Juro que no fui la
amante de Hernando Carlos Amézquita, polígrafo sagrado y consagrado. No fui su
derechura de mujer ni formé parte de sus atónitos deseos. Me correspondió ser
el sesgo de su sombra, la dueña de las llaves maestras, la voz de al lado, la
mano de su voluntad yerta. Nadie sabe todavía que falleció esta noche, a golpes
suaves de corazón.
Lo he vestido
lentamente. Escogí, para sus luces de cadáver, el vanidoso traje con el que
recibió la banda cervantina, en un Madrid lleno de reyes y de elogios. Le anudé
la corbata de anémonas, “ésa me gusta, Beatrice”, para que combinase con un
fondo de pechera francesa. Le calcé los zapatos de cabritilla, moldeables a
fines eternos. Lo peiné, sin olvidar la raya surcal, y le impuse -otra vez y en
soledad- sus condecoraciones ilustres, su merecido latón perpetuo.
Quiero disfrutarlo un
rato más así, inmaculado y senil, compartiendo con él los desgastes del tiempo
antes de proferir la noticia: “¡Murió el gran escritor Amézquita!”, porque luego
vendrán todos los periodistas del orbe para congelar su imagen en retratos
dormidos, y yo tendré que arrinconarme, con mi cofia y mis llaves, como un
verdadero animal de los adentros.
Veinte años junto a
don Hernando (jamás pude decirle Hernando a secas porque la devoción me lo
impedía) construyendo los sosiegos del hogar, veinte años y el té con limón,
las pantuflas al borde de su mandato, la biblioteca compuesta, el jardín
metódico. Los pájaros... Yo habitaba en un pueblo de fastidio frecuente, a
varios ferrocarriles de la capital, y me vine -con mi carácter hecho en casa y
el recorte de prensa- para optar por el empleo. Don Hernando, después de auscultarme
la indigencia, exclamó sin pasión alguna: “Quédate, pero de ahora en adelante
no te llamarás Mariadelosantos sino Beatrice. Recuérdalo, eres una Beatrice sin
apellido”.
Me complació que me
tratara con ruda distancia (igual actuaban los patrones a caballo), y me agradó
también su olor de bosque perfumado, “es un escritor de aromas”, “un intelecto
de fragante seriedad”. Para esa época Amézquita acababa de enviudar, pero no me
pareció adolorido por la ausencia conyugal. Más bien pensé que se sentía
gozosamente libre, para poder abrazarse a su literatura. Yo le hubiera abierto
mis piernas, “¡don Hernando, abuse!”, “¡don Hernando Carlos, desgárreme!”,
“¡doctor Amézquita, perfóreme ya!”, pero pronto me di cuenta de que sus deseos
sólo residían en el entusiasmo del cerebro.
Mi respeto hacia él se nutrió de afinidades aprendidas. Lo escuchaba perorar
en lenguas muertas; leía -a hurtadillas- sus libros sobre las sagas escandinavas, las
mil noches árabes o la realidad histórica del Buddha; me aficioné, por su
culpa, a no acostarme sin revisar La Divina Comedia; adopté como
magíster novelesco al marino Conrad; conocí la ingente poesía: Virgilio,
Coleridge, Víctor Hugo; marqué en los mapamundis dónde quedaban Bactriana y
Tartaria; supe que nightmare es yegua de nocturna pesadilla inglesa; vi
un dibujo de el Catoblepas (fiera de tamaño mediano y andar perezoso), y quise
poseer alas-elefantes como el Ave Roc.
Las palabras perecieron por hábito de ausencia. Yo, sin embargo, adivinaba
las nobles inclinaciones de Amézquita, sus rigurosas manías, sus cucharadas
reconstituyentes, y siempre permanecía de pie -con mi admiración alerta- para
complacerlo... Y velaba sus sueños renacentistas (¿pues en qué otro espectáculo
total podía él adentrarse?), le escogía los atuendos de chaleco y bastón, lo
alimentaba con verduras jóvenes para que recreara ideas memorables, y más de
una vez lo acompañé -al rescoldo de sus pasos- mientras persistía en descifrar
las pieles del universo. “Beatrice, siéntate y atiende”, me ordenaba cuando quería
oír la rima de un poema en ciernes, y yo Beatrice, Beatrice de don Hernando, la
modesta penumbra, la extraña entrañable, casi moría de contento por tanta
distinción.
El último año apenas pernoctó en el país. Un seminario sobre Heidegger
lo mantuvo aferrado a la Universidad de Lovaina. Se tragó el océano en viaje
rápido para asistir al Coloquio Whitmaniano, bajo el patrocinio de la Fundación
George Washington. El rector de la Universidad Andina, después de envolverlo en
lisonjas, logró su participación en el XIX Encuentro de las Culturas. Por fin
el radiograma económico: “Llego sábado Panamerican 506”.
La casa era un galimatías enciclopédico, una ruina ilustrada, porque yo
-en provecho de mis irrevocables vicios- me había dedicado a rellenar lagunas
insapientes, como una Simone de Beauvoir de la calle Independencia, como una
Lillian Hellman esperando al detective Hammett. Entonces, dispuse los ritos en
su santo lugar para que don Hernando no se percatase de nada, y lustré la
tetera de Bavaria, y engalané la mesa con un mantel de flores poblanas, y me
calcé el tailleur de las oportunidades pretenciosas.
Tres timbrazos. Un breve haikú de espejos para retocarme la apariencia. “Buenas
tardes, querido profesor Amézquita, ¡bienvenido!”. -Gracias, Beatrice-,
respondió con desgano y se encerró en las disneas del cuarto: la escalera fue
testigo de su ajedrez de pisadas vacilantes. Lloré un insomnio entero por el
pobre don Hernando, anegué con aguas lastimosas los mexicanos pétalos de la
mesa, y maldije a los intelectuales, a los esnobistas, a los anfitriones,
“envié un cuerpo glorioso y me retornan este lémur horrible”. Serían las seis
en mi recuerdo del día siguiente cuando don Hernando Carlos amaneció paralítico
del habla y de la inteligencia.
No llamé al doctor Lerner, su benéfico Pasteur
de cabecera, ni a los vecinos, ni a la Revista Iberoamericana. Decidí que era
preferible conservar intachable (mientras pudiese) el nombre y el prestigio de
nuestro inmóvil prócer. Y me armé de ardides abnegados, “el señor disfruta de vacaciones,
el señor corrige sus memorias, el señor termina un poemario”, para que nadie se
enterara del desastre hemipléjico. Y fui más lejos: lo cargaba hasta la
notoriedad del balcón con el objeto de no dejar resquicios sobre la certidumbre
de su existencia. Encima del vargueño se acumulaban las cartas en procura de
artículos y textos eruditos.
El
editor Irarrázabal, vasco o anarquista, casi derribó nuestras puertas para que
don Hernando le entregase la treintena de cuartillas pactadas acerca del
fenómeno estético. “El profesor se encuentra en trance inspirativo –mentí- pero yo misma las llevaré a la editorial”. -Si
Amézquita no cumple, ¡leñe!, nos demandarán en divisas alemanas-, vociferó el
viejo, alejándose entre aspavientos de tabaco.
Don Hernando respondió como un dolmen de silencio a mis preguntas. Únicamente
le interesaba el coloritmo enjaulado de sus pájaros. Por fortuna, encontré el
esqueleto del ensayo: atisbos, pensamientos, embriones de un corolario. “No
debemos fallar”, dije para convencerme en plural, y me encerré dentro de la
biblioteca con el panteísta Escoto Erígena, Benedetto Croce, el gato (Kater) de
Nietzsche “que pisa tapices de estrellas”, y también con Joyce y los sonetos de
Quevedo. Tomé la máquina de Amézquita y sus alientos Olivetti 44, y escribí sin
enmiendas hasta el final de la angustia. Concluí con los versos de un sabio
ciego: “Debo justificar lo que me hiere. / No importa mi ventura o mi
desventura. / Soy el poeta.”
Obligué a don Hernando a que oyese la pieza ensayística, “siéntese y
atienda”, y muy Virginia Woolf, muy Anaís Nin y muy Kristeva, declamé exaltada
las treinta cuartillas de osadía. Hernando Carlos Amézquita ni siquiera me
felicitó con un ademán de catalepsia.
La editorial El Ovejo de Babilonia, ante el férvido aplauso de los lectores,
solicitó nuevas y constantes colaboraciones: La Cábala, El Unicornio Chino,
Poe, Alejandro Magno... Mis astucias pasaron desapercibidas, mientras las del
polígrafo encendían los cuatro costados de la crítica mundial. El jardín se
encrespó de hierbas largas, la cocina fue templo de fast-food, la loza bávara
se tiñó de exclusiones, porque yo había contraído una responsabilidad
incurable: preservar la fama amezquitiana.
Hoy, bajo la lumbre de agosto, ocupaba mi visión semiótica en un análisis
sobre los personajes de Flaubert. Y me adelantaba al comentario: “¡La obra
culmen del autor, qué profundidad, qué prosa envolvente!”.
Don Hernando, ajeno en su silla de momia, se divertía con los aleteos de
la vida emplumada, como un faraón de las minucias. De pronto, emitió enjutos
hilos de dolor y se fue enrollando en su propia y lenta muerte. Traté de
revivirlo con corazones boca a boca, pero su saliva ya era de difunto.
Estás ahí, don Hernando, vestido y vanidoso, para que un carruaje te
conduzca hasta el mármol de los discursos, “la irreparable pérdida, el llanto
que nos embarga, señores, señoras...”. Pero yo he resuelto otro destino. No
ataré mis bríos y mis cofias, mi voluntad ni mis resplandores, no ahora cuando
siento las alcurnias del éxito, las palmas de la glorificación. Nadie debe
conocer la noticia. Te enterraré, Hernando Carlos, en tu jardín de réquiem, en
el traspatio de nuestro pasado, con la corbata de anémonas y tus honores de
metal en el pecho. Y durante las tardes, te leeré las mejores páginas que
publicarás de por muerte.
Yo, Beatrice, Beatrice sin apellido, juro que seguiré adelante en el recuerdo.
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