Jean Luc, el obeso,
el grandilocuente, el cronista preferido de la gula y la burguesía, no sabe por
qué ha comenzado a morir a ras de huesos. Quien paseó su gordura por los mejores
restaurantes del mundo ya no se escalofría con los sorbos de un martini, “bien
seco, por favor”. El pato a l’orange
le produce estragos de ruido universal, y los sorbetes helados son llamas de
fuego polar dentro de sus padecimientos rutinarios. El periodista se inquieta
ante el roce de la muerte: oblicua delgadez, magnitud de cuencas, espanta-ojos
para pájaros. Aun así, debe salir en procura de temas sólidos y vinos agrios
que conmuevan a sus lectores el próximo día. “Jean Luc, el irónico, el demoledor, el Brillat Savarin de estos trópicos..."
Públicas alabanzas y
martirio de cucarachas nocturnas, pues nadie comprende que está encadenado a la
ruina de la soledad. Nació frente a una plaza con palomas, donde el eco del mar
lo llamaba Ferdinando. Luego, la simpleza autoritaria del colegio de jesuitas,
“No matarás, no fornicarás, no desearás a la mujer del...”. Después la
universidad o la constatación del fracaso: “Me voy a París, nadie me obligará a
construir edificios deformes”.
En la Rive Gauche
arrendó un apartamento sin ventanas, a diez pasos del tumulto de las cafeterías. “Pintaré, aunque
la beca me instruya aprender los logaritmos”. Burda intuición de éxitos
porque los óleos se le enredaban en un temblor de sombras. Entonces será el
cine: todas las tardes en la École de Sciences Cinématographiques. Hasta que El
acorazado Potemkin simbolizó un fastidio de escaleras, ¡merde! “Las letras, sí, las bellas
letras”, pero apenas logró un estilo de colEl museo Rodin, con
su lucidez de jardines, le abrió la voracidad por la escultura de desnudos. ¡Lástima!, porque no
tenía pasiones de semen furtivo. Pruebas concluyentes: un torso horrible y tres
caras de bronce feudal. “Estudiaré alemán, la lengua del pretérito
recobrado”.El escupitajo de Klaus, en mitad de aquellas turbulencias, “Tu es un misérable cochon”, le impidió
volver a clases.
Una vitrina de
mariposas entre alfileres llamó su atención naturalista. Admiraba el movimiento
en clausura, la simbiosis de brillo y pausa. Gastó vigilias de absoluta
meticulosidad: con insectos, lepidópteros, luciérnagas. Dejó esos ahíncos para
dedicarse a las precisiones filatélicas (toda la geografía en un signo aéreo de
papel). Pronto el hambre resolvió su disyuntiva: comprar timbres postales o
engullirse el plato diario de cous-cous argelino.
Como en las tragedias
griegas, las noticias llegaron juntas. Una esquela le informaba acerca del
suicidio de su madre, “No fue posible revivirla... te acompañamos en los
lutos”. Otra carta declaraba el fin de la beca. Caminó varios días
por los puentes del Sena para ver un otoño ajeno a la sorpresa. El mismo barco
reflejaba ausencias en las aguas del río y los clochards se tomaban su trepidación de litros, mientras los sobrios
parisinos —un único personaje desdoblado en muchedumbre— urgían cronómetros
hacia ninguna parte.
No quiso o no pudo
llorar. Necesitaba el cerebro en ritmo estrictopara la búsqueda de la mesura. Entonces, sin dudarlo,
se empleó en La Tour d’Argent. Requerían
pinches de cocina, aunque fuesen extranjeros(“Nauseabundos extranjeros”, pensó).Cuando estaba en plan
de cuchillo y disecciones, un olor salvaje, íntegro, acidulado, lo rodeó de mareos. Se enceguecía,
a voluntad, para
no mirar entrañas, ojos de conejo, tripas sin asepsia,
gallinas agónicas, lechones en frigidez de muerte. La cebolla le producía una
parodia de lágrimas; el limón, la acritud del destierro; los pimientos, una
conmoción de bajas tensiones. Y vomitó más allá de los recuerdos.
Pero el sacrificio de
la subsistencia lo fue habituando al aroma de su labor. Ya se atrevía a
inventar salsas secretas en procura de distintos goces palatales, y adornaba
cerdos jóvenes con hojas de tomillo, y hacía codornices en fragor de juegos
sabios. Eso sí, invariablemente a la luz de una escondida botella de coñac. Vinieron, después,
elogios y ascensos. El chef lo nombró a la diestra de su delantal, y le
triplicaron el sueldo. No podía quejarse, su estatus alcanzaba el anhelo de la
mediana bourgeoisie: calefacción sin límites, un abrigo Saint Laurent, amigos
sólo para hablar acerca de las nubes del tiempo, un pliego de ingreso en la
seguridad social y vacaciones con garantía de playas anuales.
Otros ecos, otras
voces, lo llamaron desde la inconsciencia. Fue barman en un pub de cervezas
londinenses, donde aquel viejo tocaba la misma canción y los beodos infligían
su aliento de pocilga; en Oslo lanzó dados contra una suerte de idioma
incomprensible; y Budapest lo vio trabajando en la hostería Obuda, en El Ciervo
de Oro, en Alabardos y los comedores de Apostolok.
Viajó a Milán,
Nápoles y Siena para atizar fogones inmundos. En Varsovia ofreció salchichas a
precio de mercadería negra; y en España, ya cansado de tanta errancia, compró
un diploma falso: “Periodista de la Universidad Cervantina”. Sin más tardanzas
regresó a su dominio natal. Los muebles estaban en el lugar de siempre, y la
transparencia de su madre —inquieta, diminuta, febril— colmaba los espacios.
Una caja de coñac lo ayudó en el embrollo de las ofertas de empleo.
Cuando se creía
destinado a la languidez perenne, leyó que el diario Orbe (dos mesas de
redacción y escasos ejemplares) necesitaba un periodista que escribiese la
columna gastronómica. “Me llamo Ferdinando pero prefiero que me digan Jean Luc,
porque es francés y nouvelle vague,
sonoro y mundano”. El director lo aceptó con cosquilleos de grandeza, pues
nunca imaginó que tendría en sus filas a un verdadero connaisseur.
Jean Luc, ataviado de
ardides escriturales, utilizó en las crónicas los mismos procedimientos de la
alquimia de cocina: una pizca de ironía, dos granos de mordacidad, esencia
breve, humor al dente y el aderezo de quien transmite confidencias. Enseguida
el número de lectores hizo aumentar el tiraje y el valor del periódico. Ningún
gourmet iba a lugares fortuitos sin antes devorarse los artículos saboriles;
ninguna dama de rango o de arrabal solicitaba un plato que no fuera indicado por
el sabihondo guía. Y en secuencia de halagos, las opiniones favorecieron a Jean
Luc: “Crítico de cinco lauros, profeta de la majestad apetitosa, incentivo para
el deseo...”
Su primer alboroto de
saña histórica tuvo como escenario el restaurant Koo Mow, establecimiento de
viandas chinas que iniciaba en el país los gustos de Sichuán. Sin aviso protocolar,
Jean Luc asistió con su gordinfle poco común a la cena de las nueve en punto.
Los comensales (artistas, prestamistas, banqueros, teatreros) bullían una
afirmación de delicias orientales, mientras probaban los platos exclusivos. El
humo en espesura impidió que Koo Mow, dueño y vértebra de la casa, reconociese
al escribidor. “Tráigame lo que quiera”, ordenó Lean Luc; y después de la sopa
ajerezada le presentaron una gran bandeja de carnes mixtas y vegetales
ambiguos. Al apenas tocar con su lengua la pastosa falsificación, gritó:
“¡Malditos!”, y profiriendo aullidos abandonó el local.
La crónica de
antología (“Ratas chinas”) mantuvo en el vilo de emoción a la clientela del
periódico. Koo Mow —tras jurar de distintos modos que no sacrificaba roedores—
se cortó las venas como harakiri de dignidad. Todavía en el hospital, las
páginas de sucesos lo enteraron de un nuevo descalabro: su negocio había sido arrasado
por una turba que reclamaba venganza. Jean Luc, sin misericordia, se
solidarizó con los asaltantes. “Ya no existe el peligro amarillo...”.
Los escándalos
acicatearon la pugnacidad crítica de Jean Luc. No era extraño observarlo, bajo
escudos de anonimato, en función degustatoria de setas del monte Revard o
cuellos de oca rellenos, para luego electrizar a su poderosa audiencia, “Sobra
acidez y falta espíritu”, “Literalmente detestables”, “La cocina es arte, no
una aproximación ridícula”. Cada palabra que escribía se trasladaba boca a
boca, como un rumor terrible. Y sus seguidores, en prueba de lealtad, elevaban cualquier
tugurio hasta la cúspide del asombro, o derruían la fama de los restaurantes
más nobles. En paralelo, Jean Luc, el solitario, el misógino, sólo hablaba con
cucarachas nocturnas, al lado de su eterno remolino de coñac.
Otro desenfreno lo
mantuvo en el tifón de la celebridad durante varios días, porque Julián
Treviño, catalán exagerado, lo retó a duelo mortal sin escogencia de padrinos.
Lugar: la tasca Julián; armas: dos sables moriscos; fecha: Sábado de Gloria;
hora: las nueve de la mañana. Jean Luc acudió en camisa, bombachos de dril y
una bufanda con tiznes mugrosos. El vozarrón de Julián se levantó en sumario:
“¡Prepárate, hijo de puta, que vas a morir!”. Jean Luc revisó la empuñadura de su
arma. El catalán, iracundo, se le encimó. Lucha desigual de experto contra
obeso: habilidad contra inercia de dromedario. La bufanda obtuvo tres
perforaciones anodinas. Jean Luc sudaba, rugía, entresacaba fuerzas de
espadachín voluminoso para preservarse del ataque. Con desconcierto, sintió una
fluidez como de sangre. Era sangre. Julián, creyéndose vencedor, arremetió el
estoque definitivo, pero su enemigo lo evadió en milésimas admirables e hizo
que rodara por las losas. De inmediato Jean Luc, en acción veloz, colocó su
mole sobre el pecho del adversario: la muerte refulgía a alturas de prontitud,
el sable tenso aguardaba la orden de aniquilamiento. Julián cerró los ojos para
no mirar su propia derrota, aunque solo escuchó un tropel de curiosos reporteros.
Y así quedó la escena inmovilizada en la fotografía, porque Jean Luc había
dispuesto que las cámaras entrasen cuando no existieran dudas acerca de su
triunfo.
El periódico se agotó
a la vuelta de las esquinas, y fue necesario aceitar las máquinas para la
impresión de sucesivas ediciones. Los lectores, enardecidos, pedían más y más
detalles sobre la hazaña de Jean Luc, y él los complació. Sus artículos
novelaron el pormenor de “la batalla”, con descripciones que exageraba a
maniobra de adjetivos. Julián pidió perdón en remitido formal, e interpuso un
mar de viajes para que se olvidase el asunto.
Encaramados sobre el
escalón de la notoriedad, Jean Luc y su pluma de ajenjo continuaron la “gran
obra” de revelar la traición de los impostores. El zoo humano siempre estaba
presto para dotarlos de temas memorables. André Lescaux, un
maestro de cuisine llegado a América
en plan de fatuas galas, inauguró su Maison André con champañas y canapés de
trufas. Allí se reunieron desde el secretario de la Presidencia (cuyos adelantos
educativos no sobrepasaban el “oui, bien
sûr” hasta el último embajador de la diplomacia gástrica, junto a chicas del
jet-set y brujas de edad senecta. Jean Luc asistió al festejo casi por
compromiso, pues desconfiaba de las monótonas algarabías. Prefirió un whisky, “on
the rocks, si es tan amable”, y se confundió entre diálogos y cigarrillos para observar
la celebración.
Le parecieron
forzados los modales de Lescaux. Había en él una rústica ansiedad que escondía
tras un manso carácter de filósofo vivencial. Y también le llamó la atención
que disimulara, con olvidadiza intermitencia, un defecto de cojera en la pierna
derecha. Otro whisky lo indujo a plantearse hipótesis arbitrarias: jamás había
visto a un chef renqueante... ¿por qué Lescaux? Se despidió cuando el
vernissage matizaba tedios cordiales. No quería dormir y partió en procura de tragos. A la zaga
del alba aún la silueta de André Lescaux rondaba en los andenes de su
obcecación. Tenía la seguridad de que era un pícaro de mil crápulas, pero cómo
demostrarlo. Se acordó de “el Perro” Leo, homosexual y confidente de la policía,
y la misma mañana le escribió un petitorio, en el cual le rogaba averiguaciones
a cambio de algunos abrazos y muchos francos.
La espera fue un
largo buzón de insomnios; y cuando ya casi olvidaba los motivos de su
inquietud, halló un sobre “exprés” con la torpe caligrafía de Leo. Después de
estrechas salutaciones, su amigo le informaba que el verdadero nombre de André
Lescaux era Casio Pergolesi, un siciliano estafador a quien los tribunales de
París habían absuelto por falta de pruebas. Agregaba que las víctimas de
Pergolesi lo ametrallaron, aunque sin suerte, frente a su garito de Pigalle. El
resto contenía una narrativa de máscaras y aventuras: en Brasil como alienista,
en Argentina como profesor de astrología, en Paraguay...
No se alegró porque
ello alteraba su rigurosidad solemne, pero de inmediato redactó una crónica
llena de sátiras (“¿Culinario o falsario?”), para denunciar al engañoso
lisiado. Los lectores percibieron el mensaje, y por obediencia dejaron de
asistir a la Maison André. Alguien dijo que Lescaux, en argot siciliano, había
prometido desquites sobre un gato sin cabeza; otros, más dramáticos, le
achacaron la organización de una banda para asesinar al crítico. Jean Luc, muy
lejos de la cobardía, sonrió a gordura batiente.
El tiempo se ocupó de
que las aguas retomaran el cauce de un armisticio educado: Koo Mow se esmeraba
en prepararle platos originales; Julián —no menos amable—le ofrecía suculencias
y hervores; y André Lescaux o Casio Pergolesi lo convidaba (“¡Sólo para usted, mio caro amico!”) a toda una gradación
de sazones, empalagos y laboriosidades. Jean Luc no volvió a escribir
inclemencias sobre sus antiguos enemigos, pero en privado se otorgaba el
derecho de avergonzarlos, “¡Retire de mi vista ese bodrio absurdo!”, “No me
hable cuando estoy en proceso gustativo”, “¡Horrenda mezcla de elementos insípidos!”. Desde Alsacia y
Bangkok, desde Manhattan y Roma, le llegabanmisivas invitándolo como juez o charlista de cenáculos
prestigiosos. La Academia
Lyonesa del Tenedor de Oro lo designó entre sus miembros honorarios, y del Dictionnaire
du goût le exigieron un curriculum para incluirlo en sitial de orlas clásicas.
Pero Jean Luc se negaba al flagelo de los viajes, porque su ego se había
acostumbrado a la molicie: tenía ahorros, la asiduidad de los lectores, una
pieza con panoramas salobres, el estímulo de sus cucarachas de siempre y la atención
de los máximos restauranteurs de la
capital.
Como el destino es
monstruo de imperfecciones, Jean Luc empezó a sufrir de rebeldías en el
estómago, gases lamentables, molestias ácidas, filigranas de dolor. Creyó que
unas simples pastillas lo curarían de la enfermedad, pero el achaque persistió
sin treguas ni alivios. Un repertorio de jarabes, emulsiones, tabletas y
bebedizos tampoco logró amainar su revolución pancreática: agruras, llenuras,
recurrencia de saliva mortal. Y mientras más comía,
más necesitaba de los calmantes, dentro de un círculo cuya paradoja era él
mismo: la gula con dispepsia profunda. No quiso solicitar la ayuda de unos
señores de bata y bisturí que lo desvistiesen a obligación de rayos
infrahumanos, “No, nunca, jamais”, y prefirió
el coñac de los olvidos.
Ahora se inquieta por
el roce de la muerte. Camina con anciana fragilidad, utiliza bastones, mira hacia espacios que
no existen. Su ironía también ha perdido certeros alcances, le cuesta el
arreglo de las palabras, rompe cuartillas, maldice, se embriaga. Aun así, debe
salir en persecución de noticias y escándalos que conmuevan a la audiencia (“C’ est
le devoir, Jean Luc, le devoir”).
Sin embargo, no está solo ni jamás le falta compañía, porque Koo Mow lo agasaja
mediante vitaminas de arroz chino, Julián demuestra su fidelidad con
tazones de caldos especiales, y Pergolesi se prodiga en bocadillos de almíbar.
Cada unocumple horarios de atención y diligencia, para que Jean Luc no abandone
la comida.
El sueño se le escapa
entre párpados abiertos. Las ideas acaban en un hastío de letras. Redundan
calificativos y quejumbres. Vomita oscuridades. Jean Luc sabe que ya
los fanáticos no reclaman el periódico a
la vuelta de las esquinas. El propio director vaticina desastres: “¡Escriba con
el alma o cerramos!”. Pero el alma es una disputa de microbios, un trastorno
letal. Y por fin la hecatombe viene acompañada de la esquela que anuncia
cesantías: “Gracias y que se mejore, señor Ferdinando-Jean Luc”. La habitación oye sus
gritos, sus reclamos, su opulencia de dolores. Lo oyen también, al borde del
lecho, sus nuevos y únicos amigos. No posee músculos para levantarse, las
afecciones le revuelven martirios, siente el hígado como un volumen de
protuberancias y la cabeza no se aplaca en giramientos. Piensa que la muerte,
“¡Calva, puta, traidora!”, se lo llevará bajo ayunos indignos. Se equivoca,
porque ahí están sus camaradas, provistos de últimos manjares y ceremonias,
para que se despida a saciedad de gustos.
Antes de la agrura
final lo comprende todo, porque ve en los ojos de Koo Mow, Julián y Pergolesi una imagen de lento
vidrio molido.
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