La originaria
escena de los acontecimientos incluyó a un niño de ocho años con ganas de un
disfraz menos antiguo. O menos desalentador. Esto no agrega ningún ápice a los supuestos
y explicaciones, pero ayuda en la fijación de las huellas vitales: Era la época
de carnaval y Emilio rechazaba su atavío de pirata sin marca de fábrica.
El
infante, a la luz del centelleo televisivo, hubiese querido un atuendo de
prestancia irrebatible. De Tortuga Ninja, por ejemplo. De Robocop o de
Spiderman. Sin embargo, la madre, que no poseía peculio sino buenas
intenciones, resolvió (en un ataque de ingenua iniciativa) confeccionarle ella
misma el disfraz de pirata. Capa negra, camisa azul, bombachos, botas de fieltro
y sombrero de alas extendidas, según el justo modelo de corsario (kitsch) que
su discernimiento le apuntaba. Y la espada de lata, como apresto infaltable, se
debió a la idea de un vecino artesanal.
La
madre, que también efectuaba el rol de padre porque la habían dejado con la
soltería a cuestas y los crespos guindando, llevó de paseo al niño-pirata por
el Bulevar Independencia para que mostrase su disfraz en el certamen atávico
del carnaval. Prisma de resplandor y confeti, serpentinas como derroche de
sábado suntuoso, globos, música, tontos saltimbanquis.
Emilio,
después de breves aspavientos de esgrimista o de filibustero casero, olvidó su
porte y empezó juegos con otros chicos. La mamá, sentada sola en un banco, lo
vigilaba dentro del recuadro óptico que le permitía la distancia, y apenas se
distraía para determinar máscaras y carrozas. Emilio correteaba, Emilio
alborotaba, Emilio brincaba. Súbitamente, en una (in)fracción de segundos, el
niño desapareció del recuadro visual de la madre, y ella dio saltos hasta la
proximidad a fin de buscarlo. Emilio, el pirata, no estaba por ninguna parte.
Los alaridos
de la mamá (plenos de tribulación y catastrófica ansiedad) atravesaron el
bulevar y las esquinas, cambiaron la impaciencia por el nerviosismo, se oyeron en
forma de conmoción y de súplica: la pobre interrogaba, aguantando los sollozos,
si no habían visto a un pequeño pirata que respondía al nombre de Emilio,
“Jugaba, ¡ay Dios!, con otros muchachos, y de repente se me perdió”. Nada,
nada. Ni rastros. Ni datos. Ni referencias. Pero siguió inquiriendo, porque
siempre hay la esperanza de un testigo. Y lo hubo: “Se lo llevó una mujer en un
carro como gris o como verde. Algo le regaló. No sé más”.
En
la prefectura, el policía de turno tomó nota de la llorosa denuncia de la
madre. Y adjuntó al legajo, las señas del plagiado (“Viste disfraz de pirata,
mide metro y medio, estudia cuarto grado, tiene la piel morena y el pelo negro,
no posee cédula de identidad”). El funcionario prometió, con formales asentimientos
de cabeza, que giraría instrucciones de rastreo a todas las ciudades del país.
Entonces la madre se persignó y dijo “Amén”.
Y tanto se persignó y dijo “Amén” que el
tiempo se le volvió una sucesiva costumbre de nostalgias. Miraba a Emilio,
hablaba con Emilio, se veía a su lado en un viaje inacabable alrededor de los
recuerdos (sin Emilio presente, por supuesto). Y en innumerables oportunidades siguió
pistas falsas: alguien telefoneó para decirle que su hijo se encontraba cerca
de San Juan del Estero, y hasta allá partió la infeliz para cerciorarse, in
situ, de la gran falacia. O el amigo que le sopló al oído el hallazgo de un
mocito, con las características de Emilio, por las playas de Mariamo; información
que tampoco resultó marítimamente verídica. O los rumores, cíclicos y
caprichosos, que lo ubicaban en un pueblo andino o en un campamento de minería
ilegal. Patrañas, murmuraciones, enredos que la madre atendía para no morir de
mengua simple.
Los años
(seis, contó ella) se apilaron en los almanaques de la cocina y en las fotos
infantiles de Emilio, sin que hubiese lugar para el olvido. La etérea presencia
del niño llenaba con creces su desaparición, los perros de la calle lo
olisqueaban en el aire y los pájaros se alegraban cuando creían verlo. Y
exactamente a los seis años y dos semanas, de nuevo el susurro: “Un muchacho
que no se llama Emilio, pero que es Emilio, vive en Sabana Seca, número 55,
Estado…”
La
madre subió al autobús con ganas de que el trayecto fuera expreso. El calor encendía
el pavimento, los cerros se alzaban en altibajos de desequilibrio. Por la ventana, miró cómo los poblados se
sustituían unos a otros y cómo las autopistas se angostaban en accesos
primitivos. Aunque tenía hambre, no
quiso distraerse: Sabana Seca la encandilaba de preocupación, y al constatar el
anuncio debía bajarse del autobús.
Letrero
inconfundible, sitio de casas uniformes. Descendió y caminó. A medida que avanzaba, su serenidad
se volvía recelo y agitaciones. Una puerta sucia le mostró el número 55 en signos
ordinarios e inmensos. Dudó para tocar, pero lo hizo. Cuando el muchacho con
acné de efebo y corpulencia de hombre, abrió la cerradura, ella lanzó los
gritos que había ensayado a lo largo de todas sus angustias: “¡Emilio, mi
Emilio, por fin te encuentro, hijo mío, no te imaginas lo que he sufrido,
déjame llenarte de besos!” El adolescente accionó los brazos para entrecerrar la
puerta y contener la intromisión.
Desde del fondo de la vivienda, una mujer en
bata y pantuflas preguntó: “¿Quién está ahí?”
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