El escenario aplaca por un momento las
disonancias en furor. Una luz rojiza determina, en el centro, la silueta del
frac alquilado. ¡Señoras y señores!, a continuación el segundo show de la noche
en su American Bar. Aplausos desmedidos, cigarrillos de fulgurantes avispas.
Nuestra estrella invitada no necesita presentación, es Lucyyyy, la Terrífica. Pero
en el American Bar no hay orquesta de pianos y cencerros, sino una rockola
tornasolada y violenta que comienza su guaracha. Tampoco existen cortinas como
en Hollywood, ni registas ni directores de escena. Lucy se toma un ron, piensa
en su abatimiento de vida y se enfrenta al público. Vivas por doquier. El
cuerpo inicia el movimiento y se va enroscando lentamente a esa música que
conoce de antemano. Muslos de calor, furiosas culebras tropicales, sudor de
tambores por dentro. “Dale, mulata, dale”, rugen los espectadores. Sus caderas pueden
remover el mundo, hieratizar los deseos, formar durezas y tiesuras. Cada
contorsión la delimita y aproxima, los demás casi logran tocarla, lustrosidad
de animal escurridizo, cabellos emplumados con olor a naranja, todas las
precisiones anudadas a sus nalgas en fronda; Lucy ya no piensa, ya no ve el
asombro que la rodea, porque sólo quiere despojarse, mostrarse, evidenciar por
fin su pequeño sol de instigaciones. Ahora está desnuda, ausente, girando sobre
sí misma, erecta en la pasión de los testigos. La guaracha desborda las últimas
notas, promontorio de gritos, la luz retrata —antes de desaparecer— un diminuto
terremoto triangular que se afinca en las miradas. Aplausos. De nuevo el frac:
Y esto ha sido todo por esta noche, distinguidos amigos que nos acompañan. Un
vaso roto protesta la impotencia.
Yo
la aguardo entre la niebla de un habano placentero. Sobre la mesa, una engañosa
vela alumbra con su bombilla los agujeros del mantel. Las parejas no quieren
perderse ni un solo estruendo del bolero que prosigue la madrugada del bar, y
por eso confunden sus contornos en la pista. Barullo de besos, destreza de
pasos ebrios, proposiciones indiscretas ante la inminencia de los relojes, arte
y alarde de la nocturnidad. Yo la espero y ella, mientras tanto, quizá se adosa
de nylon las piernas transparentes, se retoca pinturas, saca su lengua frente
al espejo con marco de cartón, ausente de mí, lejana en su lejanía personal. Un
hombre en la barra desequilibra su banquillo de cliente asiduo, y cae con
propios y ajenos improperios. En individual apuesta, juego a que no se levanta,
pero él pronto redescubre el punto estable y ordena otro trago. Alguien a mis
espaldas insulta la existencia, se sofoca, amenaza (obviedades que nadie toma
en justa consideración). Yo la espero y ella, tal vez, revisa pacientemente las
honduras de sus strapless, la medalla sin quilates, los dos crisantemos de
zarcillos; sin duda el espejo le devuelve la figura, junto con un cuartucho
tapizado de antiguos almanaques.