Asterio Minotauro olvidó cuántas pieles de
vida abrigan su soledad, ya no sabe el porqué de las palabras en herrumbre ni
la causa de ese verano ocre que le envilece las retinas. Añora su casa (la
otra) con pasadizos perplejos y fértiles
laberintos de libros irreales. Recuerda, en difuminados vestigios, la heroica
acción que opuso a los soles del mundo, las proezas de certero triunfo
personal, la muralla traspuesta donde cayeron los enemigos. Asterio habita,
ahora, dentro de un traje único que se refleja en las vitrinas del centro
comercial, y su fama mediocre vive de preguntas no correspondidas, “¿me
salvarás, me matarás?”. La gente lo elude, con hábil premura, y él llora quizás
de cansancio. Aquellas ínfulas de morir con bronca grandeza quedaron a la
espera de una argucia de tiempo: ficción trascendente, espada liberadora,
internas razones de paz perdurable.
Antes, cinco o cien años antes (es lo mismo), Asterio dedicaba sus
primordiales fruiciones a construir epigramas y a leer infamias cruentas. Sin
embargo, ningún pomposo suceso de letras y ardides era capaz de encresparle las
sobriedades del alma, pues estaba convencido de que su fraterno victimario
llegaría —en el preciso e injusto momento—
para herirlo de radiante posteridad. Se asomaba a la ventana, cada cierto lapso
de pupilas gustativas, a fin de actualizar imágenes lejanas: el himen del cielo
en pugna con el alto deseo de los edificios, las habitadas ojeras de un cerro
estupefacto, el trajín violento de nuestro planeta sublunar. Jamás sintió
medulosas ganas de entregarse a los vicios de la multitud (el amor a ciegas o
el alcohol a gatas, por ejemplo), y prefería oír el chubasco de la noche desde
su fiel encierro. Pero un atardecer de Tauro, la constelación tutelar de su
destino, llegó con el viento la casualidad de una hoja de periódico, y Asterio
quiso empaparse de las últimas negligencias humanas. Un cronista de costumbres
antiguas, suculento en odios y adjetivos, consignaba en un artículo desechable
las modernas pesadillas del Centro Comercial Moeris: “Disparate granítico,
corolario de la imaginación absurda, juego de envite y holocausto…”. Asterio,
con húmedas e inusuales curiosidades, resolvió otorgarse un temerario escape,
una escabrosa pausa para visitar al monstruo de lenguas de hierro y cementos en
emboscada.