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viernes, 24 de febrero de 2017

AJUSTE DE CUENTOS


       


        Vendrá a matarme y yo  aguardo con mi calma de cuarenta años. Su decisión quedó estampada en una breve nota anunciatoria: “Hoy es tu fecha de muerte”. La letra, en moldes de menuda firmeza, no acepta lugares para la incertidumbre: será a las once en punto de esta única noche.
No me defenderé. No opondré la resistencia de los necios. Jamás. He ocupado la mañana en revisar el desenlace de mi última novela. Borrones, tachaduras, variación del tono final. Gritos en boca de un monólogo. Espero que los editores se conmuevan y la publiquen con honroso epitafio: “Obra maestra de un escritor hasta ahora desconocido”.
En la tarde salí a ver la mar gruesa, como diría Lawrence Durrell. Desde mi refugio creativo, un ensamble de maderas junto a la playa, partí contra la brisa. Arena y trópico, olor fogoso de moluscos, luz en la herida sola de las islas. Aleteo y salitre: vibrátil cruce de recuerdos. Sí, dejé a Andrea viviendo en Caracas para escapar hacia un postgrado parisino. Nuestro matrimonio, ya débil costumbre, merecía un reposo táctico. Hasta cuándo cambiar el sitio de los jarrones o el matiz de la misma alfombra. Hasta cuándo otro hijo y otro y otro, como inválidos cuerpos de mediación. Sin embargo, Andrea nunca me perdonó la distancia. Sus cartas, prolijas y magnificentes, elogiaban los rezagos del amor, exageraban sucesos, primeros encuentros, mentían a sabiendas. Yo contestaba con sofismas sentimentales: te amo pero diferente, te necesito en la memoria, ya veremos...
               Irrumpí en París un día de Vallejo y aguacero. La beca sólo me permitió el agrio cuarto del hotel Deux Continents y su hábitat de calculados metros antiguos. Sin ducha, por supuesto, ni adornos visibles. Inmediatamente abandoné mi valija de suéteres y libros para hundirme en las imágenes de aquel cosmos intuido. Con el asombro de una sonrisa, me atreví a recorrer el pleno pulmón del Quartier Latin; mi voluntad ficticia se topó con Camus y Balzac, con Degas y Lautrec. Culminé impresiones, sentado en el café Flora, como un asiduo personaje cortazariano. Estaba, por fin, en París.

Después, sin premura, fui conociendo cada palmo y cada boulevard. El invierno edificaba un límite entre la realidad y las nostalgias, mientras yo absorbía el aire distinto de sentirme libre.
El curso sobre Literatura Latinoamericana (¡qué paradoja de la geografía intelectual!) se inició con una mayoría de alumnos de esta parte del mundo. Apenas completaban la escena Colette, hispanista de la Universidad de Lyon, dos belgas y un poeta de origen yugoslavo. Cuando tuve que afrontar la dicción de mi nombre y expectativas, casi olvidé —a cilicios de miedo— el diploma de la Alianza Francesa: las palabras emergían en pequeñas burbujas incomprensibles. Al concluir el teatro de las presentaciones, Colette se me acercó. La distinguían una jactancia azul en las pupilas y un amarillo en la bufanda. Rigurosamente segura de sí misma, dijo: “Je voudrais te connaître”.
Proseguimos la plática en un restaurant chino de vegetales y dragones que ella frecuentaba. Atizado por el vino, le narré a episódicos saltos mi proyecto de existencia. Huir, instaurar un océano entre dos tiempos, reivindicarme a través de la escritura. Colette fumaba y oía, en actitud de consciente distensión. Luego le tocó su turno emocional: deseaba estremecimientos, luchas, otra vida que no fuese la de moho y clases magistrales. Empecé a sentir sus largas piernas de araña por debajo de la mesa; y no resultó difícil convencerla para que nos tomásemos unas copas, en sello de inexorable amistad. Ella sugirió la premeditación de su casa. Rue Saint Rustique, frente a la basílica du Sacre Coeur. Se trataba de un estudio lleno de flores y enciclopedias, con vista hacia las tentaciones de Montmartre. Por sano olvido, nada bebimos, pero en cambio Colette me ofreció su silenciosa desnudez. Lancé mi abrigo y mis ropas sobre una butaca que parecía dispuesta a acogerlos, y seguí la ruta del lecho. Nos amamos, entonces, como si la ocasión estuviera prefijada por los augurios: yo, un bronco animal de pieles; ella, una felina suavidad (todos los madrugadores escucharon el eco de nuestros abrazos). Al día siguiente recogí mi valija de hotel, para instalarme en el ámbito amoroso del Sagrado Corazón.
Colette irradiaba el extraño atributo de ser, a la vez, sabia y femenina: rara condición en una académica de la soltería. Nunca su talento le impidió escatimar detalles sensuales, nunca opuso resistencia a creerse hembra universal. Además, no utilizaba la obvia vereda de los reproches, sino que siempre escogía la elipsis sutil, el tácito mecanismo de las insinuaciones. Por esas cualidades (y por otras de furor y sexo), permanecí al lado de Colette.
Juntos, sufrimos el áspero encanto del curso universitario. Estudiábamos a Onetti y a Carpentier hasta que la fatiga nos hacía guiños tenues, nos hundíamos en los pasadizos de las bibliotecas para obtener un simple dato o una fecha fortuita, discutíamos a cuatro lenguas con los compañeros... Pero también éramos capaces de inquietantes delicias, y por eso muchas veces Pigalle nos vio recomponer el mundo, alocados de frío y de embriaguez. Saltábamos de un concierto en Notre Dame a una tragedia del absurdo en la Place de Madeleine, comíamos ostras con Chablis, hablábamos de Eco y sus novelas pendulares, nos retorcíamos de humor frente a Woody Allen, leíamos poemas malditos, nos alentaba cualquier sonoro réquiem de Beethoven. Me habitué, más de lo necesario, a esa suave armonía de existencia, y Colette se convirtió en mi tacto imprescindible. Sin embargo, no pude interrumpir el hilo de las cartas: “Estoy bien, Andrea, ya comienza el verano, sigo trabajando en la tesis doctoral, besos a los niños…”.
A pura voluntad, alargaba los motivo de mi investigación; agregaba influjos, épocas, vínculos literarios. Mil fichas se oponían al regreso, pero las noticias acerca del próximo fin de la beca aceleraron la urgencia del futuro. Juré terminar en dos meses el agobio escritural. Colette callaba, oblicua y discreta, para no amedrentarme. Cuando revisé la última línea escrita, me di cuenta de que suscribía mi sentencia de partida. Como no tenía valor para el llanto en abundancia, me escondí tras varias epopeyas de coñac y una imbatible  canción de Jacques Brel. Salía, muy temprano, para oxigenar mis angustias, y retornaba, diez horas después, con escudos de falsa sobriedad. Mi “amada amante” se resumía en sombras, fumaba, comprendía.
Entregué la tesis y obtuve el honor de un apretón de manos en francés. Colette laureó mi orgullo con el ansiado viaje a Marseille. Nos subimos en la Citroneta y luego de un raudal de paisajes y de besos, estábamos frente al puerto. El “Chez Fonfon” nos recibió entre sabores marítimos; la música fue propicia para el aliento de las revelaciones: “Quiero que vayas conmigo a Venezuela”. Ella no dudó ni un sorbo de su champaña: “D’accord, mon ecrivain”.
Regresamos a París después de algunas escalas de fruición en la Costa Azul. Mi amiga convino el arriendo de su estudio y solicitó permiso “illimité” en la Universidad de Lyon, mientras yo ejecutaba gestiones consulares y visitas de añoranza. En pocas semanas todo quedó listo: tomaríamos distintos aviones para no subvertir las apariencias. El restaurant Vagenande, caudaloso y art déco, fue testigo de nuestra celebración.
En el aeropuerto, como era de suponer, Andrea me aguardaba en compañía de unos hijos que habían crecido más allá de las imágenes fotográficas. Nos abrazamos durante un largo rato de familia; los chicos preguntaban, me miraban, sonreían, en trajín de reconocimiento. Andrea no podía esconder su nueva y amable hermosura: el cabello al desgaire, los senos a trasluz, la piel como si recién terminara de bañarse bajo los soles del Caribe. Mi sorpresa continuó en el hogar sin alfombras: un orden santificado regía la disciplina de los objetos, y cualquier fragancia se tornaba íntima, grata solidaridad de vida en común. Andrea no quiso aludir a los orígenes del distanciamiento, sino que se acostó —muda y ansiosa— para que yo le narrara (o le derramara) en tres rígidos actos las omisiones de mis cartas. Afuera sonaba un combo de merengues, y hasta el día siguiente olvidé a Beethoven y la bruma parisina.
En vuelo directo de Air France, llegó Colette. La ruborizaba su valentía: atrás dejaba una historia a saltos dignos; aquí —excepto mi presencia— todo le era “inconnu”. Se tranquilizó cuando entramos al departamento que yo había reservado: un hermoso sexto piso cercano a la montaña. Durante largo rato observó el claror de la ciudad, su fuerza lumínica, su sangre en agitación. Luego, mezclando emociones e idiomas, gritó: “Me encanta, mon chéri”. Nuestras ropas quedaron en el suelo como prueba de exigencia irrefrenable.
Con mayor facilidad de la que esperaba, Colette se adecuó al indisciplinado  orden de Caracas. Iba en metro a sus lecciones de español, compraba, discutía precios con los marchantes, y hasta rezongaba improperios tercermundistas, pero eludía visceralmente a los franceses de exilio comercial, “¡C’est vraiment de la merde!”.
Al principio todo transcurrió sin inquietud, porque ambas mujeres —tan discordes y expectantes— me alejaban de la rutina. A través de Colette, obtenía los placeres del deber ser: una cultura orgiástica en sucesiva búsqueda de perfección; y con Andrea, me acercaba a las dimensiones del ser: cada gesto en el lugar seguro de la cotidianidad. Pero lentamente, como en las novelas que había leído o fantaseado, los signos exquisitos del “ménage à trois” derivaron en una doble y ridícula vida. Tenía que complacer a Colette, llenar su soledad, rodearla de puentes afectuosos, pero a la vez necesitaba el cómodo entorno de Andrea y los chicos. No escribí más literatura, sólo me ocupaba de urdir mentiras prácticas: “Vuelvo mañana”, “trabajaré fuera”, “el Pen Club reclama mi presencia…”.
La francesa consiguió empleo a destajo en una oficina de traducciones. Realizaba sus labores en casa, y me aguardaba —siempre sabia y gentil— para que yo la relamiera de ternuras. Pero después mi ánimo debía erguirse nuevamente en procura de Andrea y sus rejuvenecidos secretos. Me transformé, entonces, en un semental de las vigilias: corría, presuroso, de un lado de Eros a la otra faz de Venus; besaba en oriente y succionaba en poniente; oía La Pastoral y me dormía con Olga Gillot. El resultado: una indigna mortificación que lesionó la actividad de mis glándulas certeras.
Colette empezó a mostrar sus feroces defectos. Quería poseerme, como un lujoso pájaro tropical, entre las cuatro paredes de su ardor gálico. Ya no era la misma sensitiva maestra de letras perdurables; ya atinaba odios, reclamos, cruentas asperezas. Y Andrea, convencida de mi vocación infiel, tornó a sus andadas: se recogió el cabello y deshizo el confort que nos volvía apacibles.
Los temores demostraron mi esencia de hombre blando e insípido. No podía adoptar una resolución valerosa: quedarme con el desarraigo de Colette o hundirme junto a la fecunda pasividad de Andrea. Preferí  enmudecer de cobardías, y seguir el “jeux du feu”.
Durante muchas rondas de evasión, imaginé un destierro viril, sin hembras excitadas, aprobaciones ni reproches. Un destierro inexpugnable, donde sólo estuviésemos mi máquina de escribir y mis esperanzas de autor universal. Pero el delirio me llevaba a otras alucinaciones: veía a Andrea con cabeza de lingüista, Colette era la madre de mis hijos y mis alfombras, asistía a un recital de tambores en el Louvre, de Pigalle me sacaban miles de voces abruptas, oui, sí, no, jamais… Por fortuna, en cualquier bar de esquina caliente, la ginebra con ron cumplía sus funciones reivindicadoras.
Una mañana, la francesa me llamó para que la acompañase al consulado.Pasé a buscarla por el departamento, y caminamos un rato de paz mientras abrían las oficinas. Se mostraba jovial, aunque de cuando en cuando me zahería a filo de sinuosos reclamos. La invité a un café, y nos ubicamos bajo las sombrillas de un local prudente. El sitio le recordó de inmediato nuestras exaltaciones parisinas, y por primera vez la noté inerme y frágil, como si la evocación la destruyese por dentro con estricta potencia. No lloró, pero un gris turbio fenecía en sus ojeras. Incapaz de atinar la forma de los consuelos, pronuncié un diccionario de vaciedades y le di mis manos y mis besos para que me sintiese suyo todavía. De repente, los gritos de Andrea nos enjaularon en un sofoco eléctrico: la persecutora había seguido nuestras huellas para descubrirnos sin probabilidad de excusas. Andrea, fuera de todo equilibrio, me agredía con caóticas indecencias, pateaba los suelos, hacía el procaz resumen de mis vicios.... Colette callaba, muy en su puesto de femme intellectuelle, y por un momento pensé que compartía los insultos de Andrea. Yo nada respondí y, como un homicida en evidencia, abandoné el terrible espacio del delito amoroso. A lo lejos, pude inferir últimas visiones: Andrea amenazándome; Colette llena de gozosa parquedad.
El incidente facilitó la conclusión del triángulo dramático, pues me he exiliado desde hace varios meses en este recinto de aura salobre y saludable para escribir a la medida de mi perseverancia. Ahora termino una novela de pasiones en contraste, cuyo desenlace ilustrará la soterrada alevosía del alma humana. Atrás, como hojarasca de recuerdos, quedaron las dos mujeres. Por mutuos amigos, he sabido que la francesa sufre la neurosis del despecho y se aficiona a las compensaciones del whisky, y que Andrea no sale de la locura circular de su casa y de sus hijos. Pero yo estoy tranquilo: ninguna culpa logrará apartarme de la literatura.
Hoy, al recibir la anunciatoria nota de muerte, reafirmé mi calma de cuarenta años. Y aquí espero. Ya son las once en  punto de esta noche irrevocable. Tocan a la puerta y abro: Colette me encara con el gris vengativo de un revólver. Andrea sonríe, a su lado.

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