La originaria
escena de los acontecimientos incluyó a un niño de ocho años con ganas de un
disfraz menos antiguo. O menos desalentador. Esto no agrega ningún ápice a los supuestos
y explicaciones, pero ayuda en la fijación de las huellas vitales: Era la época
de carnaval y Emilio rechazaba su atavío de pirata sin marca de fábrica.
El
infante, a la luz del centelleo televisivo, hubiese querido un atuendo de
prestancia irrebatible. De Tortuga Ninja, por ejemplo. De Robocop o de
Spiderman. Sin embargo, la madre, que no poseía peculio sino buenas
intenciones, resolvió (en un ataque de ingenua iniciativa) confeccionarle ella
misma el disfraz de pirata. Capa negra, camisa azul, bombachos, botas de fieltro
y sombrero de alas extendidas, según el justo modelo de corsario (kitsch) que
su discernimiento le apuntaba. Y la espada de lata, como apresto infaltable, se
debió a la idea de un vecino artesanal.