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martes, 28 de febrero de 2017

FOBOS Y DEIMOS

 

     Yo trabajaba en el Laboratorio de Inteligencia Virtual y mi vida se reducía a una simple verificación de conectores suprasensoriales. Cada segundo debía obedecer las órdenes de la computadora central: una tenaz máquina sin espíritu que me dislocaba los motivos de la existencia. Cuando cometía un error, la muy taimada inflamaba sus ojos sensoriales para que empezase de nuevo. Jamás aprendí las venganzas del odio, ¡no estaba en mis principios de dignidad!, pero muchas veces quise romperle la crisma de la pantalla a fin de que se extinguiera con ávida fulguración. Sin embargo, adopté el camino de engañarla mediante ardides que su esquemática sapiencia no podía detectar, y entonces trastocaba los mensajes y se retorcía en una locura inaudita.

     El empleo, si es que esto llena las condiciones de tal denominación, me produjo miserables tormentos, pues observaba que otros —menos voluntariosos que yo— habían escalado niveles intergalácticos y obtenían beneficios de libertad. Mi ánimo empezó a decaer, mi memoria tuvo lapsus imprevistos, y sólo una fortaleza cautiva me dotaba de empuje para el ejercicio de subsistir.
     Dentro de los laboratorios de la Estación Silias 2, a la cual pertenezco, no hay formas de divertimento ni causas alegres. La noche se eclipsa en un cubículo de neblinas y los días carecen de soles. El futuro  contempla su propia dispersión, el presente es una molécula de luz invariable, y el pasado extiende la cola como un satélite amargo. Cuando creía que me esperaba el abuso de la soledad, llegó Deimos. Alta, soberbia y con unas piernas de reflejos metálicos. Desde ese momento, tal vez signado por el azar cuántico, mi rutinaria labor adoptó el alcance de una dichosa agonía: sólo perseveraba en la contemplación de la hermosísima Reguladora de Ámbitos Electroaxiales, y tuve que esforzarme para no manchar de equivocaciones las normas cotidianas.
     Deimos mostró de inmediato su analítico talento: solucionaba problemas en el golpe de una idea, variaba el curso de las pautas, modificaba rangos de archivo y de exclusión, y siempre tenía lúcida la perspicacia para quitarnos el sueño. Pero no se otorgaba la oportunidad de un despliegue amable, y eso me hacía sufrir hasta el borde de la ofensa.
     Aunque nunca adoré los escarnios de la poesía, por considerarlos sombras del alma humana, ocupé muchas horas en sus palabras de disquete, y sentí un fragor erizado que me iba encadenando a Deimos ("Lumbre que jamás quemó", "Amour, amour... adieu, prudence", "But love is blind").
     El desquicio produjo en mí una falta de apego a las imprescindibles tareas del laboratorio. Quería huir, escaparme hacia las dimensiones de cualquier meteorito con nombre burdo, o hacerme trizas frente a los propios ojos de Deimos. Nada fue necesario porque la suerte infinitesimal, cuya urdimbre antes no aceptaba, vino en mi ayuda una tarde de coincidenciales peligros. Recreo la situación como si todos los alelamientos del pretérito se afinasen en un cuadro único, y oigo todavía la voz de Deimos solicitando que la desprendiera de los rayos abrasivos del circuito gamma. Logré interrumpir el incendio, a fuerza de pequeñas astucias, y ella lo agradeció con una frase auguriosa: "No lo olvidaré, Fobos".
     Utilicé, luego, el pretexto para acercármele, "¿Te sientes mejor, Deimos?", pero en ese instante la Supervisora Catódica pasó por nuestro lado y volvió angustia la posibilidad de comunicación; sin embargo, percibí en Deimos una hebra de simpatía, una esperanza tímida, un temblor. Y horas después, como enlace del diálogo interrumpido, Deimos respondió: "Sí, estoy bien".
     Por el solo hecho de esa brevedad cordial, me sumí en alteraciones y abulté el curso del desespero. ¿De qué forma atraería a Deimos para los mutuos arrojos del enamoramiento? Pensé en una declaración intempestiva, "Te amo, y basta", o en un ataque de dulzuras directas, o en requiebros sublimes a través del holograma láser. Pero mi completa ignorancia amorosa abortó los planes fantásticos, y me quedé con la sensación de varios aguijones dentro del alma numérica.
     Una tarde ocurrió lo inesperado. Las lluvias atómicas que frecuentan el mes de Onixio, tercer período del año según el calendario transorbital, dejó sin energía nuestros espacios y tuvimos que aferrarnos al descanso. La hermosa Deimos se ubicó muy a mi izquierda y, aprovechando las invisiones de la gigantesca máquina, comenzó a rozarme tiernamente. Agradecí sus bríos y empecé también un juego de explícitas caricias. De nuevo, la Supervisora nos truncó el gusto cercano.
     Ya las furias estaban abiertas para los derroches, y por eso acometí la valentía de concretar mis ansias: bajo la quieta nocturnidad me deslicé hacia Deimos. Ella no dormía. Su mirada se encontraba fija en el atisbo. Le agarré la mano y subí hasta sus labios. Nos abrazamos con precipitación de pertenencia, agitados, corporales, enardecidos. Aunque yo no era un magíster en amoríos, el deseo me señaló las vetas del juntamiento y logré acoples formidables. Deimos palpitaba y desfallecía para de inmediato reiniciar las vehemencias, como si el universo diese saltos en su ombligo mágico. La almendra de un hilo mutuo nos consumió de finales.
     El primer encuentro evidenció que nuestros porvenires se hallaban unidos, y así propiciamos vernos en la extensión del secreto. Deimos se las arregló para que me transfiriesen a su dependencia, "¡Fobos es quien mejor maneja los ordenadores de serial!", y entonces obtuvimos la fortuna de una calurosa aproximación: sobamientos rápidos, besos a hurtadillas, manoseos furtivos. Pero las ganas nos obligaron a quebrantar las normas, y poco a poco violentamos el linde concebible. La penetré en mil secuencias y en distintos antojos, le hurgué el infinito, me adueñé de sus lutos traseros, lamí sus provocaciones, arriba, abajo, arriba, abajo...
     Deimos aplicó todos los ardides para quedarnos solos. Inventaba faenas extraordinarias, adulteraba procesos, omitía el apoyo de colaboradores, y aún evoco, no sin terror, la ocasión en que insertó una tarjeta de simulaciones bélicas dentro del cerebro de comandos. Mientras los demás se alocaban por el artificio, nosotros disfrutábamos de la vivencia cuerpo a cuerpo, adelante, atrás, adelante, atrás...
     El placer cambió a Deimos y le impuso su derrotero de excesos y lascivias. Ella quería acción a cada minuto, adhesiones súbitas, marañas de lubricidad, sin importarle el riesgo que corríamos; y en cualquier descuido de la Supervisora, me obligaba a meterle mi erecto embrollo. Traté de convencerla para que dominase sus precipitaciones, "¡Estamos marcados, Deimos!", pero fue inútil. Siguió apostando al sacrilegio.
     El último encuentro aún me agobia de miedos y de tristeza. Ella jadeaba sobre mis piernas cuando el foco de la máquina central nos descubrió. Una sirena de alarma hirió el recinto y obturó el sistema de protección. Por los altavoces se pedía a los gendarmes que nos aprendiesen. Seis, ocho, diez acorazados cayeron encima de Deimos, y a otros iguales les correspondió sujetarme.
   La máquina emitió el veredicto enseguida: destrucción para Deimos y feroces castigos para mí. No pude oír su amasijo mortal dentro del cubículo de exterminio, pero sé que me llevó en sus ardores.
       Hoy sólo vivo a hierro de recuerdos, a ensanche de lágrimas de robot. 

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