LE DISPARÓ A SU MARIDO PORQUE LA LLAMÓ POR
OTRO NOMBRE (Diario Actualidades)
No siempre fue así: los años aderezan los
entuertos.
Como la vida parodia a las telenovelas, aunque algunos sostengan lo inverso, Romelia y Damián se conocieron en una estación de Metro cuando la energía eléctrica, discontinua y aleatoria dentro de los sótanos del Tercer Mundo, se largó por quince minutos. La muchacha, quizás con fingido nerviosismo, soltó dos gruesas lágrimas no exentas de rímel marca Revlon; y el joven, quizás con tramposa cortesía, se le acercó para ofrecerle un pañuelo sin sello de fábrica. Romelia, que en esa época no usaba lentes al aire, lo precisó a través de unos ojos nítidos y amarillos; y Damián, que en ese momento esgrimía un bigote fértil, le sonrió como el D´Artagnan de la estación Capitolio y la invitó a un café. “No sé si pueda porque es tarde”, dijo ella en tono de duda afirmativa; “Un rato nada más y te suelto”, respondió él pensando estrictamente lo contrario. La ciudad ostentaba una especie de crepúsculo escenográfico, diversas músicas competían por el Guinnes de los mayores decibeles, los semáforos se atragantaban de centenas de autos: nada nuevo bajo el cielo de Caracas.
Romelia se tomó el café y se tiñó la boca a fuerza de pan con mermelada, mientras Damián le contaba que era estudiante de administración y que trabajaba en un banco. Romelia, por vergüenza o por cálculo, eludió decirle que no estudiaba ni trabajaba y que su primordial interés residía en casarse a la brevedad. Como el diálogo se explayaba, ella miró el reloj de sus argucias y se despidió con un beso frágil, pero quedaron en verse al día siguiente.
Y la cita se efectuó ese día y
todos los del mes y el año. Ambos verificaron gustos comunes al estilo de las
revistas de farándula: caminatas y ejercicios aeróbicos, el cine de acción, las
hamburguesas con papas, la TV por cable, las merengadas de chocolate y las
cotufas americanas. El noviazgo también se nutrió de incesantes arrumacos, dos
anillos de compromiso y un jolgorio semanal en cualquier hotel de parejas,
porque cada quien vivía con su ineludible familia. Para Romelia y Damián la
felicidad era un horóscopo de domingo, o una vasta certeza, o la evidencia de
la providencia (o la última Coca-Cola en el desierto).
La boda se realizó según las
pautas de la clase media estándar; y por ello, después del acto
religioso, hubo un agasajo con champaña argentina, whisky escocés, bocaditos
fríos y tequeños calientes, grupo musical y baile hasta las cuatro a.m., hora
en que los novios partieron de luna de miel hacia el Caribe: todo estipulado
por una minuta de reglas baldías.
Y conforme a esas mismas
normas no escritas, los esposos esperaron tres años para tener el primer hijo
(Damián junior), y tres más para que naciera Romelia Rosalinda. Y también, al
pie de las expectativas, compraron un carro importado y un
apartamento con balcón hacia el porvenir cercano. Mientras Damián ocupaba la
gerencia del banco, Romelia se ocupaba de los menesteres hogareños y de que
nada escapase de su santo lugar. Él vestía trajes de lino para sentirse menos
formal, y ella se ponía ropas amplias que le disimularan sus noveles mofletes.
Como la vida ocurre por sendas
diferentes a las que planificamos (John Lennon lo dijo), Damián empezó a llegar
tarde a la casa. Las razones sobraban en beneficio de la exculpación: una junta
de gran importancia, el cierre de nómina, unas cifras equivocadas…Romelia
viraba los ojos hacia el Altísimo y rezaba para que le concediera la gracia de
que su marido no trabajara tanto, pero el Todopoderoso tal vez no la escuchó y
Damián siguió llegando tarde como consecuencia de “una asamblea de accionistas,
una reunión del comité de créditos, el saldo de los efectos bursátiles”. Hasta
que Romelia, en parodia de las telenovelas, le descubrió la camisa manchada con
pintura de labios. Rojo intenso, carmín que lógicamente no le pertenecía, lápiz
labial de perra-zorra.
La furia de Romelia, a muchos
estruendos por segundo, colmó el cuarto de los niños y la azotea del edificio.
Parpadeaba rayos de odio, lloraba, gemía, se lamentaba. Una sola interrogación
emergía de la escena, “¿Por qué? ¿Por qué?”. Damián lo negó todo: el evento no
era obra de ninguna mujer ni el tizne era de maquillaje femenino, “quizás se
debió a una pared recién pintada”.
Romelia por fin se calmó,
enjugando el escozor, aunque dentro de sus instintos presintiese supremos
descalabros. Y no estaba equivocada, Damián retomó el papel del cónyuge único
que ella admiraba (gentil hasta el cansancio), pero con prontitud volvió a las
tardanzas y a las justificaciones, e inquietantes sospechas se añadieron al
tumulto: un rasguño detrás de las orejas, un ilícito olor de jabones de
hoteles, débitos asombrosos en la tarjeta de crédito. Romelia vivió, entonces,
para las pesadillas y el espionaje hecho en casa; y por más que tenía las
pistas de la infidelidad, Damián las rechazaba como si fueran producto de la
auténtica locura de su esposa.
Las tragedias, cuando poseen
honda sustancia, toman un curso veloz. Y de tal forma ocurrió con las desdichas
de Romelia: el insomnio la aquejaba, veía en diapositivas cerebrales el
derrumbe del matrimonio, se acordaba -mediante nostalgias lacrimosas- de las
ocasiones compartidas y de las peripecias de amor, agigantaba o minimizaba los
atributos de Damián, repasaba las evidencias de la traición y en algunas
oportunidades ella misma las impugnaba (“Soy una paranoica, Damián me quiere,
tendremos otros hijos, otro carro y otro futuro”). Aquella noche, Romelia lo
arrinconó en la cama y Damián tuvo que cumplir con la emergencia (acuerdo de hembra
y caballero, contrato sin disputa de palabras). Al final del orgasmo, el hombre
cayó en las equivocaciones: “¡Fanny, mi Fanny!”
Romelia, silenciosa e
insensatamente, sacó de la gaveta un revólver que guardaba Damián y
le disparó los cinco tiros.
POR
MENSAJE DE TEXTO DENUNCIÓ A SUS HOMICIDAS ANTES DE QUE LO ASESINARAN (Clarín de los Barrios)
7:30 am. Romualdo Acevedo se despertó porque
un sol picante le interceptó la ventana.
7:31 am. La ventana de una casa sin número
en el barrio La Cuchilla, a dos cuadras nomás de la
autopista. A tres kilómetros del cementerio y de la estación de policía. Nomás.
7:33 am. Se limpió los ojos con unas manos
ásperas, broncas. De albañil raso o de mecánico de autos viejos; es lo mismo a
los fines de esta historia de periódico de ayer.
7:34 am.
Fue al baño, mudo como siempre. No había nadie a quien darle
los buenos días. La esposa era ya una lápida con retrato, y los hijos no
habitaban con él. Hace tiempo, el tiempo de estas épocas. Principios del siglo XXI en los
almanaques que obsequian gratis en la
farmacia.
7:40 am. Se afeitó y lavó pacientemente.
Paciencia de 69 años y ocho meses, sosiego por convicción, lentitud a causa de
la artritis crónica. Se vio en el espejo.
7:41
am. El espejo le devolvió una arruga más sobre la frente. Cada mañana
verificaba si poseía nuevos surcos: testarudez de la edad. Quizás confirmación
de viejas vanidades de galán. Palmaditas sobre las mejillas.
7:50 am. Se sentó a desayunar. Café sin
azúcar, cereal en lugar de pan. Las moscas revoloteaban con furia y hambre. El
sol se había ido del recuadro de la
ventana.
8:00 am. Unos pantalones de caqui lo
aguardaban. Se los puso junto con la guayabera mustia. Las diligencias tenían
relojes precisos, debía acelerar el ritmo.
8:05 am. Sintió, afuera, el ruido de las
motos. Y voces que se deslizaban. Y pasos de zapatos de goma. Pero no le dio
importancia a esa síntesis de la calle.
8:10 am. Abrió la puerta para enfrentarse a
los escalones en descenso. La claridad, enturbiada de polución, lo obligó a
cerrar los párpados. Y cuando vio de nuevo, los tres estaban ahí. El Mongo,
Willy y Angeldarío.
8:11 am. Los tres con sus motos, los tres y
sus perfiles contra el horizonte. “Hola, viejo”, dijo El Mongo (Romualdo no
contestó).
8:12 am. Willy y Angeldarío callaban. Miraban hacia un disimulo de líneas
imprecisas. El viento advertía remolinos
desde el cielo.
8:13 am. El Mongo empujó a Romualdo. Todos
entraron a la casa. El Mongo daba órdenes con los ojos, Willy y Angeldarío
obedecían la rutina natural. Asalto sin peligro, estilo libre de azotes de
barrio, peaje a cambio de continuar respirando.
8:15 am. Romualdo por fin atrevió las frases,
“No tengo plata, llévense lo que quieran”. El Mongo obvió la obviedad y siguió
su búsqueda. Willy abrió un escaparate desierto. Angeldarío calculó el precio
de un televisor 20´´. Y del equipo de DVD y la cafetera.
8:20 am. El Mongo sentó al viejo en una silla
y le amarró las piernas (para evitarle la idea de escaparse). Los otros
empezaron a meter los objetos dentro de bolsas plásticas. Blancas, de
automercado.
8:25 am. Romualdo, sin esfuerzo, recordó que
los tres azotes formaban parte de la
banda “Los Fijos”. Los conocía desde que eran chamos e iban a la Escuela 19 de
Abril. Y jugaban béisbol en el callejón. Y fumaban porquerías.
8:28 am. También se acordó del abuelo de
Willy, habían sido compañeros en la recluta militar. Un tipo simpático y
directo. Maracucho, guitarrista. Y le vino a la memoria el cuerpo de la hermana
de Angeldarío: la mejor hembra de por ahí. El Mongo carecía de familia cercana.
Años sabiendo de todo el mundo, escaleras arriba, escaleras abajo.
8:30 am. Se escuchó algo en la cuadra. O más
allá. El Mongo y Angeldarío fueron en las motos para ver lo que pasaba. Antes,
El Mongo le dijo a Willy: “¡Mosca, chamo, ya volvemos!”, y Willy respondió con
una oscilación de cabeza. Como fastidiado.
8:33 am. Romualdo se atrevió a los recuerdos:
“Willy, yo conocí a tu abuelo y a…” Pero no prosiguió porque entendió que las
palabras no servían para nada. Willy continuaba registrando las miserias de la
habitación.
8:35 am. Willy sintió ganas de ir al baño.
Inodoro en la parte de atrás. Romualdo oyó cuando orinaba. Con potencia, con
ganas contenidas. Y aprovechó el momento
y sacó el celular del bolsillo.
8:36 am. Las aguas de Willy persistían sobre
la losa. Mientras, el temblor de Romualdo pudo escribir el mensaje de texto:
“Banda Mongo me asalta”. Y lo envió a un hijo. Willy abría el grifo del
lavamanos.
8:37 am. El hijo leyó el aviso del padre. Y
con susto inmediato telefoneó a la policía. Ocupado, primero; después “Aquí no
hay nadie de guardia”. Por fin, tres agentes amigos aceptaron acompañarlo hasta
donde vivía el padre. 30 minutos de
calor dentro de la patrulla (que sumaron como 30 años deplorables para el hijo
de Romualdo).
9:10 aproximadamente. La puerta no tenía
llave. El hijo entró. Los policías lo siguieron. Romualdo estaba aún amarrado.
Ostentaba cinco balazos en la espalda. O seis. La sangre no permitió la cuenta.
9:20 am. Los agentes reportaron el homicidio.
En la central sabían de El Mongo y su banda de azotes. Una comisión salió a
perseguirlos.
11 am a 2 pm. Acechos, rastreos, seguimiento.
Angeldarío cayó abatido en los escalones que dan a la autopista. Willy quedó
muerto junto a unas bolsas blancas (de automercado) y un televisor roto. El Mongo
tampoco logró huir en su motocicleta sin placas.
PLAGIARIOS DE CANTANTE ERAN FANÁTICOS DE SU VÍCTIMA (Semanario Día a Día)
Las cadenas del hombre brillan como garfios para azuzar a los otros. Son
de oro y valen lo que pesan (o más, o no tienen precio, o se cambian por la
misma vida).
Y su traje se
vuelve de luces cuando recibe, directamente, los rayos del sol. Si no, semeja un
corsé de sastrería de ocasión, ¡para quien no sabe, para quienes no saben!
Anda con unos
zapatos negros que deben haberle costado cualquier ojo del rostro, aparte de
las propinas que siempre cede a los limpiabotas. Total: un incalculable tesoro
pedestre.
Y la camisa
de pequeños rombos azules es de marca distante. Quizás vino en barco y se metió
tras el armario de un centro comercial. De allí el vendedor la sacó para
mentirle: “¡Ni hecha a la medida!”
Eusebio
aprendió a cantar desde que abandonó el colegio por falta de ganas de entrarle
a la aritmética, y luego se juntó con iguales compañeros de perseverante
desidia escolástica y guitarras al borde del ocio. Pero el chico tenía
sonoridades que le salían sin esfuerzo, ¡ahí nomás!, como si en las páginas de
un desiderátum llamado destino estuviese escrito el consuelo (o la esperanza, o
el alivio), y por eso inició sus triunfos de pequeño artista en pueblos
fangosos que fueron creciendo como él. Vallenato típico, tenorino de públicos
ascendentes, “orgullo mío” expresaba su mamá.
Después, un
después que ya se hunde en lo remoto, creó el Trinomio de Plata para deleitar
con perseverancia de canciones a miles y miles de almas enternecidas. Los
contratos lo llevaron -al apego de cheques siderales- por toda la América
popular, salió múltiples veces en la prensa vestido de oropeles, tuvo hembras
dóciles que antes parecían indómitas, adquirió caballos de paso teatral y
pedigrí árabe, y le compró una quinta a la vieja con saloncito ad-hoc para la
colocación de sus vírgenes de yeso. Sin embargo, Eusebio Beltrán nunca dejó de
ser el mismo tipo de antaño, y andaba íngrimo y deambulaba solitariamente como
una persona más de las estadísticas del azar, aunque con prendas onerosas y
camioneta de altísimo octanaje. Morada, invasiva a la vista, butacas muy
reclinables.
Para
precisar las señas particulares del
cantante, debe aseverarse que poseía en un pretérito aún imperfecto, la flor de
aquella verruga cercana a la pupila izquierda, y por otra parte la estatura
estatuaria de un ídolo que no excedía del metro sesenta hacia el cielo (igual
que los parangones chibchas de donde provenía). Su cédula de identidad puede
confirmarlo.
Estaba pues
Eusebio Beltrán surtiendo de gasolina su nave terrena en una estación de
servicio, cuando dos jóvenes lo encañonan, “¡Cállate o te mueres!”. Entonces el
número 1 toma el volante, mientras el número 2 pasa a Eusebio al puesto trasero
y lo venda, “Estás secuestrado, viejo, ¿te diste(s) (de) cuenta?” Enseguida el
ruleteo por la ciudad y el silencio que advierte próximos episodios: temor y
equilibrio: turbaciones y control: extremos que se tocan.
Un rancho,
similar a cualquier pobreza, los aguarda. Nadie en la vecindad ni en el sesgo
de la carretera. El cantante, ya desprovisto de interferencias, observa la
cocinilla para los menjurjes del café, el techo con huecos inalcanzables, la
ventana obstruida y a los dos cacos que hablan (cacofónicamente y sin ninguna
vergüenza humana) de un rescate milmillonario.
“Pon tus
vainas sobre esa mesa, danos el número de teléfono de tu casa y te nos quedas
como difunto”. El malandro 1 intenta comunicarse en diversas ocasiones, pero la
línea aparece ocupada. El 2 hace lo mismo y, ante la frustración, escupe
insolencias durante varios minutos. El 1 vuelve a insistir y cuelga. El 2
escucha otra vez el característico tono (y espeta un “nojoda”). El 1 bebe café
casi por compromiso, café frío, amargo. El 2 empieza a limpiar su pistola. El 1
y el 2 se dicen unas palabras en miniatura que el testigo no logra entender.
Eusebio, segregando aguas parecidas al miedo, sugiere que llamen al teléfono
del tío Macario. Perrísima suerte: también suena ocupado. El silencio se alarga
como un reptil urbano y triste, Eusebio llora.
La mano del
que actúa como jefe, agarra la pistola. Sin rescate se acaba el juego de
valores y abalorios, es el inicio del confin y la verificación de un cadáver
presencial (todavía vivo) que se atraganta de recuerdos, “¿Quieres morir de pie
o sentado?” Eusebio calla.
La mano
afinca el arma, y un ojo detrás de la mira distingue al hombre que tiembla.
“¡Un momento, pana!, yo a ti te conozco. Sí, estoy seguro ¿Tú no eres Eusebio
Beltrán, el del Trinomio de Plata?” Eusebio afirma con la cabeza porque en la
lengua se le enreda el pánico.
“¡Coño!,
panadería, perdónanos el error, somos fans
tuyos, tenemos todos tus discos, nuestras jevas te aman, coño, perdónanos de
verdad la equivocación. Estás libre, pero antes debes tomarte una foto con
nosotros para mostrársela a las chamas y a la familia; si no, nadie nos va a
creer”.
La misma mano
empuña el celular de cámara incorporada, y toma la fotografía. Luego, Eusebio
da pasos lentos hacia su propia existencia.
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