El
empleo, si es que esto llena las condiciones de tal denominación, me produjo
miserables tormentos, pues observaba que otros —menos voluntariosos que yo—
habían escalado niveles intergalácticos y obtenían beneficios de libertad. Mi
ánimo empezó a decaer, mi memoria tuvo lapsus imprevistos, y sólo una fortaleza
cautiva me dotaba de empuje para el ejercicio de subsistir.
Dentro
de los laboratorios de la Estación Silias 2, a la cual pertenezco, no hay
formas de divertimento ni causas alegres. La noche se eclipsa en un cubículo de
neblinas y los días carecen de soles. El futuro contempla su propia dispersión, el presente es
una molécula de luz invariable, y el pasado extiende la cola como un satélite
amargo. Cuando creía que me esperaba el abuso de la soledad, llegó Deimos.
Alta, soberbia y con unas piernas de reflejos metálicos. Desde ese momento,
tal vez signado por el azar cuántico, mi rutinaria labor adoptó el alcance de
una dichosa agonía: sólo perseveraba en la contemplación de la hermosísima
Reguladora de Ámbitos Electroaxiales, y tuve que esforzarme para no manchar
de equivocaciones las normas cotidianas.
Deimos
mostró de inmediato su analítico talento: solucionaba problemas en el golpe de
una idea, variaba el curso de las pautas, modificaba rangos de archivo y de
exclusión, y siempre tenía lúcida la perspicacia para quitarnos el sueño.
Pero no se otorgaba la oportunidad de un despliegue amable, y eso me hacía
sufrir hasta el borde de la ofensa.
Aunque
nunca adoré los escarnios de la poesía, por considerarlos sombras del alma
humana, ocupé muchas horas en sus palabras de disquete, y sentí un fragor
erizado que me iba encadenando a Deimos ("Lumbre que jamás quemó",
"Amour, amour... adieu, prudence", "But love is blind").
El
desquicio produjo en mí una falta de apego a las imprescindibles tareas del
laboratorio. Quería huir, escaparme hacia las dimensiones de cualquier
meteorito con nombre burdo, o hacerme trizas frente a los propios ojos de
Deimos. Nada fue necesario porque la suerte infinitesimal, cuya urdimbre
antes no aceptaba, vino en mi ayuda una tarde de coincidenciales peligros.
Recreo la situación como si todos los alelamientos del pretérito se afinasen en
un cuadro único, y oigo todavía la voz de Deimos solicitando que la
desprendiera de los rayos abrasivos del circuito gamma. Logré interrumpir el
incendio, a fuerza de pequeñas astucias, y ella lo agradeció con una frase
auguriosa: "No lo olvidaré, Fobos".
Utilicé,
luego, el pretexto para acercármele, "¿Te sientes mejor, Deimos?",
pero en ese instante la Supervisora Catódica pasó por nuestro lado y volvió
angustia la posibilidad de comunicación; sin embargo, percibí en Deimos una
hebra de simpatía, una esperanza tímida, un temblor. Y horas después, como
enlace del diálogo interrumpido, Deimos respondió: "Sí, estoy bien".
Por
el solo hecho de esa brevedad cordial, me sumí en alteraciones y abulté el
curso del desespero. ¿De qué forma atraería a Deimos para los mutuos arrojos
del enamoramiento? Pensé en una declaración intempestiva, "Te amo, y
basta", o en un ataque de dulzuras directas, o en requiebros sublimes a
través del holograma láser. Pero mi completa ignorancia amorosa abortó los
planes fantásticos, y me quedé con la sensación de varios aguijones dentro del
alma numérica.
Una
tarde ocurrió lo inesperado. Las lluvias atómicas que frecuentan el mes de
Onixio, tercer período del año según el calendario transorbital, dejó sin
energía nuestros espacios y tuvimos que aferrarnos al descanso. La hermosa
Deimos se ubicó muy a mi izquierda y, aprovechando las invisiones de la
gigantesca máquina, comenzó a rozarme tiernamente. Agradecí sus bríos y empecé
también un juego de explícitas caricias. De nuevo, la Supervisora nos truncó el
gusto cercano.
Ya
las furias estaban abiertas para los derroches, y por eso acometí la valentía
de concretar mis ansias: bajo la quieta nocturnidad me deslicé hacia Deimos.
Ella no dormía. Su mirada se encontraba fija en el atisbo. Le agarré la mano y
subí hasta sus labios. Nos abrazamos con precipitación de pertenencia,
agitados, corporales, enardecidos. Aunque yo no era un magíster en amoríos, el
deseo me señaló las vetas del juntamiento y logré acoples formidables. Deimos
palpitaba y desfallecía para de inmediato reiniciar las vehemencias, como si
el universo diese saltos en su ombligo mágico. La almendra de un hilo mutuo nos
consumió de finales.
El primer encuentro evidenció que nuestros
porvenires se hallaban unidos, y así propiciamos vernos en la extensión del
secreto. Deimos se las arregló para que me transfiriesen a su dependencia,
"¡Fobos es quien mejor maneja los ordenadores de serial!", y entonces
obtuvimos la fortuna de una calurosa aproximación: sobamientos rápidos, besos a
hurtadillas, manoseos furtivos. Pero las ganas nos obligaron a quebrantar las
normas, y poco a poco violentamos el linde concebible. La penetré en mil
secuencias y en distintos antojos, le hurgué el infinito, me adueñé de sus
lutos traseros, lamí sus provocaciones, arriba, abajo, arriba, abajo...
Deimos
aplicó todos los ardides para quedarnos solos. Inventaba faenas
extraordinarias, adulteraba procesos, omitía el apoyo de colaboradores, y aún
evoco, no sin terror, la ocasión en que insertó una tarjeta de simulaciones
bélicas dentro del cerebro de comandos. Mientras los demás se alocaban por el
artificio, nosotros disfrutábamos de la vivencia cuerpo a cuerpo, adelante,
atrás, adelante, atrás...
El
placer cambió a Deimos y le impuso su derrotero de excesos y lascivias. Ella
quería acción a cada minuto, adhesiones súbitas, marañas de lubricidad, sin
importarle el riesgo que corríamos; y en cualquier descuido de la Supervisora,
me obligaba a meterle mi erecto embrollo. Traté de convencerla para que
dominase sus precipitaciones, "¡Estamos marcados, Deimos!", pero fue
inútil. Siguió apostando al sacrilegio.
El
último encuentro aún me agobia de miedos y de tristeza. Ella jadeaba sobre mis
piernas cuando el foco de la máquina central nos descubrió. Una sirena de
alarma hirió el recinto y obturó el sistema de protección. Por los altavoces se
pedía a los gendarmes que nos aprendiesen. Seis, ocho, diez acorazados
cayeron encima de Deimos, y a otros iguales les correspondió sujetarme.
La máquina emitió el veredicto enseguida:
destrucción para Deimos y feroces castigos para mí. No pude oír su amasijo
mortal dentro del cubículo de exterminio, pero sé que me llevó en sus ardores.
Hoy sólo vivo a hierro de recuerdos, a
ensanche de lágrimas de robot.
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