“¡Malditos carajos revoltosos!”, brama el
General Augusto Torres delante del espejo, mientras la multitud lanza piedras
contra el palacio de gobierno. Pueblo-multitud, estudiantes-multitud,
pobres-multitud. Y el general de cinco estrellas estrelladas se observa las
arrugas que le caminan, como microbios vivos, por su cara de gendarme temible,
aunque jamás detonase un tiro ni una explosión, pues para ello contaba con secuaces,
subalternos y policías.
El espejo le responde:
“¡Tenga cojones, mi general!”, y Torres alega: “cojones poseo, lo que me falta
es tiempo”. Sí, tiempo para guardar en las maletas los títulos valores y las
divisas y los documentos de propiedad, y también los escritos sigilosos a fin
de que no queden huellas de ningún escándalo (“Amado mío, hoy te esperare en el
lugar de siempre”).