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miércoles, 1 de febrero de 2017

TEMPO PROFUNDO

        El escritor se sentó durante muchas horas de paciencia frente a su máquina Underwood, pero solo obtuvo teclas enguerrilladas, puros cuentos de Babel, ideas rondándole igual que pájaros inocuos. ¿Y las musas?, las musas se resistían a comunicarle la gratitud de una mísera palabra. El escritor cerró los ojos y pensó en Balzac, “qué facilidad para las novelas por entregas”, “qué humana comedia”, “cuánta prodigiosa lucidez”, pero a pesar de esas evocaciones la cuartilla seguía tan indemne como la conciencia de los arcángeles. Recordó también el tiempo perdido de Proust, “¡carajo, Marcel, ilumíname con tu filigrana de memoria!, ¡sóplame osadas narraciones, curiosas soledades!”. Nada. Tres silencios de café, tres cigarrillos de humos mudos.
El artífice rompió la hoja e insertó otra más motivante, para anotar: “Había una vez...”. Sin embargo, no hubo ninguna vez porque los conceptos continuaban aferrados a su invariable intransigencia. “Quizás un trago me cure el entendimiento y me abra la ciencia infusa”. Fracaso total y mareo absoluto. 
Salió de paseo citadino con el objeto de refrescar sus penumbras, y se quitó el sombrero reverencial ante damas esquivas, compró una revista en esperanto para enterarse menos del mundo, compartió la respiración de cuatro millones de almas en ahogo, le dio patadas a un perro que tenía cara de cobarde, siempre pensando en una anécdota favorable para el comienzo de un relato que marcara hitos antológicos. Con ansias de protesta se incluyó dentro de la mayoría silenciosa que manifestaba tedios por las calles, y cuando estaba al borde de pronunciar vehementes discursos contra todos los gobiernos, comprendió que la marcha era para montarse en el Metro, “un boleto, tenga la bondad”, y se acomodó en un asiento panorámico, dirección Propatria. Sus adormecidas fibras nacionalistas vibraron nuevamente ante aquel underground de murales de Cruz Diez, “qué maravilla”, su admiración se revolucionó a la francesa frente a la gran obra dirigida por modernos conquistadores gálicos, “un Métropolitain magnifique”, y coronó su odio al reino inglés mediante frases sin flema, “nojoda, this is more beautiful...”. 
Se sentía, en paradojas, como un astronauta tropical y subterráneo, como un Julio Verne viajando hacia las estrellas del centro del planeta; Estación Bellas Artes, y allí subieron tres esculturales chicas broncíneas, algunos pintores de brocha naïf y dos estudiantes que se herían de amor mutuo con un beso de bachillerato; Estación La Hoyada, vasto hueco tecnológico, hendidura en la misma columna vertebral de los milenios, tierraaaa de Rodrigo de Triana que luego ingirieron gusanos y tractores, y el escritor se creyó reflexivamente solo pero no era el único: la dama de atrás tejía los ovillos de su propia odisea y un matrimonio se injuriaba a empellones de monosílabos; “Se ruega no fumar”, imponía el letrero, y acto seguido rememoró su postgrado en París: “Défense de fumer”, infumables franchutes, buhardilla con vista hacia la tumba de Napoleón, dos tumbas en suma, ¡merde!, y después su estancia de suburbios en New York: “No smoking”, y nada de nada, Whitman convertido en la poesía de las hamburguesas Mc Donald’s, Satchmo transformado en cornetazos automovilísticos, mexicanos y pueltorriqueños asociados en estado de libre pobreza, fin de la beca y go to hell, vuelta al país para enseñar en una enana escuela de barrio la grandiosa importancia de las lenguas muertas; Estación Capitolio, ¡oh, regio Parlamento de la democracia!, sede ilustrísima donde los políticos se gritan solemnes obscenidades en nombre del pueblo, lugar del espíritu de las leyes aunque muchos repletos senadores pregunten que quién era el tal Montesquieu; Estación Gato Negro, y el escritor regresó de sus cavilaciones para fijarse en un hombre de años oscuros y felinos que asesinaba con pasión estrábica los episodios de un cuento de Poe, y entraron en ese momento diez infantes de colegio presididos por una maestra (¡a todas luces sin historia universal!), y penetró además un anciano que a hurtadillas trasegaba cañaverales de 40 grados; y él, cansado de acontecimientos, se durmió durante sucesivas estaciones vivaldianas hasta que el conductor anunció el arribo a Propatria. 
Un ajedrez de losas laberínticas lo llevó a la salida. El aire enjundiaba olores a pomarrosa y a guayabas tiernas, y los árboles —con algazara de mariposas— parecían risueñas torres embanderadas. Las casas de techos como fuego enrojecían más sus tejas bajo el aliento cercano de las trinitarias, mientras las callejuelas en sierpe lamían las últimas claridades de la tarde. Flores erguidas y ovalados helechos lo acompañaron en la solitaria caminata, y pudo oír el brevísimo lenguaje de los colibríes, el diálogo opalino de las libélulas, el bronco aullido del sol; y sus pupilas se llenaron de policromías y de matices, de fachadas marítimas y de ventanas confidentes; y los portones de tallas coloniales, remozados por la caudalosa intemperie de los años, se entreabrían para mostrar zaguanes infinitos, patios de azucenas, corredores eurítmicos. Se detuvo frente a una casona de calizas alburas, sorprendido por la perfección de sus altas romanillas, y repentinamente un alborozo de abrazos lo introdujo en la sala familiar. “¡Hijo, alégrate!, la guerra ha terminado”, dijo don Eutimio, embadurnándolo de felicitaciones, y la tía Avelina se lavó las manos culinarias para enjugarle las mejillas, “no llores, muchacho, que es hora de contento”, y allí estaban también sus cinco pequeños hermanos, y Tuti el perro paramero, y Rita la amiguita de caricias tibias como fogaje, y él se hurgó en el bolsillo trasero del pantalón (ausente del suceso mundial) para mostrar el orgullo de su colección de barajitas multicolores y aquel sapo belfudo que había hallado en la maraña del campo, pero nadie le hizo caso pues la radio todo lo avasallaba con palomares de noticias y mensajes de paz, y hubo cañonazos de corchos espumantes y salvas de viñedos del Danubio; y afuera estallaban canciones y cohetes, risas aliadas y burlas sobre los extintos bigotes del Führer, y como proseguía sin entender por qué tanto derroche de jolgorio, por qué tantos delirios de cordialidad, se escondió junto con sus hermanos en la prohibida biblioteca del viejo, entre volúmenes de Justiniano y leyes impenetrables, para jugar con piratas y  espadas de madera dentro del fílmico galeón que habían visto una vez en el Cine Rialto; y cuando la lucha estaba a punto de resolverse en medio de la calavera del palo mayor, don Eutimio abrió la puerta, y le temblaban las canas de la barba, y sus ojillos de juez parroquial auguraban sentencias de palmetazos por doquier, y los niños empalidecieron valentías, “perdón, papá”, pero como el viejo estaba demasiado gozoso para perseguirlos a través de la docena de habitaciones (y de seguro muy abrumado de dichas licorosas), sólo les decomisó las armas y les ordenó rendirse de sueño hasta el día siguiente; y ellos, ya en sus camas, cubiertos de mantas y de música, escucharon las triunfantes copas de los brindis, y los “vivas” en yídish del zapatero de la esquina, y la improvisada oratoria libertaria de Don Eutimio. Lentamente el picó fue apagando sus notas de 78 revoluciones, se disolvieron voces y alegrías, y la noche lo condujo de nuevo hasta la entrada del Metro. 
El escritor no salía de su asombro, ni su asombro salía de él. Se palpó el lado derecho del corazón y el lado derecho del corazón continuaba en el mismo sitio de siempre, “menos mal”; reflejó el rostro surcado en los vidrios del tren y el rostro permanecía intacto de grietas, “estoy idéntico”; se metió la mano en el bolsillo y el bolsillo le devolvió una colección de coloreadas barajitas (El Elefante, mamífero del género de los proboscidios; El Avestruz, ave corredora que vive en África; El Camello, cuadrúpedo rumiante...), “qué misterioso enredijo”, y al no conseguir explicación alguna se desmayó de lividez en la Estación Caño Amarillo, para reponerse en la Plaza Venezuela, cuando una damisela sartreana le pedía respetuosamente que la dejara sentarse a su lado, “sí, por supuesto”, y las piernas de la recién llegada empezaron a adherírsele en cada curva, y los brazos en cada sinuosidad, y los cabellos en cada movimiento, y casi oyó a la mujer proponerle placeres de quince minutos, “¡mi amor!, en el Hotel La Naranja me comerás íntegra”, pero justo en el instante lúbrico de decidirlo el vagón se paró también en la Estación Sabana Grande e ingresaron varios poetas malditos, con sus alientos de vid y sus desalientos de vida, capas de Lautreamont y esplines de Baudelaire, y en verso libre desparramaron agonías y tormentos, y juraron tomar por asalto el mundo, “gota a gota y litro a litro”, y desaparecieron en Chacaíto, destino final, dispuestos a enfrascarse una temporada en el infierno de los bares. 
Todavía con un aturdimiento en los recuerdos, el escribidor abandonó el andén. Sentía náuseas existenciales y una especie de revuelta en el lóbulo de la voluntad. Ventarrones de calofrío interior lo obligaron a acelerar el paso, aunque pronto se dio cuenta de que era inútil su apuro individual pues las avenidas poseían aceras mecánicas y rodantes. Alrededor de una moderna plaza adornada por cascadas de agua o de luz, observó decenas de edificios sin cimientos que pendían del cielo. Creyó ver innumerables aeroplanos traspasando las alturas, pero al fijar más la atención verificó que se trataba de seres humanos con sencillos cohetes pegados a sus espaldas. Detuvo la mirada en el firmamento, quizás en busca de sacratísimas respuestas, y una cúpula de vidrio le aumentó un millón de veces el tamaño de la Luna, y distinguió naves de pasajeros con rutas insólitas: “A la Osa Mayor sin escalas”, “Neptuno directo”, “Caracas-Marte-Caracas”. A su izquierda, un enorme aviso de rayos láser proclamaba intermitentemente: “Centro Comercial H. G. Wells”, y al lado otro que le hacía competencia: “Paseo Huxley”, y los árboles estaban pintados en la transparencia del aire, y los vestidos unisex tenían escafandra, y los gatos llevaban lentes y los conejos usaban relojes atómicos; y la gente reía un minuto y al minuto siguiente lloraba, para conservar el sabio equilibrio de la conducta; y los niños saboreaban heladas píldoras de Banana Split, y los adultos ingerían diminutas cápsulas de bistec término medio; y no hacían falta los periódicos, porque bastaba con sintonizar las noticias en la mente: “Este año 2124 se realizarán en nuestra galaxia los xcm(n+z) Juegos Deportivos Inter-Robots; y los ancianos sólo se enfermaban de eternidad, y las parejas podían escoger sus genes Einstein o sus genes Marx en las vidrieras de las tiendas; y los políticos se encontraban encarcelados en los anillos de Saturno para que no contaminasen el ambiente; y entonces dos jóvenes se acercaron y le transmitieron un saludo de ondas cerebrales: “Hola, somos tus tataranietos, ¿cómo están por allá?”, y él no tuvo que esforzarse en contestar nada porque todo lo sabían, y los adolescentes agregaron que estudiaban astrogenia sideral y matemática cuántica y que se graduarían dentro de quinientos lustros-luz, y poco a poco al escritor se le fue oscureciendo la nitidez de las percepciones y cayó al suelo con una baja de tensión en la entereza. 
De ese limbo alguien lo trasladó a su cuarto, y ahí abrió los ojos en motín de interrogantes, y le tañían los nervios, y el habla se tragaba las palabras, y tenía la sien acelerada de espantos, pero luego comprobó que el verano aún irradiaba calores palpables, y que las sillas se mantenían dóciles, y que un hambre viva le exigía leoninos alimentos, y logró serenarse para confesar a la máquina Underwood las incidencias de su primer viaje en el Metro de Caracas.



1 comentario:

maripeco dijo...

Acabamos de celebrar un homenaje al Ing. José González Lander (1933-2000) artífice del proyecto y ejecución del Metro de Caracas, para develar su nombre en la Galería de Ilustres ingenieros y arquitectos venezolanos en el Colegio de Ingenieros de Venezuela, y aunque no era el foro apropiado, estoy segura de que hubiese rescatado para mis palabras, algunos párrafos de esta maravillosa narración que tan bien ilustra lo que significó el Metro de Caracas hasta para intelectuales como tú.

Gracias por escribir. No dejes de hacerlo...