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sábado, 1 de julio de 2023

HOTEL ASPASIA, EN EL CENTRO DE TUS ARDORES


 

             Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre, pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se aceptan tarjetas”. 

      Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros. Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes, llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior, o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino, ataste los cabos de la propia confabulación.

        Era la fecha de tu cumpleaños número veinte, te hallabas en el Bar Ideal, nombre clásico para la única taberna de cualquier poblado, los amigos alzaban las botellas de cerveza en tu honor, “cantemos las mañanitas para este carajo”, y empezaron los lecos de falsete mexicano. Luego te llenaron de abrazos achispados e hipos fraternos, y tú les contestaste ¡Me voy de esta mierda de pueblo, y sólo regresaré en la urna!, pero ellos no te creyeron, nunca lo hicieron, y entonces saliste para la casa, todavía con una hélice de cien vueltas dentro del cerebro, recogiste tu ropa informal (la única), tomaste prestados los ahorros que la familia depositaba en una cerdo-alcancía del Banco Campesino, “el más rentable sobre y bajo tierra”; despertaste a tu madre para pedirle la bendición, mamá; abrazaste a tu padre con gestos porque el tipo poseía un carácter de cascarrabias nato, literalmente apretujaste de cariño a los seis hermanos que dormían en dos literas, y partiste hacia el universo exterior de Acequia Chica, “armado de confusiones alegres, dispersas ganas triunfales y precisos objetivos genéricos”, según habías leído en un periódico antiguo.

         Luego de diez horas de sueño con los ojos abiertos, el autobús te depositó en la Calle de los Hoteles, donde el Aspasia despuntaba entre los sitios furtivos de la capital; y enseguida, bajo las gotas de aguacero, distinguiste el cartelón que solicitaba los servicios de un recepcionista nocturno, pintado en forma de vertiginosos garabatos como si reclamara urgente sustituto para el cargo. Sin tardanza, tocaste la puerta y apareció un anciano que exclamó: “¡Joven, el empleo es suyo!, lo esperábamos desde siempre, pase y acomódese a su gusto detrás del mostrador, yo renuncié hace años pero no había quien ocupara mi lugar, le deseo suerte, adiós”.

      Y así tú, Baldomero, con el traje de utilería  que te confirieron, empezaste la profesión de velador de sobamientos,  besuqueos, meteduras, fogosidad con límite de tiempo, revueltas corporales, abrazos abrasivos, líquenes profundos, pasión de hormonas y el común griterío al momento de acabar.

      Ahora, ya son cinco los lustros de deslustre que cumples viviendo las pasiones ajenas desde tu silla giratoria de la recepción. Y como voyeur aplicado, conservas especial admiración por algunos personajes que aún te sobresaltan la libido, como el Inspector Ventura y las diversas hembras que se turnan su compañía. En efecto, ahí llega Ventura, policía de la Judicial, precedido por un indecoroso abdomen, el revólver en el cinto y una rubia a la fuerza que se llama o se apoda Lucy. “Mis saludos y respetos, señor inspector, gusto de verlo, buenas noches señorita Lucy, son cien mil en total como siempre señor comisario, perdón, señor inspector general, muchas gracias por la visita, comandante, ¡que les sea grata su estancia en el Hotel Aspasia".

       El inspector Ventura y Lucy suben al cuarto (ella moviendo las caderas a ritmo impetuoso), mientras tú, Baldomero, los observas con mirada relámpago o los vislumbras como testigo en lejanía. La pareja entra al cuarto y Lucy comienza a despojarse del vestuario, según su propio manual de ceremonias eróticas. Primero la blusa encarnada que hace juego con su piel de soles del trópico, luego la falda cuya estrechez aprieta una grupa de éxtasis en desenfreno, enseguida el sostén blanco y las medias negras, y por último el brevísimo recuadro de su ropa más íntima, al compás de los jadeos de Ventura y tu precisa imaginación, Baldomero. Lucy se acuesta, el enloquecido inspector Ventura la llena de besos salivales, tu miembro está inhiesto de lujuria máxima, Lucy brama pequeños gritos de gata en celo, un rotundo Ventura se le encima con respiración entrecortada, Lucy abre las piernas, tú la detallas mediante pupilas fuera de órbita y al borde de un irrefrenable escozor seminal, Ventura la penetra con fuerza, tú también, todos se mueven al son de los ímpetus, “¡sigue, sigue, sigue, no te detengas!”, Lucy Luciérnaga ha llegado al clímax y casi se desmaya, Ventura termina con un alarido de goce y triunfo, tu esperma te embadurna los pantalones y la silla giratoria. Mañana, Baldomero, será otro día y otra noche desde la recepción del hotel.

      Los tres llegan, juntos y ebrios, en la hora inexacta de cualquier madrugada. Los conoces por sus rostros de alcohólica alegría y sus andanzas tumultuarias. Se trata de los hermanos Nolasco, líderes negativos de varias cuadras a la redonda; y ella es Lupe, símil de la cantante cubana, cuyo parecido sólo se afinca en unas voluminosas ancas. “¡Aquí tienen prohibida la entrada, porque la última vez por poco nos allana la Guardia!”, les espetas tú,  pero la chica trata de persuadirte con sus labios fruncidos, “¡No seas odioso, Baldo!”, quiérenos, compréndenos”. Y finalmente tú accedes en provecho de una tanda estelar de rijosidades y caricias compartidas. El hermano-jefe paga, y los tres en sucesión de abrazos ascienden hasta la habitación número 69 de siempre. Tú los persigues con ojos clarividentes, y verificas a distancia cómo el hermano-subalterno saca el pucho de marihuana y prepara los tabacos rituales. Entonces humo y desnudez, palabras inconexas, figuraciones, desfiguraciones, amor a seis manos, succión de falos y honduras; mientras desde el trono rotatorio, no te pierdes ni un instante de goce, participando del aquelarre en cada palmo lascivo. Lupe desfallece de pequeñas muertes continuas, “¡más, más, más!”, y tú la sigues con  fruiciones  masturbantes, —¡Lupe, Lupe, siempre serás mi estrella oculta!

       Jazmín, la caminadora, trajina las calles con el aspecto de quien realiza cualquier otro oficio. Ella engancha a la clientela por su gran busto palpable, el imán de un trasero afrocaribe y la piel color durazno: todo un espectáculo andante, toda una maravilla personal. Casi habita en el Hotel Aspasia porque los parroquianos no la dejan ni un minuto libre, son transeúntes, motorizados, asiduos del sexo de tarifas módicas, viejos con intento de últimos deleites, muchachos que pretenden temeridades iniciáticas, algún bisexual  en plan de vicios escandalosos, taxistas escapados de la noria cotidiana, músicos con tristes guitarras nocturnas, y cualquier mortal ávido de lubricidad. Para acompañarlos, allí estás, con iguales apetitos y afanes recónditos, auto-complaciéndote o derramándote, acezando o gimiendo. 

    Un día, tú, Baldomero Montoya,  hastiado de tanta soledad contigo mismo, quisiste devolverte a Acequia Chica con ganas de cuidar perros y hortalizas, sembrar flores en las tumbas de la familia y otorgar consejos a los sobrinos; y por eso pintaste con letras de urgencia un aviso solicitando recepcionista para el Hotel Aspasia, pero hasta hoy nadie se ha presentado. 

  Mientras tanto, Baldomero, sigues como testigo a la sombra, onanista eterno, fisgón infinito, detrás del mostrador.

 





  

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