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sábado, 25 de febrero de 2017

CAMPEÓN DE BOXEO MATÓ A SU ESPOSA Y SE SUICIDÓ






 Amigos y amigas, ésta es una transmisión en directo desde la propia vida  (y ausencia) del Piache Viloria, honra del boxeo venezolano, campeón mundial super pluma y del peso ligero. En la foto de archivo, apreciado público, lo vemos cuando nació, ¡qué niño más pequeño, qué esmirrio, qué flacura!  A la comadrona de La Viga, su pueblo natal, casi se le salen los ojos de las cuencas al descubrirlo tan menudo, tan frágil, pero ya crecerá como las ramas y los animales del campo; sus padres lloran, no de temor sino de contento, porque saben que el crío será fuerte como sus hermanos, aunque lo asedie la pobreza y habite en un rancho de pocos metros sin ventanas, a 600 kilómetros de la capital, sí, será fuerte y famoso, se los ha revelado el pálpito del corazón, y se llamará Wilmer, igual que un popular cantante de salsa brava, y después, mucho después, le dirán el Piache, el Piache Viloria para el mundo, el Piache Viloria para el reino de los golpes por doquier. ¡Calma!, no nos adelantemos, no, Wilmer en esta secuencia de la transmisión es ahora un chiquillo que progresa en músculos y rebeldías: agita las manos contra los otros, se escapa de las horas de escuela, enjaula a los pájaros libres y se desvive frente a los programas de televisión. “Wilmer, hijo querido, compórtate”, lo reprendía su madre sin dejar de acariciarle las greñas del pelo. ¡Señoras y señores, vamos a unos compromisos de nuestros patrocinantes y ya volvemos!
         Estamos de nuevo con ustedes, damas y caballeros, para contarles que Wilmer, con inaudito esfuerzo de cerebro, llegó al primer ciclo de bachillerato, y abandonó los estudios un agosto de grandes decisiones, con el fin de ayudar a la madre en su frutería del mercado. A los tempranísimos nueve años empezó el consumo de bebidas alcohólicas (cerveza, ron y demás productos etílicos y mareantes); y a los once se inició en las drogas, ¡pobre chico mafafeador y huelepega! Sin embargo, como la vitalidad le continuaba hinchando los pectorales, a los doce años se fantaseó boxeador y ese espejismo (o ese desvarío) lo condujo hasta el gimnasio municipal, donde  se quedaba a dormir y se estrenó en el dispendio de puñetazos amateur.
Recordemos algunos datos, amables tele-leyentes: Wilmer Viloria fue campeón aficionado durante casi un lustro (Lo llaman “El Aniquilador”, las hembras lo buscan, conoce la tromba de los aplausos, su mamá deja de vender frutas en el mercado, se enamora de Jenny y se casa). Estableció, como profesional, la brillante hazaña de dieciocho victorias consecutivas por KO en el primer round, superando la marca que el norteamericano Otto Young había obtenido un siglo atrás (Los periódicos no cesan de alabarlo, “¡Qué fenómeno, qué prodigio!”, Viloria se estampa un tatuaje multicolor en el pecho con el rostro del Presidente y la bandera de la nación, su esposa Jenny siempre lo acompaña, procrean dos hijos, Viloria toma whisky escocés fondo blanco, sufre un accidente en motocicleta y le quedan punzadas de cráneo y visiones dobles). Viloria hizo trizas al panameño Toco Mosquilla y consiguió el título superpluma, y tiempo más tarde logró la faja del peso ligero en lucha contra un nipón que casi se desangró en su esquina (El campeón dice yes  ante la posibilidad de cualquier droga; le gustan los alcoholes de efectos rotundos; sueña dormido o delira despierto que Jenny lo engaña con su hermano Pedro, el menor de los Viloria). Es encarcelado por golpear fieramente a Jenny, pero eso lo detallaremos al cabo de los mensajes comerciales.
Ya nos encontramos de retorno, señores y señoras. En efecto, el campeón varias veces aporreó a su madre y a su hermana por discusiones de familia, aunque después zozobrase en llantos culpables; y últimamente se figuró que Jenny era su máximo contendor: El Piache cree hallarse en un cuadrilátero universal, oye la campana, extiende los brazos y salta hacia el enemigo, entonces lanza jabs y directos sin parar, Jenny retrocede con pánico, Viloria potencia el azote a través de seguidillas de izquierdas y derechas,, está ciego de furor, Jenny cae y luego se aferra a unas cuerdas que no existen, tampoco hay quien detenga el castigo ni tire la toalla de la capitulación, El Piache redobla el swing y los uppercuts, Jenny entorna los ojos y se desmaya, Viloria es desgraciadamente el campeón (de las violencias maritales). Un público aterrado y domiciliario guarda silencio. Gendarmes trasladan a Jenny, en camilla, hasta el hospital, y a El Piache hasta la comisaría. Los médicos advierten que Jenny presenta muchos hematomas en el cuerpo, costillas rotas y perforación pulmonar; los agentes señalan que El Piache se muestra belicoso y pendenciero. Jenny, para absolver a su marido, alega que se cayó por unas escaleras; El Piache amenaza con golpes a los médicos que dejen filtrar la noticia verídica; lo arrestan y enseguida se declara alcohólico para que la justicia benigna lo recluya por cinco días en un hospital desintoxicante. Planea, bajo la emergencia, irse a Cuba con objetivos de curación, pero como carece de pasaporte, piensa que debe trasladarse a Caracas y valerse de influencias en procura del documento.
Con la rapidez de un huracán de 59 kilos, El Piache Viloria hace las atropelladas valijas, le comunica a Jenny su decisión, y ambos se montan en la camioneta Atomic II para efectuar el trayecto de diez horas hasta la capital. Lleva suficiente coca y litros de vodka no le faltan. La carretera es una larga víbora de curvas y precipicios que reclama un diestro chofer; y ahí está él, la gloria de la familia, El Piache del cuadrilátero, para encargarse de la situación. Y según acostumbra, en cada curva se mete un pase de polvo blanco, y en cada llanura bebe vodka a pico de botella. Un mareo circular le gana los primeros cien rounds: el asfalto se ensancha y se acorta, la lejanía no posee final, diversos automóviles transparentes lo persiguen. Despierta a Jenny y la insulta, porque comentarios nocturnos ratifican que le ha sido infiel con su hermano Pedro; Jenny lo escucha y vuelve a dormirse. Más coca y más vodka, la carretera se llena de autos vidriosos que pretenden sacarlo del camino, una oscuridad desde el asiento posterior le habla como su madre (“¡Cuídate, mijo!”) y le acaricia las greñas del pelo. Se detiene en la alcabala de Valencia para notificarle a los policías, entre un escándalo de alaridos, que muchos carros los acosan para robarlo o secuestrarlo. Los uniformados, al ver su extraño nerviosismo, le sugieren un descanso en el Hotel Continente, “cinco estrellas a su orden”. Vamos a cumplir con algunas pautas publicitarias y en minutos regresamos.
De vuelta, amigos y amigas, para referirles en este último episodio que el Piache se halla fuera de órbita: entra al hotel, pide una habitación matrimonial y alerta a los empleados que detrás las cortinas, sí, detrás de las cortinas, están los persecutores (“Tres damas y un tipo horrible”). Con Jenny, sube a la pieza 344, e insiste en que la revisen minuciosamente para descartar la presencia de intrusos (“No hay nadie, señor”, confirma el botones). Ya solos, El Piache abre la nevera de la habitación y se toma todas las bebidas, habla a gritos, gesticula, lanza puñetazos de sombra, Jenny lo oye sin contrariarlo, él se acuesta a su lado, no piensa, no logra fijar los razonamientos, el tiempo se le desborda en olvidos inmediatos, un sudor –tibio y extraño– le atraviesa la franela, Jenny no posee miradas para verlo, el silencio ocupa los espacios del cuarto, entonces El Piache baja al lobby en búsqueda de un café, transpira torrentes de agua nerviosa, y como lo notan inquieto y con manchas de sangre,  le preguntan “Qué ocurrió, campeón”, y Wilmer se esconde tras la taza de café “No pasó nada, nada pasó”, pero luego irrumpe en lágrimas, “La maté pero no me acuerdo si fue con un cuchillo o con un bisturí, yo amaba a Jenny, era la madre de mis hijos, no sé qué sucedió, no sé”.
Una comisión de agentes aprehende a Viloria y lo recluye en el calabozo 5 del Distrito de Policía. Los demás presos, al reconocerlo, le manifiestan solidaridades carcelarias: jugo, pan y lamentos humanos. El Piache desecha los obsequios y se aísla en un mutismo inviolable (Quizás gime, quizás evoca. Y toma el bluyín, ata los extremos a los barrotes de la ventana, mete la cabeza por las entrepiernas y se deja caer). Un raro golpeteo determina que los vecinos de celda peguen gritos de alarma, y los custodios acuden y no pueden creer lo que están viendo: El Piache se ha ahorcado con su propio pantalón. 
En la boca de Viloria encuentran pedazos de una fotografía donde está junto a sus niños; en el tórax de El Piache verifican cómo empieza a marchitarse el tatuaje de la bandera nacional. ¡Paz a sus arrestos!


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