Revisó el buzón de correos y su éxtasis se
materializó en una alegría casi de llanto: por fin la Academia de
Investigadores Privados, de Miami, USA, se dignaba a enviarle el honroso título,
“Otorgamos el presente diploma a Abelardo Ramírez que ha terminado sus estudios
con méritos cum laude, autorizándolo al ejercicio de la profesión de detective,
sujeto a las limitaciones jurídicas de aplicabilidad nacional e internacional”
(firma ilegible y sello húmedo en forma de triángulo con el slogan No hay delitos sin culpables sino malos
pesquisas). ¡Negocio de gusanos en emigración, sin duda!
Fueron meses de atenta espera, luego de un asiduo intercambio de
cheques y manuales por correspondencia, pero valió la pena porque así podía
abandonar la oficina contable, los números en simulacro de avispas, los regaños
del jefe, sus agruras de hígado marchito; valió la pena, aunque hubiera gastado
ahorros y desvelos averiguando en tesis de multígrafo quién era el asesino.
Orgulloso y solemne, fijó copia del diploma en la puerta del
apartamento (un revoltijo ejemplar), se vistió con el terno todo negro como el
que usaba Humphrey Bogart en el Halcón Maltés, organizó los libros de sus
autores policiales favoritos en las estanterías de la biblioteca (Ágatha
Christie, Simenon, Conan Doyle), desempolvó una prehistórica arma italiana que
heredara del caos ancestral, montó los pies encima del escritorio y aguardó
-siempre tras las volutas de una pipa febril- que alguien acudiese a requerirle
sus servicios detectivescos.
Abelardo Ramírez experimentó algo análogo a la repugnancia del
fastidio: se dormitaba, se paraba, se rascaba el cráneo por causa de un escozor
invisible, volvía a sentarse, comía galletas tiesas, cataba sorbos de agua y
meditaba, “¡Tanto que te costó, Abelardo, el bendito diploma y ahora nadie se
atreve a pedirte la solución de un caso. No hay derecho!” De repente, la puerta
se abrió y el detective, concentrado en los tedios de la espera, no pudo ver el
rostro de la sombra que le acuchillaba el abdomen. Dos, tres, quince veces, una
eternidad de punzantes veces.
La sangre, en borbotón de diluvios, lo inmovilizó de cuerpo completo.
Quiso levantarse y las piernas estaban inertes; pretendió mover los brazos para
accionar la pistola extemporánea y nada más consiguió un ahogo, un lamento.
Viró los ojos hacia los lados, pero la fatiga lo obligó a cerrarlos; ninguna
pista perceptible: sólo él, teñido de postrimerías, en mitad del desorden
secreto de su gabinete investigativo. Por fortuna, aún conservaba la lucidez
que deben mantener los grandes pesquisas en situaciones de alto riesgo (Pag. 8
y sgtes. del Manual II).
Sobre el suelo, ocupó los maltrechos sentidos en la búsqueda del
victimario: Su madre le aborrecía con el tesón de las campesinas de Cerdeña
(¿odio genético, repulsa inmemorial, castigo primigenio?), y no le perdonó que
hubiera adoptado conductas de pobreza independiente. Pero de allí al asesinato,
existía un abismo irrazonable. Además, aunque su madre habitaba en el último
piso del mismo edificio y esta cercana vecindad la transformaba en potencial
reo de cargos, la vieja padecía de cuadraplejia, o sea, que no alcanzaba a
esbozar ni los gestos de la abominación. Y Marcela, la anciana cuya bondad le dispensaba
a su prima higiénicos baños y nobles sacrificios, nunca obedecería una orden
tan espeluznante: “¡Baja y me lo matas!”, porque era Testigo de Jehová y le
daba pavor la violencia. Subsistía la muy remota posibilidad de que la vieja
hubiese convencido a Marcela, para que la cargase hasta el apartamento del hijo
y así ella apuñalarlo; ¡inverosímil!, pues entre las dos no juntaban las
fuerzas imprescindibles y, por otra parte, fue una sombra única la que
vislumbró Abelardo.
El detective Ramírez, al percibir que un enjambre de hormigas letales,
o de gérmenes advenedizos, quería apoderarse de su discernimiento, acentuó el
ritmo de las conjeturas: Desechó el móvil del robo porque los triviales objetos
que poseía no ameritaban el lance de una incursión de despojo, y todo se
hallaba en el lugar de costumbre. Entonces, pensó en el dueño del inmueble, un
turco macabro, quizás socio mundial de tráficos ilícitos, que lo había
amenazado en diversas ocasiones, “Pague los atrasos de la renta o aténgase a
las consecuencias”. Sin embargo, no resultaba admisible la proporción de “las
consecuencias” (puñales y más puñales en el estómago), pues el turco mafioso
nunca se arriesgaría a perder su reino de ilegalidades por la mora de un
inquilino miserable. No y no, para eso existían los tribunales de desahucio
que, a cambio de cómodas tarifas, ponían en la calle los muebles de los
deudores; y también muchos bravucones que por algunas cervezas, garantizaban
cualquier cobro mediante una zurra de patadas (sin cementerio).
Abelardo torció quejas incisivas, hoscas, inagotables, pero acopió
bríos para seguir reflexionando. Tula, la sobrina de la conserje, con sus
dieciocho años de busto y grupas sintetizaba los prodigios del frenesí a la
carta: se habían acostado en azoteas, cines, plazas, y también sobre sábanas,
escaleras, alfombras y colchonetas. Tula lo buscaba y Abelardo se dejaba
encontrar, y cuando él distanció las citas por miedo de que la conserje los
descubriese, la aventajada niña huyó con su maestro de Tai Chí (un experto en
artes y artimañas ocultas) y no volvieron a verse. Ningún motivo tendría, pues,
Tula “La insaciable” para rebanarle las tripas. En el juego de las absurdas
hipótesis, más razones le cabrían a Abelardo para asesinarla, porque lo
sustituyó por aquel gimnasta ocioso. “No, no fue Tula”.
El maricón del sexto piso tampoco encuadraba en la lista de presuntos
agresores. Si bien a veces, Ramírez percibió que lo miraba con antojos de una
cercanía amorosa y en alguna oportunidad pasó de los simples tintineos de pestañas
a un rascabucheo en el ascensor, el joven se había unido en matrimonio inglés
con un sastre canadiense y ambos se mostraban muy felices. ¡Descartados el
maricón y su esposo (a)!
Enderezó las sospechas hacia el jefe de la oficina donde trabajaba. ¿Habría
descubierto las pequeñas sustracciones que el precio del curso de
investigadores lo obligó a cometer? Improbable, porque él maquillaba los
balances diariamente, y en el bulto de los números resultaba difícil una
precisión tan exigua. Pero aceptando la malicia del jefe, éste jamás apuñalaría
a un subalterno: no por falta de ganas sino por pánico de que los otros
contables hicieran lo mismo con su puerca barriga. A todo evento, hubiese
llamado a la policía, “¡Vengan y apresen al estafador Ramírez!”
El novel criminalista juntó ánimos endebles. Ya el hormigueo le
revocaba los cauces de la sagacidad y una nebulosa gris se le instalaba en las
sienes. Aunque carecía de pruebas, pensó en un complot siniestro para
eliminarlo: plan general de su madre y de Marcela, de la conserje y su sobrina
Tula, del maricón y su cónyuge, del turco terrible y del jefe de la oficina,
“No nos conviene la presencia de Abelardo, y menos ahora que tiene el diploma
de detective. Escojamos, entre nosotros, una sola sombra con cuchillo”.
Abelardo Ramírez cerró entonces los párpados y el entendimiento. Se
iba sin resolver el caso de su vida.
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