-I-
El tiempo gira en su órbita extraña y un cielo tenso confirma las incógnitas. No siempre fue de ese modo: antes me refugiaba en los suaves ardores de la juventud, como si el precipicio estuviese detrás y las inclemencias ocurrieran decididamente a los otros. Leyla duerme en la habitación que da hacia la montaña porque no resiste mi tos noctámbula ni las luces vehementes que utilizo para leer; pero nunca discutimos, hay entre nosotros el silencioso armisticio de quienes poseen iguales escudos y defensas. Tampoco el sexo nos abruma, pues a base de metódicas apatías lo encerramos en el abandono, o fue culpa de nuestros vínculos eternos porque mi prima Leyla y yo somos parte de un mismo apellido (y quizás similar destino).
La detallé por primera vez en una fiesta de tíos y nudos genéricos otorgados por la sangre común. Era diciembre, llovía con fortaleza de relámpagos, Leyla se ubicó frente al ventanal y yo la acompañé sin hablarle: las palabras sobraban en la obvia conjura de la circunstancia. Fumamos, busqué dos tragos, luego la besé larga y hondamente. Al cabo de una semana, compartíamos mi lecho de soltero.
Los meses transcurrieron como dardos cautivos de la felicidad; hablábamos sin agobios, oíamos a Bach con devoción, el vino nos acoplaba en el éxtasis de sabores y fruiciones; parecía imposible solicitar más de la providencia terrenal, y por eso el soplo de la duda empezó a atemorizarnos, ¿un mensajero de órdenes adversas tocaría la puerta para anunciarlas? Mientras tanto, y a fin de alejar malos augurios, nos colmábamos de sólido amor.
Yo me desprendía contra mi voluntad de esa rutina para cumplir tareas en un semanario y luego iba, orientado por la poesía, a dictar clases en la Escuela de Letras, aunque sin olvidarme de Leyla. Ella salía de paseo a través de absurdos caminos, lo cual me inquietaba más por su seguridad que por celos de varón hogareño; y al regresar contestaba a mis preguntas con evasivas caricias. Admiraba, sin delatarme, su luminosa desmesura, sus franjas de alta pasión, sus espejismos en bosques íntimos. El verano formaba parte de la trama fortuita, nada era confiable.
Cuando menos lo pensábamos, llegó una carta para Leyla: el embajador de la India, mediante fórmulas diplomáticas y congratulaciones de estilo, le notificaba que había sido acordada su petición de beca para estudiar danzas folklóricas en Calcuta. Leyla primero sonrió y luego lloró cíclicamente, como si aquello fuese la hecatombe de alegrías y desdichas que nos reservan los dioses ocultos. Por la noche, se mantuvo en insomnio pleno, hablando consigo misma durante monólogos temblorosos, seguidos, repetitivos. El nuevo día tampoco le proporcionó el equilibrio de la paz, aunque sus ojos irradiaban luces diferentes; y así, en un claroscuro de voluntad, me pidió que la ayudase a ordenar las maletas. “Iré al hotel de la estación, tendrás noticias mías cuando sea oportuno”, dijo con voz metálica y partió.
En la espera, volví al círculo de antiguos hábitos, redoblé lecturas postergadas y asumí el arrojo definitivo ante el procesador de palabras (que es un sabio artificio para consignar ideas sublimes o fehacientes derrotas). Por fin, recibí novedades electrónicas de Leyla, “Estoy bien y en Calcuta”, y al referirse a la duración de la beca, la imaginé firme y tenaz cuando asentó cinco años, y no pude impedir la urgencia de varias lágrimas profundas.
En la espera, volví al círculo de antiguos hábitos, redoblé lecturas postergadas y asumí el arrojo definitivo ante el procesador de palabras (que es un sabio artificio para consignar ideas sublimes o fehacientes derrotas). Por fin, recibí novedades electrónicas de Leyla, “Estoy bien y en Calcuta”, y al referirse a la duración de la beca, la imaginé firme y tenaz cuando asentó cinco años, y no pude impedir la urgencia de varias lágrimas profundas.
Nuestros correos, primero semanales y más tarde esporádicos, aludían a temas generales. Leyla consignaba informaciones sobre aquel mundo de vacas sagradas y miles de héroes mágicos, picos con glaciares “cual serpientes frías”, y una población que las estadísticas no lograban determinar; mientras yo reseñaba circunstancias del rumbo diario, obviando cualquier alusión a ocupaciones literarias.
Durante la ausencia de Leyla, mi impulso creador produjo tres libros de relatos y dos volúmenes de ensayos históricos que según los críticos, obtendrán notoriedad cuando se publiquen. Algunas de estas obras han sido galardonadas en importantes concursos, lo que anuncia un promisorio porvenir. Además, me nombraron director del periódico donde trabajo y ascendí en el rango de la universidad. Estaba lleno de júbilo por tantas gratificaciones, pero a la vez una sensación entre áspera y alegre me recorría el alma sin saber el motivo. Pronto lo sabría.
Una tarde, idéntica a todas las de agosto, oí que sonaba el timbre. Bajé con morosidad las escaleras y cuando abrí la puerta, estaba Leyla recortada contra el paisaje de la calle. Vestía una especie de túnica azul-triste, calzaba sandalias rústicas, de las orejas pendían aretes que semejaban salamandras, y en ambos lados de la cara tenía tatuajes redondos. Como de costumbre, emitió un “Hola, querido” para inmediatamente dispensarme besos en las mejillas. Yo estaba tan paralizado por la súbita visión que no podía hablar; entonces detrás de ella apareció un hombre de edad mediana y tenue piel oscura que empezó a saludarme con inclinaciones de cabeza. “Él es Kiran Nagarkar, mi maestro de budismo zen”, expresó Leyla observándome la turbación, y enseguida emitió un suspiro alarmante, “¡Estoy en casa, bendito sea, entremos!”. Nada atiné a responder y los conduje, en ceremonia muda, hasta el recibo. Leyla se quitó las sandalias, miró hacia las brumas del techo y dijo como recitando: “El maestro Nagarkar será nuestro invitado hasta que logre un ámbito propicio para difundir sus orientaciones, por ahora ocupará la habitación de arriba”. Como yo seguía sin comprender, permanecí en silencio; Leyla subió con el maestro a fin de ordenarle el cuarto.
Según estaba previsto por los hados secretos, volví a compartir con Leyla el lecho de soltero perenne; sin embargo nuestras relaciones tuvieron un signo distinto en su hondura e intensidad, pues parecían actos ajenos que no lograba descifrar. Aunque el pasado es obstinadamente irrecuperable, continué en la búsqueda del tiempo perdido como un lúbrico personaje de mi Proust individual. Tampoco el diálogo con Leyla tuvo la antigua fibra de emociones: ella se limitaba a efectuar simples inventarios de sus años en la India; y yo le respondía de la misma forma. Nuestras naves surcaban riberas opuestas.
La coexistencia con Nagarkar no resultó difícil, pese a su carácter hermético y sus escuetas palabras. Hablaba un inglés lento para que pudiésemos entenderlo, a retazos concluí que desde la juventud había viajado por Asia y Europa, usaba trajes negros sin marca como los que ofertan en cualquier suburbio del planeta, le gustaba beber durante sus recónditas meditaciones (lo supe por la botella de ginebra que escondía bajo la cama). Solo en una oportunidad aludió ardorosamente a la reencarnación, nunca suministraba datos de familia y, como algo curioso en un preceptor místico, siempre tenía voraces e indeclinables apetitos.
Nagarkar inició recorridos con Leyla a través de la ciudad, en busca de local para sus actividades. Salían luego del desayuno y retornaban casi anocheciendo, armados de una críptica libreta donde efectuaban anotaciones. Por elemental educación humana, decidí no formular preguntas azarosas, aunque la flecha de los celos me lo susurraba. Llegué a pensar que tendríamos para siempre a un intruso solemne en la habitación de arriba, pero todo se adelantó porque Nagarkar una mañana, después de anunciarme el acuerdo que había llegado con la escuela budista Nirvana Celestial, recogió sus pertenencias, me otorgó rituales abrazos por la hospitalidad y se dispuso a partir junto con Leyla. “Querido, regresaré tarde, no te preocupes, debo ayudar al maestro”, dijo ella lanzándome desde la puerta el vuelo de un beso.
Leyla no volvió esa noche, ni la otra, ni la siguiente; tampoco utilizó el teléfono para explicar su ausencia. Dudé si buscarla por Caracas a la luz de vagas e inconexas señas porque el establecimiento piadoso no estaba registrado en ningún directorio, o tomarme una dosis doble de pastillas contra la angustia. En definitiva, escogí el letargo de los sedantes y solo desperté cuando llamaron de la Comandancia de Policía porque Leyla y Nagarkar estaban detenidos.
Me vestí con atropellado esfuerzo y tomé un taxi hasta la sede policial. La ventisca de la mañana enmohecía los huesos; mis nervios, por el contrario, se atizaban de fuegos y sospechas; los guardias cabeceaban su primer turno. Después de algunas horas, el Inspector-jefe me recibió para comunicarme que en cumplimiento de una alerta roja de Interpol, habían aprehendido a Kiran Nagarkar, por los delitos de estafa, usurpación de identidad, fraude, juego ilícito y extorsión. Agregó en leve tono de sorna que Nagarkar no era maestro zen ni sacerdote de iglesia budista alguna, con denuncias en cinco países del mundo. Para terminar, expresó que Leyla sería liberada, luego de que los tribunales ratificaran su inocencia; “y usted, profesor, váyase tranquilo porque está limpio de culpas, nuestras investigaciones son concluyentes, jamás se equivocan”. Partí con la idea de serenarme el estupor, pero fue imposible.
En breve se dio la noticia a grandes titulares del suicidio de Nagarkar en la celda donde estaba preso, y rápidamente el amarillismo de los medios tomó por asalto la fe del público para decir que se había inmolado “con una daga de bronce que acarrearon desde Calcuta los miembros de su banda internacional”. Aparte de tales engaños, mucho me sorprendió el verídico ahorcamiento de Kiran Nagarkar con el cinturón de sus pantalones negros, y lo vislumbré reencarnado en otro hábil estafador, tomando ginebra de botellas ocultas bajo la cama perpetua o comiendo sin límites a lo largo de la eternidad. Y también imaginé, en visión paralela, el desconsuelo de Leyla por la muerte del “maestro” y los tropiezos de alma que sufriría.
Un viernes lluvioso, el tribunal acordó la libertad de Leyla y fui a buscarla al retén femenino. Silente y con el espíritu en el limbo se dejó llevar a casa; parecía la torpe sombra de sí misma. Durante el trayecto jadeó en etapas como si le faltara aire para conservarse viva, y me pidió un cigarrillo que nunca encendió. Nada le comenté acerca de las últimas ocurrencias ni del suicidio de Nagarkar, pues preferí mantener los sentimientos bajo tierra, los ardores ocultos, las pasiones mudas. Lo contrario hubiese sido la ruta más corta hacia el caos; todo posee su oportunidad.
El tiempo sigue girando en su órbita extraña y un cielo más tenso confirma las incógnitas. Leyla se ha guarecido en el silencioso armisticio de la otra habitación; mientras yo, a la luz secreta de antiguas vehemencias, continúo escribiendo. Pero todo tendrá un final cuando Leyla, ataviada con su túnica azul-triste, regrese a Calcuta para alumbrar al hijo que lleva en el vientre.
-II-
-II-
Mientras limpiaba, encontré en la computadora el cuento lleno de
equívocos que escribió Roldán; su verdadero nombre es otro, pero yo
le digo Roldán para mofarme del seudónimo que utilizaba en el periódico. El
maligno cuento requiere infinidad de aclaratorias, pues confunde hechos,
lugares y personajes, exponiéndome al sarcasmo público o, cuando menos, a la
ironía de quienes me conocen. Aparte de mostrar errores y alteraciones, nada
busco ni persigo, solo hago esto por mi derecho a réplica.
Empiezo
por señalar que me llamo Celia y no Leyla, que Roldán y yo no somos primos ni
formamos parte de una misma familia, porque nuestros apellidos Castilla y
Castillejo se parecen pero no son iguales; tampoco le conocí en una celebración
de tíos donde nos besamos “hondamente” (como él lo expresa de
manera grotesca), ni a la semana estaba yo acompañándolo en su cama de
soltero. No, no fue así.
Yo
iniciaba mi carrera como actriz y me asignaron un papel menor en la Òpera de tres
centavos que montaba el Teatro Pandemónium. El día de la inauguración
conocí a Roldán, periodista del semanario Artiletras que me
doblaba en edad, fumaba pipa continuamente y observaba a los
demás como si fueran piezas de laboratorio. Él me preguntó algo sobre la
puesta en escena y yo entré en pánico y le respondí cualquier incoherencia,
pero me serené y proseguimos la charla en la cafetería. Me pareció una rara
celebridad de otras épocas, pequeño de estatura para mi gusto y con
un tic nervioso que le hacía entrecerrar los ojos. Recordé a mi padre; y quizás
por eso le di el número telefónico para vernos próximamente. Al despedirnos,
noté que inflaba el pecho como si festejara un triunfo.
Luego
de varias excusas y posposiciones, fui a su apartamento en las afueras de
la ciudad. Me recibió con un aperitivo “para que entres en
confianza” (así dijo), e inició los pasos del ataque: resumen de su vida de
soltero, periodista y profesor en Letras, mesa con velas de imitación, arroz
chino enviado por el restaurant de la esquina, vino tinto
nacional y concierto de Bach. “Lo único que no me gusta es la música,
¿tienes algo de los Beatles o de Jimi Hendrix?”, pregunté animada
por el vino; y él, sonriendo, puso Let it be y comenzó a besarme
por todas partes. Luego con sus “hondas” caricias me llevó a la cama.
Recuerdo que gritamos de placer al mismo tiempo y que ese día nos
convertimos en amantes libres, o sea, cada quien en su apartamento.
Nuestra
relación se mantuvo cercana a la felicidad, aunque en ocasiones me desaparecía
para comprobarle a Roldán que era una mujer independiente. Así íbamos
cuando el director del teatro me ofreció una beca para estudiar artes escénicas
en Ciudad de México, que por supuesto acepté (nunca se trató de una beca para
estudiar danzas folklóricas en la India, nunca). Al principio Roldán se alegró
por el ofrecimiento y las posibilidades que me brindaba, pero después
cayó en una tristeza absoluta. Quise llamar al médico, pero él lo rechazo: “¡Se
me pasará, se me pasará!, son trastornos del alma, querida Celia”. Cuando
se calmó, le solicité paciencia en los próximos cuatro años, asegurándole que
estaríamos en contacto por Internet. Finalmente, Roldán me ayudó con las
últimas diligencias y el arreglo de las maletas, y en el aeropuerto
lloró tras los vidrios que nos separaban. Como él mismo diría: “La suerte
trama su propio juego”.
Ciudad de México me deslumbró por su extensión, sus olores a maíz tierno
y una multitud silenciosa que se agolpaba en todas partes (¡obviamente inferior
a las muchedumbres de Calcuta!). Los funcionarios del Instituto de Bellas Artes
me alojaron en la Colonia Azuaje, a pocos metros de la estación del Metro, y
desde la residencia podía observar el hollín que cubría la atmósfera y el
ritmo incesante de la capital. Todo ello se lo describí a Roldán en los
primeros correos electrónicos y me sorprendió que no contestara de
inmediato, tal vez porque deseaba elaborar sus respuestas con pinzas.
Al fin Roldán
rompió el silencio y ambos empezamos a utilizar (¿inconscientemente?) un tono
informativo para el resumen de nuestras vidas: él comentaba asuntos ordinarios
y de escasa importancia, y yo de igual forma le sintetizaba mis
rutinas. Por amigos me enteré que Roldán se había dedicado de lleno a la
escritura, aunque no aceptaba críticas ni sugerencias; ojalá la suerte le
acompañe porque en mi opinión sus textos son irreales y carecen de fuerza, y
para constatarlo sugiero lean de nuevo el cuento donde me maltrata.
También supe que a Roldán jamás lo nombraron director de Artiletras, pues
el periódico dejó de publicarse; que tampoco obtuvo el ascenso como profesor
porque no cumplió los trámites; que el pobre padecía una tos horrible a causa
del tabaco, y que bebía ginebra directamente de la botella (como acostumbraba
Nagarkar).
El tiempo transcurrió con increíble rapidez y un día me vi en la situación de
regresar a Venezuela. Los problemas se juntaban: no tenía empleo en Caracas,
las actrices más jóvenes colmaban las nóminas, había dispuesto de la
vivienda y los muebles cuando me trasladé a México, mi familia estaba en las
Islas Canarias en una ilusión sin retorno, y para colmo Cristian
Albuerne, tutor de mi tesis y famoso dramaturgo, se empeñaba en viajar conmigo
para atender una invitación de teatreros venezolanos. ¡Ni modo!, la única
posibilidad era Roldán, aunque sin anunciárselo. Y así sucedió.
Una tarde del mes de agosto arribé a Caracas en compañía de Cristian, y sin
demora fui al apartamento de Roldán y toqué el timbre. Luego de unos
minutos Roldán abrió la puerta, todavía desperezándose de su siesta de
ginebras, y se abismó muchísimo cuando me vio. Enseguida, de forma natural como
si nunca nos hubiésemos separado, le di besos en las mejillas y tomé la
delantera: “Mi amor, él es Cristian Albuerne, archi-famoso dramaturgo mexicano
y nuestro huésped durante un tiempo”. Roldán, haciendo grandes
esfuerzos, saludó a Cristian con la mano en alto y los tres fuimos
al recibo. Luego, para romper la situación incómoda, subí las escaleras a fin
de arreglarle el cuarto a mi tutor. Advierto que jamás he usado túnicas,
sandalias ni aretes con imágenes de animales desagradables, y que odio los
tatuajes en cualquier sitio del cuerpo. ¡Lo juro!
Según
estaba previsto por el destino, volví a acostarme con Roldán en su cama de
soltero, pero no fue igual que antes porque él se mostraba indiferente a mis
caricias (algunas de ellas aprendidas en Mexico) y permanecía con la atención
fija en un punto muerto. Como traté de abordar el problema y no
obtuve respuesta, dejé el asunto de ese tamaño aunque a costa de un desánimo
que todavía me carcome por dentro.
La
relación diaria con Cristian resultó desbordante porque “mi genio preferido”,
como yo le llamaba, era un ser humano de asombrosa cultura que no
paraba de hablar sobre cualquier tema (desde los tacos de saltamontes que
venden al pie del Popocatépetl hasta las hordas de Atila o el libro póstumo de
Sylvia Plath), y lo hacía con gestos histriónicos y voz afeminada, pues se
jactaba de sus preferencias homosexuales. Cristian y Roldán se hicieron amigos
rápidamente, a lo que contribuyó la dedicación alcohólica de ambos: ¡ninguno de
los dos podía ver una botella sin vaciarla! Cristian, después de algunas
semanas, se mudó al hospedaje asignado por los colegas de teatro, y solo
acudía a nuestra casa los sábados, desdichadamente para Roldán y para mí
que regresamos al esquema de las palabras cortas.
La lentitud de los meses ocurría sin salirse del rumbo, hasta que
Cristian nos dio la noticia de su matrimonio (“¡Estoy enamorado con
irracionalidad de adolescente y ternuras de anciano, por fin encontré el amor
universal, la conjunción única!”). Dijo que el novio se llamaba Macedonio,
peluquero de oficio y entusiasta de las tablas, a quien pronto conoceríamos
porque la boda tendría lugar en nuestro apartamento, “si ustedes están de
acuerdo, naturalmente; llevaré todo…hasta los invitados, no se preocupen”.
Accedimos con inquietud, esperando las sorpresas.
El día del
matrimonio llegó el tumulto, se trataba de un bullicioso grupo de compañeros
que ataviados con el vestuario de sus obras, hacían reverencias
a los novios. Cristian, de falda larga y capa violeta, repartía saludos
desvergonzados, mientras que el joven Macedonio exhibía su piel morena debajo
de una malla traslúcida. Un falso cura, casi tan real como los
verdaderos, estuvo a cargo de la celebración del sacramento: después de leer en
un libro de utilería los deberes “que casi nunca cumplen los cónyuges”
y pedirles el sí de rigor, los declaró unidos en matrimonio “hasta que la
suerte los separe”. A continuación y para sorpresa de Roldán y mía, el
postizo sacerdote procedió a casarnos mediante igual ceremonia. La fiesta
duró dos noches y varias cajas de alcoholes, y solo terminó porque el elenco
debía cumplir compromisos de trabajo.
Partieron y nuestra existencia
prosiguió su tedio triste. Yo conseguí empleo como asistente de
producción en el Pandemónium, cuyo sueldo apenas me alcanzaba para gastos
menores e ir a cines de precios solidarios; y Roldán, ya jubilado, se dedicó
frenéticamente a escribir porque su meta era verse en la solapa de un libro,
fumando pipa y con cara de profesor (¡le faltaba la botella de ginebra!), para
que al menos le otorgasen un premio municipal de cualquier miserable poblado
del país. Pero no tenía suerte: las empresas editoriales rechazaban sus
manuscritos con la excusa de “la crisis presupuestaria”, y los jurados siempre
dictaminaban a favor de otros autores. Cada vez, Roldán se volvía más hosco y
distante, y además empezó a recriminarme estupideces hogareñas, como si se
hubiese tomado seriamente lo del falso matrimonio; y yo, en resguardo de mi
salud espiritual y mental, busqué refugio en la otra habitación con vista hacia
la montaña.
A finales
de año, nos avisaron de la policía que Cristian Albuerne se hallaba
grave en el Hospital Central. Entre agitación y sorpresa, acudimos con urgencia
para enterarnos que Cristian se había cortado las venas en un intento de
suicidio, porque Macedonio (realmente de nombre Wilmer) lo había abandonado por
otro. Cristian, al vernos, largó infinitos sollozos, como en parodia de
una de sus piezas teatrales, y luego se durmió entre jeringas y transfusiones.
Posteriormente, cuando nuestro amigo mejoró, establecimos contacto con el
embajador de México para que lo devolviera a su país en un avión militar.
Cristian, a veces, nos envía mensajes de voz, líricos y afectuosos, como prueba
de gratitud.
Roldán y yo volvimos a
la rutina “matrimonial”, él escribe, toma, se embriaga y envejece; yo me dedicó
casi íntegramente al trabajo y a reunir algún dinero para irme definitivamente
a Ciudad de México, necesito colmar de alguna forma menos trágica e injusta el
resto de vida y amor que me queda. Espero que todo se haya aclarado en
las líneas de esta réplica; gracias por su lectura y atención.
NOTA
DEL EDITOR: Fuentes generalmente bien
informadas determinan que el cuento El oscuro encanto de la soledad, suscrito
con los seudónimos Roldán Castilla y Celia Castillejo, obtuvo la Primera Mención en el XXV Concurso
de Cuentos del Sindicato de Ferroviarios y Afines de Neuquén, República
Argentina, pero que el jurado al abrir la plica correspondiente no encontró la
debida identificación de los autores, dejando constancia de ello en el acta de
rigor.
Sin
embargo, otras fuentes no menos respetables aseguran que las afirmaciones
anteriores son totalmente falsas.
3 comentarios:
Me gustó mucho este cuento tipo dos por el precio de uno. Y como dicen que todo relato tiene su origen en una experiencia o referencia de algún hecho real, me pregunto: Qué pasaría si la inspiración de cada historia hiciera como Leyla-Celia y escribiera su propia versión? Sería muy interesante. Digo yo...
Mi querido concañero y hermano:
Mejor, imposible, como la película. Redondos los dos cuentos, que muy bien pudieran funcionar independientemente. Tu lenguaje sigue buscando caminos líricos, sin perder la gracia de la narrativa espontánea. El de Celia-Keyla parece escrito por el Igor de tiempos anteriores; el de Roldán, el profesor de la Escuela de Letras, es más cercano al último Ígor que he leído, pero ambos son de primera línea, con ese cuidado maravilloso de cada palabra,cada imagen, cada escena. En fin, cuentos de dos de tus etapas en el oficio. Me sigo quitando el sombrero con tus cuentos.
Ofrezco disculpas por haber cambiado en mi comentario anterior el nombre de Leyla /Celia por Keyla. O de Keyla por Leyla/Celia. Gases del oficio y errores digitales, cometidos con el dedo que pulsa la tecla. Eso puede significar que, en mi inconsciente, funciona mejor un nombre que el otro. Total con el autor me he vuelto casi adicto desde hace muchos años a jugar con las palabras (en lo que ha sido un maestro y no de budismo zen), sobre todo con el Igor de la primera etapa.
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