A Alí Rodríguez, in memoriam
El comandante Ulises, barbudo y guerrillero, huye por cuestas y espesuras de los asedios del ejercito. Le acompaña, como una vehemente sombra fiel, su camarada Fabio, hermano desde las aulas de la universidad. Ya no recuerda, ¡poco importa!, los años que lleva en esa utopía de la insurgencia: la consigna es luchar hasta vencer, aunque los cielos sean adversos y en ocasiones sienta que falta mucho aliento para imponerse a los enemigos. Llueve y no escampa. Cualquier eco determina un alerta, incluso las gotas de aguacero.
Ulises y Fabio
casi no hablan. Saben, desde la intimidad, lo que van a decirse; por ello
prefieren los largos silencios, la elipsis de las redundancias, la omisión de
las palabras sobrantes. Caminan hace días por la montaña de El Cristo, desde
que la reunión del Frente decidió que todos los camaradas se dispersaran para
luego reagruparse en la capital. Ulises no estuvo de acuerdo, pensaba que sería
dar marcha atrás a las acciones de combate, un repliegue inútil. “¿Inútil?”,
vociferaron los demás. “No tenemos municiones ni comida, los contactos de apoyo
se han debilitado, el ejército nos rodea y persigue. ¡Ulises, entiende!”.
Ulises acató la decisión de la mayoría, Fabio hizo lo mismo, y ambos partieron
como inseparables espíritus armados.
La montaña es un
áspero verde vegetal que congrega ruidos, intimidaciones y urgencias, pero los
dos hombres poseen la astucia de la costumbre y por ello son como sombras
escurridizas que superan abismos y temporales, y mitigan la sed en los
manantiales y comen frutos de árboles sin nombre. La trocha los dirige hacia un
pueblo de casas desahuciadas, donde subsisten compañeros que pueden procurarles
ayuda. No, no hay camino de retorno, los militares forjan atrás bloqueos
ineludibles y obtendrían cuantiosas condecoraciones de latón castrense si
logran apresarlos (o ajusticiarlos de inmediato). Ulises y Fabio llevan el
morral y el fusil sobre la espalda húmeda; Ulises porta un diminuto radio
transistor para oír las noticias.
En Caracas
se celebra el cuatricentenario de la ciudad capital. Durante toda una semana,
habrá festejos, desfiles, ditirambos y boatos. Ya están ahí, por
invitación del Presidente de la República, decenas de relumbrosas
personalidades del planeta. Caracas destella honores y atributos de existencia,
los ciudadanos se consideran parte del encomio de las raíces. El Concejo
Municipal, ahíto de banderolas, recibe a Arturo Uslar Pietri en la vetusta
edificación que le sirve de sede, y el novelista –asiduo de la orgullosa oratoria–
observa al público con pausa histriónica antes de iniciar sus palabras. Ulises,
entre breñas, afina la sintonía de la radio para no perderse las menudencias
del suceso, mientras Uslar se coloca los anteojos y lee: “Quieto y vacío
estaba el valle en la mañana de la anunciación, firme y alto el limpio cielo
azul, cuando el pequeño grupo de hombres armados y de indios desnudos,
plantaron el rollo, levantaron el estandarte…” Ulises detiene la marcha, sorbe
agua de la cantimplora, estira los músculos, suda humedades esféricas,
escribe algo en el enredijo de su libreta sin apartarse del discurso, “y
anunciaron a la inmensa vastedad vacía la voluntad de hacer nación. En la
voluta de una nube, alguno miraría la silueta de Santiago, que arrancaba al
galope hacia los combates del porvenir…” El comandante Ulises retoma el agobio
de la andanza porque siente a lo lejos perros de presa y bullas militares, “Don
Diego de Losada, un hidalgo típico de la empresa de las Indias, el 25 de julio
de 1567, vestido con sus mejores galas, formada en cuadro la tropa, a caballo,
con la espada desnuda, en presencia del escribano, corta ramas, planta el rollo
y declara fundada la ciudad de Santiago de León de Caracas”. El auditorio
aplaude, lleno de fervores; Fabio se acomoda la oscilación del fusil, Uslar
Pietri demuestra su agradecimiento con breves dejos de cabeza, soles alternos
brillan en la ciudad y en el monte, Ulises advierte que no hay sendero hacia el
pueblo donde les prestarán auxilio y solidaridad, los perros siguen ladrando su
saña de colmillos. “Estamos jodidos” murmura el comandante Ulises; el retumbo
del único subalterno le contesta, “sí, estamos jodidos”.
La radio, en
directo, efectúa la trasmisión de las conmemoraciones diarias. Ulises camina
sobre lajas y pedruscos y se entera de que las Academias están reunidas para
homenajear a la insigne Caracas. “Se da comienzo al acto”, notifica el
anciano de mayor rango y librea negra; seguidamente otros longevos protocolares
se turnan en el uso del paraninfo. Los adjetivos cabalgan sin recato ni
comedimiento, Caracas es “sultana altiva y joya excelsa”, las loas se adornan
de ripios y las frases carecen de comas. Ulises sonríe frente a la exaltación
de los vocativos, pero la sonrisa no le hace olvidar dónde se encuentra. Los canes
de presa ladran rabias hirientes para merecer a sus dueños, se desprenden
brozas de un araguaney, los pájaros envuelven el aire con alborotos de sombras.
“Apenas quedan cuatro panes y una lata de sardinas”, apunta Fabio mirando
hacia los escombros de la tarde.
Las emisoras
difunden a continuación la gala litúrgica que tiene lugar en la Catedral de
Caracas. Ulises y Fabio, exhaustos de trajines, descansan con ojos de vigilia y
otean desde lejos el pueblo que deberá protegerlos. El Cardenal, flanqueado de arcaicos
e ilustrísimos obispos, oficia una misa de acción de gracias por la data
fundacional de la ciudad, y están allí –solemnes, para escuchar la
ceremonia, mientras Ulises se aproxima con sigilo al fraterno poblado. Las
campanas de las iglesias caraqueñas repican sus impulsos honoríficos, y en los
cuarteles 400 cañonazos dan vítores de trueno a la nueva centuria. Ulises se
opone a aceptar la evidencia: de aquel pueblo que les prestaría ayuda, nada más
existe la desolación de sus casas muertas y el terror de un reposo sin
sobrevivientes. Ulises y Fabio, enmudecidos por las lágrimas, circundan varias
sendas para tomar otro rumbo.
El purasangre
“Comanche”, veloz enviado de México, cruza a tenso e intenso galope el
hipódromo de La Rinconada y gana la copa del Gran Derby Cuatricentenario. Los
inagotables locutores alaban la hazaña equina, las gradas rugen sus agitaciones
de monstruo público, Ulises afina la sintonía del pequeño radiorreceptor para
evitar las interferencias de onda larga. “Si atravesamos la vía norte, podremos
reunirnos con los demás compañeros”, dice Fabio como en un acto de reflexión
automática; Ulises mueve, afirmativo, la cabeza.
Un jurado
internacional escogerá a la Reina de Caracas. El teatro se halla repleto de
hombres del gobierno (en traje de focas circunspectas), embajadores de magnas o
mínimas naciones, periodistas de pasarela, fotógrafos con cámaras instantáneas
y los irreductibles curiosos de siempre. Una docena de muchachas –al borde del
llanto victorioso– pugna por la corona de los cuatro siglos. Ulises y Fabio
enderezan sus pasos hacia el norte y, venturosamente, no advierten a las
fuerzas enemigas; Fabio, aunque no cree en ninguna de las religiones del mundo,
se persigna en alegoría de gratitud. Cada muchacha camina por el escenario,
exhibiendo las redondeces y atributos que le dio el país, y responde las vanas
preguntas del certamen. El presidente del jurado ruega silencio porque
anunciará a la ganadora. Intervalo de nervios, finalistas que se toman de las
manos para aguardar el veredicto, expectación ansiosa. “La Reina de Caracas es
la señorita…” Aplausos, algarabía genérica, silbidos aprobatorios, flashes
eternos. Fabio le comenta a Ulises que conoce al padre de la chica; Ulises se
detiene para examinar un mapa. “Vamos bien”, concluye.
Los días se
suceden con deferencias y tributos para la vetusta metrópolis, Ulises todo lo
capta mediante el radio transistor. Por las avenidas desfilan carrozas de
parroquias y organismos en competencia de lisonjas. Ulises y Fabio sortean, a
cálculo de mañas, el primer anillo militar y prosiguen su caminata. De las
viviendas, renovadas para la ocasión, lanzan trombas de confeti; hay adornos
alusivos en los faroles y carteles en las azoteas. Un río turbio y escabroso
impide el avance de los dos guerrilleros; “Si no lo pasamos, nos cazará el
ejército”, asienta Ulises. “Yo no nado nada”, confiesa el humor de Fabio. La
atmósfera se alumbra con un crepúsculo de cohetones y fuegos artificiales, las
masas irán a los templetes en las plazas y la gente de importancia al baile en
el Gran Salón Venezuela del Círculo Militar. “Siempre existe una salida,
debemos encontrarla”, alega Ulises como si meditara en voz compartida; Fabio
calla.
Los grupos
musicales truenan a lo largo de la ciudad, muchos han acudido de otras partes
para la romería. “Por qué no construimos una balsa”, propone Fabio y calla de
nuevo. El Círculo Militar, frente al Paseo de Los Próceres, recibe con flores a
los invitados y les dona una copa de champán francés, mientras el estricto
protocolo festivo los ubica en las mesas. “Bueno, Fabio, empecemos”, determina
Ulises, y ambos apilan troncos, arbustos y lianas para fabricar la
barcaza. La orquesta del maestro Billo inaugura el evento con la interpretación
de “Bella Caracas”, y enseguida los presentes colman el espacio de baile.
Ulises y Fabio actúan con rapidez y poco les falta en la recolección de los
materiales que suministra la naturaleza. La festividad derrocha whisky, ritmos,
escotes, caballeros de smoking, mesoneros de librea. “Nuestra capital se lo
merece todo”, sentencia un burócrata invitado.
Ulises y Fabio
terminan la rústica embarcación y después de admirarla como si fuese una
obra para predestinados, se lanzan con ella a los meandros del río. En Caracas,
según la radio, están por culminar los actos del festejo: hay conciertos al
aire libre y exposiciones de imágenes imponentes. Los dos rebeldes lidian
contra las ondas acuosas y las espiras profundas, y por fin alcanzan la
otra orilla. Después, reposan el triunfo sobre un lecho de selva, esconden la
balsa y retoman el camino. Es sábado 29 de julio de 1967, principia la noche.
Las radiodifusoras
acometen el recuento de la conmemoración, ¡lástima que haya finalizado! Ulises
y Fabio vislumbran la presencia del ejército y aceleran la marcha. Suena
en el transistor una cantata de Bach, los perros de presa ladran escarnios de
proximidad. Bruscamente, la radio se disloca y paraliza. Fabio inquiere con un
gesto; “No sé qué ocurre”, responde Ulises. Los minutos consolidan el silencio,
la lejanía. Al compás del asombro, los locutores van revelando la tragedia: un
terremoto de 6,5 en la escala de Richter con epicentro marítimo, devastó en 35
segundos la zona este de Caracas y parte del litoral central. Ulises y Fabio,
ajenos al cerco de los militares, se sientan sobre unas piedras para
enfrentarse al estupor de la noticia. La Cruz Roja calcula más de 300 muertos,
alrededor de 3500 heridos y desaparecidos, y enormes pérdidas materiales. Ambos
guerrilleros se miran con tribulación de pupilas, los sabuesos extreman sus
dientes de batalla, una culebra se agita en medio de la hojarasca. “Las
urbanizaciones que sufrieron mayores daños son Altamira y Los Palos Grandes”,
determina un periodista; Ulises tiembla en la hondonada del corazón porque su
esposa Aurelia y su pequeño hijo Leonardo viven en Los Palos Grandes: décimo
piso, número 106, residencias Coral. “No te preocupes, amigo”, le dice
Fabio volteando hacia la lluvia del cielo. Los castrenses estrechan la
cercanía, entonan cánticos persecutorios, maldicen en la oscuridad. Cadena
nacional: el Gobernador de Caracas habla para lamentar la catástrofe y
suministrar la primera lista de víctimas. Ulises oye con nerviosa atención los
nombres y lugares; la lista es larga, demoledora, apocalíptica, Ulises no cree
lo que escucha, tiembla en estremecimientos, se asfixia de aires
terribles; el Gobernador repite, no hay duda posible, Ulises se
abruma en un dolor preciso, ¡Amelia y Leonardo están entre los caídos! Su grito
único atraviesa la montaña, el camarada Fabio lo abraza en solitario.
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