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jueves, 29 de junio de 2023

LA OREJA DEL OTRO


                                  
                                  
Me topé contigo, Vincent Van Gogh, un temprano y azaroso día de hace ya muchas vueltas sobre mi vida, y sobre la tuya, amado amigo. Vi una copia de tu autorretrato y nunca más pude separarme de aquellos ojos que se dirigían a lo impreciso. Ni de aquella blanca forma de permanencia sin tiempo. Ni de tu cara en triángulo de barbas.
Y empecé a seguirte, Vincent. Asistí a tu nacimiento en Groot-Zunder, un pueblo que estaba situado al borde de todos los inviernos, y escuché -como testigo de sombras- cuando tu padre dictaminó con rigidez de pastor protestante: “Se llamará Vincent Willem en memoria de su hermano muerto”. Estuve al lado tuyo en las ausencias de la escuela y en las inflexibles clases de teología que por fortuna no te condujeron a la profesión paterna, ¡felicitaciones, Vincent! Te acompañé al trabajo de marchand en la sociedad de comercio Goupil, con escalas tortuosas en La Haya, Londres y París, hasta que acordaron sustituirte por el bueno de Theo Van Gogh, cuatro años y un milenio menor que tú. Me encontraba muy cerca en la época que comenzaste a pintar rasgos incipientes, imitaciones, paisajes realistas; y casi compartí la cama meretriz de tu modelo y novia Siem Hoornik, ¿evocas la ruptura final de esos amoríos, Vincent Willem?
Después, te subí la valija al sexto piso  de Theo en Montmartre, donde fijamos menesteres, asiduidades y tormentos. París nos enseñó El Louvre, las técnicas del dibujo, los colores del impresionismo, el estrépito de la ciudad, los insaciables caldos de Borgoña, y también la figura deforme de Lautrec y la rigurosa  paciencia de Camille Pisarro, pero tú quisiste partir.
Con ayuda del fraterno Theo, porque las ventas de tus cuadros eran exiguas, nos instalamos en Arles, “el Japón del sur” de Francia, según la denominabas, para fundar una utópica comuna de artistas en la que se compartiesen gastos e ingenios; y decoraste tu Casa Amarilla con girasoles, emociones y esperanzas, pues recibirías a Paul Gauguin, Paul el vanidoso, Paul el terrible. Aún poseo la nitidez de aquel período de pugnas, de exaltación, de desacuerdos, de insolencias alcohólicas, aunque me gustaría olvidar la última escena: Tú, ofendido, amenazas a Paul con una navaja, Paul se va al hotel, tú te arrepientes y decides cortarte la oreja derecha, tú se la envías a Paul con una prostituta en señal de remordimiento, los gendarmes sitian la casa, Paul abandona Arles y a ti te recluyen en el hospital.

He acopiado, Vincent, todos los libros que te exaltan, todas las páginas acerca de tus angustias insondables, todos los fieles calcos de tus obras, para conocerte más, para amarte más. Los girasoles presiden el rito de mis noches, y los lirios ocupan -por qué no usar la consonancia- los delirios de mis actos. Sufro tu biografía a extremos de alma, vagué por los museos para hallarte, emprendo oraciones sin dioses para ti.
Ahora te confieso, Vincent, lo que hace tiempo debí decirte: mi absurdo marido te odia tanto como yo aborrezco a Gauguin, porque repudia que yo viva para tu ilustre inmensidad. Por causa de los celos, ha comenzado a incendiar las estampas de tus óleos, de tus cartas, de tu memoria, para que no quede ningún vestigio de añoranzas, ¡cuanto lo detesto, Vincent! Y agrego otras injurias para tu cabal conocimiento: el muy despreciable no acepta que te nombre, se opone a que viaje en procura de un instante de tus cuadros, me aísla en soledad y me llama loca y perversa, maniática e insensata.
Gauguin y mi marido, mi marido y Gauguin, son residuos de igual veneno. Se parecen como si fueran idénticos engendros de una maligna turbulencia, salvo en el arte porque mi infeliz esposo no concluye ni los desatinos de su firma. Tienen el mismo vozarrón áspero, los mismos modales, el mismo porte irónico, y por ello existo en suplicios gemelos: es Gauguin quien ordena servirle, es mi marido el que te envidia, Gauguin bebe hasta caerse, mi esposo embriagado lo levanta, Gauguin  me aflige, el otro me amarga, y ambos darían la vida por internarme en un sanatorio de dementes.
Pero basta, queridísimo Vincent, ya lo he resuelto. Hoy, cuando él duerma, le cortaré la oreja derecha y te la enviaré sin girasoles al lugar de tu infinito.
        
 

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