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sábado, 8 de abril de 2017

RAPTÓ A NIÑO Y DESPUÉS LO HIZO SU CONCUBINO




 La originaria escena de los acontecimientos incluyó a un niño de ocho años con ganas de un disfraz menos antiguo. O menos desalentador. Esto no agrega ningún ápice a los supuestos y explicaciones, pero ayuda en la fijación de las huellas vitales: Era la época de carnaval y Emilio rechazaba su atavío de pirata sin marca de fábrica.
El infante, a la luz del centelleo televisivo, hubiese querido un atuendo de prestancia irrebatible. De Tortuga Ninja, por ejemplo. De Robocop o de Spiderman. Sin embargo, la madre, que no poseía peculio sino buenas intenciones, resolvió (en un ataque de ingenua iniciativa) confeccionarle ella misma el disfraz de pirata. Capa negra, camisa azul, bombachos, botas de fieltro y sombrero de alas extendidas, según el justo modelo de corsario (kitsch) que su discernimiento le apuntaba. Y la espada de lata, como apresto infaltable, se debió a la idea de un vecino artesanal.

La madre, que también efectuaba el rol de padre porque la habían dejado con la soltería a cuestas y los crespos guindando, llevó de paseo al niño-pirata por el Bulevar Independencia para que mostrase su disfraz en el certamen atávico del carnaval. Prisma de resplandor y confeti, serpentinas como derroche de sábado suntuoso, globos, música, tontos saltimbanquis.
Emilio, después de breves aspavientos de esgrimista o de filibustero casero, olvidó su porte y empezó juegos con otros chicos. La mamá, sentada sola en un banco, lo vigilaba dentro del recuadro óptico que le permitía la distancia, y apenas se distraía para determinar máscaras y carrozas. Emilio correteaba, Emilio alborotaba, Emilio brincaba. Súbitamente, en una (in)fracción de segundos, el niño desapareció del recuadro visual de la madre, y ella dio saltos hasta la proximidad a fin de buscarlo. Emilio, el pirata, no estaba por ninguna parte.
Los alaridos de la mamá (plenos de tribulación y catastrófica ansiedad) atravesaron el bulevar y las esquinas, cambiaron la impaciencia por el nerviosismo, se oyeron en forma de conmoción y de súplica: la pobre interrogaba, aguantando los sollozos, si no habían visto a un pequeño pirata que respondía al nombre de Emilio, “Jugaba, ¡ay Dios!, con otros muchachos, y de repente se me perdió”. Nada, nada. Ni rastros. Ni datos. Ni referencias. Pero siguió inquiriendo, porque siempre hay la esperanza de un testigo. Y lo hubo: “Se lo llevó una mujer en un carro como gris o como verde. Algo le regaló. No sé más”.
En la prefectura, el policía de turno tomó nota de la llorosa denuncia de la madre. Y adjuntó al legajo, las señas del plagiado (“Viste disfraz de pirata, mide metro y medio, estudia cuarto grado, tiene la piel morena y el pelo negro, no posee cédula de identidad”). El funcionario prometió, con formales asentimientos de cabeza, que giraría instrucciones de rastreo a todas las ciudades del país. Entonces la madre se persignó y dijo “Amén”.
 Y tanto se persignó y dijo “Amén” que el tiempo se le volvió una sucesiva costumbre de nostalgias. Miraba a Emilio, hablaba con Emilio, se veía a su lado en un viaje inacabable alrededor de los recuerdos (sin Emilio presente, por supuesto). Y en innumerables oportunidades siguió pistas falsas: alguien telefoneó para decirle que su hijo se encontraba cerca de San Juan del Estero, y hasta allá partió la infeliz para cerciorarse, in situ, de la gran falacia. O el amigo que le sopló al oído el hallazgo de un mocito, con las características de Emilio, por las playas de Mariamo; información que tampoco resultó marítimamente verídica. O los rumores, cíclicos y caprichosos, que lo ubicaban en un pueblo andino o en un campamento de minería ilegal. Patrañas, murmuraciones, enredos que la madre atendía para no morir de mengua simple.
Los años (seis, contó ella) se apilaron en los almanaques de la cocina y en las fotos infantiles de Emilio, sin que hubiese lugar para el olvido. La etérea presencia del niño llenaba con creces su desaparición, los perros de la calle lo olisqueaban en el aire y los pájaros se alegraban cuando creían verlo. Y exactamente a los seis años y dos semanas, de nuevo el susurro: “Un muchacho que no se llama Emilio, pero que es Emilio, vive en Sabana Seca, número 55, Estado…”
La madre subió al autobús con ganas de que el trayecto fuera expreso. El calor encendía el pavimento, los cerros se alzaban en altibajos de desequilibrio.  Por la ventana, miró cómo los poblados se sustituían unos a otros y cómo las autopistas se angostaban en accesos primitivos. Aunque tenía  hambre, no quiso distraerse: Sabana Seca la encandilaba de preocupación, y al constatar el anuncio debía bajarse del autobús.
Letrero inconfundible, sitio de casas uniformes. Descendió  y caminó. A medida que avanzaba, su serenidad se volvía recelo y agitaciones. Una puerta sucia le mostró el número 55 en signos ordinarios e inmensos. Dudó para tocar, pero lo hizo. Cuando el muchacho con acné de efebo y corpulencia de hombre, abrió la cerradura, ella lanzó los gritos que había ensayado a lo largo de todas sus angustias: “¡Emilio, mi Emilio, por fin te encuentro, hijo mío, no te imaginas lo que he sufrido, déjame llenarte de besos!” El adolescente accionó los brazos para entrecerrar la puerta y contener la intromisión.
 Desde del fondo de la vivienda, una mujer en bata y pantuflas preguntó: “¿Quién está ahí?”

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