La
tarde es de fiesta y el sol augura un cálido tiempo para que todo brille como
aceros templados. En el redondel se mezclan muchos dolores intrínsecos, porque
la muerte siempre está de por medio. Hace años, mi padre cayó en esa procelosa
circunferencia, aunque no sin aplausos. Es lástima que la consagración venga
después de la derrota. Hay que resignarse.
Del
viejo conservo los más puros recuerdos. Puedo ver sus ojos—como si fuera en
este instante— penetrando cada punto de vida. Pretendió sabiduría en el ruedo,
pero otras astucias fueron más poderosas. Afortunadamente, no presencié su
fracaso, tampoco mi madre ni mis pequeños hermanos. Pese a que hemos sido
educados para los terrores festivos, no nos acostumbramos a perder a uno de los
nuestros. Mi padre fue gigante en ternura y severidad, y su fortaleza de ánimo
nos permitió sobrevivir. Por eso hoy, ante el despiadado torneo, me encomiendo
a sus enseñanzas.
Ya
la plaza está casi llena. Observo por una ranura el desbordante color de la
multitud, y sus gritos en zumbido me llegan como advertencia de la enconada
lucha que me aguarda. No estoy inquieto, aunque mis músculos piensen lo
contrario. Detrás de las paredes, escucho las impostoras zetas de los
picadores; ellos no disfrutan con la magnificencia de pases y capotes, sino
solamente con la sangre a borbotones. ¡Quizás cumplen su destino!
Siempre
me ha gustado la música española. Ahora, sin embargo, cuando las notas castizas
se desprenden de la banda municipal, creo oír tétricas marchas funerarias. He
entrevisto, también, ruidosas damas de sombrero o mantón que esperan satisfacer
sadismos ancestrales mediante combates ajenos. Los hombres —menos complicados—
se abruman de manzanilla para que el poderío de los viñedos los ayude a admirar
muertes sin importancia. ¡Así es la vida y así este suceso de arena y oropel!
La
trompeta anuncia la salida. Todo está preparado. Quisiera, en este momento
irreversible, encontrarme de nuevo en mi campo natal para retozar con los
amigos sobre el musgo en ciernes. Quisiera sentir el amoroso tacto de mi madre,
el obediente cariño de mis hermanos...
Debo
entrar al redondel. Me despido de ustedes en la soledad compartida de la
fiesta. A quienes no me conocen, debo decirles, por último, que me llaman “El
Aventurero”, que peso 350 kilos, que nací en la Ganadería El Rodeo y que haré
todo lo posible por morir con dignidad.
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