La
casa colonial es un manchón amarillento rodeado de apamates y bucares.
Aguasanta se llama desde siempre la hacienda, tal vez como mítico homenaje a
las gotas de aguacero y a los ríos cargados de prolífica buenaventura. Pero
Aguasanta fue también nombre de terror y tormento, sinónimo de castigos
sumarios, de terratenientes que decidían vidas o muertes con la sola sentencia
de una voz. Hubo dentro de sus linderos látigo y violencia, vanagloria de
férreas botas, fuego y daga sobre la carne viva.
Don
Esteban Ancízar detentaba por documento y despojos la última propiedad del
fundo. La explotación del café le servía con creces para importar rojas casacas
europeas, tabacos de La Habana, muebles tallados por laboriosos ebanistas
itálicos, y le servía asimismo para desperdigarse en hijos promiscuos e imponer
el orden de sus leyes personales. En las noches de grillos y calores, cuando la
tremolina del sexo le ofuscaba discernimientos, se le veía salir en busca de
forzosas lascivias, “Soy Don Esteban, abran puertas y cerrojos, el más grande
de los Ancízar, dueño de todos los confines, no hay vista para cubrir mis
tierras y mis cielos”.