No
me llamo Carmelo Taborda, sólo utilizo este nombre en mis investigaciones sobre
la Revolución Mexicana. Tenía escritos más de quinientos folios sobre José
Doroteo Arango Arámbula, Pancho Villa, sin aún esclarecer los autores ni el
paradero definitivo de su cabeza mutilada en 1926 (tres años después de que lo
enterrasen en un panteón de pueblo).
Pistas
vagas me conducían a supuestos finales: la exhibición de la testa de Villa en
el circo Ringling Brothers, donde cobraban 25 centavos para verla; la
encomienda de cercenamiento
impartida por un militar cuyo deseo era que la ciencia estudiase el cerebro del
héroe; la venganza del General Álvaro Obregón, quien había perdido el brazo
derecho en una refriega contra las huestes villistas; la posesión satánica del
despojo por parte de la sociedad secreta Skull and Bones, de Yale University,
con el propósito de rituales furtivos; la sepultura del cráneo en Chihuahua
dentro de una mohosa caja de balas. Recovecos de la incertidumbre, espejismos que
merodeaban la realidad, epopeyas de cuerpo fragmentado.
Por ello, no me sorprendió el
correo breve y dramático de un profesor chicano, amigo mío, asegurándome que la
cabeza de Villa se encontraba en Brooklyn, bajo la custodia de anticuarios
judíos. De inmediato, reservé por Internet el boleto desde Caracas y acomodé en
la valija el equipaje imprescindible: dos botellas de ginebra contra el insomnio,
las páginas con las pesquisas y algunos trajes aleatorios. Y le pasé llave a mi
hogar, no sin los rezos ateos para evitar que entrasen los
ladrones.
Durante
el vuelo, medité acerca de la existencia y ausencia del gran personaje trunco,
quise explicarme el porqué nos habíamos escogido mutuamente (Villa a mí y yo a
Villa), y concentré la atención aérea en una película, ¿profecía o casualidad?,
sobre Emiliano Zapata con la cara de Marlon Brando. Después del aterrizaje,
tomé el bus hasta Brooklyn y me alojé en un hotel sin estrellas muy cerca de la
dirección que me había indicado el colega profesor. La pieza, con paisaje hacia
descomunales tarros de basura, tenía una atmósfera áspera y triste, aunque la
acepté porque mi ánimo no andaba en busca de confort primermundista sino de
quimeras impalpables.
Al
cabo de una ducha para solventar el cansancio, crucé las calles que me
separaban del objetivo y toqué en Ashir&Sam, Experts antiquarians.
Al abrir la puerta, un anciano de gorro contra los fríos seniles, me miró en
plan de identificación y luego dijo:
“Sabíamos que vendría, señor Taborda, aguarde aquí y perdone que no lo haga
pasar, la tienda está en un pleno desorden”. Mientras tanto, me fumé el
recuerdo de algunos cigarrillos porque ya había abandonado su humo; y al rato,
el anciano volvió para entregarme una caja de cartón. “¿El precio?”, le
inquirí; “Nada me adeuda –expresó el viejo–, cumplo con mi deber, ojalá que a
usted también pueda serle útil...” Le apreté la mano, agradecidamente, y partí.
Al
llegar a la habitación, apuré dos tragos de ginebra fondo blanco y abrí la caja
para encontrar un recipiente de vidrio, en forma de pecera alargada, lleno de
un líquido (quizás alcohol viscoso o cualquier extraña mezcolanza) dentro del
cual flotaba la probable testa de Pancho Villa. La emoción se apoderó de mi
energía y durante toda la noche me mantuve comparando aquel cascajo óseo con la
cabeza del héroe, y repentinamente me hundí en un tenebroso duermevela para
verificar cómo la calavera se adosaba al antiguo cuerpo activo de Pancho Villa
e iniciaba lidias, sobresaltos, arrebatos.
Tiene
los ojos de búho astuto, la piel blanca pero quemada por soles eternos, el
cabello rojizo, el bigote en fronda, los dientes inmensos como granos de maíz,
el porte voluminoso. Lleva su legendario sombrero de ala ancha, viste un
uniforme militar con doble canana de balas sobre el pecho, a cuya diestra
sobresale el revólver Colt 44. La jaca “Siete Leguas” se adhiere al escenario,
y Villa, tras clavarle las espuelas, lanza su bramido: “¡Gringo, hoy te corto
la oreja, mañana te mato!”. Luego se devuelve a un pretérito adolescente,
habita en Canatlán, Durango, es medianero en tierras ajenas, y cuando por la
tarde llega a su casa (un ranchón de torcidas paredes sin ventanas) encuentra
al hacendado para el cual trabaja en plan de abusar de su hermana Martina
Arango, de doce años, mientras la madre le increpa (como Dolores del Río en un
film de los Estudios Churubusco) “¡respéteme a la chamaca, déjela quieta,
váyase, váyase!”. Entonces José Doroteo busca una pistola escondida y la
descargar en el agresor, aunque sólo lo hiere en la pierna derecha y parte a galope de mula hasta la montaña
cercana para esconderse de los agentes rurales.
Así,
dentro de mi pieza de hotel, acompaño a José Doroteo en las penurias de la
soledad, huyendo sin treguas de paz ni moderaciones de reposo. Vivimos ambos
una existencia de pupilas abiertas y noches ocultas para evitar que la ley
nos alcance, hablamos en el tono menor de los perseguidos, repetimos las
mismas historias a la lumbre de fuegos íngrimos, no hay descanso, somos los
trashumantes, el último residuo, las sobras del mundo. Y en esos ajetreos, me
enseña el beneficio de las plantas que permiten la subsistencia, “el simonillo
para cuando hagas bilis y las barbas de elote para cuando sufran los riñones de
mucho andar a caballo, hay yerbas que alimentan y otras que te duermen o te
alegran como licor”. (La habitación da incesantes vueltas alrededor de la
lejanía. Ya no siento ningún temor fantasmal).
Cansado
de tanto huir, Pancho se convierte a mi eterna vista en bandolero de gran
pelambre y asaltante de caminos, y combina delitos con una fachada de trabajos
limpios (subcontratista del ferrocarril, propietario de una carnicería, dueño
de mulas). Son lustros de sucesos antes de que nos alistemos en la total ocurrencia
de la Revolución: Soy testigo de su firmeza personal, sus combates armados, su
afecto hacia los menesterosos, sus rangos de mayor, coronel y general del
ejército revolucionario, y también de la fidelidad al Presidente Madero. Los
tres estamos reunidos dentro de este cuarto, y el Mayor Villa le narra a Madero
sus peripecias como delincuente-salteador, Madero escucha con adusta atención,
Villa termina llorando; Madero, conmovido, le otorga un “indulto tan
amplio como fuese necesario”. (Pido ginebra y fiambres a la gerencia del hotel,
porque no quiero salir sin resolver enigmas).
Ahora
me encuentro en la División del Norte de las fuerzas rebeldes, el comandante
Pancho Villa grita “¡Carmelo Taborda, venga acá!”. Es para nombrarme como su
secretario (el anterior falleció en combate), porque ha descubierto en mí
algunas dotes para comunicar órdenes y noticias. Sí, “El Centauro del Norte”
dirige una legión de 30.000 hombres y es un genio alternando la caballería con
los ataques nocturnos, los aviones y el ferrocarril. Adelita, la del famoso
corrido, está en los cien trenes que avanzan sobre Zacatecas, y cada soldado canta
“Si Adelita se fuera con otro/ la seguiría por tierra y por mar…”, y me acuerdo
pero no se lo digo a Pancho que él es la pasión furtiva de miles de Adelitas,
pues se ha casado o amancebado 27 veces y tiene igual número de hijos. En
funciones de secretario, redacto y mando a pegar el cartel solicitando
ametralladoristas, dinamiteros y ferroviarios: “Atención, gringo, por oro y por
gloria come and ride with Pancho Villa”; e igualmente me ocupo de apuntar,
entre contiendas y ofensivas, las frases del héroe: “Los ejércitos son los más
grandes apoyos de la tiranía; Nunca al problema educativo se le ha dado la
atención necesaria; ¡Fusílenlo, después averiguamos!; No soy católico,
protestante ni ateo, soy librepensador; ¡Viva México, cabrones!”
El
tiempo prosigue, nos hallamos en el momento crucial de la toma de Ciudad
Juárez. Desde la terraza del Hotel El Paso del Norte, Texas, próximo a la
frontera, hombres con prismáticos y damas de elegantes pamelas auscultan el
cuadro bélico, cerca del anuncio en colores que: “El único hotel en el mundo
que ofrece a sus huéspedes un lugar seguro y confortable para ver la Revolución
Mexicana”. Pero no les dimos el gustazo de que nos aniquilaran e hicimos correr
a los federales del dictador Porfirio Díaz.
Continúo
a la sombra de Pancho Villa, que ha sido designado como gobernador interino de
Chihuahua. En pocos meses nacionalizamos los bienes de la oligarquía local y
los comerciantes españoles, además de abaratar la harina, la carne, la ropa y
disminuir los impuestos a los pobladores, por eso nos llaman socialistas,
no importa, qué carajo.
El
vuelo de los años resulta incesante, estoy en medio de la batalla de Columbus,
Nuevo México, conformando el grupo de Villa que invade el territorio de los
Estados Unidos por primera vez desde su independencia de los ingleses, porque
“el chingón Presidente Woodrow Wilson reconoció al gobierno de nuestro
adversario Venustiano Carranza”. Embestimos con rabia al destacamento
norteamericano y nos hacemos de sus caballos y fusiles, tomamos la guarnición e
incendiamos algunos edificios del poblado, aunque por desgracia las bajas
fueron desiguales: 17 militares gringos muertos y 73 de los nuestros.
El
retorno a las tierras mexicanas es veloz, y más presurosa la noticia que da
vueltas mundiales: “Villa invadió los Estados Unidos”. El Presidente Wilson
designa al General John Pershing para que con 10.000 efectivos penetre en
México y atrape a Pancho Villa, pero “la expedición punitiva” no tiene éxito
luego de un año de perseguirnos a través de medio país. Por eso coreamos: “En
Columbus quema y pilla/ Pershing lo viene a buscar/ el Tigre se vuelve ardilla/
y no lo puede encontrar/ Mi General Pancho Villa, le venimos a cantar”. (Los
recuerdos me han producido debilidad por agotamiento, respiro en trechos
minúsculos, las pulsaciones aminoran su ritmo, la sed no se me calma con la
ginebra, mas no desistiré hasta esclarecer lo que me ha traído hasta
aquí).
La
buena suerte de Villa parece abandonarlo en los últimos tiempos, escasean las
carabinas, sufrimos de mengua, las tropas se limitan a un pequeño grupo de
insurgentes, los enemigos ansían borrarnos del porvenir de la república. Al
final de varios fracasos, Pancho acepta una rendición negociada con el
presidente de turno para retirarse a la vida pacífica, yo también suscribo el
acta en calidad de testigo. El gobierno, por su parte, le otorga en propiedad
la hacienda El Canutillo, de noventa mil hectáreas, pagándole una escolta fija
de medio centenar de hombres, además de beneficios adicionales para el resto de
los vencidos.
Pronto,
Villa transforma la hacienda en un modelo de cooperativa comunal y la dota de
sembradíos, maquinarias, casas, escuela (“¡Taborda!, lo nombro director
titular”), talleres y hasta funda un banco agrícola; los contrarios ni por un
instante nos quitan la vista de encima. Hoy en el almanaque es viernes 20 de
julio de 1923 y asistiremos a un bautizo donde Pancho es el invitado de honor.
Cinco compañeros y yo partimos en el Dodge Brothers negro de Villa para
recogerlo en Hidalgo del Parral, pueblo donde tiene una amante y un hijo que
aprende a gatear. La mañana sopla aires de ventisca, Villa sale de la casa con
desprevenido humor y le ordena al chofer que se cambie de puesto porque
conducirá el auto, yo iré a su lado (como siempre), los demás están en los
otros asientos, empieza una tensa lluvia.
En la esquina posterior, el auto cae en un lodazal y se apaga, los acompañantes nos bajamos del carro para empujarlo. Es apenas un retraso de la liturgia del drama, pues a exiguos metros nos aguarda el futuro irremediable: son nueve los asesinos que desde unas ventanas, apoyan sus rifles en pacas de alfalfa para dispararnos más de cien proyectiles, de los cuales una docena le destroza a Villa el corazón. Quedan junto a él su pistola y su daga; yo intento sacar mi revólver pero unos balazos me perforan la columna y caigo en vilo de consciencia esperando mi traslado al hospital, deliro, repito escenas, modifico hechos de la memoria, no conozco la suerte de los otros camaradas, escucho que llevan el cadáver de Pancho a la Hostería Hidalgo, de su propiedad, y lo colocan desnudo encima de un jergón, las fotos circulan por el planeta, oigo el corrido póstumo “Fue muy triste su destino/ morir en una emboscada/ y a la mitad del camino”.
Un temblor, como de presagio súbito, me recorrió el cuerpo y de inmediato afiné las pupilas para comprobar si me hallaba aún en el hotel de Brooklyn. No había sangre ni heridas, los tarros de desperdicios seguían sobre la anodina desmesura de la calle, y el cráneo del héroe estaba absorto en su esquelética quietud. Sin embargo, no quise tentar los riesgos de nuevas visiones y decidí retirarme de las pesquisas históricas. Entonces, metí la cabeza de Pancho Villa en su alcohol extraño, amarré la caja y la abandoné frente a la tienda de los anticuarios con una nota de fúnebre gratitud. También he jurado no leer nunca más los folios que escribí.
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