Vives y te desvives en el Hotel Aspasia, ubicado por los perversos dioses de la ciudad entre dos calles sinuosamente imperfectas. El local ya no tiene anuncio de neón ni alfombra con arabescos para atraer a la clientela: ahora su solo nombre, pronunciado bajo la malicia de cualquier deseo, sirve como tarjeta de presentación en el mundo de las entrepiernas y los alaridos. Goce a precio razonable (si el usuario lleva la carnada), techo con goteras para despertarse en el juicioso momento de partir, auxilio de hielo rápido para el caso de alcoholes clandestinos, libertad sin límites como eslogan del hospedaje, y aviso irrebatible “Todo en efectivo, no se aceptan tarjetas”.
Tú, Baldomero Montoya o Baldomero a secas y a rastras, llegaste a Caracas una noche de aguaceros diluviales hace algunos lustros. Bajo el temporal, pensaste en regresarte a tus montañas de los Andes, llenas de perros afables y hortalizas perfectas que semejaban propagandas de la naturaleza rural, pero de inmediato una voz interior, o sea, la misma tuya aunque en tono de drama ingenuo, te ordenó proseguir el rumbo. Y mientras caminabas hacia el inicio del destino, ataste los cabos de la propia confabulación.
Era
la fecha de tu cumpleaños número veinte, te hallabas en el Bar Ideal,
nombre clásico para la única taberna de cualquier poblado, los amigos alzaban
las botellas de cerveza en tu honor, “cantemos las mañanitas para este carajo”,
y empezaron los lecos de falsete mexicano. Luego te llenaron de abrazos
achispados e hipos fraternos, y tú les contestaste ¡Me voy de esta mierda de pueblo, y sólo regresaré en la urna!, pero ellos no te creyeron, nunca lo
hicieron, y entonces saliste para la casa, todavía con una hélice de cien
vueltas dentro del cerebro, recogiste tu ropa informal (la única), tomaste
prestados los ahorros que la familia depositaba en una cerdo-alcancía del Banco
Campesino, “el más rentable sobre y bajo tierra”; despertaste a tu madre para
pedirle la bendición, mamá; abrazaste a tu padre con gestos porque el tipo
poseía un carácter de cascarrabias nato, literalmente apretujaste de cariño a
los seis hermanos que dormían en dos literas, y partiste hacia el universo
exterior de Acequia Chica, “armado de confusiones alegres, dispersas ganas
triunfales y precisos objetivos genéricos”, según habías leído en un periódico
antiguo.
Luego
de diez horas de sueño con los ojos abiertos, el autobús te depositó en la
Calle de los Hoteles, donde el Aspasia despuntaba entre los sitios furtivos de
la capital; y enseguida, bajo las gotas de aguacero, distinguiste el cartelón
que solicitaba los servicios de un recepcionista nocturno, pintado en forma de
vertiginosos garabatos como si reclamara urgente sustituto para el cargo. Sin
tardanza, tocaste la puerta y apareció un anciano que exclamó: “¡Joven, el
empleo es suyo!, lo esperábamos desde siempre, pase y acomódese a su gusto
detrás del mostrador, yo renuncié hace años pero no había quien ocupara mi
lugar, le deseo suerte, adiós”.
Y así tú,
Baldomero, con el traje de utilería que te confirieron, empezaste la
profesión de velador de sobamientos, besuqueos, meteduras, fogosidad
con límite de tiempo, revueltas corporales, abrazos abrasivos, líquenes
profundos, pasión de hormonas y el común griterío al momento de acabar.
Ahora, ya son
cinco los lustros de deslustre que cumples viviendo las pasiones ajenas
desde tu silla giratoria de la recepción. Y como voyeur aplicado,
conservas especial admiración por algunos personajes que aún te sobresaltan la
libido, como el Inspector Ventura y las diversas hembras que se turnan su
compañía. En efecto, ahí llega Ventura, policía de la Judicial, precedido por
un indecoroso abdomen, el revólver en el cinto y una rubia a la fuerza que se
llama o se apoda Lucy. “Mis saludos y respetos, señor inspector, gusto de
verlo, buenas noches señorita Lucy, son cien mil en total como siempre señor
comisario, perdón, señor inspector general, muchas gracias por la visita,
comandante, ¡que les sea grata su estancia en el Hotel Aspasia".
El inspector
Ventura y Lucy suben al cuarto (ella moviendo las caderas a ritmo impetuoso),
mientras tú, Baldomero, los observas con mirada relámpago o los vislumbras como
testigo en lejanía. La pareja entra al cuarto y Lucy comienza a despojarse del
vestuario, según su propio manual de ceremonias eróticas. Primero la blusa
encarnada que hace juego con su piel de soles del trópico, luego la falda cuya
estrechez aprieta una grupa de éxtasis en desenfreno, enseguida el sostén
blanco y las medias negras, y por último el brevísimo recuadro de su ropa más
íntima, al compás de los jadeos de Ventura y tu precisa imaginación, Baldomero.
Lucy se acuesta, el enloquecido inspector Ventura la llena de besos salivales,
tu miembro está inhiesto de lujuria máxima, Lucy brama pequeños gritos de gata
en celo, un rotundo Ventura se le encima con respiración entrecortada, Lucy
abre las piernas, tú la detallas mediante pupilas fuera de órbita y al borde de
un irrefrenable escozor seminal, Ventura la penetra con fuerza, tú también,
todos se mueven al son de los ímpetus, “¡sigue, sigue, sigue, no te detengas!”,
Lucy Luciérnaga ha llegado al clímax y casi se desmaya, Ventura termina con un
alarido de goce y triunfo, tu esperma te embadurna los pantalones y la silla
giratoria. Mañana, Baldomero, será otro día y otra noche desde la recepción del
hotel.
Los tres llegan,
juntos y ebrios, en la hora inexacta de cualquier madrugada. Los conoces por
sus rostros de alcohólica alegría y sus andanzas tumultuarias. Se trata de los
hermanos Nolasco, líderes negativos de varias cuadras a la redonda; y ella es
Lupe, símil de la cantante cubana, cuyo parecido sólo se afinca en unas
voluminosas ancas. “¡Aquí tienen prohibida la entrada, porque la última vez por
poco nos allana la Guardia!”, les espetas tú, pero la chica trata de
persuadirte con sus labios fruncidos, “¡No seas odioso, Baldo!”, quiérenos,
compréndenos”. Y finalmente tú accedes en provecho de una tanda estelar de
rijosidades y caricias compartidas. El hermano-jefe paga, y los tres en
sucesión de abrazos ascienden hasta la habitación número 69 de siempre. Tú los
persigues con ojos clarividentes, y verificas a distancia cómo el
hermano-subalterno saca el pucho de marihuana y prepara los tabacos rituales.
Entonces humo y desnudez, palabras inconexas, figuraciones, desfiguraciones,
amor a seis manos, succión de falos y honduras; mientras desde el trono
rotatorio, no te pierdes ni un instante de goce, participando del aquelarre en
cada palmo lascivo. Lupe desfallece de pequeñas muertes continuas, “¡más, más,
más!”, y tú la sigues con fruiciones masturbantes, —¡Lupe, Lupe, siempre
serás mi estrella oculta!
Jazmín,
la caminadora, trajina las calles con el aspecto de quien realiza cualquier
otro oficio. Ella engancha a la clientela por su gran busto palpable, el imán
de un trasero afrocaribe y la piel color durazno: todo un espectáculo andante,
toda una maravilla personal. Casi habita en el Hotel Aspasia porque los
parroquianos no la dejan ni un minuto libre, son transeúntes, motorizados,
asiduos del sexo de tarifas módicas, viejos con intento de últimos deleites,
muchachos que pretenden temeridades iniciáticas, algún bisexual en
plan de vicios escandalosos, taxistas escapados de la noria cotidiana, músicos
con tristes guitarras nocturnas, y cualquier mortal ávido de lubricidad. Para
acompañarlos, allí estás, con iguales apetitos y afanes recónditos,
auto-complaciéndote o derramándote, acezando o gimiendo.
Un día, tú, Baldomero Montoya, hastiado de tanta soledad contigo mismo, quisiste devolverte a Acequia Chica con ganas de cuidar perros y hortalizas, sembrar flores en las tumbas de la familia y otorgar consejos a los sobrinos; y por eso pintaste con letras de urgencia un aviso solicitando recepcionista para el Hotel Aspasia, pero hasta hoy nadie se ha presentado.
Mientras tanto,
Baldomero, sigues como testigo a la sombra, onanista eterno, fisgón infinito,
detrás del mostrador.
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