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martes, 27 de junio de 2023

BIOGRAFIA DE UNA VOZ

 



 (Tony y su esposa discuten dentro del apartamento de séptimo piso en Queens, New York. Ella le reclama su adicción a las drogas y al alcohol. Tony amenaza con matarse si prosigue, la mujer no le hace caso, Tony va al balcón, reza algo  incomprensible y se lanza al vacío. Son las once de la noche, cae una lluvia tenue, los vecinos escuchan el golpe y llaman a los bomberos, Tony yace sobre la calzada.)

     Tu porvenir quizás estaba escrito, como si la existencia fuese un círculo impávido y absoluto. Los amigos habían insistido mediante cartas continuas, “Tony, ven al Norte, el triunfo te aguarda, no demores los tiempos”. Y tú por fin llegaste a suelo ajeno; cargabas un bolso sobre la espalda y dieciocho años en las correrías de la vida. Nadie fue a recibirte al aeropuerto, entonces el taxi  te condujo a un cuarto en las propias mandíbulas del Bronx, con vista hacia  el desborde de potes de basura y olores que  casi impedían la respiración.

        Todo había empezado cuando te quedaste con la boca retorcida y el blanco de los ojos hirviendo, al ver a Chico Almeida en el Club Marítimo de San Juan. Y luego fue el éxtasis inmediato:  El Bárbaro entonaba el son “Me has dejado en el abandono”. Sin muchos cálculos, pediste tres tragos seguidos (como si fueran tres alegres tigres líquidos) mientras lo escuchabas, y al acabar la función el tembleque de las piernas te llevó hasta el camerino de Almeida. “¡No estoy pa´ nadie, tá prohibido pasal!”, gritó El Bárbaro sin ninguna corrección, pero tú permaneciste como una momia boricua aguardando que tu héroe saliera.   

       Por último, Almeida apareció con una trona entusiasta y la sonrisa fija, peinándose a cada rato para merecer  los flashes que nunca llegarían, y tú te acercaste, Buenas noches, me llamo Tony Dabo, maestro, mis respetos, estuvo genial, y el hombre afirmó con la cabeza baja como si fuese su rito de agradecimiento y contoneando la trona, apresuró el paso. Pero no te diste por vencido, Maestro, yo toco el saxofón y le meto al canto, por si usted sabe de algo… Chico Almeida respondió con una especie de molestia afectuosa, ¡Ni te imaginas, mijo querido, cuántos me preguntan cada día lo mismo!, y tú aprovechaste el comentario para espetarle a fuego directo: Me imagino, pero yo soy único, maestro. Y Almeida, en nostalgia de su exacto retrato hablado, te dio la mano con sortijas y su tarjeta personal para probarte la semana próxima.

        Insomnio durante la espera, la lengua reseca; temías que los nervios te impidiesen la demostración, o que Almeida te mandara al carajo con insolencia de marihuana (“¡Desengáñate mi niño tú no silves pa´ nada!”). Pero apartando los sustos, el día de la cita te plantaste frente al piso de El Bárbaro, y este abrió la puerta y te saludó con aliento de algunas cervezas demás, Hola, muchacho, estoy jugando cartas, unos compinches están aquí, había olvidado la cita, pero no hay problema, entra y relájate, ahorita empezamos.            

        Luego de unos minutos, volvió con su sonrisa de dientes amarillos y un micrófono que acomodó en medio de la sala. “¡Arráncate con todo, campeón!, demuestra lo que sabes”. Y tú, tranquilo, empezaste a comprobar tus virtudes en el canto y el saxofón, y los jugadores detuvieron las barajas y la ronda de cervezas para escucharte. Al final, todos aplaudieron y Chico Almeida gritó: “¡De maravilla, pequeño gigante!, te encomendaré a mis socios en Niuyol, sólo tienes que buscar la plata del pasaje, ahora brindemos por tu gran polvenil, salud”.

        Te costó mucho esfuerzo reunir el dinero, pero en pocos días ya estabas en medio del Bronx, solo y con tremendas ganas de devolverte a tu tierra, pero juraste no hacerlo. Los socios de Chico Almeida no aparecieron por ninguna parte; quisiste ubicar a Almeida en Puerto Rico pero alguien te informó que estaba de viaje por Suramérica, ni modo. La opción para no morirte de hambre urgente, fue conseguir empleo a través de los avisos del periódico, y por eso te desempeñaste como limpiavidrios ocasional, empaquetador en un supermercado de nula categoría, carga-maletas a cambio de exiguas propinas, mensajero a destajo y acarreador de mudanzas miserables, hasta que un tipo que se la pasaba en deambule por las esquinas, te llevó a los sitios de baile en el Bajo Manhattan, y allí viste el ofrecimiento de empleo, “Se requiere saxofonista para el quinteto de música latina Los Buitres Azules”. Pagaban de abuso, pero te alcanzaba para la habitación y dos comidas al día.

        Entraste al sitio y luego de un diálogo mínimo con el gringo obeso que era mánager del quinteto, le respondiste: “Okey, de acuerdo, acepto”. Y de ahí en adelante, cada noche te diste entero y con furia, según dicen en el argot del ritmo, sacándole notas al saxofón desde lo hondo-profundo y desde la cima del clímax. Pero lo tuyo era el afán por el canto; seguías con atención a los vocalistas y en los intermedios te aventurabas a darles recomendaciones, “¡Hermano, modula el son como si estuvieses en lo alto del cielo!”, “¡Hincha el tórax a reventar!”, “¡Frasea con calma!” Y la vez que no acudió el intérprete de turno, el mánager te pidió que cantaras en su lugar; y tú sin pensarlo te subiste a la tarima y entonaste  tu repertorio caribeño. El público, en temperatura eléctrica, bailó y aplaudió hasta el delirio y pedía ¡más, más!  

        Desde esa noche te nombraron cantante titular de Los Buitres Azules, y también te contrataron para otros grupos de moda. Además, una tarde sortaria se presentó al local Willie Carey, joven puertorriqueño diminuto y casi frágil, para proponerte que lo acompañaras en la fundación de una nueva orquesta; y tú, quizás por cábala personal, de inmediato aceptaste; ¡jamás te arrepentirías porque fue el principio de la celebridad!. La orquesta Carey&Dabo revolucionó la música de salsa, mediante los trombones a cargo de Willie y tu particular vocalización, Tony, para lograr muchedumbres de admiradores, discos triunfales y giras por el mundo. Fueron años luminosos y de críticas  propicias, años en los que te casaste con tu fanática Luchi –la de cejas pobladas y cabello revuelto- y nació tu hijo Ismael, pero también el comienzo de   la hecatombe.

        Como “todo tiene su final”, según precisa la canción que mucho te gustaba, Willie rompió contigo después de diez años de sociedad, por causa de tu drogadicción e informalidades: la marihuana te hacía volar hasta el firmamento, la coca podía sumirte en increíbles altibajos fantásticos, el alcohol nunca te saciaba; y además no acudías a los ensayos y llegabas siempre tarde a las presentaciones. Luego del  rompimiento de Willie, fundaste la banda Tropic One en similar estilo que la anterior, y pese a tus descarríos el éxito se mantuvo. Los admiradores te aclamaban por todas partes, las damas de cualquier edad te pedían autógrafos en las esquinas, desde México, Colombia y Venezuela requerían tu presencia de ídolo; la agrupación Fania All Stars te incorporó a su elenco para actuar en Zaire, como antesala a la pelea de boxeo por el título mundial entre Muhammad Alí y George Foreman, siendo la primera orquesta tropical en pisar el suelo africano; grabaste para tu propia historia el disco La Voz, cuyo éxito logró que empezaran a llamarte Tony Dabo, La Voz, y luego sencillamente La Voz; y prosiguieron a tu modo las galas y funciones, eras de acuerdo a los cronistas “el mejor cantante de salsa de los últimos tiempos”.

        Pero tu salud se fue resintiendo por el consumo de estupefacientes y licor; además del cataclismo de las desgracias que te rodearon: tu padre, quien nunca te había oído cantar en público, voló a New York por invitación tuya para verte en escena, se abrazaron largamente con sosegada ternura, tu padre ya poseía en los ojos el aro de la vejez, él se acomodó en primera fila, expectante y amoroso, y al no más terminar el concierto cayó fulminado por un infarto, no hubo nada qué hacer sino llorarlo. Tu hijo Ismael, listo para entrar al bachillerato, murió accidentalmente cuando manipulaba junto con otro muchacho un revólver ajeno, tú oíste el estruendo y enseguida  hallaste a Ismael en mitad de un charco de su propia sangre, jamás te recuperarías. Tu apartamento se incendió por una colilla de cigarro que ebrio, tiraste sobre la cama, produciéndote graves lesiones en las piernas. La suegra Teresa, quien se constituyó en tu guía espiritual aunque no le hicieras caso, murió en un suburbio de Brooklyn por las balas de un asesino en serie al que nunca encontró la policía. Y por si fuera poco, Tony, el Sida empezó su marcha en ascenso después de inyectarte heroína con una jeringa contaminada.

        Los administradores de la Tropic One, unos pillos de modales elegantes, te surten las drogas que prefieres a fin de mantenerte sin voluntad para dirigir el conjunto, y también falsifican tu firma con el objeto de cobrar las regalías de las disqueras; tú todo lo sabes, Tony, pero prefieres eludir la realidad a través del bullicio íntimo de los narcóticos. Ya no hay giras ni actuaciones, tampoco reflectores ni multitudes que te aplaudan, sólo sanatorios de terapia contra la depresión y hospitales para tratamientos anti-Sida. Vives, Tony Dabo, un final a plazos, un círculo enmarañado y caótico, una no existencia.   

        Al verte en esa situación, tus amigos músicos, intérpretes y directores de orquesta organizan un concierto para que los fondos sean en  beneficio tuyo. Escogen el Teatro Regency, de Queens, ubicado cerca de donde habitas. Es viernes por la noche, los compañeros de siempre te rodean, el organizador pide que entones “Soy el cantante”, tu pieza favorita, como inicio del acto. Colocan una butaca en el escenario, te ayudan a subir y sentarte, todos callan en expectativa solidaria, la orquesta arranca, es ahora la parte donde debes entrar,  pero tú te estremeces en el asiento y apenas balbuceas algunas notas  te sumerges en el vacío del silencio. Los compañeros se incorporan con rapidez para cantar a tu lado y que el público no se dé cuenta, algunos terminan llorando.

        Te conducen luego al apartamento, gimes y tiemblas, pronuncias palabras sin sentido, estás en el número máximo de la depresión, empiezas a tomar alcohol y pretendes inyectarte cocaína, tu esposa Luchi te reclama en medio de un llanto amargo, tú amenazas con matarte si ella prosigue, Luchi no te hace caso, tú vas al balcón, rezas algo incomprensible y…

 

 

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