Frida Kahlo nació en la Casa Azul de Coyoacán, Ciudad de México, y allí transcurrieron sus diversas existencias como sacudidas por rumbos en desconcierto: el accidente que la dejó lisiada, los amores múltiples, la pintura en tono de refugio y torbellino, la nacionalidad mexicana para comprenderla desde las raíces indígenas, un hijo deseado que jamás logró concebir, los padecimientos físicos y el ardor del alma, los centelleos de la política y quizás -según vocearon por lo bajo- el escape definitivo de esta tierra mediante la anuencia de unas pastillas con sobredosis.
Su salud, como pregonan los óleos, recibió los embates de una continua fatalidad: poliomielitis infantil, el accidente de bus contra tranvía que la dejó lisiada, las 32 operaciones posteriores, el martirio de un corsé de yeso, el terrible estiramiento de los músculos vencidos, las fantasmagorías por culpa del insomnio, y el desasosiego con motivo del porvenir.
En el lento proceso de recuperación, Frida se dedicó a pintar (ya una vez lo había intentado sin paciencia), pero lo hizo ahora como orfebre de su propia identidad, retratándose a sí misma con encuadre de tiempo, sufrimientos y tradiciones. Y tal universo propio le permitió vincularse más tarde con los artistas, políticos e intelectuales del momento, en una cadena que la llevó como un milagro de la realidad hasta el inmenso pintor Diego Rivera y también a la militancia en el Partido Comunista Mexicano. Después, por acción de lo ineludible, contrajo matrimonio con Rivera, 21 años mayor que ella, y ambos empezaron un vínculo de signos cambiantes (embarazos, pérdidas, infidelidades mutuas, divorcio, recíproca admiración, fervor más allá de la muerte).
Frida, tal vez como reto a sus problemas físicos, se empeñó en tener hijos, aunque las esperanzas resultaron fallidas. El desvencijo inicial fue en 1930, año de su unión con Diego Rivera, y de ahí adoptó la temática como un símbolo trágico cuya incidencia íntima volcaría en su célebre “Escena sobre aborto en la cama del Henry Ford Hospital” (Detroit, 1932). Este óleo, de los más conocidos, desoladores y terribles de Frida, la refleja desnuda sobre la cama clínica, ensangrentada y llorando, mientras la rodean “Dieguito”, el niño que no nació, muestras fragmentarias de pelvis, columna y caderas rotas, además de elementos simbólicos como la máquina esterilizadora, la orquídea (símbolo sexual) y el caracol (determinante de vida), y como telón de fondo los edificios lejanos e inaprensibles de Detroit.
La artista devino su Casa Azul en un centro irradiador de arte, fraternidad intelectual. y también de relaciones amorosas con más de veinte afectos masculinos y femeninos, entre ellos su médico de cabecera Leo Eloesser; el ideólogo soviético de la Revolución Permanente León Troksky, alojado ahí por un tiempo; la famosa cantautora Chavela Vargas (cuya atracción refirió Frida en misiva al escritor Carlos Pellicer: “extraordinaria lesbiana, se me antojó eróticamente”); y Jacqueline Lamba, pintora y miembro del Movimiento Surrealista, esposa de André Breton, quien por cierto fue también gran admirador de Frida.
A partir de finales de los años 40, empezó a ser reconocida con amplitud. En la Galería de Arte Contemporáneo, de México, se efectuó la única exposición individual de ella en el país, y también se le designó mediante honores oficiales como profesora de la Escuela de Arte La Esmeralda. Por otra parte, participó en importantes exposiciones colectivas del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston, el Museo de Arte de Filadelfia y el Museo Guggenheim en Bilbao.
Más tarde, su salud empezó a resentir los embates definitivos: le amputaron la pierna izquierda por causa de una gangrena, la depresión la condujo a dos intentos de suicidio acompañados de poemas sobre el dolor y la pesadumbre, después la atacó una bronconeumonía que en estado febril la hacía evocar al Angel de la Muerte y también repetir la sentencia escrita en su diario: “Espero alegre la salida, espero no volver jamás”.
El 13 de julio del año 1954, al cabo de un agudo trance febril, dejó este mundo. En el acta, los médicos asentaron: “Magdalena Frida Carmen Kahlo y Calderón, edad 47 años, deceso por flebitis y embolia pulmonar”. Su enfermera no quiso desmentirlos, pero en el envase de remedios faltaba la mitad de las pastillas.
Ahora Frida, eterna en la famosía, recorre el planeta a través de inconmensurables estampas con su mismo rostro, el peñacho en alto y la blusa huipil para que jamás la olvidemos.
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