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martes, 2 de abril de 2024

ASÍ EN LAS AGUAS

 



El río es una conmoción de líquenes, de hojas turbias, de aguas sobre aguas, de revuelta bulliciosa, de alarma. Viene en exceso, como pedimento de otros cauces y otros ímpetus. Hay que santiguarse para que no nos arrase y envuelva, solicitarle bendiciones, alta clemencia, ayuda, entrañable ayuda, Padre río.

Dicen que se demoró, con empeño de lagunas y acequias, para tomarse el tiempo de las fuerzas que le hacían falta; dicen, comentan, gritan, como si el vocerío exasperado pudiese amainar el miedo, reducir los pavores, volver franca mentira lo palpable. Dicen.

Crecimos a su lado, cual respetuosos arbustos humanos, y todo consistía en tentarlo de buena manera, entenderlo sin prisas, hablarle casi en silencio, mientras nos volcábamos en sus profundidades de algas y de espectros cúbicos. Y teníamos dos territorios: el pueblo donde por final costumbre habitábamos y el que se reflejaba en la iridiscente superficie del río, y en ambos sobrevivíamos con identidad de semejanza: venas compartidas, humo y limo, memoria indisoluble. Esperando, aguardando.

Y crecimos también con una raíz de bosque que nos ataba a las víboras y las arañas, y muy juntos -en calma de animales fraternos- intuíamos el viento circular de los temporales y el sigilo de mayores enemigos. No, nunca pensamos en la huida, porque atrás, atrás e inmensa, la selva siempre se ocuparía de la derrota; y enfrente estaba el agua emplumada para humillarnos. Falso, todas las noches queríamos partir.

(El cadáver llegó desde la ribera opuesta, ¿fue un domingo luego de la misa?, ¿fue un jueves de calores taciturnos? Le acompañaban muchos peces diminutos, que son los guías de los ahogados del mundo; y por sus dientes de oro, sus cadenas y su traje como joya lunar, se notaba que siempre deseó ser un cadáver presumido, una estampa de distinción mortal, un paradigma de la súbita rigidez eterna.)

En la otra orilla existía, o quizás ya no existía, un aluvión de cantinas y petróleo, de música hasta el sol siguiente, de puñales, de mujeres blandas y de un patois traducido a fajos y billetes. Quizás ya nada existía, pero los ancianos lo condenaban con su voces testamentarias, No, no crucen el río, desatrévanse, piénsenlo mil veces por mil veces, detengan el aturdimiento, el atolondramiento, las imprudencias, porque allá sólo encontrarán los malditos signos de la vida. O de la muerte.

(No tenía rostro el cadáver, ni pelo que acicalarse, ni ojos para mirar tanto desconsuelo. Pero sus piernas, en nudos exactos, eran como afirmaciones de antiguas audacias; y sus manos mostraban el suave coraje de los varones vencidos en la sangre del corazón. Cadáver errabundo, cadáver amoroso, cadáver seminal.)

Las noticias propalaban la certeza de lo creíble. Que arriba el río se había salido de madre, que no obedecía a los buenos dioses fluviales, que no dejó pedruscos encima de las piedras, que todo lo llenaba de lutos líquidos. Algunos se hincaron, sin promesas.

(El ahogado, en su leyenda de vanidades, se atusa el bigote y las ganas de que el cielo lo favorezca, y se levanta indemne todavía, colonia Vetiver frente al espejo, traje lumínico, botines para la conquista del son sonoro, la flor de cartas españolas en el bolsillo, el revólver, las ansias, las arrogancias, la suerte  inamovible de quienes se consideran la mitad del centro, la longitud de las desmesuras, el cosmos de pie. Te confiaste, cadáver, te confiaste.)

Los viejos trastocaban ausencias e inundaciones. Aquel año, ¿o sería después?, la fiebre se unió a la lluvia y la lluvia al río y el río a la fiebre. Los árboles se encargaron de mantenernos en guarida de pájaros, hojas comíamos entre oraciones, y el torrente abajo devorándose el ganado, la escuela, las palabras de la Biblia, nadie en la distancia, sólo agua y aguaceros. No, no fue aquel año, seguramente sucedió después, y volverá a ocurrir, está escrito, sellado, lacrado, el Altísimo lo sabe.

(El cadáver, saludable en su vitalidad, se afirma en el riesgo y persigue cualquier devaneo de gusto grato. Soba las cartas, baila con alquimias por dentro, socorre la pasión de las mujeres, dilapida, nombra a los demonios y adversa a los enemigos. ¡De poco te sirvió el revólver, cadáver!)

Los más jóvenes decidieron, en pacto de asamblea, que el ahogado no podía enterrarse fuera de su orilla de entusiasmos, Hay que llevarlo de vuelta, acostarlo como muerto a salvo donde empezó su camino contrario, limpiarle la voluntad, los mordiscos, los estropicios, para que ingrese con alegría al  espacio de los perennes difuntos. Mentira: anhelaban conocer el otro pueblo y la vida y los sorbos de esa vida.

Edificaron  una  embarcación,  los  más  jóvenes,  ataviada  de  fiesta  luctuosa -magnolias en arco, pétalos en nicho-, y junto al cadáver se  hicieron al río. A medida que avanzaban, la corriente enaltecía su caudal de injurias para impedirles el paso.

(El río se alza, se enrosca, se levanta, se solivianta y acomete con vehemencia. Ellos defienden el sitio, no cejan, desaguan, cobran vigor, espíritu de hazañas. El río persevera, reclama lo suyo, brama, vibra, se brota de espumas procaces. Ellos pugnan, impugnan, oponen forcejeos, lidian, oran, soportan el bochorno de lo intolerable. El río se empecina, se robustece, se confirma, se arraiga como una secreción secreta. Ellos y el río, el río y ellos, insolándose bajo la misma soledad.)

Por fin, los más jóvenes descendieron en la otra orilla, con el amable cadáver sobre los hombros, para colocarlo sobre el sepulcro que merecía: la calle principal o  la cantina de puertas abiertas. Pero únicamente encontraron una resaca de cadáveres sin trajes lumínicos, y un lago de tierra porosa y estanques agrios y charcos de muebles inmóviles y un olor que se parecía a todos los olvidos.

Los más jóvenes urgieron devolverse, junto con el hermano cadáver, aunque el río les mostrase sus sogas húmedas. El ahogado no pudo ver el trueno que escindió las aguas, ni los crespos de la resaca, ni el infinito de la hondura.