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jueves, 30 de noviembre de 2017

SEXO SENTIDO

     Maximiano ve, desde su mecedora, cómo la línea del horizonte oscila hacia arriba y hacia abajo, y no logra atrapar el punto eterno, la seguridad de una quieta permanencia: está condenado a la inerte inercia del tiempo, a la cadencia Strauss de una madera de patas curvas, y pensar que yo, Maximiano, morrocoy de cueros escleróticos, potro traqueado por los traumas, caracol de cien mares promiscuos, todavía tengo sangre gruesa en las arterias, potencia para regalar, pene sin pena, verga vergataria que asombraría al más truculento de los marineros del Caribe, y conformarme aquí (¡cuánto deslustre octogenario!) con observar la impetuosa carrera de las niñas de quince años, el brote explosivo de sus senos atómicos, su nalgudo superávit. Quién pudiese llamarlas una por una, ¡chiquita, ven acá!, ¡mucho busto, encantado de conocerte!, y convencerlas luego para que me bajen de esta silla impaciente, ¡así no, doucement!, y procedan luego a despojarme de mi virginidad de viejo, y nos amemos en espeso embrollo de estrías y lisuras, y jueguen —estupendas, toscas e insólitas— a nadar encima de mi tumescencia, y yo empapándome de sus cabellos a contraluz de cielos jóvenes, activando mi próstata jubilada, destilando impulsos de espermatozoides veteranos, ¡carajo, quién pudiera! Siempre los demás me trataron con la distante compostura de una admiración ilímite, "Maximiano Rendón, abogado, doctor en Ciencias Políticas, ministro", sin saber, pendejos, que sólo me interesaba la alevosía del sexo, la encarnizada carne, las magistrales infamias del amor concupiscente, y que todo lo que hice en esta cachonda vida fue corretear tras la sabrosura de muchas hembras, mientras los varones —tan de corbata y tan ingenuos— me planteaban conversaciones de complejísima lógica, y yo los atendía desdoblado en ojos perseguidores de pechos, piernas y otros abombamientos: "¿Qué opina, doctor?", y por cortés esclavitud estaba en la obligación de responder un dislate afín: "Completamente de acuerdo, me parece munífico su criterio", aunque desease en verdad desabotonarme braguetas y prejuicios para emprenderla allí mismo contra las hendijas de mis venerables amigas, las mujeres.
A ellas, hechuras indulgentes y gallardas, debo la conducta siempre erecta que adopté. Otilia me enseñó, en el kindergarten amarillo de mi infancia, la milagrosa conjunción de los tacos y las letras, "te equivocaste, Maxi, huevo no se escribe de esa manera", y después me permitía rozarla con mi pequeña palabra incorrecta, "está mal pero es rico, Maxi", hasta que la maestra nos descubrió en la gramática indisciplina del primer aprendizaje, "¡cerdos!, ¡enfermos!, ¡bestias!", y llegué a la casa con una boleta de citación y una bofetada, y mi padre —agente viajero de marca menor— colmó la sala de un itinerario de sonrisas jactanciosas que casi impidió oír el drama maternal: "¡Coño, lo que nos faltaba, igualito a su papá!". 
Como no me aceptaron de nuevo en la escuela, a causa de aquellas malévolas calificaciones, tuve que resignarme a la atención del corral de las gallinas, y untado de repugnancias arribé a la cruenta edad de los pantalones largos. La fecha allanó mi resolución de escape, pues el viejo —con afecto comprensivo— me montó en su carro Pontiac para que lo ayudara en la faena terrestre de recorrer los parajes cardinales de un amplio mapa comercial, donde vendíamos radios de medio uso y mantas contra los fríos parameros y sortijas de la buenaventura y reconstituyente "Yodotánico" y cualquier maldito bien que sirviese para emitir facturas al contado. "¿Y este muchacho?", inquirían las balzacianas dueñas de unas análogas pensiones de paso; "es mi socio, mi socio", contestaba el viajado agente muy repleto de cervezas, y luego con un guiño y su voz baja me pedía connivencias, "Maximiano, te duermes y jamás ronques", y ya dentro de las piezas compartidas aprendí las veinte lecciones de amor y una pasión desesperada, cuyo autor —mi padre adánico— ilustraba prolijamente con fornicaciones, tactos, contactos, aullidos, ósculos, chupamientos e inverosímiles posiciones de cópula. Sin embargo, no obedecí las recomendaciones paternas porque una luenga pubertad de treinta centímetros me obligó al desacato, y una prístina noche (las otras vendrían después) aproveché que mi progenitor silbaba pesadillas inconmovibles para deslizarme hasta su camastro, y me atreví a subirme sobre la dama de turno, por favor, déjeme hacerlo, y ella —entre sonriente y cautelosa— accedió con un espumarajo de avidez que le bañó la dulcedumbre venusíaca de su monte propio, y mediante unas manos de soltura y juerga me indicó las sendas disolutas, las vías del enviciamiento, la perdición del perverso albedrío, y espasmódicamente callados nos libramos varias veces de los arroyos ocultos y de los temporales deseos, y no continuamos porque los bronquios de mi padre amenazaban a cada rato con su asmático tictac despertador. Jimena, en el desayuno, me sirvió pícaras raciones de caldo retributivo, "para que regreses, carajito", y yo las tomé azorado de conciencia por mi simbólico parricidio.
A partir de aquel momento nuestra peregrinación mercantil me trajo adicionales fascinaciones, porque como buen navegante de tierra firme en cada puerta tenía un amor. Las propietarias de las posadas rivalizaban en agasajos y lisonjas a fin de que las proveyéramos de prácticos contentamientos, y a mi padre le obsequiaban devastadores tarros de Heineken para que más tarde yo lo suplantara en el arte copular. Y él pensaba, dentro de una llana deducción de deber y haber, que el triunfo en los negocios provenía de su versada pericia, sin imaginarse la actividad técnica y furtiva que su hijo desarrollaba. Pero a la postre develó la incógnita y se desveló para siempre: fue en Quebrada Caliente, un pueblo cochambroso y ofuscado donde hasta los zamuros se apareaban a la vista pública. Doña Leticia, patrona del Paradero Invencible, nombre tan motivador como augurante, se esmeró en la preparación de un venado afrodisíaco relleno de ajíes y criadillas, cilantro y perejil, y roció nuestra macha apetencia con caudales de anís y una blusa entreabierta, y en la celebración cantamos percances gardelianos y boleros de Ortiz Tirado, y Leticia "subamos, subamos", y mi padre me recalcó la sempiterna orden de dormirme sin ronquidos, y lo vi luego con su ñinga mohosa tratando de impresionar a la posadera, queriendo revivir antiguas tumefacciones, imposibles cortejos, y cuando hubo soltado su triste sanguaza hundióse en sueños moribundos, y Leticia "ahora tú, ahora tú", y no me quedó alternativa —en defensa del fálico escudo familiar— que demostrarle a aquella relinchona mi gran calibre amatorio, y fueron tales los jaleos, exclamaciones y chirridos que el viejo se despertó; no dijo nada pero sus ojos añil derramaron dos nubes de recriminación. No volvió a hablarme ni a compartir aposentos; y algunos meses después detuvo el Pontiac en medio del asfalto estuoso, y me despidió con gritos de "hasta nunca, vergajo, espera tu castigo".
Hubiera podido escribir en la madurez una fresca novela por entregas bajo el título El joder ejecutivo, basado en las centenares de mujeres que se me entregaron, o quizás un impúdico ensayo sobre el comportamiento del instinto ("De anales, manuales y canales"), pero el tiempo resultó escaso y muy vasta la cola de morenas, zambas, negras, albinas, catiras, catirruanas y catirrucias que aguardaban por mis edulcoraciones. Con observarlas durante un instantáneo lapso, sabía de sus respuestas horizontales: las menudas, por ejemplo, ¡ah, las menudas!, acabarían galvánicas y repetitivas sin ninguna solución de continuidad, mientras las esbeltas serían pausadas en la zambumbia eyaculadora, y así sucedió con la viuda y sus cuatro yeguas adolescentes que me recogieron del abandono con la feroz intención de que yo posteriormente las recogiera a ellas. 
El femíneo quinteto no era un dechado de irrebatible belleza, mas entre todas formaban equipo para complacerme sin mesuras ni vergüenzas; y como se transmitían técnicas de alcoba, pronto convirtiéronse en resabidas expertas sobre mi cuerpo presente. Pese a la satisfacción incondicional, me evadía del blando cerco e iba en captura de disímiles penetraciones. Jamás sintieron celos, pero les dio por la maternidad, vicio que produjo ocho ruines criaturas en constante interrogatorio acerca de cigüeñas y parentescos. El berrinche familiar casi me enfermó de impotencia coeundi y por eso huir con Marcela, la única estéril, a desembarazarnos del caos en ciudades distintas. 
Marcela consiguió empleo a faena completa en un internado para señoritas, y con autorización de la superiora establecimos nuestra isla coital en un cuartucho rodeado de castas aulas. El diablo padre me había puesto en el centro ardiente de la más pasmosa pléyade de capullos, pimpollos, mancebas y chavalas, y tanta finura del infierno no era aliño despreciable. Las mozas, sin embargo, rechazaban mi rústica altivez porque yo no sobrepasaba en sapiencia a un intacto campesino, y prueba reveladora fue que cuando escuché la palabra "paralelepípedo" creí que aludía a un ungüento en beneficio de las erecciones. Me impuse, entonces, el templado reto de superar la situación, y estudié en tortuosa soledad las integrales materias de la primaria galicista y del bachillerato gringo, y a medida progresiva las niñas fueron interesándose por mi aptitud de self made man, "¡Maximiano, léase esto!", "¡Maximiano, dibuje sin copiarse el aparato reproductor masculino!", "¡Maximiano, déjese de chistes subidos y de subirme la falda!". Me adentré también en los resplandores literarios y en sus moldes de conquista: Casanova, el rojinegro Julián Sorel, Petronio el desenvuelto, y ellos guiaron los pasos de mi lávica esperma. No hubo rincón escolar, tejado, laboratorio o patio nocturnal que no sirviese para los placeres refocilantes, y las damitas comenzaron a quererme con locas adicciones, y me pedían en el expreso clímax que declamara trozos del Satiricón o hablara sedativo como el personaje de Stendhal. Mi fama erótico-literaria traspasó las imberbes fronteras del colegio y me vi forzado a ampliar conocimientos porque algunas señoras de versación universitaria deseaban dirimir conmigo cuestiones de alcoba y poesía. La pobre Marcela, ya andrajosa por las angustias, no pudo aguantar la afrenta de encontrarme en mimos de desnudez con sor Catalina, y nos denunció ante la madre regente, "¡venga rápido para que sorprenda a los pecadores!", y yo corrí en cueros asustadizos y nunca más me acerqué al arcoiris de ese olimpo de empalagos. 
Deambulé durante varias semanas y poluciones cual "jodío errante", con el objeto de que nadie me sorprendiera en mi mala fe. Quise evitar coitos incautos, nérveos relajos; y atendiendo una insinuación de mi sesuda testa inferior recurrí a los consejos de Ada Mendible, presidenta de la liga Pro Identidad Nacional, quien estimó propicio enrolarme en su organización como secretario privatísimo. Ella fue la responsable de que obtuviese un par de borlas jurídicas (abogado y doctor), pues no concebía que se le encaramara bramante un improvisado cualquiera. Y por mediación de mi Ada Mendible conocí los furores uterinos de centenas de matronas civilistas y presté asesoría íntima a cuanta empresa mujeril demandó de mis desmanes. El éxito, esa locura de los inocuos, llegó casi sin advertirlo, y me transformé en el libidinoso más respetado del país, y bocas débiles sugirieron mi nombre a sus maridos para todo cargo que significase una tierna cerca- nía, "Maximiano Rendón, procurador, fiscal, ministro", y yo rehusaba entrevistas y tertulias sociales porque mi afincada ambición era hallarme en tálamos ajenos incrustando mi crustáceo. 
La engañosa existencia transcurría con muelle serenidad, con suelta fluidez, como si una vaselina invisible recubriera mis actos y mis antojos, "polvo eres y entre polvos vivirás", y conjeturaba una fornicadora perspectiva de seducciones, y tuve la certidumbre de que en el solar del destino me aguardaba una vagina inmensa y honorífica: la alta magistratura de la República, tangible premio a los macizos servicios desempeñados. Seguro de mi tirante inmortalidad, acepté por breve período nuestra representación diplomática ante un voluptuoso gobierno del Asia, y lo hice con exclusivas ganas de acrecentar secretos orientales, pero de allá me trajeron vuelto un harapo de viruelas, un espectro de poros en ignición, y mi camino se tornó interruptus, y sufrí la agonía de reprimidos priapismos, y las mujeres trocaron sus admiraciones en ascos excelsos, y los abrazos quedaron como hueras fórmulas de esquelas por correo, y toda la infinitud se redujo a este exilio de mecedora y hospital, a este vaivén Strauss que no logra aprisionar el horizonte, y por treguas del azar he coincidido aquí con mi centurio padre, y a dúo amistoso gritamos: ¡por favor, niñas! venid a nosotros, somos los Rendón, vergas vergatarias, asombro de los marineros del Caribe.

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