La infructuosa búsqueda de la obra de Walter Pierce
(La historia incompleta de Ur, 1912) lo llevó por una de esas calculadas
casualidades del azar a la casi desconocida librería de la Calle 48. Como
siempre le ocurría —y ello forma parte del mito de los libros perdidos—, el
viejo librero no había oído hablar en su pródiga vida de aquel raro ejemplar.
“No tiene importancia”, quizás le dijo, y comenzó a revisar con estudiado
descuido el caos impreso que se apilaba en el largo laberinto de Persépolis: La
librería de todos.
Centenares de telarañas y
volúmenes se juntaban en los estantes. La luz que salía de la única
claraboya existente apenas le permitió leer los títulos y autores: Pittman,
Anandhava, Rooney, Los tótems de Ce-Kiang, La traición de Gog, El lenguaje
taoísta... todos vergonzosamente ajenos a su pregonada cultura. No quiso
continuar tan desagradable masoquismo del espíritu, y por ello (¿sería en
realidad por ello?) se fijó en la caja con el tigre.
Era una caja como
cualquier otra pero de color de tiempo. Un tigre con descomedidos ojos de
diamante se alzaba sobre unas volutas que simulaban garras. Más bien parecía un
tigre con máscara de tigre. En el centro, las letras difusas de un nombre
indescifrable: Ephphetae. El viejo librero, ante la necesaria pregunta, dejó de
lado los compases de una canción atonal y expresó:
“Ephphetae es un
vocablo arameo que designa un juego tan antiguo como el hombre, los árboles o
los ríos. Podría decirse que es el juego de los juegos. Muchos sucumbieron ante
su encanto, otros —más afortunados— lograron la gloria y el poder. Sus
detractores piensan que encierra un placer maldito; sus defensores (que también
los hay) opinan que en él se resumen los secretos de la vida y la felicidad. Un
libro perdido, como el que usted busca con afán, atribuido a un poeta del
octavo quinquenio del Calendario Tsé, es el primero que habla de las paradojas
del Ephphetae. Después, miles de exégetas han tratado de penetrar con feroz
inutilidad en su lúdica sabiduría”.