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martes, 14 de noviembre de 2017

EPICENTRO DE VARIAS VIDAS




                                                   A  Alí Rodríguez, in memoriam 

El comandante Ulises, barbudo y guerrillero, huye por cuestas y espesuras de los asedios del ejercito. Le acompaña, como una vehemente sombra fiel, su camarada Fabio, hermano desde las aulas de la universidad. Ya no recuerda, ¡poco importa!, los años que lleva en esa utopía de la insurgencia: la consigna es luchar hasta vencer, aunque los cielos sean adversos y en ocasiones sienta que falta mucho aliento para imponerse a los enemigos.  Llueve y no escampa. Cualquier eco determina un alerta, incluso  las gotas de aguacero.

Ulises y Fabio casi no hablan. Saben, desde la intimidad, lo que van a decirse; por ello prefieren los largos silencios, la elipsis de las redundancias, la omisión de las palabras sobrantes. Caminan hace días por la montaña de El Cristo, desde que la reunión del Frente decidió que todos los camaradas se dispersaran para luego reagruparse en la capital. Ulises no estuvo de acuerdo, pensaba que sería dar marcha atrás a las acciones de combate, un repliegue inútil. “¿Inútil?”, vociferaron los demás. “No tenemos municiones ni comida, los contactos de apoyo se han debilitado, el ejército nos rodea y persigue. ¡Ulises, entiende!”. Ulises acató la decisión de la mayoría, Fabio hizo lo mismo, y ambos partieron como inseparables espíritus armados.

La montaña es un áspero verde vegetal que congrega ruidos, intimidaciones y urgencias, pero los dos hombres poseen la astucia de la costumbre y por ello son  como sombras escurridizas que superan abismos y temporales, y mitigan la sed en los manantiales y comen frutos de árboles sin nombre. La trocha los dirige hacia un pueblo de casas desahuciadas, donde subsisten compañeros que pueden procurarles ayuda. No, no hay camino de retorno, los militares forjan atrás bloqueos ineludibles y obtendrían cuantiosas condecoraciones de latón castrense si logran apresarlos (o ajusticiarlos de inmediato). Ulises y Fabio llevan el morral y el fusil sobre la espalda húmeda; Ulises porta un diminuto  radio transistor para oír las noticias.

 En Caracas se celebra el cuatricentenario de la ciudad capital. Durante toda una semana, habrá festejos,  desfiles, ditirambos y boatos. Ya están ahí, por invitación del Presidente de la República, decenas de relumbrosas personalidades del planeta. Caracas destella honores y atributos de existencia, los ciudadanos se consideran parte del encomio de las raíces. El Concejo Municipal, ahíto de banderolas, recibe a Arturo Uslar Pietri en la vetusta edificación que le sirve de sede, y el novelista –asiduo de la orgullosa oratoria– observa al público con pausa histriónica antes de iniciar sus palabras. Ulises, entre breñas, afina la sintonía de la radio para no perderse las menudencias del suceso, mientras Uslar se coloca los anteojos  y lee: “Quieto y vacío estaba el valle en la mañana de la anunciación, firme y alto el limpio cielo azul, cuando el pequeño grupo de hombres armados y de indios desnudos, plantaron el rollo, levantaron el estandarte…” Ulises detiene la marcha, sorbe agua de la cantimplora, estira los músculos, suda humedades esféricas,  escribe algo en el enredijo de su libreta sin apartarse del discurso, “y anunciaron a la inmensa vastedad vacía la voluntad de hacer nación. En la voluta de una nube, alguno miraría la silueta de Santiago, que arrancaba al galope hacia los combates del porvenir…” El comandante Ulises retoma el agobio de la andanza porque siente a lo lejos perros de presa y bullas militares, “Don Diego de Losada, un hidalgo típico de la empresa de las Indias, el 25 de julio de 1567, vestido con sus mejores galas, formada en cuadro la tropa, a caballo, con la espada desnuda, en presencia del escribano, corta ramas, planta el rollo y declara fundada la ciudad de Santiago de León de Caracas”. El auditorio aplaude, lleno de fervores; Fabio se acomoda la oscilación del fusil, Uslar Pietri demuestra su agradecimiento con breves dejos de cabeza, soles alternos brillan en la ciudad y en el monte, Ulises advierte que no hay sendero hacia el pueblo donde les prestarán auxilio y solidaridad, los perros siguen ladrando su saña de colmillos. “Estamos jodidos” murmura el comandante Ulises; el retumbo del  único subalterno le contesta, “sí, estamos jodidos”.

La radio, en directo, efectúa la trasmisión de las conmemoraciones diarias. Ulises camina sobre lajas y pedruscos y se entera de que las Academias están reunidas para homenajear a la insigne Caracas.  “Se da comienzo al acto”, notifica el anciano de mayor rango y librea negra; seguidamente otros longevos protocolares se turnan en el uso del paraninfo. Los adjetivos cabalgan sin recato ni comedimiento, Caracas es “sultana altiva y joya excelsa”, las loas se adornan de ripios y las frases carecen de comas. Ulises sonríe frente a la exaltación de los vocativos, pero la sonrisa no le hace olvidar dónde se encuentra. Los canes de presa ladran rabias hirientes para merecer a sus dueños, se desprenden brozas de un araguaney, los pájaros envuelven el aire con alborotos de sombras. “Apenas quedan cuatro panes  y una lata de sardinas”, apunta Fabio mirando hacia los escombros de la tarde.

Las emisoras difunden a continuación la gala litúrgica que tiene lugar en la Catedral de Caracas. Ulises y Fabio, exhaustos de trajines, descansan con ojos de vigilia y otean desde lejos el pueblo que deberá protegerlos. El Cardenal, flanqueado de arcaicos e ilustrísimos obispos, oficia una misa de acción de gracias por la data fundacional  de la ciudad, y están allí –solemnes,  para escuchar la ceremonia, mientras Ulises se aproxima con sigilo al fraterno poblado. Las campanas de las iglesias caraqueñas repican sus impulsos honoríficos, y en los cuarteles 400 cañonazos dan vítores de trueno a la nueva centuria. Ulises se opone a aceptar la evidencia: de aquel pueblo que les prestaría ayuda, nada más existe la desolación de sus casas muertas y el terror de un reposo sin sobrevivientes. Ulises y Fabio, enmudecidos por las lágrimas, circundan varias sendas para tomar otro rumbo.

El purasangre “Comanche”, veloz enviado de México, cruza a tenso e intenso galope el hipódromo de La Rinconada y gana la copa del Gran Derby Cuatricentenario. Los inagotables locutores alaban la hazaña equina, las gradas rugen sus agitaciones de monstruo público, Ulises afina la sintonía del pequeño radiorreceptor para evitar las interferencias de onda larga. “Si atravesamos la vía norte, podremos reunirnos con los demás compañeros”, dice Fabio como en un acto de reflexión automática; Ulises mueve, afirmativo, la cabeza.

Un jurado internacional escogerá a la Reina de Caracas. El teatro se halla repleto de hombres del gobierno (en traje de focas circunspectas), embajadores de magnas o mínimas naciones, periodistas de pasarela, fotógrafos con cámaras instantáneas y los irreductibles curiosos de siempre. Una docena de muchachas –al borde del llanto victorioso– pugna por la corona de los cuatro siglos. Ulises y Fabio enderezan sus pasos hacia el norte y, venturosamente, no advierten  a las fuerzas enemigas; Fabio, aunque no cree en ninguna de las religiones del mundo, se persigna en alegoría de gratitud. Cada muchacha camina por el escenario, exhibiendo las redondeces y atributos que le dio el país, y responde las vanas preguntas del certamen. El presidente del jurado ruega silencio porque anunciará a la ganadora. Intervalo de nervios, finalistas que se toman de las manos para aguardar el veredicto, expectación ansiosa. “La Reina de Caracas es la señorita…” Aplausos, algarabía genérica, silbidos aprobatorios, flashes eternos. Fabio le comenta a Ulises que conoce al padre de la chica; Ulises se detiene para examinar un mapa. “Vamos bien”, concluye.

Los días se suceden con deferencias y tributos para la vetusta metrópolis, Ulises todo lo capta mediante el radio transistor. Por las avenidas desfilan carrozas de parroquias y organismos en competencia de lisonjas. Ulises y Fabio sortean, a cálculo de mañas, el primer anillo militar y prosiguen su caminata. De las viviendas, renovadas para la ocasión, lanzan trombas de confeti; hay adornos alusivos en los faroles y carteles en las azoteas. Un río turbio y escabroso impide el avance de los dos guerrilleros; “Si no lo pasamos, nos cazará el ejército”, asienta Ulises. “Yo no nado nada”, confiesa el humor de Fabio. La atmósfera se alumbra con un crepúsculo de cohetones y fuegos artificiales, las masas irán a los templetes en las plazas y la gente de importancia al baile en el Gran Salón Venezuela del Círculo Militar. “Siempre existe una salida, debemos encontrarla”, alega Ulises como si meditara en voz compartida; Fabio calla.

Los grupos musicales truenan a lo largo de la ciudad, muchos han acudido de otras partes para la romería. “Por qué no construimos una balsa”, propone Fabio y calla de nuevo. El Círculo Militar, frente al Paseo de Los Próceres, recibe con flores a los invitados y les dona una copa de champán francés, mientras el estricto protocolo festivo los ubica en las mesas. “Bueno, Fabio, empecemos”, determina Ulises, y ambos apilan troncos, arbustos y  lianas para fabricar la barcaza. La orquesta del maestro Billo inaugura el evento con la interpretación de “Bella Caracas”, y enseguida los presentes colman el espacio de baile. Ulises y Fabio actúan con rapidez y poco les falta en la recolección de los materiales que suministra la naturaleza. La festividad derrocha whisky, ritmos, escotes, caballeros de smoking, mesoneros de librea. “Nuestra capital se lo merece todo”, sentencia un burócrata invitado.

Ulises y Fabio terminan la rústica embarcación y después de admirarla  como si fuese una obra para predestinados, se lanzan con ella a los meandros del río. En Caracas, según la radio, están por culminar los actos del festejo: hay conciertos al aire libre y exposiciones de imágenes imponentes. Los dos rebeldes lidian contra las ondas acuosas y las espiras  profundas, y por fin alcanzan la otra orilla. Después, reposan el triunfo sobre un lecho de selva, esconden la balsa y retoman el camino. Es sábado 29 de julio de 1967, principia la noche.

Las radiodifusoras acometen el recuento de la conmemoración, ¡lástima que haya finalizado! Ulises y Fabio vislumbran la presencia  del ejército y aceleran la marcha. Suena en el transistor una cantata de Bach, los perros de presa ladran escarnios de proximidad. Bruscamente, la radio se disloca y paraliza. Fabio inquiere con un gesto; “No sé qué ocurre”, responde Ulises. Los minutos consolidan el silencio, la lejanía. Al compás del asombro, los locutores van revelando la tragedia: un terremoto de 6,5 en la escala de Richter con epicentro marítimo, devastó en 35 segundos la zona este de Caracas y parte del litoral central. Ulises y Fabio, ajenos al cerco de los militares, se sientan sobre unas piedras para enfrentarse al estupor de la noticia. La Cruz Roja calcula más de 300 muertos, alrededor de 3500 heridos y desaparecidos, y enormes pérdidas materiales. Ambos guerrilleros se miran con tribulación de pupilas, los sabuesos extreman sus dientes de batalla, una culebra se agita en medio de la hojarasca. “Las urbanizaciones que sufrieron mayores daños son Altamira y Los Palos Grandes”, determina un periodista; Ulises tiembla en la hondonada del corazón porque su esposa Aurelia y su pequeño hijo Leonardo viven en Los Palos Grandes: décimo piso, número 106, residencias Coral. “No te preocupes, amigo”,  le dice Fabio volteando hacia la lluvia del cielo. Los castrenses estrechan la cercanía, entonan cánticos persecutorios, maldicen en la oscuridad. Cadena nacional: el Gobernador de Caracas habla para lamentar la catástrofe y suministrar la primera lista de víctimas. Ulises oye con nerviosa atención los nombres y lugares; la lista es larga, demoledora, apocalíptica, Ulises no cree lo que escucha, tiembla en  estremecimientos, se asfixia de aires terribles;  el Gobernador  repite, no hay duda posible, Ulises se abruma en un dolor preciso, ¡Amelia y Leonardo están entre los caídos! Su grito único atraviesa la montaña, el camarada Fabio lo abraza en solitario.

 







 

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