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jueves, 8 de junio de 2023

RECETA DE REQUIEM

Jean Luc, el obeso, el grandilocuente, el cronista preferido de la gula y la burguesía, no sabe por qué ha comenzado a morir a ras de huesos.
 Quien paseó su gordura por los mejores restaurantes del mundo ya no se escalofría con los sorbos de un martini, “bien seco, por favor”. El pato a l’orange le produce estragos de ruido universal, y los sorbetes helados son llamas de fuego polar dentro de sus padecimientos rutinarios. El periodista se inquieta ante el roce de la muerte: oblicua delgadez, magnitud de cuencas, espanta-ojos para pájaros. Aun así, debe salir en procura de temas sólidos y vinos agrios que conmuevan a sus lectores el próximo día. “Jean Luc, el irónico, el demoledor, el Brillat Savarin de estos trópicos...”.
Públicas alabanzas y martirio de cucarachas nocturnas, pues nadie comprende que está encadenado a la ruina de la soledad. Nació frente a una plaza con palomas, donde el eco del mar lo llamaba Ferdinando. Luego, la simpleza autoritaria del colegio de jesuitas, “No matarás, no fornicarás, no desearás a la mujer del...”. Después la universidad o la constatación del fracaso: “Me voy a París, nadie me obligará a construir edificios deformes”.

En la Rive Gauche arrendó un apartamento sin ventanas, a diez pasos del tumulto de las cafeterías. “Pintaré, aunque la beca me instruya aprender los logaritmos”. Burda intuición de éxitos porque los óleos se le enredaban en un temblor de sombras. Entonces será el cine: todas las tardes en la École de Sciences Cinématographiques. Hasta que El acorazado Potemkin simbolizó un fastidio de escaleras, ¡merde! “Las letras, sí, las bellas letras”, pero apenas logró un estilo de coloquio, lleno de vacilaciones y sesgos inútiles, “¡Malditos gerundios, desgraciados participios, farragosa sintaxis!”.
El museo Rodin, con su lucidez de jardines, le abrió la voracidad
por la escultura de desnudos. ¡Lástima!, porque no tenía pasiones de semen furtivo. Pruebas concluyentes: un torso horrible y tres caras de bronce feudal. “Estudiaré alemán, la lengua del pretérito recobrado”.El escupitajo de Klaus, en mitad de aquellas turbulencias, “Tu es un misérable cochon”, le impidió volver a clases.
Una vitrina de mariposas entre alfileres llamó su atención naturalista. Admiraba el movimiento en clausura, la simbiosis de brillo y pausa. Gastó vigilias de absoluta meticulosidad: con insectos, lepidópteros, luciérnagas. Dejó esos ahíncos para dedicarse a las precisiones filatélicas (toda la geografía en un signo aéreo de papel). Pronto el hambre resolvió su disyuntiva: comprar timbres postales o engullirse el plato diario de cous-cous argelino.
Como en las tragedias griegas, las noticias llegaron juntas. Una esquela le informaba acerca del suicidio de su madre, “No fue posible revivirla... te acompañamos en los lutos”. Otra carta declaraba el fin de la beca.
Caminó varios días por los puentes del Sena para ver un otoño ajeno a la sorpresa. El mismo barco reflejaba ausencias en las aguas del río y los clochards se tomaban su trepidación de litros, mientras los sobrios parisinos —un único personaje desdoblado en muchedumbre— urgían cronómetros hacia ninguna parte.
No quiso o no pudo llorar. Necesitaba el cerebro en ritmo estricto
para la búsqueda de la mesura. Entonces, sin dudarlo, se empleó en La Tour  d’Argent. Requerían pinches de cocina, aunque fuesen extranjeros
(“Nauseabundos extranjeros”, pensó).
Cuando estaba en plan de cuchillo y disecciones, un olor salvaje,
íntegro, acidulado, lo rodeó de mareos. Se enceguecía, a voluntad, para
no mirar entrañas, ojos de conejo, tripas sin asepsia, gallinas agónicas, lechones en frigidez de muerte. La cebolla le producía una parodia de lágrimas; el limón, la acritud del destierro; los pimientos, una conmoción de bajas tensiones. Y vomitó más allá de los recuerdos.
Pero el sacrificio de la subsistencia lo fue habituando al aroma de su labor. Ya se atrevía a inventar salsas secretas en procura de distintos goces palatales, y adornaba cerdos jóvenes con hojas de tomillo, y hacía codornices en fragor de juegos sabios. Eso sí, invariablemente a la luz de una escondida botella de coñac.
Vinieron, después, elogios y ascensos. El chef lo nombró a la diestra de su delantal, y le triplicaron el sueldo. No podía quejarse, su estatus alcanzaba el anhelo de la mediana bourgeoisie: calefacción sin límites, un abrigo Saint Laurent, amigos sólo para hablar acerca de las nubes del tiempo, un pliego de ingreso en la seguridad social y vacaciones con garantía de playas anuales.
Otros ecos, otras voces, lo llamaron desde la inconsciencia. Fue barman en un pub de cervezas londinenses, donde aquel viejo tocaba la misma canción y los beodos infligían su aliento de pocilga; en Oslo lanzó dados contra una suerte de idioma incomprensible; y Budapest lo vio trabajando en la hostería Obuda, en El Ciervo de Oro, en Alabardos y los comedores de Apostolok.
Viajó a Milán, Nápoles y Siena para atizar fogones inmundos. En Varsovia ofreció salchichas a precio de mercadería negra; y en España, ya cansado de tanta errancia, compró un diploma falso: “Periodista de la Universidad Cervantina”. Sin más tardanzas regresó a su dominio natal. Los muebles estaban en el lugar de siempre, y la transparencia de su madre —inquieta, diminuta, febril— colmaba los espacios. Una caja de coñac lo ayudó en el embrollo de las ofertas de empleo.
Cuando se creía destinado a la languidez perenne, leyó que el diario Orbe (dos mesas de redacción y escasos ejemplares) necesitaba un periodista que escribiese la columna gastronómica. “Me llamo Ferdinando pero prefiero que me digan Jean Luc, porque es francés y nouvelle vague, sonoro y mundano”. El director lo aceptó con cosquilleos de grandeza, pues nunca imaginó que tendría en sus filas a un verdadero connaisseur.
Jean Luc, ataviado de ardides escriturales, utilizó en las crónicas los mismos procedimientos de la alquimia de cocina: una pizca de ironía, dos granos de mordacidad, esencia breve, humor al dente y el aderezo de quien transmite confidencias. Enseguida el número de lectores hizo aumentar el tiraje y el valor del periódico. Ningún gourmet iba a lugares fortuitos sin antes devorarse los artículos saboriles; ninguna dama de rango o de arrabal solicitaba un plato que no fuera indicado por el sabihondo guía. Y en secuencia de halagos, las opiniones favorecieron a Jean Luc: “Crítico de cinco lauros, profeta de la majestad apetitosa, incentivo para el deseo...”.
Su primer alboroto de saña histórica tuvo como escenario el restaurant Koo Mow, establecimiento de viandas chinas que iniciaba en el país los gustos de Sichuán. Sin aviso protocolar, Jean Luc asistió con su gordinfle poco común a la cena de las nueve en punto. Los comensales (artistas, prestamistas, banqueros, teatreros) bullían una afirmación de delicias orientales, mientras probaban los platos exclusivos. El humo en espesura impidió que Koo Mow, dueño y vértebra de la casa, reconociese al escribidor. “Tráigame lo que quiera”, ordenó Lean Luc; y después de la sopa ajerezada le presentaron una gran bandeja de carnes mixtas y vegetales ambiguos. Al apenas tocar con su lengua la pastosa falsificación, gritó: “¡Malditos!”, y profiriendo aullidos abandonó el local.
La crónica de antología (“Ratas chinas”) mantuvo en el vilo de emoción a la clientela del periódico. Koo Mow —tras jurar de distintos modos que no sacrificaba roedores— se cortó las venas como harakiri de dignidad. Todavía en el hospital, las páginas de sucesos lo enteraron
de un nuevo descalabro: su negocio había sido arrasado por una turba que reclamaba venganza. Jean Luc, sin misericordia, se solidarizó con los asaltantes. “Ya no existe el peligro amarillo...”.
Los escándalos acicatearon la pugnacidad crítica de Jean Luc. No era extraño observarlo, bajo escudos de anonimato, en función degustatoria de setas del monte Revard o cuellos de oca rellenos, para luego electrizar a su poderosa audiencia, “Sobra acidez y falta espíritu”, “Literalmente detestables”, “La cocina es arte, no una aproximación ridícula”. Cada palabra que escribía se trasladaba boca a boca, como un rumor terrible. Y sus seguidores, en prueba de lealtad, elevaban cualquier tugurio hasta la cúspide del asombro, o derruían la fama de los restaurantes más nobles. En paralelo, Jean Luc, el solitario, el misógino, sólo hablaba con cucarachas nocturnas, al lado de su eterno remolino de coñac.
Otro desenfreno lo mantuvo en el tifón de la celebridad durante varios días, porque Julián Treviño, catalán exagerado, lo retó a duelo mortal sin escogencia de padrinos. Lugar: la tasca Julián; armas: dos sables moriscos; fecha: Sábado de Gloria; hora: las nueve de la mañana. Jean Luc acudió en camisa, bombachos de dril y una bufanda con tiznes mugrosos. El vozarrón de Julián se levantó en sumario: “¡Prepárate, hijo de puta, que vas a morir!”. Jean Luc revisó la empuñadura de su arma. El catalán, iracundo, se le encimó. Lucha desigual de experto contra obeso: habilidad contra inercia de dromedario. La bufanda obtuvo tres perforaciones anodinas. Jean Luc sudaba, rugía, entresacaba fuerzas de espadachín voluminoso para preservarse del ataque. Con desconcierto, sintió una fluidez como de sangre. Era sangre. Julián, creyéndose vencedor, arremetió el estoque definitivo, pero su enemigo lo evadió en milésimas admirables e hizo que rodara por las losas. De inmediato Jean Luc, en acción veloz, colocó su mole sobre el pecho del adversario: la muerte refulgía a alturas de prontitud, el sable tenso aguardaba la orden de aniquilamiento. Julián cerró los ojos para no mirar su propia derrota, aunque solo escuchó un tropel de curiosos reporteros. Y así quedó la escena inmovilizada en la fotografía, porque Jean Luc había dispuesto que las cámaras entrasen cuando no existieran dudas acerca de su triunfo.
El periódico se agotó a la vuelta de las esquinas, y fue necesario aceitar las máquinas para la impresión de sucesivas ediciones. Los lectores, enardecidos, pedían más y más detalles sobre la hazaña de Jean Luc, y él los complació. Sus artículos novelaron el pormenor de “la batalla”, con descripciones que exageraba a maniobra de adjetivos. Julián pidió perdón en remitido formal, e interpuso un mar de viajes para que se olvidase el asunto.
Encaramados sobre el escalón de la notoriedad, Jean Luc y su pluma de ajenjo continuaron la “gran obra” de revelar la traición de los impostores. El zoo humano siempre estaba presto para dotarlos de temas memorables.
André Lescaux, un maestro de cuisine llegado a América en plan de fatuas galas, inauguró su Maison André con champañas y canapés de trufas. Allí se reunieron desde el secretario de la Presidencia (cuyos adelantos educativos no sobrepasaban el “oui, bien sûr” hasta el últimoembajador de la diplomacia gástrica, junto a chicas del jet-set y brujas de edad senecta. Jean Luc asistió al festejo casi por compromiso, pues desconfiaba de las monótonas algarabías. Prefirió un whisky, “on the rocks, si es tan amable”, y se confundió entre diálogos y cigarrillos para observar la celebración.
Le parecieron forzados los modales de Lescaux. Había en él una rústica ansiedad que escondía tras un manso carácter de filósofo vivencial. Y también le llamó la atención que disimulara, con olvidadiza intermitencia, un defecto de cojera en la pierna derecha. Otro whisky lo indujo a plantearse hipótesis arbitrarias: jamás había visto a un chef renqueante... ¿por qué Lescaux?
Se despidió cuando el vernissage matizaba tedios cordiales. No
quería dormir y partió en procura de tragos. A la zaga del alba aún la silueta de André Lescaux rondaba en los andenes de su obcecación. Tenía la seguridad de que era un pícaro de mil crápulas, pero cómo demostrarlo. Se acordó de “el Perro” Leo, homosexual y confidente de la policía, y la misma mañana le escribió un petitorio, en el cual le rogaba averiguaciones a cambio de algunos abrazos y muchos francos.
La espera fue un largo buzón de insomnios; y cuando ya casi olvidaba los motivos de su inquietud, halló un sobre “exprés” con la torpe caligrafía de Leo. Después de estrechas salutaciones, su amigo le informaba que el verdadero nombre de André Lescaux era Casio Pergolesi, un siciliano estafador a quien los tribunales de París habían absuelto por falta de pruebas. Agregaba que las víctimas de Pergolesi lo ametrallaron, aunque sin suerte, frente a su garito de Pigalle. El resto contenía una narrativa de máscaras y aventuras: en Brasil como alienista, en Argentina como profesor de astrología, en Paraguay...
No se alegró porque ello alteraba su rigurosidad solemne, pero de inmediato redactó una crónica llena de sátiras (“¿Culinario o falsario?”), para denunciar al engañoso lisiado. Los lectores percibieron el mensaje, y por obediencia dejaron de asistir a la Maison André. Alguien dijo que Lescaux, en argot siciliano, había prometido desquites sobre un gato sin cabeza; otros, más dramáticos, le achacaron la organización de una banda para asesinar al crítico. Jean Luc, muy lejos de la cobardía, sonrió a gordura batiente.
El tiempo se ocupó de que las aguas retomaran el cauce de un armisticio educado: Koo Mow se esmeraba en prepararle platos originales; Julián —no menos amable—le ofrecía suculencias y hervores; y André Lescaux o Casio Pergolesi lo convidaba (“¡Sólo para usted, mio caro amico!”) a toda una gradación de sazones, empalagos y laboriosidades. Jean Luc no volvió a escribir inclemencias sobre sus antiguos enemigos, pero en privado se otorgaba el derecho de avergonzarlos, “¡Retire de mi vista ese bodrio absurdo!”, “No me hable cuando estoy en proceso gustativo”, “¡Horrenda mezcla de elementos insípidos!”.
Desde Alsacia y Bangkok, desde Manhattan y Roma, le llegaban
misivas invitándolo como juez o charlista de cenáculos prestigiosos. La
 Academia Lyonesa del Tenedor de Oro lo designó entre sus miembros honorarios, y del Dictionnaire du goût le exigieron un curriculum para incluirlo en sitial de orlas clásicas. Pero Jean Luc se negaba al flagelo de los viajes, porque su ego se había acostumbrado a la molicie: tenía ahorros, la asiduidad de los lectores, una pieza con panoramas salobres,
el estímulo de sus cucarachas de siempre y la atención de los máximos restauranteurs de la capital.
Como el destino es monstruo de imperfecciones, Jean Luc empezó a sufrir de rebeldías en el estómago, gases lamentables, molestias ácidas, filigranas de dolor. Creyó que unas simples pastillas lo curarían de la enfermedad, pero el achaque persistió sin treguas ni alivios. Un repertorio de jarabes, emulsiones, tabletas y bebedizos tampoco logró amainar su revolución pancreática: agruras, llenuras, recurrencia de saliva mortal.
Y mientras más comía, más necesitaba de los calmantes, dentro de un círculo cuya paradoja era él mismo: la gula con dispepsia profunda. No quiso solicitar la ayuda de unos señores de bata y bisturí que lo desvistiesen a obligación de rayos infrahumanos, “No, nunca, jamais”, y prefirió el coñac de los olvidos.
Ahora se inquieta por el roce de la muerte. Camina con anciana
fragilidad, utiliza bastones, mira hacia espacios que no existen. Su ironía también ha perdido certeros alcances, le cuesta el arreglo de las palabras, rompe cuartillas, maldice, se embriaga. Aun así, debe salir en persecución de noticias y escándalos que conmuevan a la audiencia  (“C’ est le devoir, Jean Luc, le devoir”). Sin embargo, no está solo ni jamás le falta compañía, porque Koo Mow lo agasaja mediante vitaminas
de arroz chino, Julián demuestra su fidelidad con tazones de caldos especiales, y Pergolesi se prodiga en bocadillos de almíbar. Cada unocumple horarios de atención y diligencia, para que Jean Luc no abandone la comida.
El sueño se le escapa entre párpados abiertos. Las ideas acaban en un hastío de letras. Redundan calificativos y quejumbres. Vomita oscuridades.
Jean Luc sabe que ya los fanáticos no  reclaman el periódico a la vuelta de las esquinas. El propio director vaticina desastres: “¡Escriba con el alma o cerramos!”. Pero el alma es una disputa de microbios, un trastorno letal. Y por fin la hecatombe viene acompañada de la esquela que anuncia cesantías: “Gracias y que se mejore, señor Ferdinando-Jean Luc”.
La habitación oye sus gritos, sus reclamos, su opulencia de dolores. Lo oyen también, al borde del lecho, sus nuevos y únicos amigos. No posee músculos para levantarse, las afecciones le revuelven martirios, siente el hígado como un volumen de protuberancias y la cabeza no se aplaca en giramientos. Piensa que la muerte, “¡Calva, puta, traidora!”, se lo llevará bajo ayunos indignos. Se equivoca, porque ahí están sus camaradas, provistos de últimos manjares y ceremonias, para que se despida a saciedad de gustos.
Antes de la agrura final lo comprende todo, porque ve en los ojos
de Koo Mow, Julián y Pergolesi una imagen de lento vidrio molido.






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