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sábado, 1 de julio de 2023

TRINIDAD NON SANCTA


La fiesta enraizaba alcoholes de media noche en el salón del club:  un vasto espíritu cuadrado dispuesto a cualquier desmán de felicidad. Los asistentes, con la conciencia en el bolsillo, paseaban mareos trasatlánticos entre truenos de bohemia. Las copas, como cálices vivos, solicitaban más y más añadiduras. El disc jockey de cabeza solar surtía mermeladas rítmicas, tras el escudo de su fortín electrónico. Los diálogos, hirvientes y ágiles, licuaban todo empeño de timidez, disolviendo rigideces. Y las damas, a través del aviso luminoso de sus senos, se hacían propaganda liminal y subliminal. Y los caballeros, al galope de potros vinícolas, asediaban a hembras desconocidas para proponerles la eterna amistad de una madrugada. Era un ambigú de vacíos ajetreos, de espuma en remolino, de efusivo champán.
Yo, desde mi recodo embebido, recorría los poros abiertos del espectáculo sin acobardarme ante el volumen de los tragos y la música. Heterónimo y escindido, pensé por un momento en los poemas de Pessoa, ese genio inútil que murió de todas las vidas posibles, pero luego me desprendí hacia las dimensiones mundanas y abracé a una señora durante dos piezas bailables, regalé tarjetas de presentación a cuanta cara de banquero se me interpuso por delante, canté New York, New York a lo Frank Sinatra (parodiando las lecciones in english del Reader One), recité con romo romanticismo “volverán las oscuras golondrinas”, y ya agotado me ubiqué en la hilera del buffet. Sin abandonar mi privada botella de Chateauneuf du Pape, me harté solo de corazones de lechuga, quizás con la intención de florecer por dentro a lo largo de las próximas horas, y después me hundí hasta los hombros en las dulces almendras de un amaretto. El presidente del club, sabiéndome periodista, trató de explicarme en un fastidio de veinte minutos las muy victoriosas perspectivas de su gestión, palabras que borré a prisa para que no enturbiasen mi contento.

A eso de las cuatro, la fiesta cruzó el canal de los alborozos y su encanto comenzó a descender. Vejestorios de frac y de chales miraron el big-ben de sus muñecas cansadas. Los jóvenes concertaron citas en la farra de Mon Petit, una antiquísima discoteca de moda. Los empleados, autómatas del deber alegre, empezaron a recopilar serranías de desperdicios; esposas beodas se apoyaban en los traspiés de sus maridos, y varias discusiones —de perfecto calor ilógico— surgieron en los rincones del local. Un revólver carnetizado en el registro de detectives, según lo pregonara su dueño, amenazó con un rápido cementerio marino a tres adolescentes que querían zambullirse en la piscina. Volví, entonces, a la intimidad de mi morada pessoana, y dediqué poemas a un universo de guerras y violaciones, de sirenas maniáticas y de insectos asesinos, de viles virtudes humanas y de edenes cien veces recobrados.
El licor, siempre leal, me acompañaba en la crónica de la irrealidad. Alejandra, reportera de un semanario de estrellas fatuas, sentó a mi lado su suave juventud. Habíamos coincidido el año anterior en la entrevista de un jeque de Irak, y nunca pude olvidar aquella cabellera tonante que se glorificaba a cada incendio del flash. De su sonrisa involuntaria brotó una voz neutral, como de marea reprimida, “¿te acuerdas de mí?”, y ya en confianza —luego de revolverle afirmativamente los rizos impecables— rememoró las respuestas guturales de nuestro personaje cómplice e intentó un estrecho análisis de los conflictos de Ormuz. Yo, más interesado en contar la vicisitud de sus lunares, apenas la seguía. Con ayuda de las neblinas solidarias de un Marlboro, infringí la zona del escote donde dos satélites vivaces llamaban al disfrute, hurgué en la línea de su pubis, me anegué en el espléndido martirio de sus jugosidades, pero no logré seguir porque un Chanel Nº 5 —compulsivo y espeso— se enroscó al erizo de mi espina dorsal. En alarde de impúdica valentía, la invité a micras del rostro para que continuáramos festejos en cualquier penumbra melodiosa. Ella, con voluntad práctica,sugirió que fuésemos a su casa.
Durante el recorrido (que me pareció al este del Paraíso) dormí un rato mientras mi compañera manejaba los ochenta kilómetros por hora de su auto europeo. Nos detuvimos frente a una verja de espadas altivas, mezcla de art nouveau y arte marcial, para después penetrar en la mansión burguesa rodeada de cultas esculturas: iguanas cromáticas, ninfas depredadoras de micciones acuosas, gallináceas inmundas de pátina común. “Mi familia está de viaje alrededor de sus recuerdos”, aclaró Alejandra como animándome a impulsivos atrevimientos; y yo, lorquiano, me la llevé enseguida al río de su habitación, a fin de iniciar nuestra vehemente lucha cuerpo a cuerpo. Hubo abrazos sin brassiere, controversias salivales, récord de neologismos amatorios (¡Chicoasí! ¡Aydameay! ¡Alejandrhuyyy!). Ella, menos ducha en el artilugio erógeno, pronto se rindió ante las rugosidades de unas papilas que la auscultaban por dentro, hormigosas y tenaces. El Chanel numerado cedió paso a los aromas intrínsecos de Alejandra: axilas en revoloteo agrio, aliento sin yerbabuena dental, vorágine de aires profundos. Mi borrasca alcohólica se potenció con esos nuevos motivos, y una náusea a flor de vísceras casi logra desbaratarme la puesta en escena.
El techo giraba en aspas violentas, las paredes mecían sombras y malezas, la puerta triplicó su caoba honorable. Solicité, silencioso, un instante de quietud para reponerme de la conmoción: recurso inútil pues una imagen infantil se coló entre los barrotes de la cama. Era un niño con mi misma cara de niño. Estaba desnudo y de su ingle salía un pequeño pene erecto, sonrosado, inocente de vellos aunque con indudables ansias onanistas. Miré a Alejandra para constatar si su visión ratificaba al intruso de la oruga enhiesta, pero ella proseguía placeres ciegos, sueños mucosos, oniromancias onduladas. El infante tomó la mano derecha de la mujer y la colocó en su falo (o en el mío), empezando un complot de vaivenes, un escándalo de acordeones táctiles, una kermesse de flujos y resacas. Alejandra, al compás de canciones secretas e inaudibles, imprimía ritmo ascendente a su tanteo manual, y los anillos impetuosos aumentaron grosores, y el gusano se empenachó de metales violeta, y lavas movedizas y hondas cabeceaban con síntomas de inundación. El niño entrecerró sus avispas de ojos (y yo también) y una brusca pompa de esperma nos bañó a los tres.
Mas después de la turbación, creí conveniente esconderme algunos minutos dentro del escapismo del lavabo. Ahí, en medio de un beige de cerámica, hospitalario y tenue, conseguí que el agua tibia me devolviera la necesaria lucidez. Cuando regresé, envuelto en la metáfora romana de una toalla corriente, Alejandra hacía simulacros nevosos con su cigarrillo king size. Obvia, remozada y fresca me convidaba a otras contiendas, pero yo le pedí que buscase primero cualquier acicate de botella. En su ausencia, inspeccioné cada recoveco del cuarto y de las sábanas, aunque sin éxito porque el diminuto fisgón había desaparecido.
Ya delante de la garrafa de pisco, único elíxir en aquel palacete de desvanes abstemios, decidí aventuras triunfales, y con bríos de macho mayúsculo brindé a nombre de todos los dioses impuros para que no me abandonasen en la lidia. Entonces, como por magia negroide y sensorial, un alongado penacho me surgió de la entrepierna, ¡qué gusto verlo tan tenso y comevulva, tan rígido en el rostro centinela! Mi amiga, admirada ante el sólido almíbar, emprendió una olimpíada de escarceos linguales, de halagos lamientes, mientras sus pechos suspiraban pezones rojizos y sus muslos enardecían salaces salamandras. La pinté de erecciones eléctricas desde la cabeza a los pies, y pude hincarla muchas veces en la hendidura universal sin el ocaso de efluvios precoces.
De repente, un susto Hitchcock me paralizó lascivias. Atisbé, en la bruma de la habitación, la silueta de un hombre mulato que meditaba sonrisas juveniles. Habría jurado la treta de espejos agresores retornándome la figura, pero el individuo se ubicó a la siniestra del lecho, en ángulo inadvertido para Alejandra, y me indicó lo que debía hacer. Conforme a las instrucciones, volteé a la hembra, relamí el jeroglífico de su punto oscuro y de sus grietas recónditas, y posteriormente — en bronco acto— la embanderé hasta el límite de su feliz vergüenza.
Cuando Alejandra sollozaba lamentos a las almohadas, el guía espectral ordenó un “¡basta ya!”, y yo devolví a la chica a su posición originaria para salpicarla de orgasmos consecutivos. El curioso espectador me confirió unas palmaditas de encomio y fue a internarse en su región clandestina.
Incrédulo y azorado por los enigmas, rebusqué afirmaciones enla sapiencia del pisco, aunque sólo obtuve una inmolación de vigilias. Con morosidad, vi a Alejandra reposar de los agobios exquisitos y examiné cómo en su semblante concurrían, para resaltarlo, los máximos equilibrios femeninos. Bajo el apremio del sol alerta quise acometer la huida, pero en ese momento apareció un anciano festivo que me reclamaba paciencia. El viejo poseía un desquicio similar al de mi senectud futura, y a través de sensuales gestos elogió el contorno plácido de Alejandra. Pretendí interrogarlo, aspiré verificaciones exhaustivas, mas el longevo —exento de interés hacia mi persona— se acodó muy cerca de la mujer a fin de sorberle las floras vaginales. No estoy seguro si descascaré al entrometido a fuerza de golpes infalibles, pero lo cierto fue que pronto me hallé en su lugar. Del regusto de mi boca salió una lengua de oso insectívoro, y con ella indagué en las cavernas coralinas de Alejandra, probé sus mariscos al natural, su ostra madre, su estirpe de salitre. La hembra se movía sinuosa como un manglar agitado por los chubascos de la tarde, y en reacomodo táctico ambos disfrutamos sesenta y nueve veces del sexo del otro. Alejandra, febril de germinales apetitos, se bebió todo el líquido de mi descendencia; y yo —también goloso— me aferré al crepitar de sus palpitaciones clitorianas. La mañana total nos descubrió, descaradamente tierna, entre un revoltijode sábanas azules.
Para no alterar la soñolienta paz de mi amiga, me vestí con presteza y terminé en un solo trago lo que restaba de alcohol. Bajé luego por la ruta de alfombras hasta llegar al jardín. La hierba, empedrada de estatuas, me señaló la salida. Ya frente a la verja, viré para despedirme del balcón idílico de Alejandra, y pude ver —en encandilamiento de segundos— a un niño,  un joven y  un anciano que me saludaban con ademanes transparentes.




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