porque sólo quiere despojarse, mostrarse, evidenciar por fin su pequeño sol de instigaciones. Ahora está desnuda, ausente, girando sobre sí misma, erecta en la pasión de los testigos. La guaracha desborda las últimas notas, promontorio de gritos, la luz retrata —antes de desaparecer— un diminuto terremoto triangular que se afinca en las miradas. Aplausos. De nuevo el frac: Y esto ha sido todo por esta noche, distinguidos amigos que nos acompañan. Un vaso roto protesta la impotencia.                  
      Yo la aguardo entre la niebla de un habano placentero. Sobre la mesa, una engañosa vela alumbra con su bombilla los agujeros del mantel. Las parejas no quieren perderse ni un solo estruendo del bolero que prosigue la madrugada del bar, y por eso confunden sus contornos en la pista. Barullo de besos, destreza de pasos ebrios, proposiciones indiscretas ante la inminencia de los relojes, arte y alarde de la nocturnidad. Yo la espero y ella, mientras tanto, quizá se adosa de nylon las piernas transparentes, se retoca pinturas, saca su lengua frente al espejo con marco de cartón, ausente de mí, lejana en su lejanía personal. Un hombre en la barra desequilibra su banquillo de cliente asiduo, y cae con propios y ajenos improperios. En individual apuesta, juego a que no se levanta, pero él pronto redescubre el punto estable y ordena otro trago. Alguien a mis espaldas insulta la existencia, se sofoca, amenaza (obviedades que nadie toma en justa consideración). Yo la espero y ella, tal vez, revisa pacientemente las honduras de sus strapless, la medalla sin quilates, los dos crisantemos de zarcillos; sin duda el espejo le devuelve la figura, junto con un cuartucho tapizado de antiguos almanaques.