Tu porvenir quizás estaba escrito, como si la
existencia fuese un círculo impávido y absoluto. Los amigos habían insistido
mediante cartas continuas, “Tony, ven al Norte, el triunfo te aguarda, no
demores los tiempos”. Y tú por fin llegaste a suelo ajeno; cargabas un bolso
sobre la espalda y dieciocho años en las correrías de la vida. Nadie fue a recibirte
al aeropuerto, entonces el taxi te condujo a un cuarto en las
propias mandíbulas del Bronx, con vista hacia el desborde de potes
de basura y olores que casi impedían la respiración.
Todo había empezado cuando te quedaste con la boca retorcida y el blanco de los ojos hirviendo, al ver a Chico Almeida en el Club Marítimo de San Juan. Y luego fue el éxtasis inmediato: El Bárbaro entonaba el son “Me has dejado en el abandono”. Sin muchos cálculos, pediste tres tragos seguidos (como si fueran tres alegres tigres líquidos) mientras lo escuchabas, y al acabar la función el tembleque de las piernas te llevó hasta el camerino de Almeida. “¡No estoy pa´ nadie, tá prohibido pasal!”, gritó El Bárbaro sin ninguna corrección, pero tú permaneciste como una momia boricua aguardando que tu héroe saliera.
Por último, Almeida apareció con una trona entusiasta y la sonrisa fija, peinándose a cada rato para merecer los flashes que nunca llegarían, y tú te acercaste, Buenas noches, me llamo Tony Dabo, maestro, mis respetos, estuvo genial, y el hombre afirmó con la cabeza baja como si fuese su rito de agradecimiento y contoneando la trona, apresuró el paso. Pero no te diste por vencido, Maestro, yo toco el saxofón y le meto al canto, por si usted sabe de algo… Chico Almeida respondió con una especie de molestia afectuosa, ¡Ni te imaginas, mijo querido, cuántos me preguntan cada día lo mismo!, y tú aprovechaste el comentario para espetarle a fuego directo: Me imagino, pero yo soy único, maestro. Y Almeida, en nostalgia de su exacto retrato hablado, te dio la mano con sortijas y su tarjeta personal para probarte la semana próxima.
Insomnio
durante la espera, la lengua reseca; temías que los nervios te impidiesen la
demostración, o que Almeida te mandara al carajo con insolencia de marihuana
(“¡Desengáñate mi niño tú no silves pa´ nada!”). Pero apartando los sustos, el
día de la cita te plantaste frente al piso de El Bárbaro, y este abrió la
puerta y te saludó con aliento de algunas cervezas demás, Hola, muchacho,
estoy jugando cartas, unos compinches están aquí, había olvidado la cita, pero
no hay problema, entra y relájate, ahorita empezamos.
Luego
de unos minutos, volvió con su sonrisa de dientes amarillos y un micrófono que
acomodó en medio de la sala. “¡Arráncate con todo, campeón!, demuestra lo que
sabes”. Y tú, tranquilo, empezaste a comprobar tus virtudes en el canto y el
saxofón, y los jugadores detuvieron las barajas y la ronda de cervezas para
escucharte. Al final, todos aplaudieron y Chico Almeida gritó: “¡De maravilla,
pequeño gigante!, te encomendaré a mis socios en Niuyol, sólo tienes que
buscar la plata del pasaje, ahora brindemos por tu gran polvenil, salud”.
Te
costó mucho esfuerzo reunir el dinero, pero en pocos días ya estabas en medio
del Bronx, solo y con tremendas ganas de devolverte a tu tierra, pero juraste
no hacerlo. Los socios de Chico Almeida no aparecieron por ninguna parte;
quisiste ubicar a Almeida en Puerto Rico pero alguien te informó que estaba de
viaje por Suramérica, ni modo. La opción para no morirte de hambre urgente, fue
conseguir empleo a través de los avisos del periódico, y por eso te
desempeñaste como limpiavidrios ocasional, empaquetador en un supermercado de
nula categoría, carga-maletas a cambio de exiguas propinas, mensajero a destajo
y acarreador de mudanzas miserables, hasta que un tipo que se la pasaba en
deambule por las esquinas, te llevó a los sitios de baile en el Bajo Manhattan,
y allí viste el ofrecimiento de empleo, “Se requiere saxofonista para el
quinteto de música latina Los Buitres Azules”. Pagaban de abuso, pero te
alcanzaba para la habitación y dos comidas al día.
Entraste
al sitio y luego de un diálogo mínimo con el gringo obeso que era mánager del
quinteto, le respondiste: “Okey, de acuerdo, acepto”. Y de ahí en adelante,
cada noche te diste entero y con furia, según dicen en el argot del ritmo,
sacándole notas al saxofón desde lo hondo-profundo y desde la cima del clímax.
Pero lo tuyo era el afán por el canto; seguías con atención a los vocalistas y
en los intermedios te aventurabas a darles recomendaciones, “¡Hermano, modula
el son como si estuvieses en lo alto del cielo!”, “¡Hincha el tórax a
reventar!”, “¡Frasea con calma!” Y la vez que no acudió el intérprete de turno,
el mánager te pidió que cantaras en su lugar; y tú sin pensarlo te subiste a la
tarima y entonaste tu repertorio caribeño. El público, en temperatura
eléctrica, bailó y aplaudió hasta el delirio y pedía ¡más, más!
Desde
esa noche te nombraron cantante titular de Los Buitres Azules, y también te
contrataron para otros grupos de moda. Además, una tarde sortaria se presentó
al local Willie Carey, joven puertorriqueño diminuto y casi frágil, para
proponerte que lo acompañaras en la fundación de una nueva orquesta; y tú,
quizás por cábala personal, de inmediato aceptaste; ¡jamás te arrepentirías
porque fue el principio de la celebridad!. La orquesta Carey&Dabo
revolucionó la música de salsa, mediante los trombones a cargo de Willie y tu
particular vocalización, Tony, para lograr muchedumbres de admiradores, discos
triunfales y giras por el mundo. Fueron años luminosos
y de críticas propicias, años en los que te casaste con tu
fanática Luchi –la de cejas pobladas y cabello revuelto- y nació tu hijo
Ismael, pero también el comienzo de la hecatombe.
Como
“todo tiene su final”, según precisa la canción que mucho te gustaba, Willie
rompió contigo después de diez años de sociedad, por causa de tu drogadicción e
informalidades: la marihuana te hacía volar hasta el firmamento, la coca podía
sumirte en increíbles altibajos fantásticos, el alcohol nunca te saciaba; y
además no acudías a los ensayos y llegabas siempre tarde a las presentaciones.
Luego del rompimiento de Willie, fundaste la banda Tropic One en
similar estilo que la anterior, y pese a tus descarríos el éxito se mantuvo.
Los admiradores te aclamaban por todas partes, las damas de cualquier edad te
pedían autógrafos en las esquinas, desde México, Colombia y Venezuela requerían
tu presencia de ídolo; la agrupación Fania All Stars te incorporó a su elenco
para actuar en Zaire, como antesala a la pelea de boxeo por el título mundial
entre Muhammad Alí y George Foreman, siendo la primera orquesta tropical en
pisar el suelo africano; grabaste para tu propia historia el disco La Voz, cuyo
éxito logró que empezaran a llamarte Tony Dabo, La Voz, y luego sencillamente
La Voz; y prosiguieron a tu modo las galas y funciones, eras de acuerdo a los
cronistas “el mejor cantante de salsa de los últimos tiempos”.
Pero
tu salud se fue resintiendo por el consumo de estupefacientes y licor; además
del cataclismo de las desgracias que te rodearon: tu padre, quien nunca te
había oído cantar en público, voló a New York por invitación tuya para verte en
escena, se abrazaron largamente con sosegada ternura, tu padre ya poseía en los
ojos el aro de la vejez, él se acomodó en primera fila, expectante y amoroso, y
al no más terminar el concierto cayó fulminado por un infarto, no hubo nada qué
hacer sino llorarlo. Tu hijo Ismael, listo para entrar al bachillerato, murió
accidentalmente cuando manipulaba junto con otro muchacho un revólver ajeno, tú
oíste el estruendo y enseguida hallaste a Ismael en mitad de un
charco de su propia sangre, jamás te recuperarías. Tu apartamento se incendió
por una colilla de cigarro que ebrio, tiraste sobre la cama, produciéndote
graves lesiones en las piernas. La suegra Teresa, quien se constituyó en tu
guía espiritual aunque no le hicieras caso, murió en un suburbio de Brooklyn
por las balas de un asesino en serie al que nunca encontró la policía. Y por si
fuera poco, Tony, el Sida empezó su marcha en ascenso después de inyectarte
heroína con una jeringa contaminada.
Los
administradores de la Tropic One, unos pillos de modales elegantes, te surten
las drogas que prefieres a fin de mantenerte sin voluntad para dirigir el
conjunto, y también falsifican tu firma con el objeto de cobrar las regalías de
las disqueras; tú todo lo sabes, Tony, pero prefieres eludir la realidad a
través del bullicio íntimo de los narcóticos. Ya no hay giras ni actuaciones,
tampoco reflectores ni multitudes que te aplaudan, sólo sanatorios de terapia
contra la depresión y hospitales para tratamientos anti-Sida. Vives, Tony Dabo,
un final a plazos, un círculo enmarañado y caótico, una no
existencia.
Al
verte en esa situación, tus amigos músicos, intérpretes y directores de
orquesta organizan un concierto para que los fondos sean en beneficio
tuyo. Escogen el Teatro Regency, de Queens, ubicado cerca de donde habitas. Es
viernes por la noche, los compañeros de siempre te rodean, el organizador pide
que entones “Soy el cantante”, tu pieza favorita, como inicio del acto. Colocan
una butaca en el escenario, te ayudan a subir y sentarte, todos callan en
expectativa solidaria, la orquesta arranca, es ahora la parte donde debes
entrar, pero tú te estremeces en el asiento y apenas balbuceas
algunas notas te sumerges en el vacío del silencio. Los compañeros se
incorporan con rapidez para cantar a tu lado y que el público no se dé cuenta,
algunos terminan llorando.
Te
conducen luego al apartamento, gimes y tiemblas, pronuncias palabras sin
sentido, estás en el número máximo de la depresión, empiezas a tomar alcohol y
pretendes inyectarte cocaína, tu esposa Luchi te reclama en medio de un llanto
amargo, tú amenazas con matarte si ella prosigue, Luchi no te hace caso, tú vas
al balcón, rezas algo incomprensible y…
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