Entradas populares

martes, 27 de junio de 2023

LA TRUNCA CABEZA DE PANCHO VILLA

 





No me llamo Carmelo Taborda, solo utilizo este nombre en mis andanzas e investigaciones sobre Pancho Villa y la Revolución Mexicana; tengo escritos más de setecientos folios sobre José Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa, sin todavía esclarecer los autores ni el paradero definitivo de su cabeza mutilada en 1926, tres años después de que lo enterrasen en un panteón de pueblo.

 

Pistas vagas conducían a inexactos finales: la exhibición de la testa de Villa en el circo Ringling Brothers, donde cobraban a los adultos 25 centavos para verla y a los niños la mitad del precio; la encomienda de cercenamiento impartida por un fervoroso militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro único del héroe; la venganza del General Álvaro Obregón porque había perdido el brazo derecho en refriega contra las huestes villistas; la posesión satánica del despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones, de Yale University, con el fin de rituales subrepticios; la posible sepultura del cráneo cerca de Salaíces, Chihuahua, en una caja de balas para Máuser 7mm. Recovecos de la incertidumbre, espejismos merodeando la realidad, epopeyas de cuerpo fragmentado

 Por ello, no me sorprendió el correo breve y urgente de un profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la cabeza de Villa se encontraba en Brooklin, bajo la custodia de anticuarios judíos. De inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en la valija los utensilios imprescindibles: sendas botellas de ginebra contra el insomnio, las páginas con las pesquisas y dos trajes casuales. Le pasé llave a mi hogar solitario, no sin orar una retahíla absurda en provecho de suerte para que no entrasen los ladrones. 

  Durante el vuelo, medité acerca de la existencia y ausencia del gran personaje trunco, quise explicarme el porqué nos habíamos escogido mutuamente (Villa a mí y yo a Villa), y concentré la atención aérea en una película, ¿profecía o casualidad?, sobre Emiliano Zapata con cara de Marlon Brando. Después del aterrizaje, tomé el bus hasta Brooklin y me alojé en un hotel sin estrellas, pero muy cerca de la dirección que indicó el colega profesor. La pieza, con paisaje hacia descomunales tarros de basura, tenía una atmósfera triste y elemental, aunque la acepté pues mi ánimo no andaba en busca de confort primermundista sino de quimeras impalpables. 

 Al cabo de una ducha para enfrentar el cansancio, crucé las calles turbias e iguales que me separaban del objetivo y toqué en el local Ashir&Sam, Experts antiquarians, con letras dibujadas mediante signos rupestres. Un anciano de gorro y bufanda para los fríos seniles, abrió la puerta y me miró como si desease identificarme a plenitud; después dijo o masculló observando el infinito: “Sabíamos que vendría, lo esperábamos desde hace tiempo, señor Taborda, aguarde aquí y perdone que no lo haga pasar, la tienda está en continuo desorden”.  Mientras, me fumé el recuerdo de algunos cigarrillos porque ya había abandonado su humo; y cuando casi optaba por devolverme al hotel, el anciano regresó con una caja de cartón que me entregó. “¿El precio?”, le inquirí; “Nada me adeuda –expresó el viejo–, cumplo con mi deber, ojalá a usted también pueda serle útil...” Le apreté la mano como señal de agradecimiento, y partí para depositar el paquete en el armario de mi habitación. Disiparía las incógnitas al serenarme. 

 Pero la curiosidad resultó más incisiva, me tomé tres porciones de ginebra fondo blanco y abrí la caja para descubrir un recipiente de vidrio, en forma de pecera alargada, lleno de un líquido (quizás alcohol viscoso o cualquier inaudita mezcolanza) dentro del cual flotaba la probable testa de Pancho Villa. La emoción se apoderó de mi energía; durante toda la noche me mantuve comparando aquel cascajo óseo con la cabeza del héroe, palmo a palmo, rasgo a rasgo, y entre las fatigas del amanecer me hundí en un tenebroso duermevela, la recompuesta calavera se adosaba al antiguo cuerpo viviente de Pancho Villa e iniciaba lidias, sobresaltos, arrebatos.

 Tiene los ojos de búho astuto, la piel blanca pero quemada por soles eternos, el cabello rojizo, el bigote en fronda, los dientes inmensos como granos de maíz, el porte voluminoso. Lleva su legendario sombrero de ala ancha, viste un uniforme militar con doble canana de balas sobre el pecho, a cuya diestra sobresale el revólver Colt 44. La jaca “Siete Leguas” se adhiere al escenario, y Villa, tras clavarle las espuelas, lanza el bramido: “¡Gringo, hoy te corto la oreja, mañana te mato!”. Luego se devuelve a un pretérito adolescente, habita en Canatlán, Durango, es medianero en tierras ajenas, y cuando por la tarde llega a su casa (un ranchón de torcidas paredes sin ventanas) encuentra al hacendado para el cual trabaja en plan de abusar de su hermana Martina Arango, de doce años, mientras la madre le increpa (como Dolores del Río en un film de los Estudios Churubusco) “¡respéteme a la chamaca, déjela quieta, váyase, váyase!”. Entonces  José Doroteo busca una pistola escondida para descargarla contra el agresor, aunque solo lo hiere en la pierna derecha, y parte a galope de mula hasta la montaña cercana para esconderse de los agentes rurales. Dentro de mi pieza de hotel, acompaño a José Doroteo en las penurias de la soledad, huyendo durante lluvias y veranos, sin treguas de paz ni la moderación del reposo. Vivimos una existencia de pupilas abiertas y noches ocultas para evitar que la ley nos  alcance, hablamos en el tono menor de los perseguidos, repetimos las mismas historias a la lumbre de fuegos íngrimos, no hay descanso, somos los trashumantes, el último residuo, las sobras del mundo. Y en esos ajetreos, me enseña el beneficio de las plantas que permiten la subsistencia, “el simonillo para cuando hagas bilis y las barbas de elote para cuando sufran los riñones de mucho andar a caballo, hay yerbas que alimentan y otras que te duermen o te alegran como licor”. (La habitación daba vueltas alrededor de la lejanía, me bebí –embebido– algunos tragos dobles, ansiaba que prosiguiesen las visiones y revisiones, no alentaba ahora ningún temor fantasmal). 

 Cansado de tanto huir, Pancho se convierte en bandolero absoluto, cuatrero de gran pelambre, ladrón, asaltante de caminos, y combina delitos con una fachada de trabajos limpios (subcontratista del ferrocarril, propietario de una carnicería, dueño de recuas de mulas, transportista de víveres). Son lustros de sucesivas ocurrencias antes de que nos alistemos en la total ocurrencia de la Revolución. Presencio su alzamiento personal, sus combates armados, su afecto hacia los pobres, los sucesivos rangos de mayor, coronel y general del ejército revolucionario, la fidelidad al Presidente Madero. Los tres estamos reunidos dentro de este cuarto, y el Mayor Villa le narra a Madero sus peripecias como delincuente-salteador, Madero escucha con adusta atención, Villa termina  llorando; Madero, conmovido, le otorga un “indulto tan amplio como fuese necesario” (Agoté las reservas de ginebra y pedí que el restaurante del hotel me enviase nuevas botellas, pan y fiambres, porque no dejaría atisbos ni engendros sin antes solucionar el enigma de la cabeza cercenada).

 Me encuentro en la División del Norte de las fuerzas rebeldes, el comandante Pancho Villa grita “¡Carmelo Taborda, venga acá!”. Es para nombrarme como su secretario (el anterior falleció en combate), porque ha descubierto en mí algunas dotes para comunicar órdenes y noticias. “El Centauro del Norte” dirige una legión de 30.000 hombres y es un genio inverosímil alternando la caballería con los ataques nocturnos, los aviones y el ferrocarril. Adelita, la del famoso corrido, está en los cien trenes que avanzan sobre Zacatecas, y cada soldado canta “Si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar…”, y me acuerdo pero no se lo digo a Pancho que él es la pasión furtiva de miles de Adelitas, pues se ha casado o amancebado 27 veces y tiene igual número de hijos. En funciones de secretario, redacto y mando a pegar el cartel solicitando ametralladoristas, dinamiteros y ferroviarios: “Atención, gringo, por oro y por gloria come and ride with Pancho Villa”; y también me ocupo de apuntar, entre contiendas y ofensivas, las frases del héroe: “Los ejércitos son los más grandes apoyos de la tiranía; Nunca al problema educativo se le ha dado la atención necesaria; ¡Fusílenlo, después averiguamos!; No soy católico, protestante ni ateo, soy librepensador; ¡Viva México, cabrones!” (Más y más tragos para el duermevelas, los sucesos giraban a cien desquicios sobre un eje de saltos temporales, imperiosamente necesitaba continuar).

 Nos hallamos en la hora crucial de la toma de Ciudad Juárez. Desde la terraza del Hotel El Paso del Norte, Texas, próximo a la frontera, hombres con prismáticos y damas de elegantes pamelas auscultan el cuadro bélico, cerca del anuncio en colores: “El único hotel en el mundo que ofrece a sus huéspedes un lugar seguro y confortable para ver la Revolución Mexicana”. Pero no les dimos el gustazo de que nos aniquilaran e hicimos correr a los federales del dictador Porfirio Díaz. El tiempo se desplaza con velocidad para ubicarme a la sombra de Pancho Villa, designado como gobernador interino de Chihuahua, y en pocos meses nacionalizamos los bienes de la oligarquía local y los comerciantes españoles, además de abaratar la harina, la carne, la ropa y disminuir los  impuestos a los pobladores, nos llaman socialistas, no importa, qué carajo. El vuelo de los años prosigue, estoy en medio de la batalla de Columbus, Nuevo México, integrando el grupo de Villa que invade el territorio de los Estados Unidos por primera vez desde su independencia de los ingleses, porque “el chingón Presidente Woodrow Wilson reconoció al gobierno de nuestro adversario Venustiano Carranza y ha prohibido que las pinches factorías nos vendan armas”. Embestimos con rabia el destacamento norteamericano y nos hacemos de sus caballos y fusiles, tomamos la guarnición e incendiamos algunos edificios del poblado, aunque por desgracia las bajas fueron desiguales: 17 militares gringos muertos y 73 de los nuestros. El retorno es veloz, y más presurosa la noticia que da vueltas mundiales: “Villa invadió los Estados Unidos”. El Presidente Wilson designa al General John Pershing para que con 10.000 efectivos penetre en México y atrape a Pancho Villa, pero “la expedición punitiva” no tiene éxito luego de un año de perseguirnos a través de medio país. Por eso coreamos: “En Columbus quema y pilla/ Pershing lo viene a buscar/ el Tigre se vuelve ardilla/ y no lo puede encontrar/ Mi General Pancho Villa, le venimos a cantar”. (Los recuerdos me han producido debilidad por agotamiento, respiro en trechos minúsculos, las pulsaciones aminoran su ritmo, la sed no se me calma con agua ni ginebra, mas no desistiré hasta esclarecer lo que me trajo hasta aquí). 

 El ángel guardián de Villa parece abandonarlo en los últimos tiempos, escasean las carabinas, sufrimos de mengua, las tropas se limitan a un pequeño grupo de insurgentes, los enemigos ansían borrarnos del porvenir de la república. Al final de varios fracasos, Pancho acepta una rendición negociada con el presidente de turno para retirarse a la vida pacífica, yo también suscribo el acta en calidad de testigo. El gobierno, por su parte, le otorga en propiedad la hacienda El Canutillo, de noventa mil hectáreas, pagándole una escolta fija de medio centenar de hombres, además de beneficios adicionales para el resto de los vencidos. Pronto, Villa transforma la hacienda en un modelo de cooperativa comunal y la dota de sembradíos, maquinarias, casas, escuela (“¡Taborda!, lo nombro director titular”), talleres y hasta funda allí un banco agrícola; los contrarios ni por un instante nos quitan la vista de encima. Hoy en el almanaque es viernes 20 de julio de 1923 y asistiremos a un bautizo donde Pancho es el invitado de honor. Cinco compañeros y yo partimos en el Dodge Brothers negro de Villa para recogerlo en Hidalgo del Parral, pueblo donde tiene una amante y un hijo que aprende a gatear. La mañana sopla aires de ventisca, Villa sale de la casa con desprevenido humor y le ordena al chofer que se cambie de puesto porque conducirá el auto, yo iré a su lado (como siempre), los demás están en los otros asientos, empieza una tensa lluvia. En la esquina posterior el auto cae en un lodazal y se apaga, los acompañantes nos bajamos del carro para empujarlo, se trata apenas de un retraso de la liturgia del drama pues a exiguos metros nos aguarda el futuro irremediable. Son nueve los asesinos que desde unas ventanas, apoyan sus rifles a sueldo en pacas de alfalfa para dispararnos más de cien proyectiles, de los cuales una docena le destroza a Villa el corazón, quedan junto a él su pistola y su daga; yo intento sacar mi revólver pero unos balazos me perforan la columna y caigo en vilo de consciencia esperando mi traslado al hospital, deliro, repito escenas, modifico hechos de la memoria, no conozco la suerte de los otros camaradas, escucho que llevan el cadáver de Pancho a la Hostería Hidalgo, de su propiedad, lo colocan desnudo encima de un jergón, turbadoras fotografías circulan por el planeta, oigo el corrido póstumo “Fue muy triste su destino/ morir en una emboscada/ y a la mitad del camino”. 

 Un temblor, como de súbito presagio, me recorrió el cuerpo y afiné las pupilas para comprobar si me hallaba aún en el hotel de Brooklin. No había sangre ni heridas, los tarros de desperdicios seguían sobre la anodina desmesura de la calle, y el cráneo del héroe estaba absorto en una esquelética quietud. Pero no quise tentar los riesgos de nuevas visiones y decidí retirarme de las históricas pesquisas que había emprendido. Entonces, metí la cabeza de Pancho Villa en su alcohol extraño, amarré la caja y la abandoné frente a la tienda de los anticuarios con una nota de fúnebre gratitud. Y también he jurado no leer nunca más los folios que escribí.

 


No hay comentarios.: