El escritor se sentó durante muchas horas de
paciencia frente a su máquina Underwood, pero solo obtuvo teclas
enguerrilladas, puros cuentos de Babel, ideas rondándole igual que pájaros
inocuos. ¿Y las musas?, las musas se resistían a comunicarle la gratitud de una
mísera palabra. El escritor cerró los ojos y pensó en Balzac, “qué facilidad
para las novelas por entregas”, “qué humana comedia”, “cuánta prodigiosa
lucidez”, pero a pesar de esas evocaciones la cuartilla seguía tan indemne como
la conciencia de los arcángeles. Recordó también el tiempo perdido de Proust,
“¡carajo, Marcel, ilumíname con tu filigrana de memoria!, ¡sóplame osadas
narraciones, curiosas soledades!”. Nada. Tres silencios de café, tres
cigarrillos de humos mudos.
El artífice rompió la hoja e insertó otra más motivante, para anotar: “Había una vez...”. Sin embargo, no hubo ninguna vez porque los conceptos continuaban aferrados a su invariable intransigencia. “Quizás un trago me cure el entendimiento y me abra la ciencia infusa”. Fracaso total y mareo absoluto.
El artífice rompió la hoja e insertó otra más motivante, para anotar: “Había una vez...”. Sin embargo, no hubo ninguna vez porque los conceptos continuaban aferrados a su invariable intransigencia. “Quizás un trago me cure el entendimiento y me abra la ciencia infusa”. Fracaso total y mareo absoluto.
Salió de paseo citadino con el objeto de refrescar sus penumbras,
y se quitó el sombrero reverencial ante damas esquivas, compró una revista en
esperanto para enterarse menos del mundo, compartió la respiración de cuatro
millones de almas en ahogo, le dio patadas a un perro que tenía cara de
cobarde, siempre pensando en una anécdota favorable para el comienzo de un
relato que marcara hitos antológicos. Con ansias de protesta se incluyó dentro
de la mayoría silenciosa que manifestaba tedios por las calles, y cuando estaba
al borde de pronunciar vehementes discursos contra todos los gobiernos,
comprendió que la marcha era para montarse en el Metro, “un boleto, tenga la
bondad”, y se acomodó en un asiento panorámico, dirección Propatria. Sus
adormecidas fibras nacionalistas vibraron nuevamente ante aquel underground de
murales de Cruz Diez, “qué maravilla”, su admiración se revolucionó a la
francesa frente a la gran obra dirigida por modernos conquistadores gálicos,
“un Métropolitain magnifique”, y coronó su odio al reino inglés mediante frases
sin flema, “nojoda, this is more beautiful...”.
Se sentía, en paradojas, como un astronauta tropical y
subterráneo, como un Julio Verne viajando hacia las estrellas del centro del
planeta; Estación Bellas Artes, y allí subieron tres esculturales chicas
broncíneas, algunos pintores de brocha naïf y dos estudiantes que se herían de
amor mutuo con un beso de bachillerato; Estación La Hoyada, vasto hueco
tecnológico, hendidura en la misma columna vertebral de los milenios, tierraaaa
de Rodrigo de Triana que luego ingirieron gusanos y tractores, y el escritor se
creyó reflexivamente solo pero no era el único: la dama de atrás tejía los
ovillos de su propia odisea y un matrimonio se injuriaba a empellones de
monosílabos; “Se ruega no fumar”, imponía el letrero, y acto seguido rememoró
su postgrado en París: “Défense de fumer”, infumables franchutes, buhardilla
con vista hacia la tumba de Napoleón, dos tumbas en suma, ¡merde!, y después su
estancia de suburbios en New York: “No smoking”, y nada de nada, Whitman
convertido en la poesía de las hamburguesas Mc Donald’s, Satchmo transformado
en cornetazos automovilísticos, mexicanos y pueltorriqueños asociados en estado
de libre pobreza, fin de la beca y go to hell, vuelta al país para enseñar en
una enana escuela de barrio la grandiosa importancia de las lenguas muertas;
Estación Capitolio, ¡oh, regio Parlamento de la democracia!, sede ilustrísima
donde los políticos se gritan solemnes obscenidades en nombre del pueblo, lugar
del espíritu de las leyes aunque muchos repletos senadores pregunten que quién
era el tal Montesquieu; Estación Gato Negro, y el escritor regresó de sus
cavilaciones para fijarse en un hombre de años oscuros y felinos que asesinaba
con pasión estrábica los episodios de un cuento de Poe, y entraron en ese
momento diez infantes de colegio presididos por una maestra (¡a todas luces sin
historia universal!), y penetró además un anciano que a hurtadillas trasegaba
cañaverales de 40 grados; y él, cansado de acontecimientos, se durmió durante
sucesivas estaciones vivaldianas hasta que el conductor anunció el arribo a
Propatria.
Un ajedrez de losas laberínticas lo llevó a la salida. El aire
enjundiaba olores a pomarrosa y a guayabas tiernas, y los árboles —con algazara
de mariposas— parecían risueñas torres embanderadas. Las casas de techos como
fuego enrojecían más sus tejas bajo el aliento cercano de las trinitarias,
mientras las callejuelas en sierpe lamían las últimas claridades de la tarde.
Flores erguidas y ovalados helechos lo acompañaron en la solitaria caminata, y
pudo oír el brevísimo lenguaje de los colibríes, el diálogo opalino de las
libélulas, el bronco aullido del sol; y sus pupilas se llenaron de policromías
y de matices, de fachadas marítimas y de ventanas confidentes; y los portones
de tallas coloniales, remozados por la caudalosa intemperie de los años, se
entreabrían para mostrar zaguanes infinitos, patios de azucenas, corredores
eurítmicos. Se detuvo frente a una casona de calizas alburas, sorprendido por la
perfección de sus altas romanillas, y repentinamente un alborozo de abrazos lo
introdujo en la sala familiar. “¡Hijo, alégrate!, la guerra ha terminado”, dijo don Eutimio, embadurnándolo de felicitaciones, y la tía Avelina se lavó las
manos culinarias para enjugarle las mejillas, “no llores, muchacho, que es hora
de contento”, y allí estaban también sus cinco pequeños hermanos, y Tuti el
perro paramero, y Rita la amiguita de caricias tibias como fogaje, y él se
hurgó en el bolsillo trasero del pantalón (ausente del suceso mundial) para
mostrar el orgullo de su colección de barajitas multicolores y aquel sapo
belfudo que había hallado en la maraña del campo, pero nadie le hizo caso pues
la radio todo lo avasallaba con palomares de noticias y mensajes de paz, y hubo
cañonazos de corchos espumantes y salvas de viñedos del Danubio; y afuera
estallaban canciones y cohetes, risas aliadas y burlas sobre los extintos
bigotes del Führer, y como proseguía sin entender por qué tanto derroche de
jolgorio, por qué tantos delirios de cordialidad, se escondió junto con sus
hermanos en la prohibida biblioteca del viejo, entre volúmenes de Justiniano y
leyes impenetrables, para jugar con piratas y espadas de madera dentro
del fílmico galeón que habían visto una vez en el Cine Rialto; y cuando la
lucha estaba a punto de resolverse en medio de la calavera del palo mayor, don
Eutimio abrió la puerta, y le temblaban las canas de la barba, y sus ojillos de
juez parroquial auguraban sentencias de palmetazos por doquier, y los niños
empalidecieron valentías, “perdón, papá”, pero como el viejo estaba demasiado
gozoso para perseguirlos a través de la docena de habitaciones (y de seguro muy
abrumado de dichas licorosas), sólo les decomisó las armas y les ordenó
rendirse de sueño hasta el día siguiente; y ellos, ya en sus camas, cubiertos
de mantas y de música, escucharon las triunfantes copas de los brindis, y los
“vivas” en yídish del zapatero de la esquina, y la improvisada oratoria
libertaria de Don Eutimio. Lentamente el picó fue apagando sus notas de 78
revoluciones, se disolvieron voces y alegrías, y la noche lo condujo de nuevo
hasta la entrada del Metro.
El escritor no salía de su asombro, ni su asombro salía de él. Se
palpó el lado derecho del corazón y el lado derecho del corazón continuaba en
el mismo sitio de siempre, “menos mal”; reflejó el rostro surcado en los
vidrios del tren y el rostro permanecía intacto de grietas, “estoy idéntico”;
se metió la mano en el bolsillo y el bolsillo le devolvió una colección de
coloreadas barajitas (El Elefante, mamífero del género de los proboscidios; El
Avestruz, ave corredora que vive en África; El Camello, cuadrúpedo
rumiante...), “qué misterioso enredijo”, y al no conseguir explicación alguna
se desmayó de lividez en la Estación Caño Amarillo, para reponerse en la Plaza
Venezuela, cuando una damisela sartreana le pedía respetuosamente que la dejara
sentarse a su lado, “sí, por supuesto”, y las piernas de la recién llegada
empezaron a adherírsele en cada curva, y los
brazos en cada sinuosidad, y los cabellos en cada movimiento, y casi oyó a la
mujer proponerle placeres de quince minutos, “¡mi amor!, en el Hotel La Naranja
me comerás íntegra”, pero justo en el instante lúbrico de decidirlo el vagón se
paró también en la Estación Sabana Grande e ingresaron varios poetas malditos,
con sus alientos de vid y sus desalientos de vida, capas de Lautreamont y
esplines de Baudelaire, y en verso libre desparramaron agonías y tormentos, y
juraron tomar por asalto el mundo, “gota a gota y litro a litro”, y
desaparecieron en Chacaíto, destino final, dispuestos a enfrascarse una
temporada en el infierno de los bares.
Todavía con un aturdimiento en los recuerdos, el escribidor
abandonó el andén. Sentía náuseas existenciales y una especie de revuelta en el
lóbulo de la voluntad. Ventarrones de calofrío interior lo obligaron a acelerar
el paso, aunque pronto se dio cuenta de que era inútil su apuro individual pues
las avenidas poseían aceras mecánicas y rodantes. Alrededor de una moderna
plaza adornada por cascadas de agua o de luz, observó decenas de edificios sin
cimientos que pendían del cielo. Creyó ver innumerables aeroplanos traspasando
las alturas, pero al fijar más la atención verificó que se trataba de seres
humanos con sencillos cohetes pegados a sus espaldas. Detuvo la mirada en el
firmamento, quizás en busca de sacratísimas respuestas, y una cúpula de vidrio
le aumentó un millón de veces el tamaño de la Luna, y distinguió naves de
pasajeros con rutas insólitas: “A la Osa Mayor sin escalas”, “Neptuno directo”,
“Caracas-Marte-Caracas”. A su izquierda, un enorme aviso de rayos láser
proclamaba intermitentemente: “Centro Comercial H. G. Wells”, y al lado otro
que le hacía competencia: “Paseo Huxley”, y los árboles estaban pintados en la
transparencia del aire, y los vestidos unisex tenían escafandra, y los gatos
llevaban lentes y los conejos usaban relojes atómicos; y la gente reía un
minuto y al minuto siguiente lloraba, para conservar el sabio equilibrio de la
conducta; y los niños saboreaban heladas píldoras de Banana Split, y los
adultos ingerían diminutas cápsulas de bistec término medio; y no hacían falta
los periódicos, porque bastaba con sintonizar las noticias en la mente: “Este
año 2124 se realizarán en nuestra galaxia los xcm(n+z) Juegos Deportivos
Inter-Robots; y los ancianos sólo se enfermaban de eternidad, y las parejas
podían escoger sus genes Einstein o sus genes Marx en las vidrieras de las
tiendas; y los políticos se encontraban encarcelados en los anillos de Saturno
para que no contaminasen el ambiente; y entonces dos jóvenes se acercaron y le
transmitieron un saludo de ondas cerebrales: “Hola, somos tus tataranietos,
¿cómo están por allá?”, y él no tuvo que esforzarse en contestar nada porque
todo lo sabían, y los adolescentes agregaron que estudiaban astrogenia sideral
y matemática cuántica y que se graduarían dentro de quinientos lustros-luz, y
poco a poco al escritor se le fue oscureciendo la nitidez de las percepciones y
cayó al suelo con una baja de tensión en la entereza.
De ese limbo alguien lo trasladó a su cuarto, y ahí abrió los ojos
en motín de interrogantes, y le tañían los nervios, y el habla se tragaba las
palabras, y tenía la sien acelerada de espantos, pero luego comprobó que el
verano aún irradiaba calores palpables, y que las sillas se mantenían dóciles,
y que un hambre viva le exigía leoninos alimentos, y logró serenarse para
confesar a la máquina Underwood las incidencias de su primer viaje en el Metro
de Caracas.
1 comentario:
Acabamos de celebrar un homenaje al Ing. José González Lander (1933-2000) artífice del proyecto y ejecución del Metro de Caracas, para develar su nombre en la Galería de Ilustres ingenieros y arquitectos venezolanos en el Colegio de Ingenieros de Venezuela, y aunque no era el foro apropiado, estoy segura de que hubiese rescatado para mis palabras, algunos párrafos de esta maravillosa narración que tan bien ilustra lo que significó el Metro de Caracas hasta para intelectuales como tú.
Gracias por escribir. No dejes de hacerlo...
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