Maximiano ve, desde
su mecedora, cómo la línea del horizonte oscila hacia arriba y hacia abajo, y
no logra atrapar el punto eterno, la seguridad de una quieta permanencia: está
condenado a la inerte inercia del tiempo, a la cadencia Strauss de una madera
de patas curvas, y pensar que yo, Maximiano, morrocoy de cueros escleróticos,
potro traqueado por los traumas, caracol de cien mares promiscuos, todavía
tengo sangre gruesa en las arterias, potencia para regalar, pene sin pena,
verga vergataria que asombraría al más truculento de los marineros del Caribe,
y conformarme aquí (¡cuánto deslustre octogenario!) con observar la impetuosa
carrera de las niñas de quince años, el brote explosivo de sus senos atómicos,
su nalgudo superávit. Quién pudiese llamarlas una por una, ¡chiquita, ven acá!,
¡mucho busto, encantado de conocerte!, y convencerlas luego para que me bajen
de esta silla impaciente, ¡así no, doucement!, y procedan luego a despojarme de mi virginidad
de viejo, y nos amemos en espeso embrollo de estrías y lisuras, y jueguen
—estupendas, toscas e insólitas— a nadar encima de mi tumescencia, y yo
empapándome de sus cabellos a contraluz de cielos
jóvenes, activando mi próstata jubilada, destilando impulsos de espermatozoides
veteranos, ¡carajo, quién pudiera! Siempre los demás me trataron con la
distante compostura de una admiración ilímite, "Maximiano Rendón, abogado,
doctor en Ciencias Políticas, ministro", sin saber, pendejos, que sólo me
interesaba la alevosía del sexo, la encarnizada carne, las magistrales infamias
del amor concupiscente, y que todo lo que hice en esta cachonda vida fue
corretear tras la sabrosura de muchas hembras, mientras los varones —tan de
corbata y tan ingenuos— me planteaban conversaciones de complejísima lógica, y
yo los atendía desdoblado en ojos perseguidores de pechos, piernas y otros
abombamientos: "¿Qué opina, doctor?", y por cortés esclavitud estaba
en la obligación de responder un dislate afín: "Completamente de acuerdo,
me parece munífico su criterio", aunque desease en verdad desabotonarme
braguetas y prejuicios para emprenderla allí mismo contra las hendijas de mis
venerables amigas, las mujeres.
A ellas, hechuras indulgentes y gallardas, debo la conducta siempre erecta que adopté.
Otilia me enseñó, en el kindergarten amarillo
de mi infancia, la milagrosa conjunción de los tacos y las letras, "te
equivocaste, Maxi, huevo no se escribe de esa manera", y después me
permitía rozarla con mi pequeña palabra incorrecta, "está mal pero es
rico, Maxi", hasta que la maestra nos descubrió en la gramática
indisciplina del primer aprendizaje, "¡cerdos!, ¡enfermos!,
¡bestias!", y llegué a la casa con una boleta de citación y una bofetada,
y mi padre —agente viajero de marca menor— colmó la sala de un itinerario de
sonrisas jactanciosas que casi impidió oír el drama maternal: "¡Coño, lo
que nos faltaba, igualito a su papá!".
Como
no me aceptaron de nuevo en la escuela, a causa de aquellas malévolas
calificaciones, tuve que resignarme a la atención del corral de las gallinas, y
untado de repugnancias arribé a la cruenta edad de los pantalones largos. La
fecha allanó mi resolución de escape, pues el viejo —con afecto comprensivo— me
montó en su carro Pontiac para que lo ayudara en la faena terrestre de recorrer
los parajes cardinales de un amplio mapa comercial, donde vendíamos radios de
medio uso y mantas contra los fríos parameros y sortijas de la buenaventura y
reconstituyente "Yodotánico" y cualquier maldito bien que sirviese para
emitir facturas al contado. "¿Y este muchacho?", inquirían las
balzacianas dueñas de unas análogas pensiones de paso; "es mi socio, mi
socio", contestaba el viajado agente muy repleto de cervezas, y luego con
un guiño y su voz baja me pedía connivencias, "Maximiano, te duermes y
jamás ronques", y ya dentro de las piezas compartidas aprendí las veinte
lecciones de amor y una pasión desesperada, cuyo autor —mi padre adánico—
ilustraba prolijamente con fornicaciones, tactos, contactos, aullidos, ósculos,
chupamientos e inverosímiles posiciones de cópula. Sin embargo, no obedecí las
recomendaciones paternas porque una luenga pubertad de treinta centímetros me
obligó al desacato, y una prístina noche (las otras vendrían después) aproveché
que mi progenitor silbaba pesadillas inconmovibles para deslizarme hasta su
camastro, y me atreví a subirme sobre la dama de turno, por favor, déjeme
hacerlo, y ella —entre sonriente y cautelosa— accedió con un espumarajo de
avidez que le bañó la dulcedumbre venusíaca de su monte propio, y mediante unas
manos de soltura y juerga me indicó las sendas disolutas, las vías del
enviciamiento, la perdición del perverso albedrío, y espasmódicamente callados
nos libramos varias veces de los arroyos ocultos y de los temporales deseos, y
no continuamos porque los bronquios de mi padre amenazaban a cada rato con su
asmático tictac despertador. Jimena, en el desayuno, me sirvió pícaras raciones
de caldo retributivo, "para que regreses, carajito", y yo las tomé
azorado de conciencia por mi simbólico parricidio.
A
partir de aquel momento nuestra peregrinación mercantil me trajo adicionales
fascinaciones, porque como buen navegante de tierra firme en cada puerta tenía
un amor. Las propietarias de las posadas rivalizaban en agasajos y lisonjas a
fin de que las proveyéramos de prácticos contentamientos, y a mi padre le
obsequiaban devastadores tarros de Heineken para que más tarde yo lo suplantara
en el arte copular. Y él pensaba, dentro de una llana deducción de deber y
haber, que el triunfo en los negocios provenía de su versada pericia, sin
imaginarse la actividad técnica y furtiva que su hijo desarrollaba. Pero a la
postre develó la incógnita y se desveló para siempre: fue en Quebrada Caliente,
un pueblo cochambroso y ofuscado donde hasta los zamuros se apareaban a la
vista pública. Doña Leticia, patrona del Paradero Invencible, nombre tan
motivador como augurante, se esmeró en la preparación de un venado afrodisíaco
relleno de ajíes y criadillas, cilantro y perejil, y roció nuestra macha
apetencia con caudales de anís y una blusa entreabierta, y en la celebración
cantamos percances gardelianos y boleros de Ortiz Tirado, y Leticia
"subamos, subamos", y mi padre me recalcó la sempiterna orden de
dormirme sin ronquidos, y lo vi luego con su ñinga mohosa tratando de
impresionar a la posadera, queriendo revivir antiguas tumefacciones, imposibles
cortejos, y cuando hubo soltado su triste sanguaza hundióse en sueños
moribundos, y Leticia "ahora tú, ahora tú", y no me quedó alternativa
—en defensa del fálico escudo familiar— que demostrarle a aquella relinchona mi
gran calibre amatorio, y fueron tales los jaleos, exclamaciones y chirridos que
el viejo se despertó; no dijo nada pero sus ojos añil derramaron dos nubes de
recriminación. No volvió a hablarme ni a compartir aposentos; y algunos meses
después detuvo el Pontiac en medio del asfalto estuoso, y me despidió con
gritos de "hasta nunca, vergajo, espera tu castigo".
Hubiera
podido escribir en la madurez una fresca novela por entregas bajo el título El joder ejecutivo, basado en las centenares de mujeres que se me
entregaron, o quizás un impúdico ensayo sobre el comportamiento del instinto
("De anales, manuales y canales"), pero el tiempo resultó escaso y
muy vasta la cola de morenas, zambas, negras, albinas, catiras, catirruanas y
catirrucias que aguardaban por mis edulcoraciones. Con observarlas durante un
instantáneo lapso, sabía de sus respuestas horizontales: las menudas, por
ejemplo, ¡ah, las menudas!, acabarían galvánicas y repetitivas sin ninguna
solución de continuidad, mientras las esbeltas serían pausadas en la zambumbia
eyaculadora, y así sucedió con la viuda y sus cuatro yeguas adolescentes que me
recogieron del abandono con la feroz intención de que yo posteriormente las
recogiera a ellas.
El
femíneo quinteto no era un dechado de irrebatible belleza, mas entre todas
formaban equipo para complacerme sin mesuras ni vergüenzas; y como se
transmitían técnicas de alcoba, pronto convirtiéronse en resabidas expertas
sobre mi cuerpo presente. Pese a la satisfacción incondicional, me evadía del
blando cerco e iba en captura de disímiles penetraciones. Jamás sintieron
celos, pero les dio por la maternidad, vicio que produjo ocho ruines criaturas
en constante interrogatorio acerca de cigüeñas y parentescos. El berrinche
familiar casi me enfermó de impotencia coeundi y
por eso huir con Marcela, la única estéril, a desembarazarnos del caos en
ciudades distintas.
Marcela
consiguió empleo a faena completa en un internado para señoritas, y con
autorización de la superiora establecimos nuestra isla coital en un cuartucho
rodeado de castas aulas. El diablo padre me había puesto en el centro ardiente
de la más pasmosa pléyade de capullos, pimpollos, mancebas y chavalas, y tanta
finura del infierno no era aliño despreciable. Las mozas, sin embargo,
rechazaban mi rústica altivez porque yo no sobrepasaba en sapiencia a un
intacto campesino, y prueba reveladora fue que cuando escuché la palabra
"paralelepípedo" creí que aludía a un ungüento en beneficio de las
erecciones. Me impuse, entonces, el templado reto de superar la situación, y
estudié en tortuosa soledad las integrales materias de la primaria galicista y del
bachillerato gringo, y a medida progresiva las niñas fueron interesándose por
mi aptitud de self made man,
"¡Maximiano, léase esto!", "¡Maximiano, dibuje sin copiarse el
aparato reproductor masculino!", "¡Maximiano, déjese de chistes
subidos y de subirme la falda!". Me adentré también en los resplandores
literarios y en sus moldes de conquista: Casanova, el rojinegro Julián Sorel,
Petronio el desenvuelto, y ellos guiaron los pasos de mi lávica esperma. No
hubo rincón escolar, tejado, laboratorio o patio nocturnal que no sirviese para
los placeres refocilantes, y las damitas comenzaron a quererme con locas
adicciones, y me pedían en el expreso clímax que declamara trozos del Satiricón
o hablara sedativo como el personaje de Stendhal. Mi fama erótico-literaria
traspasó las imberbes fronteras del colegio y me vi forzado a ampliar
conocimientos porque algunas señoras de versación universitaria deseaban
dirimir conmigo cuestiones de alcoba y poesía. La pobre Marcela, ya andrajosa
por las angustias, no pudo aguantar la afrenta de encontrarme en mimos de
desnudez con sor Catalina, y nos denunció ante la madre regente, "¡venga
rápido para que sorprenda a los pecadores!", y yo corrí en cueros
asustadizos y nunca más me acerqué al arcoiris de ese olimpo de empalagos.
Deambulé
durante varias semanas y poluciones cual "jodío errante", con el
objeto de que nadie me sorprendiera en mi mala fe. Quise evitar coitos
incautos, nérveos relajos; y atendiendo una insinuación de mi sesuda testa
inferior recurrí a los consejos de Ada Mendible, presidenta de la liga Pro
Identidad Nacional, quien estimó propicio enrolarme en su organización como
secretario privatísimo. Ella fue la responsable de que obtuviese un par de
borlas jurídicas (abogado y doctor), pues no concebía que se le encaramara bramante
un improvisado cualquiera. Y por mediación de mi Ada Mendible conocí los
furores uterinos de centenas de matronas civilistas y presté asesoría íntima a
cuanta empresa mujeril demandó de mis desmanes. El éxito, esa locura de los
inocuos, llegó casi sin advertirlo, y me transformé en el libidinoso más
respetado del país, y bocas débiles sugirieron mi nombre a sus maridos para
todo cargo que significase una tierna cerca- nía, "Maximiano Rendón,
procurador, fiscal, ministro", y yo rehusaba entrevistas y tertulias
sociales porque mi afincada ambición era hallarme en tálamos ajenos incrustando
mi crustáceo.
La
engañosa existencia transcurría con muelle serenidad, con suelta fluidez, como
si una vaselina invisible recubriera mis actos y mis antojos, "polvo eres
y entre polvos vivirás", y conjeturaba una fornicadora perspectiva de
seducciones, y tuve la certidumbre de que en el solar del destino me aguardaba
una vagina inmensa y honorífica: la alta magistratura de la República, tangible
premio a los macizos servicios desempeñados. Seguro de mi tirante inmortalidad,
acepté por breve período nuestra representación diplomática ante un voluptuoso
gobierno del Asia, y lo hice con exclusivas ganas de acrecentar secretos
orientales, pero de allá me trajeron vuelto un harapo de viruelas, un espectro
de poros en ignición, y mi camino se tornó interruptus, y sufrí la agonía de reprimidos priapismos, y las
mujeres trocaron sus admiraciones en ascos excelsos, y los abrazos quedaron
como hueras fórmulas de esquelas por correo, y toda la infinitud se redujo a
este exilio de mecedora y hospital, a este vaivén Strauss que no logra
aprisionar el horizonte, y por treguas del azar he coincidido aquí con mi
centurio padre, y a dúo amistoso gritamos: ¡por favor, niñas! venid a nosotros,
somos los Rendón, vergas vergatarias, asombro de los marineros del Caribe.
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