La fiesta enraizaba
alcoholes de media noche en el salón del club: un vasto espíritu cuadrado dispuesto a
cualquier desmán de felicidad. Los asistentes, con la conciencia en el
bolsillo, paseaban mareos trasatlánticos entre truenos de bohemia. Las copas, como cálices vivos, solicitaban más
y más añadiduras. El disc jockey de cabeza solar surtía mermeladas rítmicas,
tras el escudo de su fortín electrónico. Los diálogos, hirvientes y ágiles,
licuaban todo empeño de timidez, disolviendo rigideces. Y las damas, a través
del aviso luminoso de sus senos, se hacían propaganda liminal y subliminal. Y
los caballeros, al galope de potros vinícolas, asediaban a hembras desconocidas
para proponerles la eterna amistad de una madrugada. Era un ambigú de vacíos
ajetreos, de espuma en remolino, de efusivo champán.
Yo, desde mi recodo
embebido, recorría los poros abiertos del espectáculo sin acobardarme ante el
volumen de los tragos y la música. Heterónimo y escindido, pensé por un momento
en los poemas de Pessoa, ese genio inútil que murió de todas las vidas
posibles, pero luego me desprendí hacia las dimensiones mundanas y abracé a una
señora durante dos piezas bailables, regalé tarjetas de presentación a cuanta
cara de banquero se me interpuso por delante, canté New York, New York a lo
Frank Sinatra (parodiando las lecciones in english del Reader One), recité con
romo romanticismo “volverán las oscuras golondrinas”, y ya agotado me ubiqué en
la hilera del buffet. Sin abandonar mi privada botella de Chateauneuf du Pape,
me harté solo de corazones de lechuga, quizás con la intención de florecer por
dentro a lo largo de las próximas horas, y después me hundí hasta los hombros en
las dulces almendras de un amaretto. El presidente del club, sabiéndome periodista,
trató de explicarme en un fastidio de veinte minutos las muy victoriosas
perspectivas de su gestión, palabras que borré a prisa para que no enturbiasen
mi contento.
A eso de las cuatro, la
fiesta cruzó el canal de los alborozos y su encanto comenzó a descender.
Vejestorios de frac y de chales miraron el big-ben de sus muñecas cansadas. Los
jóvenes concertaron citas en la farra de Mon Petit, una antiquísima discoteca
de moda. Los empleados, autómatas del deber alegre, empezaron a recopilar
serranías de desperdicios; esposas beodas se apoyaban en los traspiés de sus
maridos, y varias discusiones —de perfecto calor ilógico— surgieron en los
rincones del local. Un revólver carnetizado en el registro de detectives, según
lo pregonara su dueño, amenazó con un rápido cementerio marino a tres
adolescentes que querían zambullirse en la piscina. Volví, entonces, a la
intimidad de mi morada pessoana, y dediqué poemas a un universo de guerras y
violaciones, de sirenas maniáticas y de insectos asesinos, de viles virtudes
humanas y de edenes cien veces recobrados.
El licor, siempre leal, me
acompañaba en la crónica de la irrealidad. Alejandra, reportera de un semanario
de estrellas fatuas, sentó a mi lado su suave juventud. Habíamos coincidido el
año anterior en la entrevista de un jeque de Irak, y nunca pude olvidar aquella
cabellera tonante que se glorificaba a cada incendio del flash. De su sonrisa
involuntaria brotó una voz neutral, como de marea reprimida, “¿te acuerdas de
mí?”, y ya en confianza —luego de revolverle afirmativamente los rizos
impecables— rememoró las respuestas guturales de nuestro personaje cómplice e
intentó un estrecho análisis de los conflictos de Ormuz. Yo, más interesado en
contar la vicisitud de sus lunares, apenas la seguía. Con ayuda de las neblinas
solidarias de un Marlboro, infringí la zona del escote donde dos satélites
vivaces llamaban al disfrute, hurgué en la línea de su pubis, me anegué en el
espléndido martirio de sus jugosidades, pero no
logré seguir porque un Chanel Nº 5 —compulsivo y espeso— se enroscó al erizo de
mi espina dorsal. En alarde de impúdica valentía, la invité a micras del rostro
para que continuáramos festejos en cualquier penumbra melodiosa. Ella, con
voluntad práctica,sugirió que fuésemos a su casa.
Durante el recorrido (que me
pareció al este del Paraíso) dormí un rato mientras mi compañera manejaba los
ochenta kilómetros por hora de su auto europeo. Nos detuvimos frente a una
verja de espadas altivas, mezcla de art nouveau y arte marcial, para después
penetrar en la mansión burguesa rodeada de cultas esculturas: iguanas
cromáticas, ninfas depredadoras de micciones acuosas, gallináceas inmundas de pátina
común. “Mi familia está de viaje alrededor de sus recuerdos”, aclaró Alejandra
como animándome a impulsivos atrevimientos; y yo, lorquiano, me la llevé
enseguida al río de su habitación, a fin de iniciar nuestra vehemente lucha
cuerpo a cuerpo. Hubo abrazos sin brassiere, controversias salivales, récord de
neologismos amatorios (¡Chicoasí! ¡Aydameay! ¡Alejandrhuyyy!). Ella, menos
ducha en el artilugio erógeno, pronto se rindió ante las rugosidades de unas
papilas que la auscultaban por dentro, hormigosas y tenaces. El Chanel numerado
cedió paso a los aromas intrínsecos de Alejandra: axilas en revoloteo agrio, aliento
sin yerbabuena dental, vorágine de aires profundos. Mi borrasca alcohólica se
potenció con esos nuevos motivos, y una náusea a flor de vísceras casi logra
desbaratarme la puesta en escena.
El techo giraba en aspas
violentas, las paredes mecían sombras y malezas, la puerta triplicó su caoba
honorable. Solicité, silencioso, un instante de quietud para reponerme de la
conmoción: recurso inútil pues una imagen infantil se coló entre los barrotes
de la cama. Era un niño con mi misma cara de niño. Estaba desnudo y de su ingle
salía un pequeño pene erecto, sonrosado, inocente de vellos aunque con
indudables ansias onanistas. Miré a Alejandra para constatar si su visión ratificaba
al intruso de la oruga enhiesta, pero ella proseguía placeres ciegos, sueños
mucosos, oniromancias onduladas. El infante tomó la mano derecha de la mujer y
la colocó en su falo (o en el mío), empezando un complot de vaivenes, un
escándalo de acordeones táctiles, una kermesse de flujos y resacas. Alejandra,
al compás de canciones secretas e inaudibles, imprimía ritmo ascendente a su
tanteo manual, y los anillos impetuosos aumentaron grosores, y el gusano se
empenachó de metales violeta, y lavas movedizas y hondas cabeceaban con
síntomas de inundación. El niño entrecerró sus avispas de ojos (y yo también) y
una brusca pompa de esperma nos bañó a los tres.
Mas después de la turbación,
creí conveniente esconderme algunos minutos dentro del escapismo del lavabo.
Ahí, en medio de un beige de cerámica, hospitalario y tenue, conseguí que el
agua tibia me devolviera la necesaria lucidez. Cuando regresé, envuelto en la
metáfora romana de una toalla
corriente, Alejandra hacía simulacros nevosos con su cigarrillo king size.
Obvia, remozada y fresca me convidaba a otras contiendas, pero yo le pedí que
buscase primero cualquier acicate de botella. En su ausencia, inspeccioné cada
recoveco del cuarto y de las sábanas, aunque sin éxito porque el diminuto fisgón
había desaparecido.
Ya delante de la garrafa de
pisco, único elíxir en aquel palacete de desvanes abstemios, decidí aventuras
triunfales, y con bríos de macho mayúsculo brindé a nombre de todos los dioses
impuros para que no me abandonasen en la lidia. Entonces, como por magia
negroide y sensorial, un alongado penacho me surgió de la entrepierna, ¡qué gusto
verlo tan tenso y comevulva, tan rígido en el rostro centinela! Mi amiga,
admirada ante el sólido almíbar, emprendió una olimpíada de escarceos
linguales, de halagos lamientes, mientras sus pechos suspiraban pezones rojizos
y sus muslos enardecían salaces salamandras. La pinté de erecciones eléctricas
desde la cabeza a los pies, y pude hincarla muchas veces en la hendidura
universal sin el ocaso de efluvios precoces.
De repente, un susto Hitchcock
me paralizó lascivias. Atisbé, en la bruma de la habitación, la silueta de un
hombre mulato que meditaba sonrisas juveniles. Habría jurado la treta de
espejos agresores retornándome la figura, pero el individuo se ubicó a la
siniestra del lecho, en ángulo inadvertido para Alejandra, y me indicó lo que
debía hacer. Conforme a las instrucciones, volteé a la hembra, relamí el
jeroglífico de su punto oscuro y de sus grietas recónditas, y posteriormente — en
bronco acto— la embanderé hasta el límite de su feliz vergüenza.
Cuando Alejandra sollozaba
lamentos a las almohadas, el guía espectral ordenó un “¡basta ya!”, y yo
devolví a la chica a su posición originaria para salpicarla de orgasmos
consecutivos. El curioso espectador me confirió unas palmaditas de encomio y
fue a internarse en su región clandestina.
Incrédulo y azorado por los
enigmas, rebusqué afirmaciones enla sapiencia del pisco, aunque sólo obtuve una
inmolación de vigilias. Con morosidad, vi a Alejandra reposar de los agobios
exquisitos y examiné cómo en su semblante concurrían, para resaltarlo, los
máximos equilibrios femeninos. Bajo el apremio del sol alerta quise acometer la
huida, pero en ese momento apareció un anciano festivo que me reclamaba paciencia.
El viejo poseía un desquicio similar al de mi senectud futura, y a través de
sensuales gestos elogió el contorno plácido de Alejandra. Pretendí
interrogarlo, aspiré verificaciones exhaustivas, mas el longevo —exento de
interés hacia mi persona— se acodó muy cerca de la mujer a fin de sorberle las
floras vaginales. No estoy seguro si descascaré al entrometido a fuerza de
golpes infalibles, pero lo cierto fue que pronto me hallé en su lugar. Del
regusto de mi boca salió una lengua de oso insectívoro, y con ella indagué en
las cavernas coralinas de Alejandra, probé sus mariscos al natural, su ostra
madre, su estirpe de salitre. La hembra se movía sinuosa como un manglar
agitado por los chubascos de la tarde, y en reacomodo táctico ambos disfrutamos
sesenta y nueve veces del sexo del otro. Alejandra, febril de germinales apetitos,
se bebió todo el líquido de mi descendencia; y yo —también goloso— me aferré al
crepitar de sus palpitaciones clitorianas. La mañana total nos descubrió,
descaradamente tierna, entre un revoltijode sábanas azules.
Para no alterar la
soñolienta paz de mi amiga, me vestí con presteza y terminé en un solo trago lo
que restaba de alcohol. Bajé luego por la ruta de alfombras hasta llegar al
jardín. La hierba, empedrada de estatuas, me señaló la salida. Ya frente a la
verja, viré para despedirme del balcón idílico de
Alejandra, y pude ver —en encandilamiento de segundos— a un niño, un joven y un anciano que me saludaban con ademanes transparentes.
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