7:30 am. Romualdo
Acevedo se despertó porque un sol
picante le interceptó la ventana.
7:31 am. La ventana
de una casa sin número en el barrio La Cuchilla, a dos cuadras nomás de la
autopista. A tres kilómetros del cementerio y de la estación de policía. Nomás.
7:33 am. Se limpió
los ojos con unas manos ásperas, broncas. De albañil raso o de mecánico de
autos viejos; es lo mismo a los fines de esta historia de periódico de ayer.
7:34 am. Fue al baño, mudo como siempre. No había
nadie a quien darle los buenos días. La esposa era ya una lápida
con retrato, y los hijos no habitaban con él. Hace tiempo, el tiempo de
estas épocas. Principios del siglo XXI
en los almanaques que obsequian gratis en
la farmacia.
7:40 am. Se afeitó y
lavó pacientemente. Paciencia de 69 años y ocho meses, sosiego por convicción,
lentitud a causa de la artritis crónica. Se vio en el espejo.
7:41 am. El espejo le devolvió una arruga más
sobre la frente. Cada mañana verificaba si poseía nuevos surcos: testarudez de
la edad. Quizás confirmación de viejas vanidades de galán. Palmaditas sobre
las mejillas.
7:50 am. Se sentó a
desayunar. Café sin azúcar, cereal en lugar de pan. Las moscas revoloteaban con
furia y hambre. El sol se había ido del
recuadro de la ventana.
8:00 am. Unos
pantalones de caqui lo aguardaban. Se los puso junto con la guayabera mustia.
Las diligencias tenían relojes precisos, debía acelerar el ritmo.
8:05 am. Sintió,
afuera, el ruido de las motos. Y voces que se deslizaban. Y pasos de zapatos de
goma. Pero no le dio importancia a esa síntesis de la calle.
8:10 am. Abrió la
puerta para enfrentarse a los escalones en descenso. La claridad, enturbiada de
polución, lo obligó a cerrar los párpados. Y cuando vio de nuevo, los tres
estaban ahí. El Mongo, Willy y Angeldarío.
8:11 am. Los tres con
sus motos, los tres y sus perfiles contra el horizonte. “Hola, viejo”, dijo El
Mongo (Romualdo no contestó).
8:12 am. Willy y
Angeldarío callaban. Miraban hacia un
disimulo de líneas imprecisas. El viento
advertía remolinos desde el cielo.
8:13 am. El Mongo empujó a Romualdo. Todos entraron a la casa. El Mongo daba órdenes con los ojos, Willy y Angeldarío obedecían la rutina natural. Asalto sin peligro, estilo libre de azotes de barrio, peaje a cambio de continuar respirando.
8:15 am. Romualdo por fin atrevió las frases, “No tengo plata, llévense lo que quieran”. El Mongo obvió la obviedad y siguió su búsqueda. Willy abrió un escaparate desierto. Angeldarío calculó el precio de un televisor 20´´. Y del equipo de DVD y la cafetera.
8:20 am. El Mongo sentó al viejo en una silla y le amarró las piernas (para evitarle la idea de escaparse). Los otros empezaron a meter los objetos dentro de bolsas plásticas. Blancas, de automercado.
8:25 am. Romualdo,
sin esfuerzo, recordó que los tres azotes
formaban parte de la banda “Los Fijos”. Los conocía desde que eran
chamos e iban a la Escuela 19 de Abril. Y jugaban béisbol en el callejón. Y
fumaban porquerías.
8:28 am. También se
acordó del abuelo de Willy, habían sido compañeros en la recluta militar. Un
tipo simpático y directo. Maracucho, guitarrista. Y le vino a la memoria el
cuerpo de la hermana de Angeldarío: la mejor hembra de por ahí. El Mongo
carecía de familia cercana. Años sabiendo de todo el mundo, escaleras arriba,
escaleras abajo.
8:30 am. Se escuchó
algo en la cuadra. O más allá. El Mongo y Angeldarío fueron en las motos para
ver lo que pasaba. Antes, El Mongo le dijo a Willy: “¡Mosca, chamo, ya
volvemos!”, y Willy respondió con una oscilación de cabeza. Como fastidiado.
8:33 am. Romualdo se
atrevió a los recuerdos: “Willy, yo conocí a tu abuelo y a…” Pero no prosiguió
porque entendió que las palabras no servían para nada. Willy continuaba
registrando las miserias de la habitación.
8:35 am. Willy sintió
ganas de ir al baño. Inodoro en la parte de atrás. Romualdo oyó cuando orinaba.
Con potencia, con ganas contenidas. Y aprovechó
el momento y sacó el celular del bolsillo.
8:36 am. Las aguas de
Willy persistían sobre la losa. Mientras, el temblor de Romualdo pudo escribir
el mensaje de texto: “Banda Mongo me asalta”. Y lo envió a un hijo. Willy abría
el grifo del lavamanos.
8:37 am. El hijo leyó el aviso del padre. Y con susto inmediato telefoneó a la policía. Ocupado, primero; después “Aquí no hay nadie de guardia”. Por fin, tres agentes amigos aceptaron acompañarlo hasta donde vivía el padre. 30 minutos de calor dentro de la patrulla (que sumaron como 30 años deplorables para el hijo de Romualdo).
9:10 aproximadamente.
La puerta no tenía llave. El hijo entró. Los policías lo siguieron. Romualdo
estaba aún amarrado. Ostentaba cinco balazos en la espalda. O seis. La sangre
no permitió la cuenta.
9:20 am. Los agentes reportaron
el homicidio. En la central sabían de El Mongo y su banda de azotes. Una
comisión salió a perseguirlos.
11 am a 2 pm. Acechos, rastreos, seguimiento. Por fin, Angeldarío cayó abatido en los escalones que dan a la autopista. Willy quedó muerto junto a unas bolsas blancas (de automercado) y un televisor roto. El Mongo tampoco logró huir en su motocicleta sin placas.
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