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jueves, 27 de julio de 2023

LA ROJA VIDA DE CAPERUCITA I

                                     


 Desde la cama y a las once de la noche, un monstruo de nueve años me ruega a gritos que le cuente un cuento. El monstruo que lleva mi mismo nombre, usa lentes contra la miopía y razona con palabras de cuarto grado, es, por supuesto, mi hijo. Recuerdo en ese momento, un grafiti que vi rugir en los muros de la Universidad: “Los niños son locos chiquitos”, y recuerdo también la modesta proposición de Jonathan Swift: sacrificar a los párvulos para vender su carne a personas de calidad y fortuna. Como por motivos de solidaridad familiar no me es posible encerrar al pequeño en un establecimiento psiquiátrico, ni ofrecer sus costillas en remate público, le refiero una historia moderna basada en cuento antiguo:


En un barrio marginal vivía una alborozada muchacha llamada Caperucita Roja, que era famosa por sus pezones en flor y su adicción a la marihuana. Tenía tres entradas a la policía y muchas salidas a las discotecas nocturnas, aunque su madre nunca supo de tales peripecias por estar ocupadísima atendiendo una venta ilegal de cerveza en el sagrado comedor de la casa. Caperucita no iba a la escuela porque prefería las enseñanzas de la televisión, sólo leía fotonovelas para no forzar su preclaro retardo mental, y —sin problemas axiológicos— aspiraba casarse con un valiente asaltante de bancos o con un minucioso falsificador de dólares. “Lo mío es el goce”, solía expresar parodiando una hedonística balada de Tito Rodríguez, mientras se rizaba la tenacidad de sus pestañas y se pintaba los labios con el carmesí de un ansiado porvenir. Caperucita era una adolescente que no adolecía de nada: piernas de estatua, glúteos de estatua, cerebro de estatua, sobre todo cuando estaba durmiendo, porque al ponerse en movimiento más bien parecía una verbena de la sexualidad, un festín de pieles, un erótico postre de lascivias con vainilla. Y ella, que se suponía tan demoníaca como Marlene Dietrich en El ángel azul, paseaba sus olores de cangrejos profundos por la hermosa suciedad de la barriada, y no había caballero fálico que no la reverenciara con un leve dejo de cabeza (afirman que un tío la sentaba a menudo en el tiovivo de sus muslos para hacerla reír; otros relatan que el último padrastro murió de embolia seminal al verla tête a tête completamente desnuda).

Caperucita prometía convertirse en una mujer de mundo y en un mundo de mujer, pero creció desconfiando de las bajas pasiones de los hombres, o sea, de la cintura para abajo, porque su madre no se cansaba de advertirle que un pecado capital no debía cometerse sino con un verdadero capitalista. Sin embargo, una amiga muy psicológica y psicodélica le prestó un día el N° 69 de la Revista Luz: Órgano de todo lo que usted debe saber sobre el sexo, y desde esa lectura se le abrieron la reflexión y los deseos, y comprendió que las pastillas anticonceptivas no servían para curar el malestar de los conceptos.

Aquel día amaneció con una mandarina de sol que se descolgaba por la región más intransparente del esmog, no se oían los cantos de los gallos (sencillamente porque en los barrios de concreto no hay gallos), y el calor llovía sudores sobre el océano de las sábanas. La mamá de Caperucita abrió el ojo derecho, ése que siempre se le adornaba de legañas de oro, y con garganta de claxon conminó a su hija a levantarse: “Apúrate, Capi, que debes ir a visitar a la abuelita”. La niña no deseaba despertarse, pero recordó en el rapto de una exhalación que la vieja sufría de cáncer global (“metástasis” o algo así diagnosticaron los médicos) y quería aprovechar los últimos chistes de la enferma, chistes que ésta había aprendido durante sus setenta años de dancings nightclubes, de tabernas y lupanares, primero como colipoterra a destajo, luego como dueña y posteriormente como camarera, chistes acerca de virgos y estupros, galanterías y traiciones, que le dejaron en la cara una sonrisa senil, una carcajada de arrugas, pero que no le permitieron obtener la jubilación, ni la tarjeta del Seguro Social, ni una miserable pensión por el joder cumplido, y por eso la abuela repetía entre toses y desprendimientos de pulmón que si le tocara vivir de nuevo, lucharía a vagina partida por la dignidad de la profesión más penosa de la humanidad, y que sería capaz de organizar revoluciones íntimas y huelgas de senos caídos con tal de que cada rabiza pudiese retirarse en sana paz y a buena hora, sin tener que afrontar la obligatoria postración de una cama, “sí, de una cama, que es como morir a golpe de recuerdos en el mismo escenario donde antes se desahogaron retozos y guarachas”.  Todo ello le circulaba por la achicada mente de avellana a la bella Caperucita, igual que un film de Fellini que nunca llegó a ver, mientras se ponía el sostén rojo, la blusa roja, la falda roja, el corazón rojo, y pensaba que mejor era vender el cuerpo en matrimonio por una sola vez que venderlo en incómodas cuotas como lo había hecho la mamá de su mamá.

Caperucita tomó la cesta con regalos para la abuelita: media manzana, media pera, un cambur incólume que había sobrado de la cena, un recorte de prensa con recetas para fallecer sin complejos; y tras un sonoro “hasta luego” que hirió el laberinto de varios tímpanos a la redonda, se largó. Estaba tan contenta que lo miraba todo a través de los binóculos de la felicidad, se sentía tan rozagantemente Gerber que insufló más aire a los globos de su busto, se consideraba tan saludable que saludaba a los demás para que éstos le respondiesen, pero de repente pensó en la abuela y en ese cáncer en forma de horóscopo comiéndosela por dentro, y lloró sin parar durante ocho segundos seguidos, y después dijo “basta” y se secó las lágrimas con las nubes de un pañuelo.

La ciudad recibió a Caperucita con un bosque de frondosos automóviles y arboledas de edificios, copleros y helicópteros revoloteando en el cielo, insípidos animales de corbata y un gran bullicio plácido como de orquesta planetaria. Si nuestra heroína hubiese sido culta, condición a todas luces innecesaria, a lo mejor habría evocado los avatares del Dante en mitad de la selva oscura, pero a ella solamente le cabían en las células de la cabeza aquellos deleites que no le perturbaran su imperturbable tranquilidad. Por esa razón, y por otras idénticas que no viene al caso mencionar, Caperucita se distrajo ante los costosos aparadores de las tiendas baratas, los rostros generosos de los mendigos, la cortante rapidez de los motociclistas en noria de escape libre, aunque lo que más le llamó la atención fue un combate casi televisivo entre unos ladrones vestidos de policías y unos policías vestidos de ladrones Caperucita continuaba risueña su larga caminata de zapatos de tenis y callos rojos, cuando se percató de que alguien la seguía de cerca. En verdad no se le asustaron los nervios porque sabía cómo meterle los pechos a cualquier  situación comprometedora; y más en verdad lo que ansiaba era que una situación comprometedora le abismara los sentidos de punta a punta y de cabo a rabo. Se hizo, pues, la tonta, actitud que le costaba un mínimo de concentración, y revisó con el traserillo del ojo al personaje que furtivamente copiaba sus pasos. Se trataba de un ser ni fuerte ni exiguo, ni altísimo ni bajísimo, ni buen mozo como paraexclamar “¡qué bárbaro!”, ni horrible como para enceguecer los párpados, era en suma un individuo común y del standard, tal vez un político, quizás un corredor de bolsa con cara inequívoca. José Ingenieros lo hubiera tildado de mediocre, pero Caperucita que en literatura no rebasó nunca la historieta de Los tres cochinitos, determinó que estaba medianamente chévere, o sea, más o menos chévere, es decir, de un chévere regular.

Cuando Caperucita creía que el tipo había escapado a causa de “un trauma infantil de la libido” (Revista Luz, cit., p. 96 al derecho y al revés), el susodicho se le acerca, buenos días, señorita, no le pregunto cómo se encuentra porque sería redundante, pero concédame la oportunidad de compartir con usted el optimismo de la primavera, la luminosidad de los vocablos, el humo de los omnibuses, perdone, yo me llamo Hobbes, a sus órdenes y desórdenes, tenga por favor mi tarjeta de presentación, soy poeta titulado, hago sonetos a domicilio, poemas por encargo, acrósticos a crédito, el cliente me da la idea de su sentimiento: amor o despecho, por ejemplo, aunque en su caso particular jamás sería lo segundo, y yo a partir de allí construyo los versos, las imágenes, las metáforas (“Este hueco, la vida”; “Rosa que te quiero fosa”, etc.), es algo así como “permítame versificar por usted”, ¿ves?, pero excusa mi torpeza, no te he dejado hablar y ya te tuteo, ahora dime: ¿tú trabajas o estudias?

Caperucita se quedó más obtusa que de costumbre ante aquel chubasco de palabras, ante aquel maremoto de cultura, y sintió una mortificación en el discernimiento, y sintió asimismo una especie ardor en los rubores y una lava que le brotaba del volcán de sus intimidades(—qué lavativa—), y el interlocutor esperando su respuesta dentro de un traje ferozmente peludo, y ella todavía interrogándos si las flechas que le paralizaban la lengua eran producto del hálito del amor o de la vergüenza de la halitosis, y por fin contestó que estaba estudiando-trabajar y que en eso duraba todo el día porque no le gustaba hacer nada mal hecho, y Hobbes asintió con un sincero aullido de admiración y la tomó del brazo, y le erizó los sueños con sus licencias poéticas y sus licenciosas maneras, y juntos recorrieron la locura de la ciudad en seis cuadras, hasta que Caperucita se acordó de que el cáncer de la abuela debía estar medio muerto de hambre, y se despidió de Hobbes no sin antes explicarle con pelos y señales la razón de su premura.

Caperucita salió en maratón veloz hacia el destino, acompañada de una miríada de ángeles y querubines que le dibujaba por dentro lopaisajes del verbo amar, y se halló en el vértice de un ciclón de apetencias húmedas, y se convenció de que estaba enamorada, y para convencerse más aún lo voceó como si fuese el titular a ocho columnas del periódico de su existencia, y sin advertirlo llegó a la morada de la enferma, y se sentó en el quicio de sus propios pensamientos para recobrar el litro de cansancio que había gastado, y esfumó en varias bocanadas un chucho de malas yerbas y buenos viajes, y subió a millón los veinte pisos de escaleras y tocó por fin el timbre, ring, de la puerta, ring, y oyó que la abuela le pedía —desde el fondo de la habitación y de la voz— que entrara rápido y tapiara la puerta con todos los cerrojos.

La niña detuvo la observación de su mirada en la agradable sala del apartamento, cuya fina decoración incluía una amplia barra, numerosas mesas, letreros enmarcados (“Más vale ser borracho conocido que alcohólico anónimo”, etc.), diplomas del Sindicato de Mesoneros, Busconas y Afines, y una rocola Wurlitzer de la época cuando Agustín Lara todavía no tenía cicatrices en el entusiasmo. Caperucita entró a la pieza de su gran mamá y la encontró ataviada con la palidez de una magnolia que hacía perfecto contraste con su dormilona sanforizada y sus bucles de peluca, y las dos se reiteraron en sendos abrazos y en cariños mutuos, y la viejecita la invitó a tomarse treinta cucharadas de un coctel contra los microbios del carcinoma; y después de los efectos de la medicina, le solicitó por caridad que le sobara los dolores alrededor de las piernas y la entrepierna porque si no se iba a morir sin pasión duradera, y Caperucita se sorprendió tanto al constatarla tan rígida en sus quebrantos interiores que no se contuvo ni para suspirar, y la abuelita casi al borde de la pequeña muerte le rogó que se desvistiera para ver cómo le habían crecido los senos y la pubertad, y la muchacha procedió a mostrar con creces lo aprovechada que había sido en materia de sabrosuras y de curriculum.

Caperucita convino en cumplir los últimos deseos de la abuelita y los primeros de ella misma sin preguntar las sandeces del relato infantil, que por qué tiene esos ojotes tan grandotes y esas manotas tan gigantescas y esa bocota para comerme mejor, y permaneció tranquila compartiendo  el lecho y los placeres de la supuesta enferma, y al terminar le dijo a Hobbes: “Ha concluido el acto” y lo obligó a que se quitara el ridículo disfraz y se fueran directamente a la Jefatura para contraer la poesía del matrimonio, pero en ese momento la auténtica abuela se desprendió las ataduras de la máscara de oxígeno con que la había amarrado el más zorro de los lobos, y reclamó para sí el derecho a constituirse en la esposa del violador, “guerra es guerra y cáncer es cáncer”, y entonces Caperucita y la abuelita comenzaron a nombrarse sus respectivas mamás, o sea, sus respectivas bisabuela e hija, y no cesaron la disputa de imputaciones hasta que unos casadores  que por allí pasaban agarraron a Hobbes y lo hicieron casarse con la vieja in artículo mortis.

Sin embargo, para aleluya de todos, el lobo curó a la abuelita con aplicaciones intensivas de rayos ultrapénicos, y la anciana se sintió robusta y vigorosa como una Edith Piaf cualquiera, e instaló un dancing en el apartamento, La Bôite de Pandora, donde además respondía consultas amorosas y reparaba entuertos de virginidad. Hobbes en sus ratos libres atendía a los clientes, y en sus ratos de trabajo atendía los insaciables requerimientos lúbricos de Caperucita, que pronto llegó a superar la ecuménica sapiencia de la abuela.

Caperucita, como era de esperarse, concluyó este episodio de su vida con un “colorín-colorado”, y jamás volvió a sonrojarse ante las delicias del mundo.

    









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