Amigos y amigas, ésta es una
transmisión en directo desde la propia vida
(y ausencia) del Piache Viloria, honra del boxeo venezolano, campeón
mundial super pluma y del peso ligero. En la foto de archivo, apreciado público, lo
vemos cuando nació, ¡qué niño más pequeño, qué esmirrio, qué flacura! A la comadrona de La Viga, su pueblo natal,
casi se le salen los ojos de las cuencas al descubrirlo tan menudo, tan frágil,
pero ya crecerá como las ramas y los animales del campo; sus padres lloran, no
de temor sino de contento, porque saben que el crío será fuerte como sus
hermanos, aunque lo asedie la pobreza y habite en un rancho de pocos metros sin
ventanas, a 600 kilómetros de la capital, sí, será fuerte y famoso, se los ha
revelado el pálpito del corazón, y se llamará Wilmer, igual que un popular cantante
de salsa brava, y después, mucho después, le dirán el Piache, el Piache Viloria
para el mundo, el Piache Viloria para el reino de los golpes por doquier.
¡Calma!, no nos adelantemos, no, Wilmer en esta secuencia de la transmisión es
ahora un chiquillo que progresa en músculos y rebeldías: agita las manos contra
los otros, se escapa de las horas de escuela, enjaula a los pájaros libres y se
desvive frente a los programas de televisión. “Wilmer, hijo querido,
compórtate”, lo reprendía su madre sin dejar de acariciarle las greñas del
pelo. ¡Señoras y señores, vamos a unos compromisos de nuestros patrocinantes y
ya volvemos!
Estamos de nuevo con ustedes, damas y
caballeros, para contarles que Wilmer, con inaudito esfuerzo de cerebro, llegó
al primer ciclo de bachillerato, y abandonó los estudios un agosto de grandes
decisiones, con el fin de ayudar a la madre en su frutería del mercado. A los
tempranísimos nueve años empezó el consumo de bebidas alcohólicas (cerveza, ron
y demás productos etílicos y mareantes); y a los once se inició en las drogas,
¡pobre chico mafafeador y huelepega! Sin embargo, como la
vitalidad le continuaba hinchando los pectorales, a los doce años se fantaseó
boxeador y ese espejismo (o ese desvarío) lo condujo hasta el gimnasio municipal,
donde se quedaba a dormir y se estrenó
en el dispendio de puñetazos amateur.
Recordemos
algunos datos, amables tele-leyentes: Wilmer Viloria fue campeón aficionado
durante casi un lustro (Lo llaman “El Aniquilador”, las hembras lo buscan,
conoce la tromba de los aplausos, su mamá deja de vender frutas en el mercado,
se enamora de Jenny y se casa). Estableció, como profesional, la brillante
hazaña de dieciocho victorias consecutivas por KO en el primer round, superando
la marca que el norteamericano Otto Young había obtenido un siglo atrás (Los
periódicos no cesan de alabarlo, “¡Qué fenómeno, qué prodigio!”, Viloria se
estampa un tatuaje multicolor en el pecho con el rostro del Presidente y la bandera
de la nación, su esposa Jenny siempre lo acompaña, procrean dos hijos, Viloria
toma whisky escocés fondo blanco, sufre un accidente en motocicleta y le quedan
punzadas de cráneo y visiones dobles). Viloria hizo trizas al panameño Toco Mosquilla y consiguió el
título superpluma, y tiempo más tarde logró la faja del peso ligero en lucha
contra un nipón que casi se desangró en su esquina (El campeón dice yes ante la posibilidad de cualquier droga; le
gustan los alcoholes de efectos rotundos; sueña dormido o delira despierto que
Jenny lo engaña con su hermano Pedro, el menor de los Viloria). Es encarcelado
por golpear fieramente a Jenny, pero eso lo detallaremos al cabo de los
mensajes comerciales.
Ya
nos encontramos de retorno, señores y señoras. En efecto, el campeón varias
veces aporreó a su madre y a su hermana por discusiones de familia, aunque
después zozobrase en llantos culpables; y últimamente se figuró que Jenny era
su máximo contendor: El Piache cree hallarse en un cuadrilátero universal, oye
la campana, extiende los brazos y salta hacia el enemigo, entonces lanza jabs y
directos sin parar, Jenny retrocede con pánico, Viloria potencia el azote a
través de seguidillas de izquierdas y derechas,, está ciego de furor, Jenny cae
y luego se aferra a unas cuerdas que no existen, tampoco hay quien detenga el
castigo ni tire la toalla de la capitulación, El Piache redobla el swing y los uppercuts, Jenny entorna los ojos y se
desmaya, Viloria es desgraciadamente el campeón (de las violencias maritales).
Un público aterrado y domiciliario guarda silencio. Gendarmes trasladan a
Jenny, en camilla, hasta el hospital, y a El Piache hasta la comisaría. Los
médicos advierten que Jenny presenta muchos hematomas en el cuerpo, costillas
rotas y perforación pulmonar; los agentes señalan que El Piache se muestra
belicoso y pendenciero. Jenny, para absolver a su marido, alega que se cayó por
unas escaleras; El Piache amenaza con golpes a los médicos que dejen filtrar la
noticia verídica; lo arrestan y enseguida se declara alcohólico para que la
justicia benigna lo recluya por cinco días en un hospital desintoxicante.
Planea, bajo la emergencia, irse a Cuba con objetivos de curación, pero como
carece de pasaporte, piensa que debe trasladarse a Caracas y valerse de influencias
en procura del documento.
Con
la rapidez de un huracán de 59 kilos, El Piache Viloria hace las atropelladas
valijas, le comunica a Jenny su decisión, y ambos se montan en la camioneta
Atomic II para efectuar el trayecto de diez horas hasta la capital. Lleva
suficiente coca y litros de vodka no le faltan. La carretera es una larga
víbora de curvas y precipicios que reclama un diestro chofer; y ahí está él, la
gloria de la familia, El Piache del cuadrilátero, para encargarse de la
situación. Y según acostumbra, en cada curva se mete un pase de polvo blanco, y
en cada llanura bebe vodka a pico de botella. Un mareo circular le gana los
primeros cien rounds: el asfalto se ensancha y se acorta, la lejanía no posee
final, diversos automóviles transparentes lo persiguen. Despierta a Jenny y la
insulta, porque comentarios nocturnos ratifican que le ha sido infiel con su
hermano Pedro; Jenny lo escucha y vuelve a dormirse. Más coca y más vodka, la
carretera se llena de autos vidriosos que pretenden sacarlo del camino, una oscuridad
desde el asiento posterior le habla como su madre (“¡Cuídate, mijo!”) y le
acaricia las greñas del pelo. Se detiene en la alcabala de Valencia para
notificarle a los policías, entre un escándalo de alaridos, que muchos carros
los acosan para robarlo o secuestrarlo. Los uniformados, al ver su extraño nerviosismo,
le sugieren un descanso en el Hotel Continente, “cinco estrellas a su orden”.
Vamos a cumplir con algunas pautas publicitarias y en minutos regresamos.
De
vuelta, amigos y amigas, para referirles en este último episodio que el Piache
se halla fuera de órbita: entra al hotel, pide una habitación matrimonial y
alerta a los empleados que detrás las cortinas, sí, detrás de las cortinas, están
los persecutores (“Tres damas y un tipo horrible”). Con Jenny, sube a la pieza
344, e insiste en que la revisen minuciosamente para descartar la presencia de
intrusos (“No hay nadie, señor”, confirma el botones). Ya solos, El Piache abre
la nevera de la habitación y se toma todas las bebidas, habla a gritos,
gesticula, lanza puñetazos de sombra, Jenny lo oye sin contrariarlo, él se
acuesta a su lado, no piensa, no logra fijar los razonamientos, el tiempo se le
desborda en olvidos inmediatos, un sudor –tibio y extraño– le atraviesa la
franela, Jenny no posee miradas para verlo, el silencio ocupa los espacios del
cuarto, entonces El Piache baja al lobby en búsqueda de un café, transpira
torrentes de agua nerviosa, y como lo notan inquieto y con manchas de sangre, le preguntan “Qué ocurrió, campeón”, y Wilmer se
esconde tras la taza de café “No pasó nada, nada pasó”, pero luego irrumpe en
lágrimas, “La maté pero no me acuerdo si fue con un cuchillo o con un bisturí,
yo amaba a Jenny, era la madre de mis hijos, no sé qué sucedió, no sé”.
Una
comisión de agentes aprehende a Viloria y lo recluye en el calabozo 5 del
Distrito de Policía. Los demás presos, al reconocerlo, le manifiestan solidaridades
carcelarias: jugo, pan y lamentos humanos. El Piache desecha los obsequios y se
aísla en un mutismo inviolable (Quizás gime, quizás evoca. Y toma el bluyín, ata
los extremos a los barrotes de la ventana, mete la cabeza por las entrepiernas
y se deja caer). Un raro golpeteo determina que los vecinos de celda peguen
gritos de alarma, y los custodios acuden y no pueden creer lo que están viendo:
El Piache se ha ahorcado con su propio pantalón.
En
la boca de Viloria encuentran pedazos de una fotografía donde está junto a sus niños;
en el tórax de El Piache verifican cómo empieza a marchitarse el tatuaje de la
bandera nacional. ¡Paz a sus arrestos!
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