Nadia escondía sus tumultos de dieciséis años, para evitar el espectáculo de
un cuerpo que inspiraba plenos desacatos. Ella no conocía a Marlene Dietrich,
pero sus piernas eran de real similitud sinuosa. Jamás tuvo la dicha fílmica de
ver a Sylvia Kristel, aunque ambas se pareciesen en albo desplante de pieles.
Nunca se identificó tras el busto expansivo de Jane Mansfield, porque tanta
sapiencia le resultaba ajena. Y ni siquiera estableció paralelismos con la
fecundidad lúbrica de Madonna, pues su mundo no superaba los rituales del
barrio común.
Una húmeda circunstancia
de ojos la perseguía por doquier. Su sola insinuación desentrañaba
aturdimientos, fogosidades, delicias perversas, caminos ignotos. Y por mucho
que encubriese aquel regodeo de esplendor, aquella lascivia opulenta, los
hombres la fornicaban a solo golpe de vista.
Nadia, sin quererlo, tuvo la hazaña de todos los escándalos. El
sacerdote de la iglesia Cristo Rey pretendió despojarse del celibato,
enseñándole —¡Oh, por Dios!— un miembro
más largo que las sagradas escrituras. Su profesor de matemáticas, ¡qué pájaro
de cuentas!, ansiaba enumerarle los hermosos vellos de la intimidad. Un tío
sanguíneo y consanguíneo le declaró bajas ternuras en pública desnudez: "Entre
familiares no es pecado, Nadia, te lo juro". Los compañeros de escuela,
necios y con acné, se dedicaron al onanismo sin fronteras, ante la imposible
proeza de besarla. Y hasta una monja auscultadora (carmelita descalza, por más
señas) le propuso indignidades de tacto y contacto.
Dentro del hogar, Nadia también respiraba la calina del sexo. Su
madre, una antigua bataclana de feria, todavía gustosa en redondeces,
aprovechaba las ausencias del marido para demostrarle meneos horizontales a cuanto fortachón se atreviera: "Hija,
enciérrate y perdóname, es un vicio como cualquier otro". Y Nadia, desde
el lugar de sus lágrimas, oía gritos en incendio, chirridos bramantes,
ebulliciones de último minuto, para constatar luego que su madre siempre salía
vencedora, y que el eventual recluta apenas lograba —a flácidas fuerzas—
sostenerse en pie.
El delírium semens proseguía con la llegada del legítimo varón de
la casa: un ex maromero de circo que deseaba reiterar sobre el lecho sus
pericias de saltimbanqui. Alentado por furias etílicas, inventaba originales pericias
de saltimbanqui. Alentado por furias etílicas, inventaba originales
contorsiones de apareamiento, donde bocas, oquedades, sudores y entrepiernas se
articulaban en el suceso de la complacencia. Muchas veces Nadia, bajo el temor
de un resultado homicida (pues los dos ancestros estaban sedientos de sadismo),
fijó las pupilas en el mágico ojo de la cerradura; pero no había lugar para
ninguna zozobra porque sus padres se entendían a las mil poses y maravillas, fulgurando
retorcimientos que ni la erótica oriental podría superar.
Y como si ese aire de salacidad fuese irrisorio, los perros de la
casa vivían en un eterno olisqueo de glándulas, y los gatos se revolcaban con
espasmos de aullidos terribles, y los canarios dejaban de silbar ingenuidades
ante el apremio de un abrazo animal, y los peces se confundían en el rojo
arrojo de sus escamas vibradoras.
La muchacha no aguantó más la circunferencia de desenfreno que la
rodeaba, y por eso decidió buscar un sitio donde "nadie conociera a
Nadia" y viceversa. Su intuición, en resonancia de murmullos, le señaló la
ruta de la ciudad; y partió con una cabellera casi rapada para no suscitar
miramientos, y un traje de holgura infinita que disimulaba la precisión de sus
preciosidades recónditas.
Después de caminatas y ahogos, Nadia arribó a una metrópolis que,
aunque exigua, le causó estupores gigantescos porque nunca había visto tal
encadenamiento de automóviles ni edificios con egos cósmicos. Pero ya
recuperada de las primerizas emociones, Nadia sintió el hambre como una maraña
en los fuegos del estómago.
Anduvo varios días de angustia con menesteroso rumbo, escarbando,
pidiendo, suplicando, hasta que un anuncio de esperanza le devolvió ánimos: la
Biblioteca Municipal requería los jóvenes servicios de una doméstica.
Sin mayores vueltas de neuronas, entró en el recinto de libros incunables.
Don Ramiro, su director, un hombre veterano y maduro, la hizo sentarse frente a él para
observarla con perspicacias bifocales. Al cabo de un rato de silencio, le ordenó
que se paseara por los extremos del despacho. Nadia quería hablar, justificar
su humildad, rogar empleo, pero el funcionario —con ademán estricto— se lo
impidió. Por fin, Nadia escuchó las hondas suavidades de un tono amable:
"Siéntese otra vez y dígame su nombre y edad, la experiencia no me
importa". Cuando la muchacha balbucía los datos requeridos, una palmadita
feliz le ratificó destinos: "El cargo es suyo. Trabajará de lunes a sábado
en la limpieza del local. Vivirá aquí. La habitación del segundo piso tiene
cama y baño. A veces hay ruidos molestos, cada biblioteca posee sus secretos
como las páginas de los libros. Por ello, exigimos absoluta discreción. No lo
olvide. ¡Enhorabuena!".
Nadia, abrumada de alegría, deseaba alzarse en brincos y estrechar
a su mecenas, pero prefirió la vía de la seriedad, "¡Gracias, muchas,
gracias!", y subió a la pieza que le habían asignado como estancia
permanente. Una grata disciplina se respiraba en todos los rincones, y el mobiliario
—un jergón colosal, dos sillas y amplio espejo— contrastaba con la brevedad
física del cuarto.
Aquella noche, Nadia, desnuda e inquieta, pensaba en las sorpresas
de la existencia, y casi por juego comenzó a bailar delante del cristalino
espejismo que la envolvía. Descubrió, entonces, que su cuerpo era fiebre pura,
llama sin rescoldo, sazón lumbre, y
que su busto —erguido en puntas purpúreas— tenía la dureza de un trópico de
volcanes. Al tiempo que bailaba, la piel se le iba sembrando de aceites de
intimidad, como fiesta de ríos carnales o aguavientos de desasosiego. Una voz
paralela sonó en el aire, "Así quería verte, hija"; y Nadia,
confortada por la adhesión materna, redobló locuras rijosas. El espejo la
atraía con mil signos de ardentía, y ella se dejó llevar: sus senos tocaron la
imagen de otros iguales en el destello, su boca se entreabrió para besar los
mismos labios reflejados, sus piernas se afincaron en un roce de similares
órbitas concéntricas. Una mano, suya o del espejo, no resistió la tentación del
hurgamiento, y bajó hacia el virginal embrollo de la vulva. Los deseos de Nadia
se lubricaron para recibir la digital incordura: mano con largueza de araña que
palpaba calores y profundidades,
socavones y humectaciones; mano en giro tibio, mano después enardecida, pugnaz,
deliciosa. Un rayo de flujo escindió a Nadia en bifurcación de lenta muerte; su
otra cara (¿Marlene, Sylvia, Jane?), dentro de la luna del azogue, le sonrió
como indisoluble cómplice de un hallazgo.
Con rapidez, la joven se habituó a las normas de la biblioteca.
Comenzaba labores al despunte de relojes exactos, pues debía abrir el grueso
portón y situar el cartel que anunciaba la jornada de trabajo, porque solo ella
habitaba en la sede de papiros. Más tarde le correspondía la preparación del
café, para recibir —taza en ristre— a don Ramiro y a los otros cuatro
funcionarios municipales. Hasta el vestigio de la tarde (con una hora para
almuerzos incómodos), tenía que aplicarse a la limpieza del local: pisos, entrepisos,
corredores y estanterías. Pero a las seis estaba libre de férulas; y tras la
despedida, "¡Que les vaya bien, señores!", se mutaba en dueña risueña
del fenomenal bosque impreso.
En beneficio de los ritos, primero subía a la modestia de su pieza
y se despojaba de olores ofuscantes. Luego, vestida con la transparencia de una
túnica (ilusión de reina en mísero organdí), bajaba hasta el espacio de los
libros y escogía cualquier volumen al azar, para leerlo entre el sereno
ambiente de su cama.
En pocos
meses había devorado una montaña de novelas, cuentos y breviarios, pero lo que
más llamaba su atención era el nudo singular de aquellas narraciones donde los
personajes se intrincaban en celos y abrazos, odios o caricias. Y comprendió
que la literatura suponía un real desciframiento, porque a medida que avanzaba
en el alma de las páginas, su cuerpo se distendía y enervaba, se rendía y
cobraba nuevas fortalezas de lujuria. Y cuando llegaba a un desenlace de
imaginación, percibía una corriente en zumo que le mojaba las raíces de hembra
redimida. Y después venían los goces puntuales, el éxtasis, la coronación de
los adentros. Su cerebro se liberaba en meandros de vagina.
Por las noches, era sacerdotisa de
la textura oculta de la vida, pero durante el día le tocaba enfundarse en la
cofia servicial, "¿Desea café, don Ramiro?". Ella estaba segura de
que los otros compañeros de biblioteca no entenderían jamás sus astucias,
porque sólo se hallaban sintonizados con el trote de caballos y los números de
la lotería. Mutilaban enciclopedias para que los hijos realizasen tareas
escolares, se reían de chistes procaces, jugaban dominó sobre las santas mesas
de aprendizaje, y se entretenían con carcajadas salivales y juergas de anís
barato, "¡Ven, niña, tómate uno!". Nadia, lejos de amilanarse, y
lejos también de lo que había sido en su rústico pretérito, aguardaba las reivindicaciones
de la soledad para atenazar el deleite que hallaba en las letras de los libros.
En una oportunidad memorable, el
sueño se le escapó por las grietas del insomnio. Aún tenía presente la figura
del Conde de Valmont en Relaciones
peligrosas. Un escozor le subía por los muslos, como excitación de heridas
afables y mortificaciones de voluptuosidad. Sus carnes se reventaban en
fruición de ansias: desde la nuca eléctrica hasta el enjambre del más oscuro de
los precipicios. Sudaba, se arqueaba en sofocos y avideces, gemía a plenitud de
ingle. De repente, una sensación, un ruido extraño, le afinó el delirio: sus
ojos vieron la sombra descomunal del espectro masculino que quizás aguardaba
(¿Valmont?), y lo llamó por miles de nombres iguales y distintos para que se
acostase a su lado. La humana presencia, que en espíritu concreto enaltecía
dotes de generosa virilidad, empezó a succionarle los pezones, el musgo de las
axilas, la espalda erizada. Nadia rotaba en círculos afanosos, urgiendo
bondades y reclamando la decisiva penetración. Sin embargo, la sombra se
detenía en cada zona corpórea, a gusto de lengua, como sabihondo artífice de la
impudicia. Y cuando Nadia llegó a la cima de su propio marasmo, admiró el
embate de un árbol nervudo, de un tronco férreo, que la aniquilaba con violenta
dulzura. Y se repitió en gritos, y en sangre, y en júbilo. La madrugada
disolvió cualquier indicio de alucinaciones y fantasmagorías.
La mañana siguiente despertó
entre sábanas revueltas. Una huella roja comprobaba lo que había experimentado
con niebla de duermevelas, pero se acordó de la orden de don Ramiro: ¡callar,
siempre callar!
Desde esa
ocurrencia, Nadia no fue la misma. Sospechaba que todos centraban en ella sus
atenciones, y que —por detrás— le hacían señas malditas; aunque en verdad
ninguno de los compañeros dio muestras de alteración. Sólo el director le
susurró una especie de acertijo: "Ahhh, Nadia, el infierno y los cielos se
tocan en las nubes de arriba", pero le restó importancia porque únicamente
anhelaba que corriese el tiempo para hallar su frenética soledad.
Varias noches se quedó esperando que regresara
el duende erecto, táctil y vigoroso. Cuando ya estimaba que nada sucedería
(pese a que Boccaccio era su Decamerón
de cabecera), adivinó en claroscuro una extravagancia de macho con ganas de
inclementes violaciones.
Sin rubor, lo atrajo hacia
el alboroto de su paroxismo, y fue ella quien tomó la iniciativa de besos,
cosquilleos, succiones y retozos. El nuevo fantasma, mudo en la complicidad, se
dejaba llevar por el ritmo indomable de Nadia, hasta que —a diapasón pasional—
se le encaramó en el tormento de sus nalgas. La chica sintió un monstruo grueso
que la hundía de quemaduras ("¡No, no!"), y se volteó para recibirlo
por los frontales barrancos de la concupiscencia. El demonio la traspasó con
sólida fuerza, aunque luego disminuyó brusquedades para regocijarla en armonía
de pausas y crucifixiones. Nadia saboreaba la destreza de su fragoroso
oponente, como si estuviera bajo un zodíaco de placer: su clítoris enloqueció,
sus labios buscaban recompensas, sus pechos pedían mordeduras... y se derramó
con alaridos sucesivos. Quiso un turno más de gloria ("¡Más, más!"),
pero el espanto la abandonó en eclipse.
Nadia se negaba a ahondar en las enigmáticas
experiencias, por miedo a que desapareciesen sus felicidades espectrales.
Diariamente acometía la rutina de la biblioteca, sin reparar en huecas
historias ni adentrarse en solidaridades con los otros camaradas. Prefería la
meticulosidad de la escoba y los plumeros, porque después tendría todo el
ámbito de la noche para su disfrute.
La
lectura de El amante de Lady Chatterley
la sumió en una inquietud de poros abiertos. Rogaba el milagro de un
guardabosque formidable que, a vuelta de página, se concretase en realidades
para desgarrarla con violencia. Aguardó durante muchas aflicciones, y tuvo que
acudir a las travesuras del espejo: encanto reflejado que la satisfacía en
propias órbitas. Pero cuando menos lo pensaba, un hito de asombro le colmó
certezas: dos guardabosques, sí, dos Mellors espléndidos y fálicos, surgieron
de la nada para sobarla en pluralidad de goces. Mientras uno la recorría por
las caderas, el otro se empeñaba en los lindes del cuello; e intercambiaban
posiciones a fin de degustarla sin pérdida de territorios. Nadia acezaba,
maldecía, bramaba. El guardabosque más alto le clavó, por delante, su
corpulencia erótica; y el amigo se sitúo atrás, para inferirle un promontorio
de inauditas dimensiones. Nadia, en mitad de las dos potencias, se torcía y
retorcía con exultación divina hasta que una candela encrespada le mojó los
subterráneos del alma. Los guardabosques sin rostro huyeron por los vericuetos
de la oscuridad.
A partir del dichoso encuentro, la
joven redobló ilusiones, pues no se conformaba con la gratitud de un único
martirio, sino que necesitaba el holocausto de varios duendes en lucha. Y
escogió el mundo turbador y novelesco de Henry Miller como guía de sus sueños.
Las próximas noches le dieron la
razón. Tres fulguraciones en estampa de
hombres se revelaron desde el suspenso. Nadia, maravillada, los condujo hacia
la hojarasca del vientre, y usó todas sus armas de fémina para la lidia
erótica. Los tres belicosos desenfundaron energías y glandes, pero la amorosa
adversaria les respondió con una efervescencia de grupas. La batalla se planteó
sin desmayo sensual, y hubo hostilidades de espeluzne, mordiscos, calofríos, rotamientos,
masoquismos, virulencias y orgasmos en cadena. Nadia resultó triunfadora, pues
los amables enemigos se escabulleron por donde mismo habían arribado. La
noche posterior, el torneo incluyó un
contrincante más. Y en la siguiente, el número se elevó a cinco. Quizás
las obscenas recomendaciones de Henry Miller dirigieron la estrategia de la
reina del fornicio, o tal vez ella —en recuerdo de bataclanas y maromeros—
impuso las lujuriosas reglas de la guerra inventando originales contorsiones, a
voluntad de baboseos, licencias y ninfomanías. Los cinco hálitos se rindieron
sin exigir otras escaramuzas, aunque regresaron durante semanas para que el
ángel azul les enseñara su arte inédito.
Nadia nunca
vislumbró tanto paraíso y tantos huracanes. Se sentía el corazón de la
desmesura, la elegida, la diosa altiva; pero comprendió, en un soplo de
relámpago, que todo esplendor tiene final. Por eso no lloró la última mañana de
don Ramiro. Se apresuraba a servirle café y lo encontró en mortales agonías,
rodeado de libros y compañeros. Parecía un fantasma sin destino, exhausto,
indigno. Al verla, don Ramiro suplicó que solo Nadia se quedase. Entonces la
acarició con escombros de ternura, hasta que las palabras fueron adiós y
sentencia: "¡Te lo advertí, pequeña mía! Cada biblioteca posee sus
secretos".
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